8

Markham se encontraba aún junto a la puerta, esforzándose por poner en orden sus pensamientos, que se resistían a adquirir coherencia, cuando oyó un ruido raspante que provenía de la ventana. Era Cintia, que con movimientos flexibles y ágiles acababa de saltar al interior, y había caído de pie y con toda soltura entre los trozos de vidrio.

Parecía serena pero preocupada al mismo tiempo; se hubiera dicho que el motivo de su preocupación era Dick y no la figura encogida que yacía en el sillón.

—¡Es espantoso! —exclamó la joven, y luego, como si comprendiera cuán poco expresivas eran sus palabras, agregó en tono bajo y enfático—: ¡Sencillamente espantoso! Dices que se trata de ácido prúsico, Dick. Es venenoso, ¿verdad?

—Sí, muy venenoso.

La muchacha lanzó hacia la butaca una mirada de repulsión.

—Pero ¿qué le ha ocurrido al pobre hombre?

—Acércate —instó el joven—. ¿Te sientes bien?

—¡Oh!, sí, querido. Perfectamente —un espectáculo como ese no bastaba para turbar a Cintia Drew, que agregó con vehemencia—: Pero ¡es horrible, espantoso! ¿Quieres decir que alguien le ha envenenado?

—No. ¡Mira! —observó Markham.

Al rodear ella la mesa, el joven le señaló la jeringuilla hipodérmica clavada de punta en el suelo. Luego, haciendo gala de un gran dominio de sus nervios, se inclinó sobre el cadáver y levantó el antebrazo izquierdo de éste. Las mangas amplias de la bata y del pijama se deslizaron hacia abajo, dejando al descubierto un miembro delgado como la rama de un nogal, en el que resaltaban las venas azules y congestionadas. La inyección parecía ejecutada con poca destreza; contra la piel se destacaba el pequeño lunar formado por la sangre seca.

—¡Dick! ¡Espera! ¿No es una imprudencia que procedas en esa forma?

—¿En qué forma?

—¿Que rompas ventanas, toques los objetos y demás? En esos libros que me prestaste… es claro que algunos resultan de difícil comprensión, ¡y son tan sórdidos los individuos que describen!…, pero en ellos se insiste siempre en que es necesario dejar las cosas tal como se encuentran, ¿verdad?

—Sí —asintió él con gesto ceñudo—. Esto me va a costar caro. Pero ¡tenemos que saber!

La muchacha de ojos azules lo observó atentamente.

—Dick Markham, tienes un aspecto horrible. ¿No te acostaste anoche?

—¡No te preocupes por eso, ahora!

—Sí me preocupa. Nunca descansas como es debido, especialmente cuando trabajas. Algo te atormenta. Anoche me di cuenta de ello.

—Cintia, ¿quieres tener la bondad de mirar aquí? —insistió el joven.

—Lo estoy haciendo —replicó la joven, a pesar de que dirigió la vista a otra parte, aferrándose convulsivamente las manos.

—Se trata de un suicidio —explicó Markham, pronunciando las palabras con premeditado énfasis, con la intención de fijar esa idea en la mente de ella—. Este hombre cogió una jeringuilla hipodérmica llena de ácido cianhídrico, ¡aquélla!, y se la inyectó en el brazo izquierdo. Tú misma puedes atestiguar —prosiguió, abarcando la habitación con un amplio movimiento del brazo— que esta pieza se hallaba herméticamente cerrada. Lo que prueba, ¿comprendes?, que nadie ha intentado matarlo.

—Pero ¡Dick! ¡Alguien trató de asesinarlo cuando disparó con un rifle!

—La bala no dio en el blanco, ¿no es así?

—No —dijo la joven—, pero ¡sin duda no fue por falta de esfuerzos o intención del tirador! —y antes de proseguir, el movimiento de su pecho reveló la agitación que la dominaba—. ¿Se trata de algo relacionado con Lesley?

Markham se volvió bruscamente.

—¿Qué?

—La idea que te atormenta —explicó la joven con sencillez femenina.

—¿Por qué se te ocurre semejante idea?

—¿Qué otra cosa puede ser? —preguntó Cintia, y sin detenerse a explicar las razones de su afirmación, prosiguió, señalando la figura que ocupaba el sillón—: Ese horrible hombrecillo ha trastornado la vida entera de Six Ashes. Primeramente, ocurrió el accidente del disparo, ayer por la tarde. Fue un accidente, por supuesta —la muchacha de los ojos azules pareció reflexionar un momento—, pero es realmente extraño que esta mañana tratasen de matarlo disparando contra él. ¡Y para colmo dices que se ha envenenado con esa droga!

—Ahí están las pruebas, Cintia.

