Durante un espacio de tiempo en que se habría podido contar hasta diez, los tres hombres permanecieron en silencio. Por fin, Dick habló. Al parecer, su mente se resistía a comprender el verdadero significado de las palabras que acababa de oír. Su voz no denotaba cólera y hasta expresaba cierta despreocupación.
—Es absurdo.
—¿Por qué?
—¿Envenenadora una niña como ella?
—Esa niña, como usted la llama, tiene cuarenta y un años.
Markham ocupó una silla que se hallaba cerca de él. El coronel Pope, propietario de la casa, había convertido la sala en un sitio cómodo, con muebles viejos y ya un poco deteriorados. Las paredes revocadas, blancas en otros tiempos, aparecían teñidas de gris, y secas las vigas de roble. En las cuatro paredes se veía una hilera de grabados con motivos guerreros de comienzos y mediados del siglo diecinueve; los colores habían sufrido la acción del tiempo, pero conservaban, sin embargo, cierta intensidad. Al mirarlos, dominado aún por el aturdimiento, a Dick le pareció que se confundían todos los colores.
—Usted no me cree —dijo sir Harvey en tono tranquilo—, tal como yo suponía. Pero he llamado por teléfono a Scotland Yard de Londres y mañana llegará un empleado que la conoce muy bien. Además, traerá las fotografías y las huellas dactilares de esa señorita.
—¡Un momento, por favor!
—Diga usted, joven.
—¿Qué delitos ha cometido Lesley, según usted?
—Ha envenenado a tres hombres, dos de los cuales eran maridos de ella; de ahí proviene su fortuna. El tercero…
—¿A qué maridos alude usted?
—¿Su alma romántica sufre a causa de ello? —interrogó sir Harvey—. Burton Foster, el primer esposo, era abogado de una corporación americana. El segundo, un vendedor de algodón, de apellido Davies, cuyo nombre no recuerdo. Se trataba de dos hombres adinerados. Pero tal como decía, la tercera víctima…
Dick Markham se llevó las manos a las sienes.
—¡Dios santo! —exclamó.
Con esas dos palabras expresaba bruscamente toda la incredulidad y la protesta, la turbación y la desorientación que le embargaban. Hubiera deseado no escuchar; ansiaba borrar de su vida esos últimos treinta segundos.
Con un gesto de amabilidad, el patólogo adoptó cierto aire de aflicción y desvió la vista.
—Lo siento, joven —dijo, arrojando en el cenicero su cigarro apagado—, pero es la verdad —miró al muchacho con agudeza—. Y si piensa que…
—¡Continúe! ¿Si pienso qué?
Los labios del hombrecillo adquirieron una expresión aún más sardónica.
—Usted escribe tonterías acerca de la mentalidad de los asesinos. No tengo por qué negar que sus trabajos me resultan entretenidos; entre mis colegas tengo fama de poseer un sentido humorístico bastante singular. Pero si cree que en este momento le estoy haciendo objeto de una broma premeditada a modo de escarmiento, puede desechar en seguida tal suposición. Créame que no tengo la menor intención de bromear.
Y por desgracia poco tardó Dick en descubrir que decía la verdad.
—Esa mujer —prosiguió el hombre, expresándose sin rodeos— es una perfecta embaucadora. Cuando antes se acostumbre usted a esa idea, tanto más rápidamente logrará sobreponerse a ella y menor será el peligro que corra.
—¿Peligro?
—Exactamente.
La desagradable arruga surcó otra vez la frente de sir Harvey. El hombre se retorció en la silla, esforzándose por adoptar una postura más cómoda, pero atormentado por el dolor abandonó encolerizado la tentativa.
—En eso consiste la dificultad —continuó—. En mi opinión, esa mujer ni siquiera es muy lista. Sin embargo, sigue haciendo de las suyas y sale siempre airosa. Ha ideado un sistema de asesinato que ni Gideón Fell ni yo hemos conseguido descubrir.
