6

Volvía las hojas de una revista ilustrada con gesto maquinal y expresión absorta. Al sentir ruido, levantó la vista con rapidez.

La luz de una lámpara panzuda colocada sobre la mesa, detrás del sofá, realzaba la tersura de su cutis fresco y hacía brillar su cabello castaño y suave que se ensortijaba hacia afuera a la altura de los hombros. Se había cambiado el traje blanco por otro verde oscuro con botones brillantes. «Cette belle anglaise, très chic, tres distinguée». En la piel suave de su cuello no se observaba ni una sola arruga. Sus ojos castaños de mirada ingenua, ahora muy abiertos, parecían reflejar temor.

Durante un momento, ambos guardaron silencio. Probablemente Lesley reparó en la expresión del joven. Arrojó la revista a un lado, se incorporó y corrió hacia él.

Markham la besó… por costumbre.

—Dick —dijo la muchacha con voz queda—, ¿qué ocurre?

—¿Qué puede ocurrir? —inquirió él.

Lesley se separó un poco, sin soltarlo, y le observó. Sus ojos de mirada franca le escudriñaron detenidamente.

—Te has… alejado de mí —murmuró, al mismo tiempo que aferraba los brazos del joven y lo sacudía con fuerza—. Ya no estás a mi lado. ¿Qué te ocurre? —y agregó rápidamente—: ¿Se trata de ese adivino? ¿Sirsir Harvey Gilman? ¿Cómo se encuentra?

—Se encuentra todo lo bien que es posible esperar.

—Eso significa que está moribundo, ¿verdad? —inquirió ella, creyendo descubrir la razón de su actitud—. Dick, escúchame, ¿por eso tienes ese aire y te conduces así? —le miró con expresión consternada—. No pensarás que lo he hecho deliberadamente, ¿verdad, Dick?

—¡No, por supuesto!

«¡Valor! —se dijo Markham—. ¡No dejaré entrever absolutamente nada! ¡Ni una sola palabra imprudente, ni una pregunta impensada!». Abundaban las trampas y los peligros. Le parecía que el tono de su propia voz era hueco, hipócrita, falso. Palmoteo suavemente a la joven en el brazo, al mismo tiempo que alzaba la vista hacia la pared, junto a la chimenea, y vio el llamativo cartel amarillo que anunciaba una de sus obras: El error del envenenador.

—¿Lo crees? —insistió ella.

—¡Mi querida niña! ¿Disparar tú intencionadamente contra él? Pero ¡si ni siquiera le habías visto antes! ¿No es así?

—¡Jamás! —las lágrimas nublaron los ojos de la muchacha—. Ni… ni siquiera sabía su nombre. Alguien me lo dijo después.

Él intentó reír.

—Entonces no hay razón para preocuparse, ¿verdad? Olvídate del asunto. A propósito, ¿qué te dijo en la tienda?

No tenía intención de preguntárselo; acababa de jurarse prudencia. Al escapársele esas palabras experimentó tal enojo que sintió deseos de gritar. Un impulso irresistible le había aguijoneado, se había apoderado de su voluntad y luego lo había arrastrado a pesar de su determinación.

—Pero ¡si ya te lo he contado! —repitió ella—. Lo de siempre. Una vida feliz, una enfermedad sin importancia, la carta con buenas noticias… ¿Me crees?

—Por supuesto.

Lesley regresó al sofá, seguida por Markham. Este sentía deseos de sentarse frente a la joven para observarla a la luz de la lámpara y evitar también su proximidad física, que le turbaba. Pero por la mirada comprendió que la muchacha confiaba en tenerle a su lado y tomó asiento junto a ella.

La joven clavó la vista en la alfombra, y al hacerlo su cabello cayó un poco hacia delante y le cubrió la mejilla.

—Si muere, Dick, ¿qué me harán?

—Absolutamente nada. Fue un accidente.

—Quiero decir si… vendrá a verme la policía.

Reinó en la habitación un silencio absoluto.

