La señorita Lesley Grant (llamémosla así) despertó a las ocho y cuarto de la mañana.
Su casa, la antigua residencia Farnham de Six Ashes, situada en el extremo sur de High Street, daba al Este, a los prados delanteros de Ashe Hall. Era una construcción de aspecto agradable y sombreada por los árboles, con un largo jardín al frente. Desde las ventanas del dormitorio del piso superior, mirando diagonalmente hacia el lado opuesto de High Street, se veía el escudo heráldico del fresno y el grifo esculpido en las columnas de piedra que flanqueaban la verja de acceso al parque. Cuando Lesley despertó, la luz brillante del sol penetraba en el cuarto.
Durante un momento permaneció en una inmovilidad completa, la vista clavada en el cielo raso y los ojos bien abiertos.
El tic-tac de un reloj que descansaba sobre la mesita de noche era el único ruido que se escuchaba en la habitación. La joven miró de soslayo, aparentemente para comprobar la hora, y volvió en seguida los ojos hacia arriba.
No tenía aspecto de haber dormido bien, o por lo menos lo suficiente. Alrededor de sus ojos castaños de mirada candorosa se notaban unas sombras leves; el cabello parecía caído sobre la almohada y en sus labios percibíase una expresión extraña. Con los brazos desnudos extendidos sobre la colcha a ambos lados del cuerpo, escuchaba el tic-tac del reloj mientras su mirada recorría la habitación.
Cómoda, amueblada con una discreción y buen gusto casi empalagosos, la habitación contenía sólo un cuadro: un dibujo en blanco y negro, con formas un poco desproporcionadas, que colgaba, en un marco, entre las dos ventanas de enfrente. Cuando reparó en él, la joven se mordió el labio inferior.
—¡Qué tontería! —dijo en voz alta.
Si alguien la hubiera visto en ese momento (cosa que por fortuna, o por desgracia, no ocurrió) habría experimentado desazón ante el carácter furtivo de sus movimientos. Se deslizó fuera de la cama, vestida con un camisón blanco de seda con encajes, corrió hasta el cuadro y lo descolgó.
Quedó al descubierto el frente de una pequeña caja fuerte, cilíndrica y de acero empavonado, empotrada en la pared; era un modelo importado de los Estados Unidos. No tenía llave; se abría mediante una cerradura de combinación con letras, sólo conocida por los fabricantes y por la supuesta Lesley Grant.
La respiración de la joven se hizo menos profunda; el movimiento de su pecho bajo la tela de seda se hizo casi imperceptible. Apoyó la mano en el dial de la caja, y cuando ya había dado al mando dos vueltas parciales, un fuerte ruido de pisadas en la escalera, junto con el sordo repiqueteo de la loza al chocar entre sí, le advirtieron que se aproximaba la señora Rackley con su té de la mañana.
Colgó otra vez el cuadro y regresó precipitadamente a la cama. Al abrirse la puerta del dormitorio, la joven se hallaba sentada con la espalda apoyada en las almohadas y se alisaba el cabello; su rostro aparecía ligeramente arrebolado y su respiración era casi normal.
—¿Está despierta, señorita? —preguntó la señora Rackley como de costumbre—. ¡Hace una mañana preciosa! Aquí le traigo una excelente taza de té.
Sirvienta, cocinera y ama de llaves, esa mujer era de suma utilidad para una dueña de casa que pudiera soportar su inaguantable aire de protección. Echó una ojeada al cuarto y comprobó con satisfacción que reinaba un orden perfecto, como también que las ventanas se encontraban abiertas. En seguida avanzó, haciendo crujir el piso y respirando como si sufriera de asma, y colocó la bandeja en el regazo de Lesley. Hecho esto, retrocedió un poco y apoyó las manos en las caderas para pronunciar concienzudamente su diagnóstico.
—Usted no tiene buen aspecto —declaró, en tono categórico.
—¡Me siento muy bien, señora Rackley!
—Usted no tiene buen aspecto —repitió la mujer con firmeza, y prosiguió en tono acariciante—: ¿Por qué no se queda en la cama y me permite que le traiga aquí el desayuno?
—¡No, no! ¡Me levantaré dentro de un minuto!
—No es molestia alguna para mí —insinuó la mujer tentadoramente.
—No quiero desayunar en la cama, señora Rackley.