Por primera vez empleaba claramente la palabra «asesinato» para calificar las acciones de Lesley. Ante el abismo de maldad que se abría ante él, el joven se sintió aún más desorientado.
—¡Un momento! —insistió—. Hace un instante, usted hizo referencia a ciertas huellas dactilares. ¿Acaso ha estado ella sometida a proceso?
—Esas huellas se obtuvieron de forma extraoficial, porque nunca pudo entablársele juicio.
—¿Ah, sí? Y entonces, ¿cómo sabe que es culpable?
El rostro de sir Harvey adquirió una expresión rígida en que se reflejaba la exasperación.
—Le ruego que me crea, señor Markham, por lo menos hasta que llegue nuestro amigo de Scotland Yard.
^—No pongo en duda sus palabras —replicó el joven—; sólo pregunto la razón por la cual está usted tan seguro de sus afirmaciones. Si Lesley era culpable, ¿por qué no la detuvo la policía?
—Porque no pudieron probarle nada. Fíjese bien que son tres los casos en que se encontraba complicada y, sin embargo, no les fue posible demostrarlo.
Nuevamente, sin darse cuenta de ello, el patólogo del Ministerio del Interior intentó cambiar de postura y experimentó un dolor agudo. A pesar de todo, esta vez se hallaba tan absorto que casi no lo sintió. Alzaba y volvía a bajar los dedos, apoyándolos en los brazos del sillón. Sus ojos, dotados de un brillo semejante a los de un mono, reflejaban un sentimiento tan sardónico que podía confundirse con la admiración.
—La policía —recalcó— le proporcionará las fechas y los detalles exactos. Yo sólo puedo relatarle mi experiencia personal. Por lo tanto, le ruego que no me interrumpa mientras no sea imprescindible.
—Continúe usted —manifestó Dick.
—Conocí a esa dama hace ya trece años. Nuestro gobierno, llamémosle así, no me había concedido aún mi título de nobleza. Tampoco ocupaba yo el cargo de patólogo jefe en el Ministerio del Interior. A menudo, además de realizar trabajos de patología, desempeñaba las funciones de médico policíaco. Una mañana de invierno, repito que Scotland Yard puede suministrar la fecha precisa, se nos informó que en el cuarto de vestir contiguo al dormitorio de su casa de Hyde Park, se había descubierto el cuerpo sin vida de un americano apellidado Foster. Me trasladé allí en compañía del entonces inspector jefe, y en la actualidad superintendente Hadley. En nuestra opinión, se trataba evidentemente de un suicidio. La esposa del difunto había pasado la noche fuera de su hogar. El cuerpo de Foster se hallaba semirrecostado en un sofá, junto a una pequeña mesa, en su cuarto de vestir. La causa de la muerte era el ácido cianhídrico, inyectado en el antebrazo izquierdo mediante una jeringuilla hipodérmica que se encontró en el suelo, a sus pies —hizo una pausa. La piel cubierta de arrugas que rodeaba sus labios se contrajo en una sonrisa algo cruel—. Sus estudios, señor Markham —prosiguió, al mismo tiempo que extendía los dedos—, sus estudios, digo, le habrán proporcionado la oportunidad de conocer las propiedades del ácido cianhídrico o prúsico. Por vía bucal produce un efecto muy doloroso pero rápido. Inyectado en la sangre, tiene consecuencias similares, pero el efecto es aún más rápido. Las características que presentaba el caso eran sin duda las de un suicidio. Ninguna persona en pleno uso de sus facultades mentales permitiría que un asesino le introdujera con toda precisión en una vena una aguja de jeringuilla que, a más de tres metros de distancia, olía a almendras amargas. Las ventanas del cuarto se encontraban cerradas desde el interior; la puerta no sólo tenía corrido el cerrojo, sino que además se había colocado una cómoda delante de ella. A los sirvientes les costó mucho trabajo forzar la entrada. Por nuestra parte, consolamos a la viuda; abatida y agobiada por el dolor, deshecha en lágrimas, acababa de regresar a su casa, y como se trataba de una joven tierna y delicada, su aflicción nos emocionó bastante.
