2

—¿Criminalista? —repitió Dick.

—Sí. Sir Harvey Gilman.

—¿Se refiere usted al patólogo del Ministerio del Interior?

—El mismo —convino el mayor Price con tono afable.

Impresionado y a la vez con cierto sobresalto, el muchacho giró sobre sí mismo con brusquedad y clavó la vista en la tienda listada de rojo y blanco, junto a cuya entrada la mano de cartón se bamboleaba y hacía señas, como si perteneciera a un espectro. Y vio moverse una sombra extraña.

La visibilidad era ya tan escasa que apenas pudo distinguir el cartel en que se anunciaba al Gran Swani, quiromántico y adivino. Lo ve todo y lo sabe todo, que decoraba la tienda de colores llamativos. Se advertía en el interior de la tienda la luz de una lámpara colgante. Debido a la oscuridad, la sombra de sus dos ocupantes se proyectaba sobre la lona de manera imprecisa a causa del vaivén de la tienda agitada por el viento; Dick reconoció en una de las sombras la silueta de una mujer, y a cierta distancia, separada por algo semejante a una mesa, la de una persona en cuclillas, con una extraña cabeza en forma de bulto, que parecía agitar las manos.

—¡Sir Harvey Gilman! —murmuró el joven.

—Sí, sentado allí dentro —aclaró el mayor—, tocado con un turbante y adivinando la vida y milagros de la gente. Ha sido la mayor atracción de esta feria.

—¿Sabe algo de quiromancia o de adivinación?

—No, amigo. Pero conoce a fondo la naturaleza humana —respondió su interlocutor con sequedad—. Ese es el secreto de todos los adivinos.

—Pero ¿qué ha venido a hacer sir Harvey a este pueblo?

—Ha alquilado la casa de campo de Pope para pasar el verano. Usted la conoce; es la que está situada en el camino de La Horca, bastante cerca de la suya —explicó Price, riendo entre dientes—. Me lo presentó el jefe de policía; al conocerle, tuve una inspiración.

—¿Una inspiración?

—Exactamente. Se me ocurrió pedirle que hiciera de adivino; sólo se daría a conocer su identidad después de la fiesta. Creo que al hombre le gusta su papel y se ha divertido mucho.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es un hombre enjuto, de edad madura y de mirada viva. Como le decía, creo que se divierte mucho en su nueva profesión. Los Ashe están en el secreto; anoche lady Ashe estuvo a punto de desmayarse cuando se lo dijeron. También lo saben el doctor Middlesworth y una o dos personas más.

No había terminado de pronunciar la última palabra cuando prorrumpió nuevamente en gritos que ensordecieron a Dick; una de las personas que acababa de mencionar avanzaba de prisa entre las tiendas, en dirección al edificio.

Sin sombrero y con una bolsa de palos de golf colgada del hombro, el doctor Middlesworth caminaba a grandes zancadas; quería llegar a la casa antes de que comenzara a llover. Era el encargado de los juegos de golf de la fiesta, que consistían en lanzar varios tiros desde un tee improvisado; la persona que llegaba al hoyo con menos golpes se hacía acreedora a una recompensa honorífica. Al oír la llamada del mayor, meneó enérgicamente la cabeza en sentido negativo, pero tanto insistió éste, que por fin, de mala gana, se dirigió al stand de tiro.

Hugo Middlesworth era un buen médico y también mi hombre popular, aunque resultaría difícil explicar esta última circunstancia. Hablaba poco, pero trataba a todo el mundo con afabilidad; estaba casado con una esforzada mujer aunque algo mordaz, y contaba con una familia bastante numerosa.

Delgado, de unos cuarenta años, con un pelo fino que comenzaba a ralear en la coronilla, el doctor mostraba generalmente una expresión algo fatigada. Su bigote castaño dibujaba una angosta línea sobre el labio superior; en torno a su boca y sus ojos se notaban algunas arrugas, y depresiones en las sienes y pómulos. Si bien era poco conversador, poseía en cambio una sonrisa comprensiva que le iluminaba el semblante de forma inesperada. Esta expresión, ya casi inconsciente, constituía su único gesto amanerado, a pesar de lo cual su efecto sobre las personas era extraordinario.

