La toma de la roca
Por la noche, el barón se dignó convidar a la cena a Ranzoff y al cosaco en la gran sala que confinaba con la galería de poniente y que para aquella ocasión había sido espléndidamente iluminada con media docena de bujías.
La mesa que ocupaba el centro estaba decorada con lujo extraordinario, digno de un gran boyardo: platos de oro y plata finamente cincelados, cubiertos de los mismos metales, copas de cristal de Bohemia y numerosas botellas polvorientas que llevaban las mejores marcas de la Francia vinícola.
No había más que cuatro asientos y el rudo contramaestre, siempre silencioso y torvo, servía. Debía de ser el perro lealísimo del barón: un perro extremadamentte peligroso, que daba mucho que pensar a Rokoff.
Cuando el Rey del Aire y su amigo entraron en la sala, Wanda estaba ya sentada ante la mesa, vestida con su pintoresco traje a la cosaca.
El barón, siempre pensativo y cejijunto, paseaba murmurando.
Viendo entrar a Ranzoff y al cosaco, pareció serenarse.
—Siéntense —dijo bruscamente.
—Buenas noches, señor barón, y usted, señorita —respondió Ranzoff, mientras Rokoff se inclinaba torpemente.
Wanda levantó sobre el capitán del Gavilán sus dulcísimos y límpidos ojos azules, inclinando graciosamente la cabeza.
—He aquí una ocasión que se acepta con gusto —dijo luego—. Los huéspedes son aquí muy raros, o mejor dicho, no gusta tenerlos.
El barón se paró bruscamente mirando a la joven; después se encogió de hombros y haciendo seña a los dos individuos para que se sentaran, volvió a su paseata, esperando que el contramaestre y el cocinero sirviesen la cena.
Ranzoff se sentó junto a Wanda y aprovechando un momento en que el barón estaba de espalda, se inclinó hacia la joven y le dijo en voz baja:
—Su padre va a llegar; silencio.
La rusa se puso palidísima y tuvo un sobresalto pronto dominado, pero no dijo nada. El barón se había vuelto y venía hacia la mesa. Cuando volvió a quedar de espaldas, Ranzoff añadió:
—Cuando oiga el primer disparo de fusil, huya usted a su habitación y no salga de ella o correrá peligro de muerte.
En aquel momento entró el rudo contramaestre seguido de dos jóvenes marineros que llevaban fiambres en vajilla de plata, frutas en conserva y botellas.
—Primero comamos y luego hablaremos —dijo el barón, sentándose entre Ranzoff y el capitán de cosacos.
La cena que era exquisita, aunque a base de pescado y carne de tortuga, transcurrió en silencio. El barón apenas probó los alimentos, pero en cambio hizo honor a las botellas.
Después de quitar el servicio de la mesa y retirarse el contramaestre y los dos marineros que servían, encendió una pipa monumental y se puso a fumar con lentitud, mirando casi distraídamente, ora a Ranzoff, ora al cosaco, quienes también habían encendido sus cigarros.
El capitán del Gavilán permaneció callado un buen rato y después se decidió a interrogar al barón.
—¿Qué ha decidido usted por fin, señor? —preguntó.
—Pues que no tengo ningún deseo de dejar esta isla donde me hallo perfectamente —respondió el viejo, y continuó fumando—. Yo ya he renunciado al mundo.
—Usted sí, pero ¿y la señorita?
—Mi hija hará lo que yo desee.
—¿Y si yo me rebelase? —gritó la joven, interrumpiendo, roja de ira.
—Hazlo si así te parece —contestó con suavidad el barón.
—Yo ya estoy cansada de esta prisión.
—¡Prisión la llamas! ¿Qué te falta aquí? ¿Dónde has visto cielo más hermoso que éste? ¿Un mar inmenso que de la mañana a la noche murmura en torno de la isla? ¿Dónde has experimentado una tranquilidad tan completa, sólo interrumpida por el silbar dulcísimo de las brisas vivificantes del océano? ¿Qué más quieres?
—¡Yo no soy una vieja como usted, ni he sido nunca mujer de mar!
El barón prorrumpió en una risotada.
