Conclusión

Doce horas después, el vapor, escoltado por la máquina aviadora, dirigida por Ranzoff y Liwitz, dejaba Ascensión, llevando a los mercenarios del barón, que, como hemos dicho, se habían rendido sin resistencia.

Sólo quedaba el barón sobre el islote perdido en el inmenso Atlántico, sepultado en la cima de aquel escollo que tanto había amado.

En Trinidad, la máquina voladora, que ya se había hecho peligrosa después del hundimiento de los trasatlánticos y del crucero ruso, fue hecha saltar para evitar las probabilidades de sorpresa y de terribles recibimientos, aun en América. Embarcado el tesoro, se dirigió el vapor hacia Nueva York. Ninguno deseaba volver a Rusia para no volver a terminar en las minas de Alghasithal o en Sajalin.

¿Qué les importaba ya a Boris y a Wassili la rehabilitación? Sabían demasiado que el Gobierno ruso difícilmente perdona, como sabían que todos los esfuerzos intentados por el hijo del barón Teriosky hubieran sido vanos.

Por otra parte, ¿no tenían ya en su compañía a Wanda?

Los canadienses fueron licenciados en Nueva York, después de pagados espléndidamente, el vapor dejado en libertad, los trasatlánticos hundidos reconstruidos a expensas de Ranzoff y de sus amigos. Ahora, con los millones encontrados en Trinidad, viven nuestros amigos completamente felices bajo la protección de la bandera de la libre América, sin temor alguno a incurrir en las venganzas del Gobierno ruso.