Esa noche, a las nueve y media, hora en que las sombras del crepúsculo de junio se van haciendo más profundas, Dick Markham recorría el despacho de su casa de campo, situada en las afueras de Six Ashes, sin hacer la menor pausa, de uno a otro extremo.
«Si me fuera posible no pensar —se decía a sí mismo— me sentiría tranquilo. Pero no puedo».
No cabía duda; la sombra de sir Harvey Gilman se destacaba claramente contra la pared de la tienda, constituyendo un excelente blanco para la persona que quisiera tirar contra él.
¡Imposible!
«Este asunto —prosiguió reflexionando— se explicará con toda sencillez; no hay que desesperar. No hay que dejarse envolver por las sospechas, por esos repugnantes hilos que se enroscan en la muerte y en los nervios, hasta el punto de que se siente vibrar la araña al extremo de cada uno de ellos. Amo a Lesley, y fuera de eso nada tiene importancia».
¡Embustero!
«El mayor Price cree que el disparo fue accidental. Lo mismo opinan el doctor Middlesworth y Earnshaw, el gerente del Banco, que apareció tan inesperadamente después de caer sir Harvey. Yo soy el único que…». Se detuvo y recorrió lentamente con la vista el despacho en que había producido tantas de sus obras, buenas y malas.
En las mesas, las lámparas panzudas arrojaban su luz dorada sobre las cosas dispersas en agradable desorden, y los rayos se reflejaban en las ventanas, con cristales en forma de rombo, que daban al jardín. La repisa de la chimenea de ladrillos ennegrecidos estaba cubierta con un paño. En las paredes colgaban, en sus respectivos marcos, fotografías de actores y escenas teatrales; también había llamativos carteles del Comedy Theatre, Apollo Theatre y del St. Martin, en los cuales se anunciaban obras de Ricardo Markham.
En una de las paredes destacaba un anuncio que decía: El error del envenenador, y en otra Pánico en la familia, sendos intentos para comprender la mentalidad del asesino, para ver con sus ojos y experimentar sus sentimientos. Estos carteles ocupaban el espacio que dejaban libre los estantes repletos de libros que, en su mayor parte, trataban de psicología patológica y criminal.
Encima del escritorio se veía una máquina de escribir cubierta con su funda. Más allá, el armario giratorio con las obras de consulta, los mullidos sillones y los ceniceros de pie. Tampoco faltaban las cortinas de algodón y las alfombras de colores vivos. Este conjunto constituía la torre de marfil de Dick Markham, tan apartada del mundo como el pueblo mismo de Six Ashes.
Hasta el nombre del camino en que vivía era sugestivo…
Encendió otro cigarrillo y aspiró profundamente el humo, con la preconcebida intención de marearse. En el instante en que repetía el intento, sonó el timbre del teléfono.
El joven levantó el receptor con tanta prisa que estuvo a punto de derribar el aparato.
—¡Hola! —oyó que decía la voz cautelosa del doctor Middlesworth.
Despejándose la garganta, colocó el cigarrillo sobre el borde del escritorio y sujetó el aparato con ambas manos.
—¿Cómo sigue sir Harvey? ¿Vive aún?
Se produjo un corto silencio.
—Sí. Está vivo.
—¿Cree usted que… mejorará?
—¡Oh, sí! Estoy seguro.
Markham sintió una tremenda sensación de alivio, como si le libraran de un peso que le oprimía el pecho, y el sudor le cubrió la frente. Cogió el cigarrillo, aspiró maquinalmente dos bocanadas y en seguida lo arrojó a la chimenea.
—Sir Harvey desea verle —prosiguió el médico—. ¿Podría venir a su casa en seguida? Sólo dista unos metros de la suya, y pensé que…
Dick clavó la vista en el receptor.
—¿Está en condiciones de hablar?
—Sí. ¿Puede venir en seguida?
—Iré —respondió el muchacho— en cuanto me comunique por teléfono con Lesley y le informe de que todo va bien. Me ha llamado muchas veces esta tarde; está trastornada.
—Ya lo sé. También ha llamado aquí. Pero… —la vacilación del doctor era evidente— sir Harvey prefiere que no lo haga.