—¡Ah! —dijo luego—. La juventud no sabe apreciar las sublimes bellezas de la naturaleza. ¿Quieres que yo dé bailes y fiestas al estilo de nuestro país? No tienes más que decirlo y haré venir aquí a todos mis hombres y yo te garantizo que bailarán, si no mejor, al menos con más ánimo que los jóvenes aristócratas de San Petersburgo y de Moscú. Aquí hay siete u ocho que tocan perfectamente.
—¡Usted no me entenderá nunca! —grito Wanda—. O mejor dicho, finge no entenderme. ¿Además, quién es usted? ¿Con qué derecho me tiene prisionera?
—¿Que quién soy yo? Tu padre —respondió el barón.
—Mi padre era el comandante del Pobieda.
—Te has empeñado en que no soy tu padre. ¡Qué locura!
—¡Usted es el loco! Me acuerdo como si fuera hoy del día en que me raptasteis del palacio de mi padre con el pretexto de protegerme contra los enemigos de mi familia.
—Tú has soñado, hija mía. Fuiste recogida en el mar del Norte.
—Ésa es la manía de usted.
—Tienes el cerebro debilitado, pero tengo fe en que con esta calma que te rodea se despertará tu memoria. Es sólo cuestión de tiempo y de cuidados.
—¡Usted es el que tiene el cerebro desequilibrado! —gritó Wanda, exasperada.
El barón la miró con ojos compasivos, y después, volviéndose a Rokoff y al cosaco, les dijo:
—¿La oyen ustedes? ¡Pobre niña!…
El Rey del Aire y Rokoff no contestaron.
—¡Bah! —prosiguió el barón levantándose y poniéndose nuevamente a pasear—. ¡Curará!
Iba la joven a indignarse nuevamente, pero una mirada imperiosa de Ranzoff la contuvo en el acto.
—Bien está; continuaré aquí —dijo levantándose a su vez y dirigiéndose a una de las amplias ventanas por las cuales penetraba la fresca brisa, unida a los mugidos del océano.
El barón la siguió con la mirada, sacudiendo varias veces la cabeza; después volvió a la mesa y vació un vaso de vino del Rhin.
—¿Cuándo se volverán a marchar ustedes? —preguntó a Ranzoff.
—Mañana, con la marea alta, señor barón. De noche no me atrevo a dejar el fondeadero con tantos escollos como rodean la isla.
—Hagan ustedes lo que quieran; pueden estar aquí hasta el alba.
—¿Y qué he de decir a su hijo?
—Que estoy decidido a permanecer aquí.
—¿Con la señorita?
—Mi hija no se separará de mí hasta que esté completamente curada.
—Pues a mí, señor barón, no me parece loca.
—Lo dice usted porque no la conoce más que desde hace unas horas.
Ranzoff no creyó oportuno insistir sobre aquel tema para no irritar al viejo loco y hacer nacer en él alguna sospecha.
—¿Me ha comprendido usted? —volvió a decir el barón.
—Perfectamente, señor, pero le advierto que sus enemigos podrían estar más cerca de lo que usted cree.
—Que vengan y serán recibidos como merecen.
—Ya le he dicho a usted que son muy poderosos y que poseen una máquina voladora.
—¡Ah! Es verdad, no me acordaba. ¿Y qué iban a hacer contra este gigantesco escollo?
—Creo que ya le he dicho a usted que han echado a pique a vuestros trasatlánticos y a un crucero.
—Que echen a pique a Ascensión si son capaces.
—Pero podrían continuar su obra de destrucción y acabar con la flota de la Compañía.
—Que piense mi hijo en defender sus barcos —respondió el barón—. ¿No es capitán de la marina de guerra? Que pida auxilio al Gobierno.
—Ya lo ha hecho y han mandado un poderoso crucero contra la máquina aérea, pero también ha sucumbido como los trasatlánticos.
—Ese buque estaría tripulado por un rebaño de borregos —dijo el barón—. Si lo hubiera mandado yo, ya no se hablaría de la máquina a estas horas. En mis tiempos se luchaba de otro modo y se sabía vencer siempre.
Se pasó dos o tres veces la mano por la rugosa frente como para alejar antiguos recuerdos; después añadió:
—Diga usted a mi hijo que yo no me ocupo de los barcos de la Compañía, y que aunque los echen a todos a pique yo no he de volver a Rusia ni me separaré de mi hija.
