7

—¿Quién habla?… ¿Quién…?

No obtuvo respuesta. Fue sólo un susurro imposible de identificar.

Después de colocar el receptor sobre la horquilla, el joven se cubrió los ojos con las manos y agitó la cabeza con violencia para despejar la mente. La luz fantasmal del exterior, de un tinte azulado que palidecía por momentos, bañaba la habitación imprimiéndole un color indefinido. La máquina de su reloj de pulsera se había detenido; seguramente eran más de las cinco.

Ni siquiera tenía tiempo para pensar. Abandonó con premura la casa y al salir al aire libre, donde reinaba la quietud y la semioscuridad de la madrugada, experimentó la desagradable sensación de hallarse sucio y sin afeitar. Echó a correr por el camino con todas sus fuerzas, en dirección al Este.

En ese mundo sin vida los ruidos adquirían inusitada agudeza. El gorjeo de un pájaro, un susurro entre el césped, el sonido sordo y pesado de sus propios pasos sobre el camino de tierra, se escuchaban con la misma claridad con que se percibía la viva frescura del rocío. Dejó atrás la finca desocupada, y apenas la casa de sir Harvey Gilman estuvo al alcance de su vista comprendió que allí ocurría algo anormal.

En la sala de descanso se encendió una luz.

Delante de él todo se hallaba aún sumido en la oscuridad. A su izquierda se extendía paralelamente a la carretera un espeso monte bajo de abedules, cuyas copas sobresalían del muro de piedra del lindero. A su derecha, a unos cien metros más adelante, se alzaba la construcción, separada del camino por su jardín delantero. Ningún obstáculo se interponía entre aquélla y la vista de Dick. Alcanzaba a distinguir confusamente sus paredes de piedra encalada, las vigas negras y el bajo tejado de pizarra.

Más allá, desde un costado del edificio, en dirección al Este y en línea paralela también a la carretera, se extendía la tupida huerta de frutales que formaba con el monte de abedules una especie de túnel por el que corría un estrecho camino. Entre las ramas se filtraba débilmente la luz rosada del sol naciente, luz que en ese momento adquiría un matiz amarillo claro.

Sólo allí penetraban los rayos luminosos, mientras quedaban en la sombra ambos lados de la senda y algunos reflejos iluminaban el denso follaje. Esa claridad era suficiente para amortiguar el resplandor de la tenue luz eléctrica que alguien había encendido y se advertía a través de dos de las ventanas de la casa; pertenecían éstas a la planta baja y sus cortinas aparecían descorridas. Sí; se trataba, sin duda, de la sala de descanso, la misma habitación en que la noche anterior había conversado con el patólogo y cuyas ventanas daban al camino.

Dick Markham se detuvo bruscamente, con el corazón palpitante. Sentía esa debilidad que se experimenta por la mañana temprano cuando aún no se ha injerido alimento alguno. No sabía con certeza la razón de su apresuramiento ni qué esperaba hallar en el punto de destino. Al parecer, sir Harvey se había levantado temprano, puesto que las cortinas estaban descorridas y la luz encendida. Avanzó con lentitud en medio de la penumbra, llegó frente al túnel cruzado por los rayos del sol y se repitió para sus adentros que no le animaba ningún presentimiento. Pero cuando estuvo a menos de treinta metros de la casa supo por fin la verdad.

Un ligero ruido raspante, como un metal que se deslizara sobre una piedra, le obligó a volver la vista hacia la izquierda, en dirección al muro que separaba la finca del parque de Ashe Hall. En ese momento alguien, oculto tras la pared baja de piedra, alzaba un rifle y afirmaba el cañón sobre la parte superior del muro, apuntando cuidadosamente a una de las ventanas iluminadas de la finca.

—¡Eh! —gritó el muchacho.

Pero su grito fue ahogado por el ruido de un disparo. El estampido retumbó con extraordinaria violencia y espantó a las aves que, al levantar el vuelo, batieron ruidosamente el aire con sus alas. Gracias a su buena vista, Markham pudo observar el agujero que hizo la bala en el cristal de la ventana. En seguida el rifle desapareció. Alguien corrió a través del monte de abedules, bajo los árboles sombríos; se oía el ruido provocado por su cuerpo al golpear contra las ramas y hasta mi sonido semejante al de una risa. El eco del disparo se perdió en medio del inquieto piar de los pájaros; el tirador se había marchado.

