Dick volvió a sentarse. Comenzaba a percibir con más claridad el rumbo que tomaba la conversación.
—¿Qué clase de trampa? —preguntó.
—Mañana por la noche —replicó sir Harvey— cenará con la dama, en casa de ella, ¿no es así?
—Efectivamente.
—Para celebrar el compromiso, de la misma forma que lo hizo Martín Belford pocas horas antes de morir.
El joven experimentó una fuerte sensación de frío que le recorrió lentamente el estómago. No era miedo, porque le resultaba absurdo relacionar este último sentimiento con la imagen de Lesley; pero la desagradable sensación no cedía.
—¡Un momento, señor! —replicó el joven—. ¿Cree usted, por ventura, que regresaré a mi casa para encerrarme en un cuarto y que por la mañana siguiente me hallarán muerto, víctima del ácido prúsico?
—Sí, joven. Lo creo.
—¿Supone usted que me suicidaré?
—Por lo menos ese será el efecto.
—Pero ¿por qué? ¿Como consecuencia de la conversación, o de un hecho que tendrá lugar durante esa cena?
—Sí, es muy probable.
—¿Qué, por ejemplo? —insistió Dick.
—No lo sé —replicó el patólogo haciendo un ademán que acentuaba su ignorancia—. Ese es el motivo por el cual deseo estar presente y ver qué ocurre —guardó silencio durante un momento, mientras reflexionaba respecto al camino que debía elegir—. Tenga la bondad de observar —prosiguió— que por primera vez estaremos en situación de ser testigos presenciales de los hechos. Las deducciones no nos permiten solucionar este problema, como ya lo hizo notar Gideón Fell; debemos utilizar los ojos. Y podemos emplearlos en una fase del asunto que aún permanece en la oscuridad. Ahora bien, sin duda usted habrá descubierto otro detalle característico de la personalidad de «Lesley Grant» —nuevamente señaló hacia delante con el dedo—. No le gustan las joyas, ¿verdad?
Markham reflexionó.
—Sí, es cierto —dijo.
—Y no posee ninguna. Además, no guarda en su casa grandes sumas de dinero, ¿verdad?
—No, nunca.
—Llegamos ahora a un punto que sólo quedó claramente establecido después de la muerte de la tercera víctima. Cuando la dama contrajo matrimonio con Foster, el abogado americano, una persona instaló en el dormitorio de ambos una caja fuerte, pequeña pero muy sólida, de esas que se empotran en la pared. Al casarse con Davies, el vendedor de Liverpool, se instaló en el nuevo hogar otra caja del mismo tipo. De acuerdo con la explicación que dio la viuda, en ambos casos se trataba de una idea del marido, que necesitaba la caja para guardar sus documentos comerciales. Hasta ahí, este aspecto del caso no parecía encerrar elemento alguno sospechoso. Pero —prosiguió, con tono extraordinariamente intenso—, cuando vivía sola en la Avenue^ Foch de París y dependía de sus propios recursos económicos, se descubrió también allí un artefacto de características similares.
—¿Qué quiere decir con ello? —inquirió Marlcham.
—Esa mujer no posee joyas ni guarda dinero en su casa. Entonces, ¿para qué necesita una pequeña caja de caudales a prueba de robos? ¿Qué esconde en ella y por qué examina su contenido únicamente después de ejecutar cada asesinato?
Vagas conjeturas, imprecisas todas pero desagradables, cruzaron por la mente del joven.
—¿Qué piensa usted, señor? —preguntó el joven.
Hizo un esfuerzo para mantenerse impasible y evitar la mirada penetrante de su interlocutor. Pero como de costumbre, el condenado hombrecillo de rostro austero seguía el curso de los pensamientos de Markham más bien que el de sus palabras.
—En el domicilio que ella ocupa actualmente existe una caja semejante, ¿no es así?
—Efectivamente. Me enteré por casualidad, al mencionar la sirvienta su existencia —vaciló un instante—. En esa ocasión, Lesley se echó a reír y dijo que allí guardaba su diario —se detuvo, sorprendido ante sus propias palabras que encerraban la acusación más grave hecha hasta ese momento—. Su diario —repitió—. Pero ¡eso es…!