Se encaminó pesadamente hacia ellos, pasándose la bolsa de golf de un hombro al otro. Al llegar, examinó con asombro al mayor Price.

—¿Cómo? ¿No ha ido al partido de cricket?

—No —respondió Price, a pesar de que la pregunta era superflua—. Consideré más conveniente permanecer aquí, en el puesto y…, en fin, pensé que era bueno vigilar un poco al adivino. Acabo de referirle a Dick el asunto de sir Harvey Gilman.

—¡Ah! —dijo el doctor.

Hizo ademán de agregar algo, pero cambió de idea.

—A propósito —prosiguió el mayor—, Lesley Grant se encuentra en este momento allí dentro y nuestro hombre le está diciendo la buenaventura. Si le anuncia que en su vida hay un rubio y que saldrá de viaje, habrá acertado —señaló al joven—. Es absolutamente cierto que ellos van a casarse.

Middlesworth no hizo comentario alguno. Sencillamente sonrió y le alargó su mano fuerte y firme; Dick comprendió que su gesto era sincero.

—He oído algo al respecto —confesó el médico—. Mi esposa me lo ha contado —de nuevo apareció en su rostro la expresión de fatiga; vaciló un poco antes de proseguir—. En cuanto a sir Harvey…

—Los conocimientos de ese caballero deben de ser de inestimable valor para el trabajo de este joven —le interrumpió Price, dando irnos golpecitos en el hombro de Dick, con gesto significativo.

—Inestimable —replicó Markham con cierta vehemencia— no es precisamente la palabra adecuada. Pero durante estos últimos treinta años sir Harvey Gilman ha informado, como perito, en todos los crímenes, célebres o no, que han ocurrido. Un amigo mío que vivía en Bayswater, cerca de su casa, afirma que casi todos los días sir Harvey regresaba a su hogar trayendo, en una jarra de cristal destapada los intestinos de algún ser humano. Rodolfo sostiene que el viejo es una verdadera enciclopedia andante en lo que se refiere a asesinatos, pero parece que resulta difícil inducirle a hablar del tema. Además…

En ese momento los tres se sobresaltaron.

El breve resplandor de un relámpago iluminó el parque con su pálida luz mortecina y fue seguido por el ensordecedor estampido de un trueno. El destello puso de relieve todos los detalles del paisaje, a semejanza de una llamarada de magnesio.

Se destacó en el fondo la oscura silueta del edificio de Ashe Hall, con sus estrechas chimeneas y sus ventanas con columnas que parecían iluminadas por la luna; una mole venerable, pero de aspecto descuidado, como su dueño. También alcanzó a verse el vaivén agitado y violento de los árboles, el rostro flaco y marcado por las preocupaciones del doctor Middlesworth y el del mayor Price, lleno y plácido, vuelto hacia la tienda del nigromante. Cuando la oscuridad volvió a reinar y cesó el retumbar del trueno, convirtiéndose en un ruido sordo y confuso, la atención de los tres hombres se concentró en la tienda.

Sucedía algo raro. Por la sombra, se pudo apreciar que Lesley Grant se ponía de pie repentinamente y que el hombre la imitaba, señalándola al mismo tiempo con el índice desde el otro lado de la mesa. A pesar del carácter sobrenatural que parecía tener esa escena de sombras ondulantes, se percibía en ella una extrema tensión.

—¡Un momento! —gritó Markham sin saber por qué.

Sin embargo, se dio cuenta con tanta claridad como si se hallara presente de que la joven y el hombre discutían agitadamente.

La sombra de Lesley Grant giró sobre sí misma, y la muchacha apareció bruscamente fuera de la tienda.

Sin saber qué hacer, con el rifle bajo el brazo, Dick corrió en su dirección. Como una figura blanca en medio de la oscuridad, la joven se detuvo de golpe, y pareció esforzarse por recuperar la tranquilidad.

—¡Lesley! ¿Qué ocurre?

—¿Cómo? —interrogó ella con voz serena y suave, imperceptiblemente alterada.

—¿Qué te ha dicho?

El joven, más que ver, sintió que ella le escudriñaba el rostro con la mirada brillante de sus ojos castaños, enarcados por finas cejas, que él tanto conocía.