—¿Que no haga qué?
—Que no informe a Lesley de su estado; al menos por ahora. Ya le explicará él los motivos de su actitud. Mientras tanto… —titubeó otra vez— no permita que nadie le acompañe hasta aquí y no repita cuanto acabo de decirle. ¿Lo promete?
—¡Está bien, está bien!
—¿Lo promete bajo palabra de honor?
—Sí.
Lentamente, con la vista fija en el receptor, como si éste pudiera revelar el misterio encerrado en las palabras del doctor, Dick volvió a colocarlo en la horquilla. Su mirada vagó por la habitación y fue a detenerse en las ventanas. Hacía rato que la tormenta había pasado; el cielo aparecía estrellado y el denso olor a hierba mojada y el perfume de las flores impregnaban la atmósfera, calmando la excitación de las mentes enfebrecidas.
De pronto, con instinto casi animal, se dio cuenta de que había otra persona en la sala. Se volvió bruscamente y vio a Cintia Drew que le observaba desde el vano de la puerta.
—¿Qué tal, Dick? —saludó la joven, sonriendo.
Dick Markham se había jurado firmemente que cuando volviera a encontrarse con ella no se sentiría incómodo, no rehuiría su mirada ni experimentaría la sensación de ser culpable de una bajeza. Pero faltó a su juramento.
—He llamado a la puerta de la entrada —explicó ella—, pero nadie me ha contestado, y como estaba abierta he entrado. ¿No te molesta que lo haya hecho?
—¡No, por supuesto!
Cintia rehuyó también su mirada. La conversación pareció decaer, como si entre ellos existiera un abismo, hasta que la muchacha decidió hablar con franqueza.
Era una de esas jóvenes de espíritu sano y sincero que ríen mucho, pero que a veces parecen más complicadas que las mujeres con cierta imaginación. No podía negarse que era bonita: tenía cabello rubio, ojos azules y tez y dientes hermosos. Sin moverse de su sitio, hizo girar el picaporte de la puerta, hasta que de repente tomó una decisión.
Se adivinaba fácilmente qué iba a decir, y la forma exacta en que se expresaría. Miró a Dick en los ojos y respiró hondo; el jersey rosado, la falda color castaño y las medias y zapatos de un tono tostado realzaban su cuerpo bien formado. Avanzó con una especie de vehemencia premeditada y le tendió la mano.
—He sabido que os habéis prometido tú y Lesley, Dick. Me alegro, y espero que seáis muy felices.
Pero al mismo tiempo sus ojos decían: «Nunca creí que me hicieras esto. No importa. Fíjate lo noble que soy; confío en que comprenderás que has cometido una bajeza».
—Gracias, Cintia —respondió Dick en voz alta—. Nosotros también estamos muy contentos con nuestro compromiso.
Ella se echó a reír, pero en seguida se contuvo, como si se diera cuenta de que incurría en una inconveniencia.
—En realidad, es otro el motivo de mi visita —explicó, enrojeciendo a pesar suyo—. Se trata del espantoso incidente relacionado con sir Harvey Gilman.
—Sí.
—Es efectivamente sir Harvey, ¿verdad? —señaló con un movimiento de cabeza en dirección a las ventanas y siguió hablando de prisa.
Tratándose de otra mujer, se hubiera dicho que procedía con astucia.
—Me refiero al hombre que hace unos días ocupó la vieja casa del coronel Pope, y que mantenía en secreto su identidad para poder actuar después como adivino. ¿Es sir Harvey Gilman? —volvió a preguntar.
—Sí, efectivamente, es él.
—Dick, ¿qué ha sucedido esta tarde?
—¿No has estado en la fiesta?
—No. Pero dicen que está moribundo.
En el momento en que el joven iba a romper la promesa hecha al doctor, se contuvo.
—Corre el rumor de que ha ocurrido un accidente —prosiguió la muchacha— y que sir Harvey ha recibido un balazo cerca del corazón; que el mayor Price y el doctor Middleworth lo han cogido, lo han colocado en un automóvil y lo han traído aquí. ¡Pobre Dick!