—Hágame el favor de tener en cuenta —manifestó sir Harvey— que no se trata de una mujer normal. El envenenador necesita confiar en alguien o algo, y generalmente su diario es su confidente. Sin embargo, espero hallar algo más en ese escondrijo. Usted ha de recordar que jamás se encontró veneno en su poder; ni siquiera una jeringuilla hipodérmica. Tal vez esté allí, o tal vez…
—¿Tal vez qué?
—Algo aún más desagradable —agregó el patólogo, con extraño gesto en los labios, mirando fijamente al frente—. Sí. Algo aún más desagradable. Gideón Fell dijo cierta vez…
Se produjo una interrupción.
—Hoy me han contado en la cervecería —observó repentinamente el doctor Middlesworth, retirando de los labios la pipa aún vacía— que el doctor Fell pasa en Hastings sus vacaciones de verano. Posee allí una casa de campo.
Las palabras del médico causaron la misma sorpresa que si hubiera hablado un mueble. Sobresaltado, sir Harvey se volvió un poco y le miró de reojo, con cierta irritación. Middlesworth continuó chupando el extremo de la pipa vacía, con la vista clavada en la lámpara, y con aire meditabundo.
—¿Gideón Fell anda por las proximidades de este pueblo? —preguntó el patólogo, y su mal humor se trocó en viva satisfacción—. Entonces debemos pedirle que intervenga. Después del caso Davies, Hadley lo consultó; pero esas habitaciones herméticamente cerradas le desconcertaron por completo. En cambio nosotros, como usted verá, procederemos a solucionar el misterio del cuarto…
—¿Con mi ayuda? —interrogó Dick con acritud.
—Sí, con su ayuda.
—¿Y qué sucedería si me negara a participar?
—Creo que no adoptará tal actitud. La supuesta señorita Lesley Grant imagina que me encuentro en estado comatoso. Por lo tanto, está convencida de que no puedo revelar su secreto. ¿Comprende usted la trama?
—¡Ah, sí! Ya comprendo.
—Se ha conducido como una insensata. Experimenta la imperiosa necesidad de jugar con ese maravilloso y fascinante juego llamado envenenamiento. Se ha apoderado de ella, convirtiéndose en una obsesión. Por eso se arriesgó a disparar contra mi persona; confiaba en que la gente, crédula, e ignorante de los motivos que la guiaban, atribuiría el hecho a un accidente. Ha tomado todas las medidas necesarias para matar a alguien y no permitirá que se le prive de esa emoción —dio un golpecito con el dedo en el borde de la mesa—. Usted acudirá a esa cena, señor Markham, hará cuanto ella le indique y demostrará estar de acuerdo en todo. Yo escucharé la conversación desde el cuarto contiguo. Con su ayuda, sabremos qué guarda en su famoso escondite. Cuando hayamos descubierto cómo, a pesar de su poca habilidad, ha podido burlar a la policía de dos países…
—Discúlpeme —interrumpió por segunda vez el doctor Middlesworth.
El patólogo y el joven se sobresaltaron un poco, pero el médico pareció no concederle importancia al hecho. Se incorporó y se dirigió a la ventana más próxima al sillón de mimbre que ocupaba, pues eran dos las que poseía la sala.
Las cortinas de ambas eran de una fuerte y tosca tela floreada, descoloridas y oscurecidas por el uso y por el humo del tabaco. Se hallaban algo descorridas y la ventana más cercana se encontraba totalmente abierta. Middlesworth descorrió por completo las cortinas de ésta, y al hacerlo, la luz de la lámpara iluminó parte del jardín delantero. Asomó la cabeza, echó una ojeada a derecha e izquierda y luego bajó el cristal. Por un momento bastante prolongado permaneció con la vista fija en el cristal antes de cubrirlo con la tela floreada.
—¿Qué hay? —inquirió sir Harvey—. ¿Qué ocurre?
—Nada —respondió el médico y volvió a sentarse en su sillón.
El herido le examinó detenidamente.
—Hasta este momento —observó con sequedad— usted ha hablado muy poco, doctor.