Durante un momento, que tal vez duró diez segundos, el joven no se movió. No echó a correr inmediatamente porque tenía la terrible certidumbre de lo ocurrido. Perseguir a un tirador en ese monte espeso, aun en el caso de que se tuviera la intención de darle caza, era una tarea destinada al fracaso.

Más allá de la oscura cortina formada por los árboles y clareada sólo por el estrecho camino que la cruzaba, se vio asomar el filo del sol, semejante a un resplandeciente casco de oro blanco. Sus rayos brillaron a lo largo de la senda yendo a dar justamente en los ojos de Dick. En el túnel, hacia el Este, apareció una tercera persona que también debió oír el disparo. A pesar de que la luz del sol no era aún muy intensa, por un corto espacio de tiempo sólo pudo distinguir una silueta que llegaba.

—¿Qué ocurre? ¿Quién está ahí? —gritó la silueta.

Reconoció la voz de Cintia Drew y corrió a su encuentro, sin tener en cuenta que ella corría también. Se reunieron en el límite del jardín delantero de sir Harvey.

Cintia, vestida con el mismo jersey rosado y la falda marrón que llevaba la noche anterior, se detuvo bruscamente y le miró con asombro.

—Dick, ¿qué ocurre?

—Me temo que alguna calamidad.

—Pero ¿qué haces tú aquí?

—¿Y tu? —replicó el joven.

Ella hizo un gesto vago con los brazos.

—¡Dick! Lo que hemos oído hace un momento era…

A esa muchacha delgada, pero fuerte, jamás se la hubiera tachado de nerviosa o aprensiva; pero al ver la expresión de Markham, se llevó las manos al pecho. Desde atrás, los rayos del sol iluminaban sus cabellos, adquiriendo los extremos de éstos un color dorado, diáfano.

—¡Dick! Lo que hemos oído hace un momento era…

—Sí, creo que sí.

Hasta ese momento, es decir, hasta que estuvo justamente delante de la casa, el joven no osó volverse por completo hacia la derecha para observar el interior. Al hacerlo comprobó lo que tanto temía.

El edificio se hallaba situado a unos diez metros de la carretera, sobre un jardín mal cuidado, y presentaba una fachada más ancha que alta. Era una construcción reducida y baja, semejante a una casa de muñecas, con pequeñas ventanas de buhardilla que sobresalían de la pendiente formada por el techo y constituían la fachada de un piso superior. La huerta de frutales que se levantaba al Este sombreaba la pared delantera de piedras encaladas y las vigas negras y torcidas. En la planta baja, a la izquierda de la puerta de la entrada, las dos ventanas iluminadas permitían ver el interior.

El joven recordaba que la noche anterior sir Harvey Gilman se había sentado en una butaca, junto al escritorio grande colocado en el centro de la habitación. El sillón aparecía ahora frente al escritorio, como si alguien lo hubiera corrido hasta allí para escribir. En ese momento lo ocupaba una persona, y a pesar de que a través del vidrio la visión era un poco confusa, no cabía duda de que se trataba del patólogo; pero no se encontraba escribiendo.

La lámpara colgante con la pantalla de color tostado derramaba su luz sobre la cabeza calva del hombre. La barbilla se apoyaba sobre el pecho y los brazos yacían descansadamente sobre los de la butaca. Por el sosiego que denotaba su figura se hubiera pensado que dormitaba; pero la claridad más acentuada del agujero circular con ribete blanquecino provocado por el proyectil, y el hecho de que esa perforación se hallase justamente en línea con el cráneo del hombre desvanecían semejante presunción.

Dick sintió en la garganta un malestar que aumentaba por momentos; pero se sobrepuso a él. Cintia, en actitud firme y serena, siguió la dirección de su mirada y en seguida clavó los dientes en el labio inferior.

—Es la segunda vez —comentó el muchacho—. Ayer vi aparecer bruscamente un agujero de bala en la pared de la tienda; hoy lo veo aquí. Pero el asunto continúa tan oscuro como antes. Creo que… ¡un momento!