La señora juntó con fuerza los labios, aparentemente enojada. Meneando la cabeza, recorrió otra vez el dormitorio con la vista. Su mirada se detuvo en una silla de cuyo respaldo colgaban, doblados con esmero, una falda negra y un jersey blanco tejido a mano; sobre el asiento sé veían unas enaguas, un par de medias y un sujetador.
—¡Ajá! —exclamó el ama de llaves con un tono que más bien recordaba al de un agente de la policía metropolitana, y luego agregó con aire despreocupado—: ¿Salió usted anoche, señorita?
Lesley, que acababa de servirse el té y se llevaba la taza a los labios, levantó la vista con rapidez.
—¿Cómo? —preguntó maquinalmente.
—¿Volvió a salir anoche, después de traerle en automóvil ese lord desde la casa del señor Markham? —insistió la mujer.
—¡No, por Dios!
—Al regresar —afirmó la señora—, llevaba puesto el traje verde oscuro, Recuerdo claramente que le sentaba muy bien. Y ahora… —señaló la falda negra y el jersey blanco colocados en el respaldo de la silla—. Usted es una niña delicada, señorita —prosiguió en tono de reproche—, tanto o más que mi hija menor. No debe hacer esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Salir —replicó la acusadora de manera vaga pero obstinada.
—Pero ¡si no salí! —protestó la joven.
Su brazo se sacudió con tal violencia que estuvo a punto de volcar la taza. Sus ojos adquirieron, por un instante, una expresión singular que desapareció en seguida, al mismo tiempo que sus mejillas se teñían de rojo.
—No abandoné la casa, ¿comprende? ¡Si alguien afirma lo contrario, miente descaradamente!
La señora Rackley se sintió sobrecogida. Sin embargo, no replicó; un hecho más interesante atraía en ese momento su atención. Atisbaba por la ventana con tanta curiosidad que Lesley se vio obligada a deslizarse otra vez fuera de la cama, dejando caer la bandeja sobre ésta con un ruido sordo, y corrió a situarse a su lado.
De pie a cierta distancia de la puerta de la valla delantera, bajo los fuertes rayos del sol, el mayor Horacio Price hablaba con Guillermo Earnshaw, gerente del Banco. La figura corpulenta y rechoncha del primero contrastaba con la de Earnshaw, elegante y erguida. Este se había quitado el sombrero, dejando al descubierto su cabello negro como el azabache, cuidadosamente cepillado y con la raya trazada en forma perfecta; su cabeza brillaba bajo la luz del sol. A pesar de que se encontraban demasiado lejos para que pudiesen escucharse sus palabras, se notaba que las relaciones entre ellos no eran cordiales. Ambos se interpelaban en actitud hostil y hasta se podía adivinar que el rostro del mayor estaba encendido. Pero no fue ésta la escena que atrajo la atención de las dos mujeres.
Por High Street, procedente del Sur, donde el camino de La Horca formaba un ángulo recto, se vio venir al agente de la policía local montado en su bicicleta. Bert Miller hacía girar los pedales a una velocidad que pocas veces había alcanzado en su vida. El mayor y el gerente se volvieron rápidamente para observarle, y cuando el primero le saludó con un grito, el ciclista frenó de manera tan brusca que estuvo a punto de caerse en la alcantarilla.
A continuación tuvo lugar una breve y endiablada pantomima, en el transcurso de la cual el agente habló apresuradamente y sus oyentes se mostraron muy impresionados. En una ocasión Price se volvió para mirar la casa de Lesley y pudo verse su rostro cubierto de pecas, grande y redondo, con carrillos llenos y la boca entreabierta, bajo el ala del sombrero blando que usaba en los días de trabajo.
Finalizada la conferencia, como si hubiera tomado una resolución, el mayor abrió la puerta de la valla y avanzo por el sendero en dirección al edificio.
¡Y usted lleva puesto el camisón! —exclamó la señora Racldey—. ¡La verá así! ¡Vuélvase a la cama, señorita! Yo le… yo le prepararé el baño.
—No se preocupe ahora por mi baño —replicó la joven.
Evidentemente, la mujer esperaba una contestación semejante. Sin embargo, el tono de Lesley no era firme.
—Baje y averigüe qué ocurre —prosiguió. Lesley—. Dígale al mayor Price que bajaré en seguida.