—No es suficiente, Dick —replicó la muchacha con aspereza.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡No lo sé! Precisamente, es el aspecto misterioso de este asunto. Pero… ¿has oído hablar de la pelea que tuvo lugar anoche entre el mayor Price y el señor Earnshaw? Se relaciona con el robo del rifle.

—Sí. Me la refirió lord Ashe.

Cintia señaló otra vez el cadáver.

—Dick, ¿qué te dijo respecto a Lesley?

—¡Nada! ¿Por qué, en nombre de Dios, crees que aludió a ella?

—Leyó en la bola de cristal la vida de todos los demás. Apostaría a que adivinó algún hecho de la de Lesley y que es eso precisamente lo que te preocupa —insistió la joven.

Hasta ese momento Markham había considerado a Cintia como una buena muchacha, pero no como un modelo de inteligencia. Para salvar el momento de peligro, se echó a reír tan estrepitosamente que creyó advertir un sacudimiento en las láminas con motivos militares.

—Si te ha dicho algo —insistió la joven con tono acariciante y casi maternal—, cuéntamelo, Dick. ¡Cuéntamelo, por favor!

—¡Oye, Cintia! Tú no puedes creer que Lesley esté complicada en esto, ¿verdad?

—Pero ¿por qué había de creerlo? —inquirió ella con la vista fija en una de las esquinas de la alfombra, al mismo tiempo que se ruborizaba ligeramente—. Sólo que… ¡es tan raro todo el asunto! ¿No sería mejor que avisáramos a la policía? Hay que hacer algo.

—Creo que sí. ¿Qué hora es?

La muchacha consultó su reloj.

—Las cinco y veinte. ¿Por qué?

Markham rodeó el escritorio y se colocó frente a él. El muerto, con un párpado levantado a medias, lo miraba con expresión tan sardónica y viva, que parecía reír desde el infierno.

—Naturalmente, debo llamar por teléfono a Bert Miller —manifestó Dick.

Miller, el agente de policía local, no tardaría mucho en llegar hasta allí. Técnicamente, el Camino de la Horca terminaba en campo abierto, pocos cientos de metros más al Este (en el siglo XVIII había existido allí una horca, pensamiento que provocó en Dick un profundo malestar); sin embargo, cruzaba el campo un sendero que conducía a Goblin Wood, cerca del cual vivía Bert Miller.

—Pero, primeramente tengo que buscar al doctor Middlesworth —agregó el joven.

—¿Por qué?

—¡Porque él conoce los otros casos! Y debemos resolver…

—¿Qué casos, Dick?

«Casi cometo un desliz, una traición. Pero ¿qué más da?», pensó Markham, recuperando el dominio de sí mismo.

—¡Me refiero a los casos criminales en general!

—Pero has dicho que éste no era uno de ellos —observó la muchacha, mirándolo fijamente; pareció que su respiración se aceleraba—. Acabas de manifestar que se suicidó. ¿Por qué sostienes ahora lo contrario?

El hecho de que no respondiera a esa pregunta se debió, no tanto a la circunstancia de sentirse acorralado, sino a un detalle que atrajo su atención y que daba a la expresión del muerto un matiz grotesco. Acercose nuevamente para examinar el cadáver, pero esta vez desde el lado opuesto. En la alfombra, junto al asiento, como si hubiera caído de la mano izquierda de la víctima, se veía una caja de chinchetas cuyo contenido se hallaba desparramado por el suelo.

_ Una pequeña caja de cartón, volcada. A la derecha, una jeringuilla hipodérmica; a la izquierda, chinchetas. El esmero con que aparecían dispuestas ambas cosas trastornaba el juicio. Dick alzó una y apretó su punta aguda contra la yema del pulgar. Sin darle mayor importancia, comprobó que al clavarse en un brazo humano dejaría más o menos la misma marca que una inyección aplicada sin habilidad…

—¡Dick! —llamó Cintia.

El joven se irguió con precipitación, abandonando la posición en cuclillas en que se encontraba.

—Tengo que hablar por teléfono —dijo Markham, anticipándose al torrente de preguntas que advirtió en los ojos de la muchacha—. Discúlpame.

Recordó que el aparato se hallaba instalado en el vestíbulo. Hizo girar la llave de la puerta y descorrió el pasador, notando la solidez de la cerradura y la forma perfecta en que ajustaba el cerrojo.

Resultaría muy difícil hablar claramente con Middlesworth, pues Cintia podía escuchar desde la habitación contigua. Después de marcar el número, oyó el zumbido característico que sonaba insistente y repetidamente, antes de que respondiera la voz de una mujer que, sin duda, acababa de despertarse.

—¡Lamento molestarla a esta hora, señora Middlesworth! Pero…

_—El doctor no está —dijo la voz con tono que evidenciaba una calma forzada—. Se encuentra en Ashe Hall.