Se volvió con rapidez y miró el lindero de piedra que se levantaba frente a las ventanas y tras el cual se alzaba la densa cortina de abedules. Con tres zancadas cruzó la faja de césped alto que separaba la pared de la senda y se asomó para escudriñar la semioscuridad que reinaba al lado opuesto. Atrajo su atención un objeto caído bajo los árboles, que el tirador había abandonado al huir de aquel lugar.

Saltó la pared y sin tomar precaución alguna en cuanto a las huellas dactilares que podían hallarse en él lo levantó. Era un rifle de repetición, con cerrojo, calibre 22: un Winchester 61, sin duda el mismo que imaginaba encontrar allí. La tarde anterior, después de haberlo devuelto Lesley al mayor Price, lo habían robado de la barraca de tiro; al menos, esa era la versión dada por lord Ashe.

—¡No! —exclamó Cintia.

—¿No qué?

—¡No pongas esa cara!

El rostro de Markham no reflejaba consternación, sino júbilo y triunfo, porque Lesley Grant no podía ser la persona que había sustraído el arma. Él, Dick Markham, no se había separado de ella ni un minuto después del «accidente». La acompañó a su casa y permaneció con ella por espacio de varias horas. La joven no había sustraído el rifle, estaba dispuesto a jurarlo, porque era la verdad.

Dejó caer el arma y volvió a saltar el muro. En todo caso resultaba imposible que Lesley hubiera cometido ese crimen. El joven casi no reparó en Cintia ni la escuchó, a pesar de que en ese momento la joven intentó decirle algo que más tarde Dick no pudo recordar. En lugar de ello, echó a correr hacia la casa de sir Harvey.

El jardín no se encontraba cercado; el césped, muy crecido, se enredaba como un alambre en los zapatos. Prometía ser una jornada muy calurosa; la tierra exhalaba un calor húmedo y bajo sus efectos se evaporaba la fina capa de rocío. Una avispa se elevó de la huerta, volando en círculo. De la casa emanaba un olor a madera vieja y a piedra. Markham se aproximó a la ventana perforada por la bala, situada a la derecha, y apretó el rostro contra el vidrio sucio. Ahuecando las manos alrededor de los ojos, a modo de pantalla, miró de nuevo.

Bajo la débil luz de la lámpara que contrastaba con la claridad creciente del exterior, yacía inmóvil en el sillón, frente a la mesa grande, el cuerpo pequeño del patólogo. Su rostro mostraba el perfil, flojos los músculos de la barbilla y los ojos entreabiertos; Markham tuvo la convicción de que el hombre estaba muerto. Pero en esa escena se notaba algo extraño, muy extraño…

—Dick —susurró Cintia junto a él—, la bala no ha dado en el blanco.

Era verdad. En la pared del fondo, frente a ellos, se abría la chimenea de ladrillo con su repisa cubierta de adornos de bronce. Encima colgaba una lámina de colores que representaba una fase de la batalla de Waterloo. El proyectil, después de perforar el vidrio de la ventana y pasar muy cerca de la coronilla de sir Harvey, había destrozado el borde inferior del cuadro, que ahora colgaba oblicuamente y se había incrustado en la pared sin herir al hombre.

Cuando la joven hizo esta observación, su voz reflejó excitación y asombro, al mismo tiempo que cierto alivio. Dick se volvió y la miró con desconcierto.

—Entonces, ¿qué demonios le ocurre? —preguntó el joven.

—No lo sé.

—¡Sir Harvey! —gritó Markham, colocando la boca muy cerca del vidrio—. ¡Sir Harvey Gilman!

Markham examinó primero una ventana y luego otra. Como el edificio era más bien bajo, el antepecho de ambas no sobrepasaba en mucho el alto de la cintura. Pertenecían al tipo corriente, con cristales de guillotina y ganchos metálicos en la cara interior. Apoyó una rodilla en el poyo, se aferró con ambas manos al marco y subió. Al mirar con detenimiento, comprobó que las dos se hallaban cerradas.

Comenzó a insinuarse en su mente mi pensamiento muy desagradable.