Marltham extendió el brazo en busca de la cigarrera que se hallaba sobre la mesa, detrás de él. El pulso se le aceleraba y se preguntó si podría evitar que le temblara la mano. Los dos parecían suspendidos en el vacío; los libros, los cuadros, la lámpara, todo era irreal.

—En tal caso, me temo que se verán obligados a realizar una investigación.

—¿Quieres decir que la noticia aparecerá en los diarios? ¿Tendré que dar mi apellido?

—Se trata solamente de mía formalidad, Lesley… ¿Por qué no deseas que se conozca tu nombre?

—¡No tengo reparo alguno! Pero… —le miró de soslayo. Evidentemente, estaba asustada; sin embargo, sonreía con aire pensativo y expresión ambigua—. Pero como comprenderás, de estas cuestiones sólo sé lo que tú me has enseñado.

—¿Lo que yo te he enseñado?

Con un movimiento de cabeza, Lesley señaló las filas de libros repletos de extrañas historias criminales, como manzanas acribilladas de gusanos. Abarcó también con el gesto las llamativas fotografías y carteles de sus piezas de teatro, que tan entretenidas le habían parecido a Dick mientras se ocupaba del crimen como tema literario.

—Sientes enorme curiosidad por esas historias —prosiguió la muchacha, sonriendo—. Yo odio la muerte, pero creo que también a mí me interesan. En cierto modo, son fascinantes. Cientos de personas, cada una con sus pensamientos extraños… —y a continuación agregó unas palabras sorprendentes—. ¡Quiero ser una mujer respetable! ¡Deseo con toda mi alma ser respetable!

Markham se esforzó por adoptar un tono superficial.

—¿Y acaso no lo eres? —preguntó.

—¡Por favor, querido, no bromees! Sin quererlo me veo envuelta en este espantoso enredo —se volvió hacia él con expresión de súplica y ternura tan ardientes que el joven se sintió desarmado—. Pero esto no echará a perder nuestra celebración, ¿verdad? —dijo por último la muchacha.

—¿Te refieres a… mañana por la noche?

—Sí, a nuestra cena.

—Nada podrá impedirme que asista. ¿Has invitado a alguna otra persona?

—Supongo que no deseas que haya otros invitados, ¿no es así, Dick? ¿Qué te ocurre? Algo te aleja de mí. Ten cuidado, pues dentro de un momento también yo comenzaré a abrigar pensamientos extraños.

—¡No me ocurre nada! ¡Sólo que…!

—¡Deseo que entre nosotros todo sea perfecto! —exclamó la muchacha—. ¡Todo! Y especialmente mañana, a pesar de que por ello me consideres una mujer sentimental; porque tengo que decirte y mostrarte algo.

—¡Caramba! ¿Qué vas a decirme? —inquirió él.

Había cogido un cigarrillo y lo había encendido. En el momento en que terminaba de hacer la pregunta, alguien hizo sonar vivamente el llamador principal. Lesley profirió una exclamación y se reclinó en el respaldo.

El joven no supo si alegrarse o lamentar la interrupción. Tal vez era mejor así, porque la emoción comenzaba a dominarle y ya no podía desviar la vista de los ojos de la muchacha. Aunque fuera nada más que por un momento podía relajar la mente, concentrada hasta ese instante en la misión de impedir que se le escapara alguna palabra reveladora. Se dirigió apresuradamente a la puerta principal y la abrió. Grande fue su asombro al ver quién era el visitante que se movía con cierta incomodidad sobre el felpudo, descansando alternativamente el peso del cuerpo sobre uno y otro pie.

—Buenas noches —dijo el recién llegado—. Lamento molestarle a hora tan avanzada.

—De ninguna manera, señor. Pase.

Frente a la verja se veía un Ford desvencijado, con el motor en marcha. El hombre hizo una seña con la mano a la persona que se encontraba en el interior del vehículo, que cortó el contacto y la máquina dejó de funcionar. En seguida cruzó el umbral con cierto aire de desconfianza.