—Pero ¿por qué me compadeces a mí?
Cintia juntó las manos con gesto de aflicción.
—Lesley es una excelente muchacha —manifestó con tanta sinceridad y fervor, que Dick no pudo dudar de la veracidad de sus sentimientos—. Pero no debiste entregarle el rifle. ¡Fue una imprudencia! Ella no sabe nada de la parte práctica de la vida. El mayor Price sostiene que sir Harvey se halla en estado comatoso. ¿Has visto al doctor?
—No.
—Todos están terriblemente impresionados. La señora Middlesworth afirma que no debimos instalar un puesto de tiro al blanco, pero la señora Price se enojó con ella porque su marido era quien estaba encargado del stand. Es una verdadera lástima; el cura dice que en esa feria hemos ganado más de cien libras. Comienzan a correr los rumores más absurdos.
La joven hablaba sin interrupción, de pie junto a la máquina de escribir; cogía un libro y volvía luego a dejarlo, sin fijarse siquiera en el título.
«Tiene tan buen corazón… —pensó Dick—. Es tan sincera, servicial y agradable…». Sin embargo, había algo que le preocupaba; además, la voz de ella comenzaba a molestarle.
—Mira, Cintia: lo siento, pero tengo que salir.
—Nadie ha preguntado a lord Ashe qué opina del asunto, pero también es cierto que se le ve muy rara vez. ¿No es así? Entre paréntesis, ¿por qué mira lord Ashe de manera tan singular a la pobre Lesley en las pocas ocasiones en que se encuentra con ella? Lady Ashe… —Cintia se interrumpió bruscamente—. ¿Qué has dicho, Dick?
—Tengo que salir.
—¿A ver a Lesley? ¡Naturalmente!
—No. Voy a enterarme qué pasa en casa de mi vecino. El doctor desea hablarme.
La muchacha se mostró en seguida dispuesta a colaborar.
—Iré contigo, Dick. En todo cuanto pueda ser útil…
—¡Repito, Cintia, que debo ir solo!
Fue como si le hubiera dado una bofetada.
«Es un perfecto cochino —pensó ella—, pero en fin, pasémoslo por alto».
Después de un breve silencio, la muchacha rió, pero con un gesto que más parecía una reconvención y mediante el cual restaba importancia a las cosas; era el mismo que empleaba cuando en un partido de tenis alguien se irritaba y arrojaba al suelo la raqueta con ánimo de romperla. Le miró con aire grave y preocupado.
—Eres muy excitable, Dick —dijo con tono cariñoso.
—¡No lo soy, caramba! Pero…
—Supongo que es una característica de todos los escritores. Por eso no hay que asombrarse —hizo un gesto dando a entender con él que esos hombres no estaban al alcance de su comprensión—; pero a pesar de todo, es inusitado en una persona como tú, sociable, excelente jugador de cricket, etc. Quiero decir que… ¡Ay! ¡Otra vez me dejo llevar por la imaginación! Seguramente estoy divagando.
Le miró con firmeza, ruborizándose. El azul de sus ojos se destacó con más fuerza; en ese momento, su rostro de expresión apacible alcanzó un grado de hermosura cercano a la belleza.
—Pero puedes contar conmigo, Dick —dijo por último. Y se fue.
Era demasiado tarde para disculparse. El villano de la escena dejó transcurrir un tiempo prudencial, para dar lugar a que la muchacha se alejara en dirección al pueblo y luego salió.
Por delante de su casa pasaba un ancho camino rural que corría de Este a Oeste, entre árboles y campo abierto. A un lado de la carretera se levantaba la pared baja, de piedra, que rodeaba el parque de Ashe Hall; enfrente, a una distancia de cerca de cien metros entre sí, se alzaban tres casas de campo.
La primera era la de Dick Markham. La segunda se encontraba deshabitada, y la tercera y última, situada hacia el Este, había sido alquilada con muebles por el enigmático recién llegado. Estas tres viviendas del camino de La Horca provocaban la curiosidad de los visitantes; se hallaban a bastante distancia del camino, y solamente su aspecto pintoresco podía compensar los inconvenientes materiales de que adolecían, como el anticuado medidor eléctrico que sólo dejaba pasar la corriente cuando se introducía en él un chelín; además, carecían de cloacas.