—Deploro, señor barón, su decisión. Yo estaba seguro de que embarcaría usted esta noche, y precisamente por ello había dado orden para que treinta marineros vinieran aquí después de anochecido para darle escolta de honor.
—Dé usted contraorden.
—Será demasiado tarde; a estas horas ya deben de estar en camino.
—Les daremos de beber y luego se volverán —respondió el barón.
Un relámpago brilló en los negros ojos de Ranzoff. Ya había logrado lo que deseaba.
—Gracias en su nombre, señor barón —dijo—. Descansarán algunas horas, si no os desagrada, porque el valle es largo y fatigoso de subir, y después volverán a bordo.
—Las botellas de buen vino y los licores no faltan aquí —respondió el viejo—. Podrán beber cuanto quieran.
Por tercera vez se había levantado, después de recargar la pipa, y había ido a apoyarse de codos en la ventana abierta cerca de la ocupada por Wanda.
—Vale usted más que Loris Melikov y más que Ignatiev[57] —dijo el cosaco al capitán del Gavilán—. Gran soldado y gran diplomático. Estoy entusiasmado con usted.
—Sencillamente, es que estoy jugando la última carta —respondió Ranzoff.
—¿Vendrán nuestros canadienses?
—Deben de estar ya en camino.
—¿Y qué va a pasar aquí?
—Ya les he dado instrucciones, y seguramente no se dormirán sobre las botellas que el barón les regalará.
—¿Y el Gavilán?
—Estoy casi seguro de que en estos momentos se cierne sobre esta montaña.
—¿De modo que en el momento preciso vendrán Boris y Wassili?
—A ayudarnos con mis marineros si es necesario —respondió Ranzoff—. La sorpresa no obstante será tan fulmínea, que los hombres…
La voz del barón le interrumpió.
—Vienen —dijo volviéndose a Ranzoff.
—¿Quién?
—Vuestros marineros. Hagamos un buen recibimiento a esos pobres diablos.
El barón apretó un botón, haciendo sonar un timbre eléctrico.
El contramaestre entró en el acto.
—Traed una veintena de botellas de vinos y licores —ordenó el barón.
Después, volviéndose a Wanda, continuó:
—Y tú retírate; éste no es tu sitio por esta noche.
En el mismo momento se oyó a los hombres de guardia gritar:
—¡A las armas!
—¡Callad, cornejas! —gritó el barón—. ¡No sabéis distinguir los amigos de los enemigos! ¡Bebéis demasiado, imbéciles!
Cuatro hombres habían entrado llevando cestas llenas de copas y botellas polvorientas, mientras en la galería inmediata se oía tronar la voz bronca del contramaestre. Daba orden a los marineros para que dejaran la entrada libre a los marineros del vapor.
Ranzoff y Rokoff se levantaron para recibirlos.
Un momento después, entraban en la sala treinta canadienses vestidos de marineros, armados con fusiles y revólveres y guiados por un oficial que no era otro que el capitán del buque.
—Saludad al señor barón de Teriosky, propietario de la Compañía —les dijo Ranzoff.
Los treinta canadienses saludaron quitándose sus gorras.
—Buenos mozos —dijo el viejo loco—. ¿Dónde ha reclutado usted estos gigantes?
—En Finlandia —respondió Ranzoff.
—En efecto, aquella es la tierra de los colosos.
Después, volviéndose al contramaestre, le dijo:
—Demidoff; sirve de beber a estos jóvenes.
Las botellas fueron al momento descorchadas y llenas las copas, y los canadienses, que habían rodeado la mesa sin abandonar los fusiles, se pusieron a beber alegremente.
El barón, a quien acaso no desagradaba la compañía, volvió a su puesto, mirando satisfecho a aquellos gigantes.
Ranzoff, después de cambiar algunas rápidas palabras con Rokoff, y con el capitán del vapor, fue a colocarse detrás, teniendo en la boca el cigarro apagado.
Demidoff, ayudado por sus cuatro marineros, continuaba escanciando, mientras los canadiense seguían bebiendo.
De pronto, dos manos de hierro como dos tenazas, se ciñeron en torno del cuello del rudo contramaestre, con tanta fuerza, que le apagaron la voz.
Rokoff le había atacado en el momento de pasar por delante de él.