Jorge Converse, barón de Ashe, era el único representante de la nobleza que conocía Dick. Frecuentemente había tropezado con tales personajes, pero sólo en las obras de ficción, donde siempre observaban una actitud arrogante y aristocrática, o lánguida y epigramática, o bien decadente. En consecuencia, lord Ashe constituyó una verdadera sorpresa para el joven.

Este par del reino era flaco y fuerte, de estatura mediana y de poco más de sesenta años, con cabello gris acerado y tez rojizo-clara. Su rostro expresaba la preocupación propia de un estudioso. Salía muy rara vez; se decía que trabajaba en la preparación de una interminable historia de su familia. Sus ropas presentaban siempre un aspecto algo gastado, cosa que no era sorprendente si se tenía en cuenta la cantidad de impuestos que pesaban sobre su propiedad y el estado crónico de estrechez económica en que vivía. Pero era capaz de ser un compañero agradable cuando lo deseaba, o en las ocasiones en que no se hundía bruscamente en el silencio.

Mientras avanzaba por el corredor seguido del anciano, Dick recordó ciertas palabras que esa tarde pronunciara Cintia Drew en aquella misma casa. «¿Por qué mira lord Ashe de forma tan singular a la pobre Lesley, en las pocas ocasiones en que tiene oportunidad de verla?».

Precisamente en ese instante lord Ashe se detuvo con brusquedad en el umbral del despacho y observó a la joven en forma extraña.

Lesley se puso de pie con presteza.

—¡Hum!, sí —musitó el visitante—. ¡Sí, sí! —pero reaccionó en seguida y se inclinó cortésmente, sonriendo—. La señorita Grant, ¿verdad? Pensé que… —evidentemente embarazado, se volvió hacia el dueño de casa—. Mi querido amigo, hemos tenido muy mala suerte.

—¿Por qué? —exclamó la muchacha.

—¡Nada grave, señorita Grant! —aseguró el anciano con dulzura—. Le doy mi palabra de honor de que no hay motivos para preocuparse. Pero en verdad, celebro encontrarme con usted. Yo… no esperaba verla aquí.

—Sólo… ¡sólo entré aquí por casualidad!

—Sí, sí. Por supuesto —asintió el hombre y se volvió otra vez hacia Dick—. Acabo de pasar por… —hizo un gesto con la cabeza en dirección a la casa vecina—. Consideré que tenía el deber de pasar por allí —aparentemente, esa obligación no le resultaba muy agradable—, pero todas las luces están apagadas y nadie ha acudido a mi llamada.

—No es extraño; sir Harvey ya se ha acostado —dijo Markham.

Lord Ashe pareció sorprendido.

—Pero ¿no se encuentra allí el médico o una enfermera profesional?

—No. El doctor Middlesworth no lo creyó necesario.

—¡Mi querido amigo! ¿No es una imprudencia? Sin embargo, supongo que Middlesworth sabe lo que hace. ¿Cómo se encuentra el paciente? Seguramente todo el mundo lo ha molestado con la misma pregunta durante la noche entera; sin embargo, consideré que debía llegar hasta aquí y enterarme.

—El paciente —dijo el joven— se encuentra todo lo bien que se puede esperar. Pero ¿a qué se refería usted al decir que hemos tenido muy mala suerte?

—Han robado un rifle —respondió su interlocutor.

Reinó un silencio de mal agüero, como si con él, lord Ashe, diera a entender que era ese el motivo real de su visita. De un bolsillo de su amplia chaqueta de paño escocés sacó un estuche, extrajo de él un par de lentes sin aros y se los acomodó sobre la nariz.

—Le ruego que me cuente, señorita… Grant —manifestó el anciano—. ¿Recuerda usted qué hizo con el rifle después del infortunado accidente de esta tarde, cuando el arma se disparó de forma casual?

La joven le miró con asombro.

—Se lo devolví al mayor Price. Todos los que se hallaban presentes pueden confirmárselo.

—Sí, exactamente. Todos coinciden en ello. Pero por casualidad, ¿no recuerda qué sucedió después de entregárselo al mayor?