En verdad, transcurrieron menos de diez minutos hasta el momento en que la muchacha bajó corriendo por la escalera, vestida con un traje diferente de los dos que dieran origen a la discusión entre las dos mujeres.
No se veía a la señora Racldey; sin duda, el visitante la había ahuyentado con algunas palabras ásperas. El mayor se hallaba de pie en el vestíbulo y movía nerviosamente el sombrero entre las manos. Al ver a la joven, hizo un ruido con la garganta antes de hablar.
—Mi estimada señorita —comenzó—, acabo de hablar con Bert Miller.
—Sí, lo sé. ¿Qué ocurre?
—Siendo decirle, mi apreciada joven, que se trata de una noticia de gravedad. Sir Harvey Gilman ha muerto.
El vestíbulo era amplio y fresco, y oscuro a pesar de su ventana en forma de abanico. Contra la pared del fondo, un reloj de pie hacía oír su tic-tac.
—¡No lo hice intencionadamente! —exclamó Lesley—. ¡No disparé adrede contra él! ¡Fue un accidente! ¡Se lo juro!
—¡Chist…! ¡Mi estimada niña! ¡Por favor! —la instó el hombre.
—¡Discúlpeme! Pero…
—Además, no se trata de un tiro —prosiguió el visitante, tratando de aflojarsé un poco el cuello blando de la camisa alrededor del suyo, grueso y fuerte—. Parece que el pobre hombre se envenenó anoche. Pero… ¿podemos pasar a otra habitación para conversar?
Sin pronunciar palabra, Lesley señaló una puerta que luego abrió, y pasaron a un fresco salón con paredes pintadas de color verde y una chimenea de guijarros. Como la joven parecía muy impresionada por la noticia, el mayor la guió hasta un sillón y la obligó con delicadeza a tomar asiento. A su vez, ocupó otro frente a ella, depositó con cuidado el sombrero en el suelo y apoyó las manos en sus rodillas macizas, con los dedos extendidos. En seguida se inclinó hacia adelante con cierto aire confidencial y amistoso y comenzó a hablarle en voz baja:
—Ahora bien, no se alarme —aconsejó con dulzura—. En mi carácter de asesor jurídico de usted… porque espero que aún me considere como tal, ¿no es así?…
—¡Naturalmente!
—¡Es usted una niña excelente! —manifestó el hombre inclinándose otro poco para palmear con suavidad el brazo de la muchacha—. Como asesor jurídico, considero que existen algunos puntos, sin importancia por otra parte —agregó, descartándolos con un ademán—, que debemos aclarar, ¿no le parece?
—¿Dice usted que se ha envenenado? —preguntó la joven y luego agitó violentamente la cabeza, como si luchara por disipar la niebla que le invadía la mente. Sus ojos se cubrieron de lágrimas—. ¡Sencillamente, no comprendo! ¿Por qué lo hizo? ¡Pobre hombre!
—En fin, ese es uno de los pequeños problemas de este asunto, que resulta más bien difícil de solucionar —manifestó Price—. Su cuerpo ha sido hallado esta mañana, muy temprano, por Dick Markham.
—¿Por Dick? —inquirió la muchacha, irguiéndose en su sillón.
—Al menos eso afirma Miller. Parece que alguien llamó a Markham por teléfono…
—¿Quién?
—El joven no lo sabe. Al parecer sólo oyó «un susurro» que, de acuerdo con la explicación de Miller —el mayor frunció el ceño—, le dio a entender la posibilidad de que ocurriría algo muy grave si no se dirigía inmediatamente a la antigua casa de Pope.
—¿Entonces?
—Markham partió en seguida. Apenas estuvo a la vista del edificio, alguien encendió la luz de la sala —el narrador hizo una breve pausa, sin duda para recalcar esa circunstancia. Sus cejas, de un rubio fuerte, casi se juntaron sobre la nariz y se oyó el débil silbido de su respiración contenida—. Poco después de eso, una persona apoyó el cañón de un rifle sobre la muralla lindera del parque y disparó un tiro, la bala perforó la ventana de aquella sala. ¡No!, ¡un momento! ¡No sucedió lo que usted imagina! Dick se precipitó hacia la casa seguido de Cintia Drew…
—¿Cintia Drew? ¿Qué hacía ella allí, con él? —inquirió Lesley.
El mayor Price desechó la pregunta con un gesto.