—Así es —replicó el interpelado.
—¿Qué opina usted? —insistió el dueño de la casa.
—¡En fin! —exclamó Middlesworth sintiéndose evidentemente incómodo. Miró la pipa, luego sus zapatos gastados y por último a Dick—. Es un asunto desagradable para usted, y debe resultarle violento ventilarlo en mi presencia, siendo yo un extraño. Comprendo muy bien sus sentimientos.
—No se preocupe por eso —manifestó el joven. Le agradaba el carácter del médico y su juicio moderado e inteligente le inspiraba confianza—. ¿Qué opina usted de todo lo dicho? —preguntó a su vez.
—Francamente, no sé qué decir. No puede seguir manteniendo relaciones con una asesina, Dick. Es una cuestión de sentido común. Pero… —titubeó un momento y en seguida cambió de táctica—. Tal vez valga la pena ensayar la trampa que propone sir Harvey. Por mi parte, considero que puede hacerse la tentativa, a pesar de que sólo una demente atentaría contra usted cuarenta y ocho horas después de disparar contra otra persona. Además, las circunstancias serán aún más desfavorables si llega a saberse que la primera víctima no se encuentra malherida. El mayor Price, por ejemplo, ya sabe la verdad —chupó la boquilla de la pipa con expresión concentrada. Acto seguido se incorporó y se dirigió a Dick al mismo tiempo que le alentaba con una especie de gruñido suave—. ¡Bah! Todo el asunto puede deberse a un error, a pesar de que sir Harvey y todos los policías del mundo juren lo contrario. Existe esa posibilidad. Sea como quiera, Dick… ¡caramba!, ¡usted debe averiguar la verdad!…
—Sí, comprendo —asintió Markham.
Se reclinó en el respaldo del asiento. Se sentía dolido y derrotado, aunque no experimentaba un abatimiento profundo porque aún no se habían disipado los efectos de la primera conmoción. La plácida sala, con sus láminas guerreras, sus oscuras vigas de roble y los adornos de bronce dispuestos sobre la repisa de la chimenea, le parecían tan irreal como la historia de Lesley. Se cubrió los ojos con las manos y se preguntó qué aspecto presentaría el mundo observado desde una posición normal. Sir Harvey lo contempló con expresión paternal y le dijo:
—Entonces, quedamos en que… ¿mañana por la noche?
—Bien. Supongo que no existe otra alternativa —contestó Dick.
—Mañana por la mañana —recalcó el dueño de casa con tono significativo— recibirá las instrucciones finales. ¿Me da su palabra de honor de que no hará la más mínima insinuación a nuestra astuta amiga respecto de lo que hemos hablado?
—Pero ¿y si es culpable? —preguntó Markham casi a gritos, retirando bruscamente las manos de los ojos—. Supongamos que, por casualidad, lo es y que esta treta que usted prepara lo demuestra. ¿Qué sucederá entonces?
—Francamente, no me interesa —replicó sir Harvey.
—Le advierto que no permitiré que la detengan, aunque para ello me vea obligado a jurar en falso —recalcó el joven.
El patólogo alzó una ceja.
—¿Prefiere que ella continúe haciendo lo que ha hecho en el pasado?
—¿Qué le parece —sugirió el hombrecillo— si discutimos ese punto después del experimento? Créame, mañana por la noche a esta misma hora sus sentimientos habrán sufrido tal vez un cambio radical. Posiblemente no se sentirá ya tan enamorado como creía. ¿Me da su palabra de honor de que no hará fracasar nuestros preparativos mediante alguna frase imprudente?
—Sí. Cumpliré lo estipulado. Entretanto…
—Entretanto —intervino el doctor Middlesworth—, regrese a su casa y trate de dormir. Y usted —agregó al mismo tiempo que se volvía hacia el patólogo— acuéstese. Hace un rato manifestó que poseía algunas tabletas de luminal; si comienza a dolerle la espalda, tómese una pastilla. Mañana por la mañana pasaré por aquí para cambiarle el vendaje. Por el momento, ¿quiere tener la bondad de tomar asiento?