Lesley negó con un movimiento de cabeza. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—El mayor Price —replicó— recogía los rifles cuando estalló la tormenta. Los había colocado en hilera, sobre el mostrador de la barraca de tiro. Después de ocurrir ese hecho espantoso, yo… yo le arrojé el arma. Creo que la puso junto con las demás, pero no estoy segura de ello. Me encontraba terriblemente trastornada y le pedí a Dick que me llevara a casa.

—¡Hum!, sí. ¿Recuerda usted algún detalle, amigo mío? —preguntó el hombre, dirigiéndose a Dick.

Markham intentó concentrar la mente en esa escena de lluvia, tumulto y tiendas agitadas por el viento, que parecía tan lejana como si hubiese ocurrido hacía un siglo.

—Sí —asintió—. Cuando sir Harvey se desplomó, asomé la cabeza por la puerta de la tienda y llamé al mayor Price y al doctor Middlesworth.

—¿Y qué sucedió después? —volvió a inquirir el visitante.

—Bill Earnshaw el gerente del Banco —explicó el joven, recordando vagamente que lord Ashe vivía tan apartado del ambiente local que tal vez no recordara ese nombre—. Bill Earnshaw acababa de llegar. El mayor le pidió que se encargara de los rifles mientras él y Middlesworth trasladaban al patólogo hasta el automóvil del médico. Es todo cuanto puedo decirle.

—Exactamente —aprobó el anciano.

—Entonces, ¿en qué consiste la dificultad? —observó Markham.

—El mayor Price sostiene que nadie sustrajo el arma mientras él se hallaba allí. Por su parte, el señor Earnshaw afirma que el robo no se produjo cuando él se encontraba al cuidado del puesto. A pesar de todo, el rifle ha desaparecido.

Lesley titubeó antes de hablar.

—¿Se trata del mismo que yo…?

—Sí.

Al llevarse lord Ashe la mano izquierda a los lentes, Markham observó que en el dedo anular llevaba una pequeña y opaca sortija de sello, de aspecto poco llamativo. También la vio la joven, que, desde la llegada del visitante parecía confundida. En ese momento el hombre recurrió a su famosa costumbre de sumirse en el silencio como un gramófono cuya máquina deja de funcionar.

—En realidad, el hecho carece de importancia —dijo por fin.

El disco comenzaba a girar otra vez y la púa recogía los sonidos registrados en los surcos de aquél.

—Pero con ese motivo —prosiguió el hombre—, Price y Earnshaw sostuvieron una discusión algo acalorada. Creo que esa tarde, en el puesto de tiro al blanco, el primero le jugó al otro una mala pasada y sospecha que éste quiso tomarse la revancha, como se dice vulgarmente. Sin embargo, es extraordinario, ¡sumamente extraordinario! Especialmente si se consideran los rumores que corren.

—¿Qué rumores? —inquirió Lesley, retorciéndose con fuerza las manos—. ¡Cuénteme, por favor! ¿Hablan de mí?

—¡Mi estimada niña! ¡No, por Dios! Pero he oído que la herida de sir Harvey Gilman no es de gravedad. Ojalá sea así. En la guerra de Sudáfrica mi tío abuelo Esteban sufrió una herida de bala muy peligrosa y, sin embargo, sobrevivió. Por supuesto, él vivía en aquella época. Es decir, el episodio ocurrió durante su vida. Mi querido amigo, no le importunaré más tiempo. ¿Cuenta usted con algún medio de transporte, señorita Grant?

—¿Medio de transporte?

—Para volver a su casa —explicó lord Ashe.

—No. He venido a… a pie.

—Entonces, ¿me permite que la lleve? Tengo el Ford allí fuera; Perkins conduce con mucha prudencia.

—Gracias, lord Ashe. Será mejor que me vaya.

Con la mirada rogó a Dick que sugiriera algún pretexto para quedarse; deseaba charlar otro poco con él. Su actitud en espera de la palabra salvadora era casi la de una persona histérica. Pero el joven guardó silencio.