Dick Markham se esforzó por conservar la calma.
—¿Y esa viuda era…? —inquirió sin terminar la frase.
—Sí, la mujer que se hace llamar Lesley Grant —contestó el hombre.
Nuevo silencio.
—Y bien —continuó el patólogo—, a esta altura del relato, debo mencionar una de esas coincidencias que, según la errónea creencia general, son más corrientes en la ficción que en la vida real. Cinco años después, durante la primavera, me encontraba en Liverpool y prestaba declaración ante el tribunal de ese puerto. También Hadley se hallaba allí, pero por un asunto totalmente diferente. Nos encontramos casualmente en el Palacio de Justicia, donde nos tropezamos con el superintendente de la policía local. En el transcurso de la conversación, éste nos contó lo siguiente —sir Harvey levantó la vista—: «En una casa del camino de Prince Park ocurrió un suicidio bastante extraño. El hombre se inyectó ácido prúsico. Se trata de un individuo de edad madura, adinerado, con buena salud y sin preocupaciones; sin embargo, no cabe duda que se suicidó. En este momento acaba de terminar la indagación». Señaló con la cabeza hacia un extremo del corredor; vimos a una persona vestida de negro que avanzaba por el sucio pasillo, rodeada por un grupo de admiradores. Soy un hombre de carácter firme y bastante poco impresionable, pero jamás olvidaré la expresión del rostro de Hadley al volverse y exclamar: «¡Dios santo, es la misma mujer!».
Las últimas seis palabras eran bastante escuetas; sin embargo, sonaron con una intensidad insoportable.
Cuando el narrador terminó su exposición, y guardó silencio con aire pensativo, el doctor Middlesworth cruzó la habitación sin hacer ruido, rodeó el escritorio de gran tamaño y tomó asiento cerca de la ventana, en un sillón de mimbre que crujió bajo su peso.
Dick sufrió un pequeño sobresalto; había olvidado por completo que el médico se hallaba presente. Este persistía en su actitud reconcentrada, sin hacer el menor comentario ni intervenir en la conversación; cruzó sus largas piernas, apoyó su codo huesudo en el brazo del sillón y la barbilla en la palma de la mano, y fijó su mirada absorta en la pantalla de color tostado que colgaba encima de la mesa.
—¿Afirma usted —gruñó Markham—, o intenta darme a entender que se trataba nuevamente de Lesley? ¿Mi Lesley?
—Sí, su Lesley; claro está que ya no en plena juventud.
El joven hizo ademán de incorporarse, pero se contuvo. Se comprendía fácilmente que el dueño de la casa no tenía intención de ofenderle. A semejanza de un médico, sólo intentaba extirpar del alma del muchacho, con un afilado bisturí, lo que consideraba un tumor maligno.
—Entonces —agregó el hombrecillo—, la policía inició realmente una investigación.
—¿Con qué resultado?
—Con el mismo.
—¿Probaron que ella no podía ser la autora?
—Permítame usted. Demostraron que no les era posible probar nada. Tal como ocurrió en el caso de Foster, la esposa había pasado la noche fuera de su hogar…
—¿Qué coartada adujo?
—Ninguna que pudiera comprobarse. Pero no era necesario.
—Continúe, sir Harvey.
—El cuerpo del señor Davies, vendedor en la ciudad de Liverpool —prosiguió el patólogo—, fue hallado en su «guarida», tendido sobre el escritorio. También en esta ocasión el cuarto se encontraba cerrado desde el interior.
Dick se pasó la mano por la frente.
—¿Herméticamente?