—Espérame aquí un momento —dijo a Cintia.

Corrió a la puerta principal, separada del suelo por dos escalones de piedra, y descubrió que se encontraba sin llave y mal cerrada. La abrió de par en par y penetró en el pequeño vestíbulo de aspecto moderno que había conocido la noche anterior.

La puerta situada a la izquierda conducía a la sala de descanso; si penetraba por ella se encontraría precisamente detrás de la figura inmóvil del criminalista. A pesar de que realizó violentos esfuerzos para hacer girar el picaporte, no consiguió abrir esa puerta. Se hallaba cerrada desde el interior. Nuevamente se precipitó al jardín delantero, donde la joven miraba aún fijamente la habitación.

—Su aspecto es muy extraño —manifestó Cintia—. El rostro tiene un color raro. ¿Es azulado? ¿O se trata de un efecto de la luz? Alrededor de su boca se ve algo que parece espuma. Y… Dick, ¿qué haces?

Recordando vagamente que la perforación ocasionada por la bala podía ser útil como elemento de prueba. Dick no tocó la ventana situada a la derecha. Se trasladó hasta la otra, alzó la mitad de un ladrillo que encontró en el césped alto y lo lanzó contra ella. El proyectil, al chocar contra el vidrio, provocó un estallido; la vidriera cayó ruidosamente en pedazos.

De la sala mal ventilada salió una bocanada de aire con un débil pero definido olor a almendras amargas, claramente perceptible en la atmósfera matinal. Llegó como una onda hasta el rostro de ambos. Cintia, que se encontraba junto al joven, apoyó una mano en el brazo de éste.

—Huele a… a laca de uñas —dijo—. ¿Qué es?

—Acido prúsico —replicó el joven.

Markham introdujo el brazo por la ventana destrozada, extendió la mano, soltó el gancho y empujó el marco del cristal hacia arriba. Luego trepó al antepecho, saltó al interior y cayó de pie sobre los trozos de cristal, que crujieron bajo su peso.

Allí se percibía con mayor intensidad el olor de la droga. Era necesario un esfuerzo de voluntad para aproximarse al cadáver y tocarlo, pero Dick lo hizo. La persona que había conocido bajo el nombre de sir Harvey Gilman había muerto sólo irnos pocos minutos antes, puesto que su cuerpo conservaba aún la temperatura natural de la sangre, o poco menos. Llevaba puesto el pijama y la bata. La butaca forrada con terciopelo lo mantenía erguido, salvo la cabeza, que colgaba, y sus brazos descansaban serenamente en los del sillón. Pero el color azulado y la espuma, efectos ambos de la acción venenosa del ácido prúsico, y los ojos entreabiertos, se destacaban con espantosa claridad al observarse el cuerpo desde más cerca.

El joven lanzó una mirada a la puerta que conducía al vestíbulo. Se abalanzó sobre ella y al examinarla comprobó que se hallaba cerrada con llave y el pequeño y ajustado cerrojo totalmente corrido. De las dos ventanas que junto con la puerta constituían las únicas vías de acceso a la pieza, una aparecía con su vidrio inferior destrozado y la otra mostraba un agujero de bala pocos centímetros más abajo de la unión de los cristales. Pero no cabía duda de que antes de penetrar él, ambas se encontraban herméticamente cerradas; estaba dispuesto a jurarlo,^ a pesar de la incredulidad que pudiera mostrar la policía.

—Sostuvo que jamás podría ocurrirle semejante cosa, ¿eh? —comentó Dick en voz alta.

Entonces observó un nuevo detalle. La luz de la lámpara colgante arrancaba un débil destello a un objeto próximo al piso, junto a la butaca: era una pequeña jeringuilla hipodérmica con un tubo delgado y largo y un émbolo niquelado. Había caído al lado del sillón y aparecía clavado de punta en la alfombra, como si se hubiera desprendido de la mano del muerto al aflojársele a éste los dedos. Daba a esa escena el toque final y decisivo. En el ambiente viciado de la habitación parecía que el olor del ácido cianhídrico se hacía aún más penetrante, mientras que, afuera, la luz del sol indicaba que ya era completamente de día.

Otro suicidio.