El muchacho se daba cuenta de que si ella permanecía en la casa cinco minutos más no podría contenerse y le revelaría el secreto que se había comprometido a guardar. La presencia del dueño de Ashe Hall, su sentido común y su aire apacible habían influido para que las cosas recuperaran su justo valor. Durante un segundo había olvidado casi por completo la realidad; pero repentinamente ésta ocupaba su lugar. Comprendió claramente que amaba a esa mujer y que seguiría queriéndola. Se sentía harto de todo y la tensión le era insoportable.

El hombre y Lesley abandonaron la casa. La expresión de la joven causaba una pena profunda. Apenas se retiraron, tuvo deseos de gritar: «¡Vuelve! ¡No es cierto! ¡Déjame que te explique!». Pero ya el Ford se ponía en marcha.

Su cigarrillo se había apagado. De pie frente a la puerta, bajo las estrellas indiferentes, lo arrojó en el césped húmedo del jardín y volvió a entrar.

Fue al pequeño comedor en busca de un vaso, un sifón y una botella de whisky que colocó en la mesa del despacho, junto a la máquina de escribir. Experimentaba un extraño mareo. Se sentía cansado, tan terriblemente fatigado que constituía para él un esfuerzo enorme destapar la botella o apretar el resorte del sifón. En consecuencia, se dirigió al sofá y se tendió en él de espaldas.

«Cerraré los ojos sólo por un momento», se dijo. «Las luces encendidas me mantendrán despierto. No quiero dormir. Cerraré los ojos un ratito y luego me levantaré a tomarme el whisky».

La luz apacible de la lámpara caía sobre sus párpados. Las ventanas con cristales en forma de rombo que miraban hacia el Este, sobre el jardín lateral, aparecían abiertas, semejando pequeñas puertas. Los ganchos que las mantenían fijas producían un ruido leve a causa del viento que susurraba allí fuera, entre las hojas de los árboles. Poco después, a lo lejos, sonaron las campanadas del reloj de la iglesia que daban la medianoche. Pero él ya no las oyó.

Si alguien hubiera aparecido furtivamente en la ventana para observar el interior —más tarde se supo con certeza que en las primeras horas del día unos ojos espiaron desde allí—, esa persona habría visto a un joven de cabello rubio, con mandíbula enérgica, pero con una frente que reflejaba excesiva imaginación, tendido en un sofá, en desorden, con un pantalón de franela gris y una desaliñada chaqueta sport. También habría observado que, con el rostro pálido y en medio del sueño, murmuraba algunas palabras sin sentido.

Sufría una horrible pesadilla, pero más tarde no recordó la trama, tal vez a causa de lo ocurrido inmediatamente después. Para Dick Markham esas horas durante las cuales no «concilio el sueño, sino que fue presa de él», constituyen un espacio de tiempo confuso y oscuro en el cual permaneció separado del mundo real, hasta que algo rompió el aislamiento. Alguien vociferaba desesperadamente, produciendo un sonido penetrante e intenso… inexplicable.

Se estremeció, ya semidespierto, giró sobre si mismo y estuvo a punto de caer.

Ahora comprendía: era el timbre del teléfono.

Ofuscado por la luz, con la espalda y la cintura acalambradas, se sentó con gran esfuerzo. Su primer pensamiento fue que acababa de librarse de un sueño muy desagradable, en el que Lesley Grant envenenaba a sus maridos. Gracias a Dios, todo había pasado. A continuación se sorprendió al observar que se encontraba en el sofá y que las luces estaban encendidas. Las ventanas del Este se teñían de un color azul rojizo, etéreo, que hacía brillar los cristales. Era la luz del sol naciente.

El timbre del teléfono continuaba repiqueteando. Se puso de pie, con los músculos de las piernas aún acalambrados, y avanzó dando traspiés hasta la mesa de la máquina de escribir. Aunque al levantar el auricular no se hallaba todavía bien despierto, la ansiedad reflejada en la voz de la persona que llamaba le obligó a volver rápidamente a la realidad.

Hablo desde la casa del coronel Pope —dijo la voz susurrante—. Venga en seguida. Si no sale inmediatamente, llegará demasiado tarde.

Luego se cortó la comunicación.

Pero Dick Markham recordó las frases, palabra por palabra.