—Las ventanas no sólo estaba cerradas con los pestillos, sino que además sus postigos de madera se encontraban cerrados. La puerta tenía dos cerrojos nuevos muy ajustados, uno en la parte superior y otro en la inferior, que resultaba imposible manipular desde fuera. Era una casa antigua, grande y lujosa. El cuarto a que me refiero podía convertirse en una verdadera fortaleza. Además, se comprobó que anteriormente Davies había trabajado como farmacéutico. Conocía muy bien el olor del ácido prúsico; resultaba inverosímil que por error, o porque alguna persona le hubiera dicho que era inofensiva, se inyectara esa droga en su propio brazo. En caso de no ser un suicidio, se trataba sin duda de un asesinato. Sin embargo, no se descubrió la menor huella de lucha o indicios de que la víctima sufriera previamente los efectos de un narcótico. Davies era un hombre pesado y de edad avanzada, pero robusto; no hubiera consentido, sin ofrecer resistencia, que se le clavara en el cuerpo una aguja que olía a ácido cianhídrico. Por otra parte, la habitación estaba cerrada desde el interior —sir Harvey frunció los labios y ladeó la cabeza como si quisiera recalcar el carácter extraordinario del suceso—. La misma sencillez del caso, señores, enloqueció a la policía. Tenían la certeza de quién era la culpable, pero no podían probarlo.
—¿Qué… —preguntó el muchacho, mientras se esforzaba por desechar los funestos pensamientos que por momentos lo dominaban—, qué declaró Les…, es decir, la esposa, cuando se la interrogó?
—Como era de suponer, negó que se tratara de un crimen.
—Sí, pero ¿qué dijo?
—Se mostró sencillamente asombrada y consternada y manifestó que no comprendía la razón del hecho. Admitió que se había casado con Burton Foster, pero aseguró que la identidad de circunstancias en que tuvieron lugar ambas muertes se debía a una espantosa coincidencia o error. Ante semejante argumentación, ¿qué podía contestar la policía?
—¿Tomaron alguna otra medida?
—Por supuesto. Hicieron indagaciones con respecto a su persona, con el objeto de descubrir algún indicio en su contra.
—¿Con qué resultado?
—Se esforzaron por imputarle cualquier infracción de las leyes, pero no lo consiguieron. No se halló veneno en su poder ni indicios de que lo hubiera adquirido alguna vez. Había contraído matrimonio con Davies bajo un nombre falso, pero eso no es ilegal, salvo en los casos de bigamia o estafa, características de que carecía el asunto en cuestión. Esa es otra cuestión.
—¿Entonces?
El patólogo se encogió de hombros y a continuación dio un nuevo respingo a causa del dolor. La herida, o la conmoción provocada por ésta, le torturaba hasta el extremo de enloquecerlo.
—Sólo estoy en condiciones de describir brevemente el último éxito de su carrera, porque no fui testigo de él, como tampoco lo fue Hadley. La hermosa viuda, en posesión de una fortuna bastante considerable, desapareció. Hace tres años, cuando ya casi no me acordaba de ella, un amigo mío que vive en París y a quien, a modo de ejemplo clásico, había relatado la historia de la dama, me envió un recorte de un periódico francés. El artículo informaba respecto a un lamentable suicidio ocurrido en la Avenue George V. La víctima, un joven inglés llamado míster Martin Belford, vivía en un apartamento situado en aquella avenida. Según parece, acababa de prometerse con la señorita Lesley X —en este momento no recuerdo el apellido—, que residía en la Avenida Foch. Cuatro días después de su compromiso, el joven cenó con su dama en la casa de ésta para celebrar de esa manera el suceso. Al retirarse a su domicilio, más o menos a las once de la noche, se encontraba aparentemente en muy buen estado de salud y de ánimo. En la mañana del día siguiente fue hallado muerto en su dormitorio. ¿Es necesario que le repita en qué circunstancias?
—¿Las mismas?
—Exactamente las mismas. La habitación cerrada, pero en este caso en forma más sintética, al estilo francés. Había muerto por envenenamiento intravenoso con ácido cianhídrico.
—¿Qué ocurrió entonces? —inquirió Markham.