—Había salido a dar un paseo, o algo por el estilo. ¡En fin! Corrieron al interior y descubrieron que la bala no había tocado a sir Harvey; éste se hallaba en una silla, frente al escritorio. Parece que se encerró en la habitación y con una jeringuilla hipodérmica se inyectó ácido prúsico. Un asunto muy extraño —agregó el hombre, meneando la cabeza con aire de incertidumbre—. Muy extraño, en verdad. Porque, como usted comprenderá, alguien disparó contra él más o menos al mismo tiempo que se inyectaba el veneno en el brazo.
Durante un prolongado espacio de tiempo reinó el silencio.
Lesley no hizo comentario alguno. Quiso decir algo, pero desistió con un gesto de impotencia. Parecía desorientada y bajo los efectos de una fuerte tensión nerviosa.
Por su parte, Price se sentía evidentemente incómodo. Hizo un ruido con la garganta y miró el jarrón que contenía rosas rojas, colocado en una mesa, en el centro de la habitación; esas flores daban una nota de color en aquel recinto lúgubre, amueblado con buen gusto, en que también se veía un piano de cola y algunos objetos de plata vieja. Luego observó el cielo raso, el piso, y por fin se decidió a abordar sin rodeos la cuestión.
—Ahora bien, mi estimada Lesley. No deseo que interprete mal mis palabras, pero…
—¿Pero qué?
—De cualquier modo, tenía la intención de sostener hoy una pequeña conversación con usted. Desde el día siguiente de su llegada a este pueblo tuvo la gentileza de permitirme manejar sus asuntos financieros, porque no posee experiencia en los negocios. Ha procedido con acierto; no es conveniente que una mujer se mezcle en ellos —hizo un movimiento de aprobación con la cabeza—. Pero ahora va a contraer matrimonio…
Lesley pareció aún más confundida.
—¡Dios Santo! ¿De qué me habla usted?
—¡Pues bien! —continuó el anticuado señor Price—. Su marido exigirá una rendición de cuentas, ¿no es verdad? Sin duda, espera que yo entre en sus manos la dirección de tales asuntos. ¡Naturalmente! ¡Es muy lógico que así sea!
—¡No, por Dios! Dick sabe tan poco de negocios como yo. Autorizó a su representante literario para que se ocupara de los suyos. Nunca sabe el dinero que gana.
El mayor se removió inquieto en su asiento.
—Pero en todo caso —replicó, eludiendo el verdadero motivo de su visita—, espero que considere el problema como lo enfocaría un espectador imparcial. Por ejemplo… ¿tiene usted algún pariente con vida?
La joven se enderezó otra vez en su asiento.
—¿Por qué me lo pregunta? —replicó.
—En verdad, la conozco a usted tan poco… pero deseo ayudarla en todo lo que pueda…
—¡Por favor, mayor Price! ¡Le ruego que hable con claridad! Explíqueme de qué se trata.
—¡Pues bien! —dijo el visitante dejando caer las manos sobre las rodillas—. Deseo que me refiera con exactitud qué le comunicó el «adivino» ayer.
El silencio fue tan completo, que podía oírse con toda claridad el tic-tac del reloj del vestíbulo.
^—Un momento —se apresuró a agregar Price, anticipándose a la respuesta de la joven—. No me diga que se trata de las acostumbradas frases que pronuncian los adivinos, porque no es verdad. Tenga en cuenta que yo me encontraba cerca de la tienda y la vi a usted. Considere esta cuestión como lo haría un espectador imparcial, mi esposa, por ejemplo, o… o cualquier otra persona. El hombre del turbante le comunicó a usted algo importante, y al advertirlo, Dick se precipitó al interior para enterarse de la verdad. Luego se disparó el rifle… ¡accidentalmente, por supuesto!… y el anciano, alcanzado por la bala, se desplomó. Por fortuna no se hallaba herido de gravedad…
—¿No se hallaba herido de gravedad? —exclamó Lesley.
—Pues… no —admitió el hombre con turbación.
Una vez más, la mirada de la muchacha recorrió el salón de forma furtiva y extraña. Pareció que con la misma celeridad con que un jugador prepara la baraja, la muchacha ordenaba sus pensamientos. Con los labios entreabiertos, su rostro reflejaba concentración y sorpresa al mismo tiempo.
—¿Dick lo sabía? —preguntó casi a gritos—. ¿Dick lo sabía? ¡Y no me dijo nada!