—¿En Ashe Hall?

—Sí. Una de las sirvientas de allí ha sufrido una fuerte indisposición; lady Ashe estaba muy preocupada. ¿Habla el señor Markham?

—Sí, señora.

—¿Desea darme algún recado para mi marido, señor Markham? ¿Se encuentra usted enfermo?

—¡No, no! ¡Nada de eso! Pero se trata de algo más bien urgente.

—¡Caramba! Lamento que mi marido no esté aquí —murmuró la voz, en la que se reflejaba una simpatía convencional y cierto recelo. Pero la esposa de un médico sabe cómo actuar en esos casos—. Si se trata de un caso urgente, puede llamarle por teléfono a Ashe Hall, o cruzar el parque y verle personalmente. Buenas noches.

«Cruzar el parque y verle personalmente. Eso era mejor», pensó el joven. Si marchaba por el monte y seguía luego por South Field, llegaría a Ashe Hall en dos minutos. Regresó de prisa a la sala: Cintia, en actitud indecisa, se mordía su rosado labio inferior. Asió las manos de la joven, y a pesar de su resistencia, las oprimió con firmeza y con nerviosismo.

—Escucha, Cintia. Debo ir a Ashe Hall porque en este momento Middleswort se encuentra allí. No tardaré más de diez minutos en regresar. Entretanto, ¿quieres llamar a Bert Miller y luego permanecer aquí de guardia? Dile a Bert que sir Harvey Gilman se ha suicidado y que no es necesario que se dé prisa en venir.

—¡Pero…!

—Ya sabes que, en realidad, el hombre se ha suicidado.

—Dick, ¿confiarás en mí? ¿Me lo contarás todo más tarde?

—Sí, Cintia, lo haré.

En medio de las tinieblas de esa pesadilla resultaba reconfortante poder confiar en algo, aunque sólo fuese en la honradez y el sentido común de esa muchacha. Nuevamente le apretó las manos aunque ella rehuía su mirada. Sin embargo, una vez que abandonó la casa, cruzó el estrecho camino y se abrió paso por el sombrío monte de abedules para cruzar la loma verde de South Field en dirección a Ashe Hall, le acompañaba la imagen de una joven muy diferente de Cintia.

«Bien, arrostremos la desagradable posibilidad de que Lesley fuese la autora de esto…».

«Pero sin duda —argüía su sentido común—, ella no habría matado a sir Harvey solamente para evitar que revelara su identidad a los habitantes de Six Ashes».

«¿Por qué no?», replicaba el insidioso demonio de la duda.

«Porque este suceso —contestaba su sentido común— provocará la intervención de la policía, con lo cual su verdadera personalidad quedará de todas maneras en evidencia».

«No sucederá necesariamente así —volvía a replicar la duda—, si la investigación es conducida por las autoridades locales y se considera el caso como un suicidio corriente».

«—Pero el patólogo era una persona muy conocida —insistió la razón—. La noticia habrá de aparecer en los diarios y, probablemente, atraerá la atención de algún miembro de Scotland Yard y éste intervendrá».

La duda lanzó una especie de carcajada maligna.

«Tú mismo —observó— eres un joven autor bastante famoso. Tu suicidio sería comentado por la Prensa. Sin embargo, sir Harvey jamás dudó de que esa dama de rostro angelical se proponía envenenarte».

Con este argumento, el demonio de la duda se aferró con fuerza a su presa, e hincó muy hondo sus garras en la imaginación de Dick.

«Evidentemente —prosiguió—, ese hombrecillo odiaba a Lesley Grant. La perseguía como nadie lo había hecho antes. Ayer por la tarde estuvo a punto de traicionarla, en el momento en que ella intentó matarle con el rifle. La actitud de esa mujer frente al patólogo no podía ser benigna o de indiferencia; si su hermoso cuerpo encierra realmente el alma de una envenenadora, había de vengarse mediante un método imposible de ser descubierto por los demás».

Pero al llegar aquí, el razonamiento se estrellaba con un problema insoluble. Resultaba evidente que sir Harvey no se había suicidado. Además, estando prevenido respecto a Lesley, no pudo caer en el engaño de una treta que le indujera a inyectar, en su propio brazo, el contenido de una jeringuilla hipodérmica. Sin embargo, resultaba materialmente imposible que alguien le hubiera asesinado.

Markham ascendió con rapidez la loma de South Field. Al frente, se alcanzaba a ver el ala sur de Ashe Hall y se destacaban sus ladrillos viejos y oscuros en la diáfana atmósfera matinal. A pesar de que aún no salía humo de las chimeneas de su cocina, todas las puertas de acceso se hallaban abiertas de par en par.