Al desembocar en el camino oyó débilmente, hacia el Oeste, las campanadas del reloj de la iglesia; eran las diez. Resultaba difícil distinguir la carretera, aunque parecía menos oscura que el cielo; las estrellas se veían como reflejadas en el agua de un pozo. Los perfumes y ruidos nocturnos se percibían con mucha intensidad. Dick llegó a la última casa corriendo a ciegas.
Reinaba allí una oscuridad casi completa.
Un tupido monte bajo, de abedules, se alzaba junto a la tapia del parque; desde la casa partían hileras de árboles frutales, que se extendían hacia el Este, bordeando el camino. En conjunto, era un sitio sombrío, aun durante el día, además de húmedo y frecuentado por las avispas. En medio de las tinieblas, el joven no pudo distinguir el edificio, a excepción de unos rayos de luz que se filtraban por dos ventanas situadas en el frente.
Sin duda fue visto por alguien, o se oyeron sus pasos cuando avanzaba dando traspiés por el jardín delantero, porque el doctor Middlesworth abrió la puerta en seguida y lo introdujo en un vestíbulo de aspecto moderno.
—Escuche —dijo el médico, sin preámbulos, con su tono suave de costumbre, pero con mucha seriedad—: no puedo continuar con este engaño. No es justo que se exija semejante cosa de mí.
—¿Qué engaño? ¿Está muy mal el hombre?
—En eso reside precisamente la mentira. Sir Harvey está sano.
Dick cerró la puerta con un golpe suave y giró con rapidez sobre sí mismo.
—Se desmayó a causa de la impresión —explicó el médico—, y en vista de ello todos creyeron que se encontraba moribundo o que había muerto. Yo tampoco estaba seguro, hasta que lo trasladé aquí y le extraje el proyectil. Por lo general, la bala de calibre 22 de un rifle de tiro al blanco no es muy peligrosa, a menos, naturalmente, que penetre en la cabeza o en el corazón.
En los ojos apacibles del doctor apareció una expresión levemente divertida, al mismo tiempo que se frotaba con la mano la frente surcada de arrugas.
—Cuando extraje la bala, el herido recuperó el sentido y se quejó a gritos de que habían intentado asesinarlo. Fue una sorpresa para el mayor Price, que había insistido en acompañarme a pesar de que traté de alejarlo.
—¿Entonces?
—Sir Harvey tiene solamente una herida superficial; ni siquiera ha perdido mucha sangre. Durante algunos días sentirá dolor en la espalda, pero fuera de eso se encuentra tan bien como antes del incidente.
Dick tardó un poco en convencerse de lo que oía.
—¿Sabe usted —dijo por fin— que Lesley Grant está desesperada porque cree que lo ha matado?
El semblante de Middlesworth se tornó serio.
—Sí. Ya lo sé.
—Entonces, ¿a qué se debe esta comedia?
—Antes de que el mayor se retirara de aquí —contestó el doctor, rehuyendo una respuesta directa—, sir Harvey le hizo prometer que mantendría en secreto su estado. Sugirió que sería mejor hacer circular la versión de que se halla en estado comatoso y que su muerte es cuestión de horas. Como conozco al mayor, dudo que guarde el secreto.
Un poco emocionado, Hugo Middlesworth parecía locuaz.
—De todas maneras —se lamentó—, yo no puedo callar; y se lo previne al herido. Una actitud semejante sería contraria a las reglas de mi profesión y a la ética. Además…
Como había hecho ya en otra ocasión ese mismo día, el doctor hizo ademán de expresar o sugerir algo, pero lo pensó mejor y se contuvo.
—¡Insisto, doctor! ¿A qué se debe todo esto?
—Sir Harvey no quiso decírselo al mayor, ni a mí. Tal vez se lo cuente a usted. Venga conmigo.