Sir Harvey se sentó en la butaca con extrema precaución y se enjugó la frente con la manga de la bata. Parecía un poco fatigado.
—No podré dormir —se lamentó—, por más eficaz que sea ese somnífero. ¡Descubrir por fin la trama!… ¡Saber por qué envenena solamente a sus maridos y amantes, y a nadie más!…
Markham, que ya se había incorporado lenta y pesadamente y se encaminaba hacia la puerta, giró con violencia sobre sus talones.
—¿A nadie más? —repitió—. ¿Qué quiere decir con eso?
—¡Mi estimado amigo! ¿Qué razón cree usted que tuvo ella para elegirle a usted?
—No comprendo —dijo Markham.
—Tenga la bondad de observar —replicó sir Harvey con mordacidad— que cada una de las víctimas era un hombre enamorado, o que, al menos, sentía una fuerte atracción hacia ella. Se trataba de seres cegados, con la razón y el sentido crítico embotados. Confieso que es una conjetura. Pero sin duda, no es posible que esta elección sea casual, ¿verdad? Necesariamente, la víctima debía hallarse en ese estado espiritual.
—¿Por qué?
—Para ejecutar la voluntad de la dama, por supuesto.
—Un momento —protestó el médico, incomodado y fatigado. Después de alzar de un aparador su sombrero y el maletín profesional empujó suavemente a Dick hacia el vestíbulo. Pero también él se volvió—. Seamos razonables, sir Harvey —insinuó—. No puede pensarse que esa muchacha se dirija a su elegido en estos términos: «Mira, aquí tienes una jeringuilla llena de ácido prúsico. ¿Deseas complacerme? Pues bien: vete a tu casa e inyéctatela en el brazo».
—No, de esa manera tan cruda no —hizo notar el patólogo.
—Entonces, ¿cómo?
—Precisamente, nos proponemos averiguarlo; ahí se encuentra la clave de todo el asunto. El procedimiento que usted ha mencionado surtirá efecto en un hombre privado momentáneamente de su razón, ofuscado y víctima del engaño, pero sería por completo ineficaz con cualquier otro.
—¿Fracasaría con usted o conmigo, por ejemplo?
—Creo que sí —respondió el hombrecillo en tono grave y seco—. Buenas noches, señores, y ¡muchas gracias!
En el momento de trasponer el umbral observaron que sonreía; la expresión de su rostro se había suavizado, como si acabara de dar término satisfactoriamente a su tarea.
Cuando Dick y Middlesworth abandonaron la casa, el reloj de la iglesia de Six Ashes, situado hacia el Oeste, más allá de la campiña, daba las once. El sonido de las campanas cruzó ligeramente el espacio en medio de una quietud perfecta, una calma casi corpórea. Dominados por un profundo desasosiego, ambos guardaron silencio. El médico, que marchaba delante con una linterna señaló su automóvil estacionado en el camino.
—Suba —dijo—. Le llevaré hasta su casa.
Durante el breve trayecto reinó entre ellos un silencio rígido y obsesivo y los dos hombres permanecieron con la vista fija en el parabrisas. Los neumáticos del vehículo se sacudían al rodar sobre la carretera desigual. El conductor aceleraba repetidamente el motor con innecesaria violencia, y detuvo el automóvil frente a la residencia del joven en medio del ruido chirriante de los frenos. Mientras el motor funcionaba con estruendo, el médico echó una ojeada a su compañero.
—¿Cómo se siente? —preguntó con voz fuerte, para hacerse oír.
—Bastante bien —contestó Dick, abriendo la portezuela.
—Le espera una mala noche. ¿Desea que le proporcione un calmante?
—No, gracias. Tengo whisky en cantidad.
—No se emborrache —dijo el médico aferrando el volante con más fuerza—. Por amor de Dios, no se emborrache —titubeó—. Respecto a Lesley, he reflexionado y…
—Buenas noches, doctor.
—Buenas noches, amigo.