—¡Nada! —protestó Lesley—. En realidad, no creo que sea muy bueno. La eterna historia: una vida feliz, alguna enfermedad sin importancia y una carta con buenas noticias.

—¿Por qué estabas tan asustada?

—Pero ¡no! ¡No lo estaba!

—Lo siento, querida, pero vi tu sombra en la pared de la tienda.

Cada vez más inquieto, Dick tomó una resolución. Casi sin saber lo que hacía, entregó con brusquedad el arma a Lesley.

—¡Toma, ten un momento!

—¡Dick! ¿Adonde vas?

—¡Quiero ver a ese imbécil!

—¡No, no vayas!

—¿Por qué?

La lluvia hizo las veces de respuesta. Unas gotas impulsadas por una ráfaga cayeron oblicuamente y chocaron contra el césped; el silbido del viento entre los árboles parecía aumentar, como si se preparara para abrir las compuertas del cielo.

Markham echó una ojeada a su alrededor; el prado, casi desierto hasta ese momento, comenzaba a ser invadido por la gente que regresaba con premura de la cancha de cricket, situada en el otro extremo del parque. El mayor Price se hallaba muy atareado recogiendo los rifles; el joven le hizo señas con la cabeza al mismo tiempo que señalaba a Lesley, y en seguida tomó a ésta del brazo por un instante.

—Ve a la casa —le aconsejó—. Yo no tardaré —a continuación empujó la lona que hacía de puerta de la tienda y agachándose se introdujo en ella.

En cuanto estuvo en el interior oyó una voz gutural, de tono monótono y afectado, que salía del extremo opuesto del estrecho y sofocante recinto.

—¡Lo siento! —dijo la voz—, pero estoy fatigado. Acabo de terminar la última sesión. No puedo complacer a nadie más en el día de hoy.

—Está bien, sir Harvey. No he entrado aquí con la intención de que me diga la buenaventura.

Sus miradas se cruzaron. Sin saber por qué, el joven sintió que se le atragantaban las palabras.

Se encontraba en un espacio cerrado que tenía apenas algo más de tres metros cuadrados. Una lámpara eléctrica con pantalla, que colgaba del techo, iluminaba una brillante bola de cristal, a través de la cual pasaba la luz yendo a incidir en un tapete de terciopelo de color de ciruela que cubría la pequeña mesa; este conjunto ejercía una fuerte atracción hipnótica, en medio de la atmósfera pesada del lugar.

El adivino se hallaba sentado frente a la mesa. Era un hombre de pequeña estatura, enjuto, de más de cincuenta años, y llevaba un traje blanco de lino y un turbante de colores. Asomaba bajo el tocado hindú el rostro típico de un hombre cerebral, con nariz afilada, boca recta, la barbilla pronunciada y una frente desagradable surcada de arrugas. Sus ojos, de expresión poco acogedora, estaban también rodeados de arrugas en sus extremos.

—De manera que usted me conoce —dijo el hombrecito, hablando con su tono natural, que era seco como el de un maestro de escuela. Se aclaró la garganta y tosió varias veces para recuperar su voz.

—Así es, señor.

—¿Y qué desea entonces, joven?

Algunas gotas de lluvia redoblaron en el techo de la tienda.

—Deseo saber —replicó Dick— qué le ha dicho a la señorita Grant.

—¿A qué señorita?

—A la señorita Grant. La joven que acaba de salir de aquí. Mi novia.

—Su novia, ¿eh?

Hizo un leve movimiento con sus párpados surcados de pliegues. El mayor Price había afirmado que sir Harvey Gilman se divertía con esa tarea. Era necesario estar dotado de un carácter muy sardónico, reflexionó Dick, para permanecer sentado durante todo el día, en medio de un calor sofocante, hablando con acento fingido y regocijándose en hacer la disección de los que iban a consultarlo. A pesar de todo, en ese momento el rostro de sir Harvey no expresaba el menor regocijo.

—Dígame, señor…

—Me llamo Markham, Ricardo Markham.

—Markham —el Gran Swani pareció concentrarse un momento—. Markham. ¿No es usted el autor de esas obras que se representan periódicamente en Londres? ¿Obras de ese género que, según creo, se llama —titubeó un poco— «psicológico-espeluznante»?

—El mismo, señor.