A la primera persona que vio el joven fue al dueño de la casa, que apareció en una esquina del edificio con sus habituales pantalones de pana y una vieja chaqueta. Llevaba las manos enfundadas en guantes de jardinería y sostenía en la derecha un par de tijeras para podar rosales. Al ver a Dick se detuvo de golpe y esperó que el joven se aproximara.

—Buenos días —saludó en tono perplejo.

—Buenos días, señor. Se ha levantado usted muy temprano —respondió el joven.

—Lo hago siempre a la misma hora —replicó el dueño de la casa.

Markham desvió la mirada hacia el ala sur de la construcción.

—¿Nunca cierran aquí las puertas, señor?

Lord Ashe se echó a reír.

—Mi estimado amigo —comenzó, al mismo tiempo que hacía un leve ademán con la mano en que sostenía las tijeras y se acomodaba los lentes en la nariz—, aquí no hay nada de valor. Todos los cuadros son meras copias. Frank, mi hermano mayor, regaló las joyas de la familia a una famosa… dama de costumbres ligeras. Naturalmente, aún poseemos la platería, es decir, lo poco que resta de ella; pero para robarla se necesitaría un camión.

Hizo una breve pausa, como si reflexionara. Se acomodó otra vez los lentes y observó con curiosidad a su interlocutor.

—Disculpe que se lo haga notar, señor Markham, pero tiene usted aspecto de encontrarse aturdido y excitado. ¿Le ocurre algún percance?

Dick habló con franqueza. Deseaba conocer la reacción de ese hombre sensato, con su voz suave, tez rubicunda y cabello gris acerado, ante una situación que pronto apasionaría a la población de Six Ashes.

Sir Harvey Gilman se ha suicidado.

Lord Ashe le miró con asombro.

—¡Dios santo! —exclamó el anciano.

—Sí, suicidado.

—¡Pero esto es… —el hombre miró a su alrededor en busca de un sitio adecuado para colocar las tijeras, y no hallándolo, las mantuvo en la mano— es extraordinario!

—Efectivamente.

—¡Quién iba a imaginarse semejante cosa! —exclamó lord Ashe—. A medianoche me pareció oír un disparo. ¿O sería más tarde? Tal vez… —agregó, mirando con fijeza hacia adelante, en un esfuerzo por hacer memoria.

Sir Harvey no se disparó un tiro. Se inyectó en el brazo el contenido de una jeringuilla hipodérmica; al parecer, era ácido prúsico. Cintia Drew y yo lo hemos descubierto hace menos de media hora.

—Acido prúsico —repitió el hombre—. Usábamos uno de sus derivados para rociar los árboles frutales. Supongo que a sir Harvey no le fue difícil obtenerlo. Pero ¿por qué, mi estimado amigo? ¿Por qué?

—No lo sabemos.

—En apariencia, gozaba de excelente salud y disposición de ánimo, salvo ese infortunado acci… —el anciano se frotó la frente con la mano en que sostenía la podadera, poniendo en peligro los lentes y los ojos—. ¿Se sentía deprimido? Pocas veces me he tropezado con un hombre más… ¿cómo diré?, más amante de la vida que él. Me recordaba a un individuo, un vendedor de biblias, que pasó cierta vez por aquí. Y… ¿me permite que le pregunte por qué ha venido usted aquí?

—Necesito hablar con el doctor Middlesworth; la esposa de éste me ha informado que se encuentra en Ashe Hall —contestó Dick.

—¡Ah, sí! Ha estado en esta casa. Cecilia, urna de las sirvientas, sufrió anoche un fuerte ataque de apendicitis. El doctor consideró que no era necesario someterla a una operación. Cree que puede «congelar» el apéndice, según la expresión médica. Pero ya no se encuentra aquí. Hace rato que se ha marchado; dijo que debía trasladarse a Hastings.

Esta vez fue Dick quien se asombró.

—¿A Hastings? ¿A las cinco y media de la mañana? ¿Para qué?

—No lo sé, mi querido amigo. Middlesworth guardó cierta reserva en cuanto al objeto de su viaje.

Lord Ashe se mostró perplejo.

El suave perfume del césped, la superficie lisa y brillante de los prados bajo la luz cada vez más fuerte del sol, aturdían un poco. Markham no estaba preparado para soportar el efecto tremendo de la pregunta que su interlocutor se disponía a plantear. Repentinamente, experimentó la extraña sensación de un peligro inminente; se dio cuenta de que el anciano le miraba con firmeza y severidad y hasta con un levísimo aire maligno. Luego, los rasgos de lord Ashe se suavizaron.

—¿Qué hay de cierto en el rumor de que Lesley Grant es una asesina? —preguntó por fin el anciano, con su voz dulce.