El vehículo se puso en marcha en dirección al Oeste. Markham permaneció junto a la puerta de la verja que rodeaba el jardín hasta que la luz posterior del automóvil se perdió entre la curva de la valla y el muro bajo de piedra que limitaba el parque de Ashe Hall. Permaneció inmóvil por espacio de varios minutos. Al extinguirse el ruido a lo lejos, se sintió invadido por un profundo abatimiento, tan tenebroso como la oscuridad de la noche.
Sir Harvey Gilman, reflexionó, había adivinado su pensamiento con gran exactitud. En primer lugar, el joven no había tenido en cuenta ni un momento los crímenes; los seres humanos cuya muerte se atribuía a Lesley sólo atraían su atención porque ella los había amado.
Recordaba palabras, frases dispersas y aun sentencias enteras; en remolinos, cruzaban por su mente con tal intensidad, que casi podía oírlas todas al mismo tiempo.
«Esa niña, como usted la llama, tiene cuarenta y un años». «Agobiada y deshecha en lágrimas». «Un poco gastada». «Un hombre pesado y de edad avanzada». «El dormitorio de ambos». «Espantosa coincidencia o error». «¿No le parece que las circunstancias son un poquito sospechosas, un poquito inquietantes?».
«¡Pensamientos infantiles, sin duda! ¡Pueriles!», pensó el joven.
Trató de convencerse de ello. Pero quien ama realmente, reacciona siempre de esa forma; él amaba a Lesley, y aquellas frases le enfurecían. Si el patólogo hubiera elegido tales palabras con la deliberada intención de herirlo, el efecto no habría sido mayor.
Inconscientemente, se esforzó por imaginar el aspecto de esos hombres. Burton Foster, el abogado americano, debió ser un individuo fanfarrón y afable, y gracias a estas características pudo ocultar fácilmente sus maneras sospechosas. No resultaba difícil representarse al señor Davies, «pesado y de edad avanzada», contra el fondo formado por su casa «antigua, grande y lujosa». La figura de Martin Belford, el último de los tres, era más vaga y le inspiraba menos aversión que las demás. Hombre joven, al parecer; probablemente alegre y cordial. No; Belford tenía menos importancia.
En realidad, pensándolo un poco, resultaba el colmo del absurdo odiar a seres que habían muerto, y atormentarse con imágenes de personas desconocidas y a las que ya no podría conocer jamás. El elemento más importante era el hecho de que, en todos los casos, aparecía una jeringuilla hipodérmica llena de veneno.
«Ya no puede contenerse». «Una enfermedad psíquica». «No es una mujer normal». «No permitirá que se la prive de esa emoción». Estas eran las palabras que debía recordar en primer término, y junto con ellas, la visión de un rostro abochornado, de mirada furtiva, junto a una caja fuerte que contenía un diario.
¿Hechos concretos? Sin duda. Había pronunciado infinidad de frases referentes a un posible error; pero en el fondo de su corazón, Dick Markham no creía en tal posibilidad. Scotland Yard no se equivocaba con tanta facilidad. A pesar de todo, el primer grupo de conceptos emitidos por sir Harvey predominaba sobre el segundo; vibraba en sus oídos, le atormentaba y enardecía. Si ella no le hubiera mentido respecto a su pasado…
Pero, a decir verdad, no lo había hecho; no le había referido hecho alguno que se relacionara con los años anteriores a su llegada al pueblo. Nada le había dicho de su pasado.
¡Dios santo! ¿Por qué resultaba todo tan complicado?
El joven aferró el extremo superior de la cancela. Al fondo, detrás de él, brillaban las luces de su casa, y frente a las ventanas arrancaban destellos a las gotas de rocío depositadas sobre el césped. El sendero, cubierto de ladrillos gastados, aparecía también iluminado por la luz del interior. Se encaminó hacia allí, dominado aún por una intensa y deprimente sensación de soledad, como si lo hubieran despojado de algo. Este sentimiento lo sobrecogió porque hasta ese momento había creído que la soledad le hacía feliz y ahora le asustaba. En el momento de cerrar la puerta, la casa le pareció una concha de caracol vacía, que resonaba con un ruido profundo. Avanzó por el corredor en dirección al despacho, abrió la puerta de éste y se detuvo de golpe.
Allí, sentada en el sofá, estaba Lesley.