Price negó con un movimiento de cabeza.
—¡Oh, no! El joven no tenía conocimiento de ello.
—¿Está seguro?
—Como usted recordará —dijo el visitante—, Middlesworth y yo trasladamos a sir Harvey a su casa. El herido nos exigió, bajo juramento, que mantuviéramos en secreto el hecho de que sólo había sufrido una lesión superficial y afirmó que procedía así en interés de la justicia. El patólogo del Ministerio del Interior… Caramba, mi estimada niña, ¿qué otra cosa podía hacer yo? No sé si Markham lo ha averiguado más tarde, pero estoy seguro de que cuando yo me marché, él no sabía que sir Harvey se encontraba bien. Pero observe el desarrollo de los sucesos. El patólogo poseía un importante secreto que, al parecer, se relacionaba con usted. ¡Bien! Alguien sustrajo un rifle, el mismo del accidente, y disparó contra el hombre a través de la ventana. Pero hay algo más: parece que el anciano se envenenó en ese preciso momento. ¡Vamos, vamos! ¿Cómo explica usted todo eso?
La joven se humedeció los labios.
—Acaba de manifestar usted que «parece» que se envenenó. ¿Existe alguna duda al respecto? —preguntó a su vez.
—¡Para mí, absolutamente ninguna! —replicó el mayor y rió entre dientes, alzando sus cejas muy rubias; sus ojos de un azul claro reflejaban sinceridad—. ¿Cómo es posible que alguien entrara y saliera de una habitación herméticamente cerrada? —y luego, en voz más baja—: Pero si tiene algo que decirme, ¿no cree usted que es mejor hacerlo ahora?
Lesley se aferró a los brazos del sillón, como si quisiera convencer a su interlocutor con la sola vehemencia de sus sentimientos.
—No tengo nada que contarle. ¡Por favor, créame! —exclamó.
—¿Ni siquiera lo que le dijo el adivino? ¿Eh? —insistió el hombre.
—¡No había visto en mi vida a ese hombre!
—¿Es todo cuanto tiene que comunicarme?
—¡Es todo cuanto puedo decirle! —manifestó Lesley.
—Entonces… —murmuró el mayor.
Respiró profundamente y desvió la vista, mirando a su alrededor. Acto seguido cogió su sombrero y se incorporó con aire pensativo, al tiempo que hacía un comentario respecto al estado del tiempo. En medio de un tenso y penoso silencio, la joven le siguió hasta la puerta.
—Si me necesita —manifestó el visitante—, me encontrará en mi despacho.
Una vez se hubo marchado, la joven permaneció durante un momento de pie en el vestíbulo, con los brazos cruzados sobre el pecho y los dedos apretados contra los hombros. Su actitud reflejaba una silenciosa perplejidad, y hasta cierta angustia.
—¡No! —exclamó en voz alta—. ¡No, no, no!
Por fin, pareció que el tic-tac del reloj conseguía insinuarse en su mente, miró la esfera y comprobó que faltaban pocos minutos para las nueve. El olor del jamón frito, que casi siempre le resultaba agradable y reanimador, se filtraba débilmente por la rendija de la puerta de la cocina. La señora Rackley no podía estar lejos y seguramente la abrumaría con preguntas.
Subió de prisa por la escalera y se precipitó en su dormitorio, cerró la puerta tras ella, hizo girar la llave y apoyó su cara radiante contra la hoja; pero, casi en seguida, aguijoneada por una repentina visión de algo que no percibía claramente, se volvió con brusquedad.
El dibujo en blanco y negro ya no colgaba frente a la caja fuerte: yacía en el piso, con la cara hacia abajo. Frente al escondrijo, con los dedos en el pomo del dial, se hallaba de pie Cintia Drew.
Por espacio de irnos diez segundos las dos mujeres permanecieron inmóviles, mirándose mutuamente. Los olores fuertes y agradables y los rumores típicos del verano penetraban por las ventanas abiertas e inundaban el dormitorio, junto con los cálidos rayos del sol. La muchacha fuerte, de cabello rubio y ojos azules, y la otra, de aspecto más débil, de cabello y ojos castaños, se observaban.
La voz de Cintia rompió el pesado silencio.
—Quiero saber qué hay dentro de esta caja, y estoy decidida a no marcharme de aquí sin descubrirlo, aunque para ello tenga que matarla.