De forma brusca, Middlesworth alargó la mano y abrió la puerta situada a la izquierda del vestíbulo, haciendo seña a Dick para que pasara antes que él. Entraron en una sala de descanso, amplia aunque con techo más bien bajo, y con dos ventanas que daban al camino. Justamente en el centro se veía un gran escritorio iluminado por una lámpara colgante; junto a él se encontraba el adivino, ya sin disfraz, sentado en una butaca, con el cuerpo un poco echado hacia adelante para no tocar el respaldo.
La expresión ceñuda de sir Harvey Gilman borraba cualquier otra impresión que pudiera suscitar en su visitante. Markham observó que llevaba puesto un pijama, y encima de éste una bata. Era calvo, de nariz afilada, y sus ojos y su boca conservaban la misma expresión escéptica y burlona que mostrara en su papel de quiromántico. Examinó al joven de pies a cabeza.
—¿Se siente usted fastidiado, señor Markham?
El interpelado no respondió.
—Creo —prosiguió sir Harvey— que soy yo quien debe estarlo —encorvó la espalda y al hacerlo dio un respingo de dolor. Apretó fuertemente los labios y continuó—: He propuesto que se haga un pequeño experimento. Según parece, el doctor, aquí presente, desaprueba mi idea; pero me imagino que usted estará de acuerdo con el plan en cuanto me haya escuchado. No, doctor, puede permanecer en la habitación.
El patólogo tomó un cigarro, consumido hasta la mitad, que se hallaba en el borde de un cenicero.
—Deseo que me entienda bien —agregó—. Me importa un comino la justicia, considerada desde un punto de vista abstracto. No daría un solo paso para informar en contra de una persona. Pero siento una curiosidad intelectual por las cosas de este mundo. Antes de morir, me gustaría conocer la respuesta a uno de los pocos problemas que mi amigo Gideón Fell no pudo resolver. Si usted está dispuesto a ayudarme, tenderemos mía trampa, y lo resolveremos. En caso contrario… —agitó el cigarro, se lo llevó a la boca y aspiró, pero estaba apagado. Sus ademanes ponían de manifiesto el deseo de venganza que le dominaba—. Ahora bien, en cuanto a esa mujer, la supuesta «Lesley Grant»…
Dick recobró inmediatamente el habla.
—Dígalo de una vez, señor. ¿Qué iba usted a contarme en el momento en que sonó el disparo?
—En cuanto a esa mujer —prosiguió el hombrecillo en tono imperturbable—, supongo que está usted enamorado de ella, ¿no es así? O al menos, lo cree así.
—Estoy seguro de que la amo.
—Es una verdadera lástima —comentó sir Harvey fríamente—. Sin embargo, ya ha ocurrido antes algo semejante —volvió la cabeza hacia el calendario de mesa que se encontraba sobre el escritorio; ese día estaba señalado como jueves 10 de junio—. Dígame, ¿por casualidad no le ha invitado ella a cenar en su casa esta semana, o la próxima, para festejar el compromiso?
—Efectivamente. Mañana por la noche. Pero…
Sir Harvey pareció sobresaltarse.
—Mañana por la noche, ¿eh?
En la imaginación de Markham apareció nítidamente la figura de Lesley, destacándose contra el fondo formado por la casa de ella, allá en el otro extremo del pueblo. Por espacio de una fracción de segundo desfilaron por la mente del muchacho todos los rasgos de la joven: su buen carácter, su escasa habilidad para 1 as tareas de la vida diaria, sus enfados. Lesley odiaba la ostentación en todas sus formas y jamás usaba pintura en los labios, ni joyas o vestidos llamativos. Sin embargo, debido a su naturaleza vehemente, cuando se enamoraba perdía toda su discreción y se tornaba temeraria.
En ese instante, el rostro de la muchacha, convertido en la dulce imagen en que se concentraba toda la pasión de Dick, se volvió para éste en una obsesión. Casi inconscientemente, gritó:
—¡No puedo aguantar más! ¡Basta de tonterías! ¿De qué la acusa usted? ¿Quiere darme a entender que no se llama Lesley Grant?
—Sí —respondió el patólogo, alzando los ojos—. Su verdadero nombre es Jordán. Se trata de una envenenadora.