Sir Harvey miró con fijeza hacia delante, como si se concentrara mentalmente en el pasado.
—Envié el recorte a Hadley, que se puso en contacto con la policía francesa. Ni siquiera ellos, que son tan realistas, admitieron otra posibilidad que no fuera la de un suicidio. Los periodistas franceses, a quienes se les permite emplear un lenguaje más atrevido que a los de este país, se expresaron en tono trágico y melancólico con respecto a la señorita: «Cette belle anglaise, tres chic, tres distinguée». Dieron a entender que los dos enamorados habían reñido, hecho que la señorita no quería admitir, y en un ataque de desesperación el hombre había regresado a su casa para quitarse la vida.
En el otro extremo de la habitación, el doctor Middlesworth, sentado aún en el sillón de mimbre que crujía con cada movimiento de su ocupante, extrajo una pipa del bolsillo y sopló en la boquilla. Dick comprendió que no lo hacía únicamente para distraerse y aliviar así el agudo desasosiego que le embargaba. La presencia del médico representaba al pueblo de Six Ashes y la vida normal, y daba a todo el asunto un carácter grotesco; su rostro familiar traía fácilmente a la memoria el de su esposa, el de la señora Price, el de lady Ashe y el de Cintia Drew.
—¡Imposible! —prorrumpió finalmente el joven—. ¡Todo eso es imposible!
—Naturalmente —asintió el narrador—, pero ha sucedido.
—¡Considero que, a pesar de todo, fueron suicidios!
—Tal vez sí —dijo sir Harvey con tono cortés—. Q tal vez no. Pero ¡reflexionemos un poco, señor Markham! ¡Enfoquemos francamente el caso! Cualquiera que sea la interpretación que usted dé a los hechos, ¿no le parece que las circunstancias son un poquito sospechosas, un poquito inquietantes?
Por un momento su interlocutor permaneció en silencio.
—¿No lo cree usted, señor Markham?
—Sí, es verdad. Pero no estoy de acuerdo en que fueron siempre las mismas. Ese hombre de París… ¿Cómo era su apellido?
—¿Belford?
—Sí, Belford. ¿Dice usted que ella no se casó con él?
—Todavía piensa en el problema personal, ¿eh? —comentó el patólogo, al mismo tiempo que lo observaba con cierto placer y el mismo interés que un clínico pone al examinar a un enfermo—. Para nada tiene en cuenta la muerte y el veneno. Sólo piensa que esa mujer estuvo en los brazos de otro hombre.
Las palabras del anciano reflejaban la verdad con tanta precisión que tuvieron la virtud de enfurecer a Dick. A pesar de ello, el joven se esforzó por adoptar una actitud digna.
—No habiéndose casado con ese individuo —insistió—, ¿le reportaba su muerte algún provecho?
—No. Ni un penique.
—Entonces, ¿cuál pudo ser el motivo?
—¡Al diablo, hombre! —exclamó sir Harvey—. ¿No comprende que la muchacha ya no podía contenerse?
Con mucha dificultad y cautela, apoyó las manos en los brazos del sillón y se incorporó trabajosamente. El doctor Middlesworth hizo ademán de levantarse para impedirlo, pero el dueño de la casa agitó la mano, indicándole que lo dejara hacer. Dio algunos pasos y volvió junto al sillón.
—Usted lo sabe, joven, o al menos pretende saberlo. El envenenador jamás se detiene, porque no puede. El crimen se convierte en él en una enfermedad psíquica, fuente de un placer perverso más fuerte, más emocionante e intenso que cualquier otro goce psicológico. ¡El veneno! ¡Un poder sobre la vida y la muerte! ¿Comprende ese estado anímico, o no?
—Sí, lo comprendo.
—¡Muy bien! Considere, entonces, mi punto de vista a propósito de este asunto —estiró el brazo hacia atrás con cautela, para tocarle la espalda—. Vengo aquí para pasar mis vacaciones de verano. Me siento fatigado, necesito un descanso. Les pido, como un gran favor, que guarden reserva en cuanto a mi identidad, porque al enterarse de quién soy, nunca faltarán mentecatos que me hagan preguntas sobre procesos criminales a las que ya estoy cansado de contestar.