—Si no me equivoco, se analiza en ellas la mentalidad de los criminales y los motivos que les inducen a matar. ¿Es usted el autor?

—Hago cuanto puedo por aprovechar los datos que poseo —repuso el joven, colocándose a la defensiva.

«El viejo se siente complacido», pensó Dick. En ese momento sir Harvey profirió un sonido que pudo ser risa si hubiera abierto un poco más la boca, pero el aspecto desagradable de su frente no experimentó la menor variación.

—Sin duda, señor Markham. Decía usted que el nombre de esa dama es…

—Grant. Lesley Grant.

En el instante en que el joven acababa de pronunciar esas palabras estalló la tormenta, desencadenándose la lluvia que tamborileó en forma ensordecedora contra la lona. Dick se vio obligado a levantar la voz.

—¿A qué se debe tanto misterio?

—Dígame, señor Markham, ¿hace mucho tiempo que esa joven vive en Six Ashes?

—No; sólo seis meses. ¿Por qué?

—¿Y cuánto hace que están ustedes prometidos? Créame que tengo motivos para preguntárselo.

—Nos prometimos anoche. Pero…

—Anoche —repitió sir Harvey con tono inexpresivo.

La lámpara colgante osciló un poco y su luz arrancó a la bola de cristal delicados y brillantes destellos. El ruido de la lluvia contra la tienda se convirtió en estruendo, haciendo vibrar las paredes de lona. Sentado aún frente a la mesa, mientras observaba a su visitante con sus ojos de expresión singular, el adivino volvió hacia arriba la palma de su mano y con los nudillos golpeó suave y pausadamente la mesa cubierta con el terciopelo.

—Tengo que preguntarle algo más, joven —manifestó con aire interesado—. ¿Dónde obtiene usted el material para sus obras?

En cualquier otra circunstancia Dick le habría informado de todo con mucho gusto y se habría sentido halagado y aun cohibido. Pero en ese momento se dio cuenta de que no podría contenerse y que ofendería al viejo patólogo de nariz afilada, creándose así un enemigo; la desesperación había hecho presa de él.

—¡Por Dios, hombre! ¿Qué pasa?

—No sabría decírselo —declaró sir Harvey, mostrando por primera vez un pequeño indicio de humanidad, y alzó la vista—. ¿Sabe usted quién es, en realidad, esa supuesta «Lesley Grant»?

—¿Quién es?

—Creo que será mejor que se lo diga.

Respirando hondamente, sir Harvey se incorporó junto a la mesa. En ese preciso instante Dick oyó una detonación.

Después, las cosas perdieron su forma, convirtiéndose en una pesadilla.

Aun cuando el ruido hubiera sido muy fuerte, la mente del joven se encontraba todavía tan dominada por la imagen de los rifles y del tiro al blanco que acababa de practicar, que la detonación no le cogió de sorpresa.

Vio aparecer repentinamente en un lado de la tienda el pequeño agujero negro dejado por la bala, orificio que poco a poco se tornó grisáceo a causa del agua que penetraba por allí. Sir Harvey se desplomó con violencia hacia adelante, como si hubiera recibido un puñetazo justamente debajo del omóplato izquierdo. Durante una fracción de segundo el semblante inescrutable del patólogo adquirió una expresión de profundo terror.

El hombre, arrastrando la mesa consigo, cayó casi encima de Dick, pero éste ni siquiera tuvo tiempo de estirar un brazo para impedir que rodara a sus pies junto con el mueble y demás objetos; al caer, sir Harvey había aferrado el tapete, derribando la bola de cristal que hizo un ruido sordo al caer sobre el césped pisoteado. El joven observó en el costado del traje blanco de lino una mancha de sangre que se agrandó rápidamente. En seguida, sin atinar aún a moverse, oyó claramente una voz.

—¡No he podido evitarlo, mayor Price!

Era la voz de Lesley.

—¡Lo siento muchísimo, pero no he podido evitarlo! ¡Dick no debió entregarme este rifle! ¡Alguien me ha empujado el brazo y como yo tenía la mano sobre el gatillo, se ha disparado accidentalmente!

Parecía hallarse muy cerca, en medio del estruendo del aguacero; hablaba con tono dulce, angustiado y sincero.

—Espero que…, espero no haber herido a nadie.