Al mismo tiempo, Ranzoff apuntaba con un revólver al pecho del barón, diciéndole:
—Señor, ríndase, o por mi palabra de honor le mataré.
Los cuatro marineros que llenaban las copas dejaron caer las botellas, intentando huir, y cayeron en brazos de los canadienses, en vez de conseguirlo.
El barón, no obstante sentir contra su pecho el cañón del revólver, se levantó bruscamente, gritando:
—¡Miserables! ¿Qué quieren ustedes?
—La señorita Wanda, señor barón —respondió fríamente Ranzoff, dando dos pasos atrás y apuntándole.
—¿Quiénes son ustedes, canallas?
—Los amigos de los señores Starinsky, vuestros primos.
—¡Mentís! —rugió el viejo, ferozmente—. ¡Ahora os haré matar a todos! ¡A las armas!
Ranzoff, con la mano izquierda derribó al barón, mientras gritaba a los canadienses:
—¡Apuntad a las puertas!
Los hombres de la guardia habían oído el grito del viejo loco.
—¡A las armas! —repitieron los centinelas.
Los treinta canadienses, en un abrir y cerrar de ojos se dividieron en dos escuadras, mientras Rokoff, ayudado por el capitán del vapor, ataba y amordazaba rápidamente al contramaestre y Ranzoff inmovilizaba al barón.
Los otros cuatro marineros yacían ya bajo la mesa bien asegurados. De improviso, cuarenta o cincuenta hombres invadieron la sala armados con hachas, sables de abordaje y revólveres.
Eran los aventureros que acudían en socorro de su amo.
Pero al ver delante los treinta gigantescos canadienses con los fusiles preparados, prontos a recibirles con un fuego infernal, se detuvieron de pronto, no osando empeñar un combate sin orden ninguna.
Ranzoff se había lanzado ante ellos, gritando con voz amenazadora:
—Abajo las armas o no perdonaré a ninguno de vosotros. Tenemos otros treinta compañeros dispuestos a venir en nuestra ayuda, y el barón y el contramaestre están en nuestro poder.
Apenas había concluido de hablar, cuando hacia la entrada de la galería se oyeron algunos tiros de fusil y después se vio a cinco o seis hombres atravesar el extremo del salón, como una exhalación. Eran los centinelas que huían.
—¡He ahí el refuerzo que llega! —gritó Ranzoff a los aventureros—. ¡Abajo las armas si queréis salvar la vida!
Entre los mercenarios hubo un momento de vacilación; después, viendo al barón inmóvil en tierra y al contramaestre atado y que entraban en la sala otros veinte gigantes, dejaron caer a tierra los sables, las hachas y los fusiles, considerando inútil la resistencia.
Ranzoff se precipitó a la cortina por donde antes de la invasión había visto desaparecer a la hija del excomandante del Pobieda, y llamó:
—¡Señorita Wanda! ¡Señorita Wanda! ¡Es usted libre!
En aquel instante resonó fuera un cañonazo.
—¡El Gavilán! ¡El Gavilán! —gritó Rokoff, corriendo a la galería, seguido por algunos canadienses.
No se equivocaba. La máquina voladora que, como Ranzoff había supuesto, se cernía sobre la montaña, había descendido, deteniéndose en una vasta plataforma, y Boris, Wassili y Fedor habían saltado fuera del huso.
Habían visto llegar a los canadienses y no oyendo ningún disparo de fusil acudían en su ayuda, llevando bombas para lanzarlas a mano. Iban a penetrar en la sala, cuando Wanda apareció.
—¡Libre! —gritaba.
Otro grito le respondió; después un hombre se abalanzó a ella, estrechándola frenéticamente entre sus brazos: era Boris.
—¡Hija mía!
—¡Mi padre!
Otro hombre se lanzó hacia ellos.
El barón, olvidado en aquellos momentos, había podido levantarse.
Dio tres o cuatro pasos tambaleándose, se llevó ambas manos al corazón y se desplomó al suelo lanzando un verdadero rugido.
—¡Wanda!
Ranzoff y Rokoff acudieron a levantarle.
—Está muerto —dijo el primero con voz conmovida—. ¡Pobre hombre!
—Que el diablo le lleve —respondió el cosaco—. Ya era tiempo de que ese viejo loco se marchase. ¡Gracias a que ya se puede respirar!