—¡Lesley…! —comenzó Markham.
—No me interrumpa. Me comunican que mantendrán el secreto siempre que yo consienta en desempeñar el papel de adivino en la feria que organizan. Perfectamente. No tuve reparos en aceptar; por el contrario, más bien me agradó la idea. Se me presentaba la oportunidad de estudiar la naturaleza humana y sorprender a los necios —alzó la mano y extendió un dedo para imponer silencio—. Pero ¿qué sucede? Entra en mi tienda una asesina a quien no veía desde aquel asunto de Liverpool. Y observe bien: ¡no tenía aspecto de haber envejecido ni siquiera un día! Como todo hombre hubiera hecho, aproveché la ocasión para inspirarle el temor de Dios. Inmediatamente después, en un abrir y cerrar de ojos, intentó matarme con un rifle. No empleó en este caso su procedimiento habitual: el suicidio en un cuarto cerrado. Un agujero de bala en la pared impide que se emplee esa técnica. No; esta vez, la dama perdió la serenidad. ¿Por qué? Yo comenzaba a comprender la causa aún antes de que hiciera fuego. Preparaba otra pequeña «fiesta» de envenenamiento, con una nueva víctima, es decir —hizo un movimiento con la cabeza, señalando a Dick—, con usted.
Reinó otra vez el silencio.
—Pero ¡no me diga que no había pensado en ello! —exclamó sir Harvey con evidente escepticismo, moviendo la cabeza con expresión astuta—. ¡No pretenda convencerme de que esa idea jamás cruzó por su mente!
—¡Oh, no! En verdad, lo he pensado —dijo Markham.
—¿Cree usted en el relato que acabo de hacerle?
—Sí, lo creo. Pero ¡si hubiera algún error…, si no se tratara de Lesley…!
—¿Daría fe al testimonio de las huellas dactilares?
—Sí, me sentiría obligado a creer.
—Pero a pesar de todo, no admitiría que ella intenta envenenarlo, ¿verdad?
—No, no lo admito.
—¿Por qué? ¿Piensa que hará una excepción con usted?
No obtuvo respuesta.
—¿Cree que esa mujer se ha enamorado por fin? —insistió el hombrecillo.
Tampoco esta vez recibió contestación.
—Suponiendo que sea así, ¿persiste en su deseo de casarse con ella?
El joven se puso de pie. Experimentaba ansias de borrarlo todo de un manotazo, de taparse los oídos para no escuchar esa voz que le arrinconaba implacablemente, le obligaba a afrontar los hechos y destruía cada una de las esperanzas a que intentaba aferrarse.
—Puede elegir uno de estos dos procedimientos —continuó el patólogo—. Si no me equivoco, el primero ya se le ha ocurrido a usted: desea hablar claramente de este asunto con ella, ¿verdad?
—¡Naturalmente!
—Muy bien. Ahí en el vestíbulo hay un teléfono. Llámela y pregúntele si es verdad y suplíquele que lo desmienta. Lo desmentirá, sin duda alguna; el sentido común, si es que todavía le queda alguno, le dirá a usted que ésa es la actitud que ha de adoptar la dama. Después de lo cual se encontrará usted exactamente en la misma situación que al comienzo.
—¿Cuál es el otro camino?
Sir Harvey Gilman abandonó su tentativa de pasear, y se detuvo detrás de la butaca. Su cuello enjuto emergía de la bata y la chaqueta del pijama, semejante al de una tortuga. Golpeó ligeramente con el índice en el respaldo del sillón.
—Puede tenderle una trampa —respondió con sencillez—. Puede descubrir por sí mismo qué clase de persona es esa mujer. Y además, yo estaré así en condiciones de averiguar cómo se las arregla para cometer sus crímenes.