Wanda
Cuatro horas después, cuando la luna comenzaba a asomar cubriendo el océano con minadas de agujas de plata, se ponía el vapor en movimiento, dirigiéndose al islote.
Además de los aventureros, no había a bordo más que Ranzoff, el cosaco y el prisionero. Todos los demás estaban en el Gavilán, porque el capitán quería obrar solo.
Seguramente debía de tener alguna buena idea a juzgar por la calma con que fumaba su cigarro sentado en la amura del castillo de proa, a unos pasos del pequeño bauprés.
A su lado estaba Rokoff fumando también en su enorme pipa de porcelana y tranquilo al parecer. Alguna arriesgada aventura debía haber amansado al terrible hijo de las estepas del Don.
El buque, poseedor de potentísima máquina, corría a todo vapor sus diez y ocho nudos, sin tener que recurrir al tiro forzado.
Los canadienses estaban agrupados sobre cubierta a lo largo de las bordas, charlando en voz baja. No era muy fácil reconocerles, porque habían dejado sus zamarras de piel de gamo, las altas botas, sus grandes sombreros y los pantalones fileteados de azul, para ponerse, en vez de aquellas prendas, trajes a la marinera de estilo ruso, blusa roja de fuego, amplios calzones de paño oscuro, pesadas botas de mar y gorras con una borlita en el centro.
También el barco había, por decirlo así, cambiado la piel, porque a popa ondeaba, en vez de bandera inglesa, la rusa con el águila.
Bastaron dos horas al velocísimo buque para recorrer la distancia que le separaba de Ascensión. Comenzaba a alborear, cuando echó resueltamente las anclas en medio de la pequeña bahía, ocupada pocos días antes por el torpedero de alta mar del barón de Teriosky.
—¡Disparad un cañonazo! —mandó Ranzoff—. Despertemos a esos borrachos.
Una de las piezas de la barbeta de proa disparó un tiro sin bala, despertando el eco de las montañas con un fragor ensordecedor.
Apenas se había apagado el estampido, cuando se vio descender de la roca central a varios individuos que se dirigían al valle que ya había Ranzoff reconocido en parte.
—Se conoce que aún no han bebido —dijo el capitán del Gavilán, volviéndose al joven polaco que había capturado en la playa y que se le había acercado.
—Es aún pronto —repuso el prisionero, sonriendo—. Hasta después del almuerzo no comienzan a beber.
—Tú no te dejes ver si no quieres perder los mil rublos.
—Como usted quiera, señor.
—Quedarás en rehenes hasta que comprobemos si el plano que me has dibujado es exacto.
—Tendrá usted una prueba evidente de mi lealtad.
Los hombres del barón, que eran una veintena, todos armados con fusiles y sables de abordaje, avanzaron rápidamente saludando con las gorras en lo alto a la bandera rusa que ondeaba en la popa del vapor.
En la cumbre de la montaña se divisaban otros puntos negros que se agitaban sin cesar. Debían de ser los demás mercenarios del barón que acudían al ruido del disparo.
—¡Al mar una chalupa! —mandó Ranzoff, después de meterse en el bolsillo un revólver que le dio un canadiense. ¿Me acompaña usted Rokoff?
—No deseo otra cosa, capitán —respondió el cosaco.
—Observe usted todo cuidadosamente, sobre todo los pasos y obras de defensa.
—Confíe usted en mí, Ranzoff.
La chalupa estaba dispuesta. Los dos amigos y cuatro marineros tomaron asiento en ella y en pocas remadas llegaron a la playa.
En el mismo momento llegaban los veinte hombres del barón, mandados por un gigantesco marinero que llevaba en las mangas los galones de contramaestre y que empuñaba un revólver de grueso calibre.
—¿Quiénes sois y qué venís a hacer aquí? —preguntó con rudeza el coloso, mirando de arriba abajo, desconfiadamente, a Ranzoff y al capitán de cosacos, los cuales ya estaban desembarcados.
—La bandera que ondea en la popa de mi barco os dice que somos rusos como vosotros —respondió el capitán del Gavilán—. ¿Qué queremos? Ver al señor de Teriosky, porque tenemos que comunicarle importantes noticias de parte de su hijo.
Al oír aquellas palabras, el rostro amenazador del gigante se tranquilizó algo.
—¿Os manda el señor barón? —preguntó en tono menos grosero.
—Ya me parece que lo he dicho —replicó Ranzoff.
—¿Pero quién es usted?
—Un capitán de la Compañía.
—¿Y el otro?
—Mi segundo.
El contramaestre dudó un momento mientras les miraba. Después se encogió de hombros diciendo:
—Esos son asuntos del amo; seguidme, señores, pero antes den ustedes orden a la chalupa de que vuelva a bordo. Las precauciones no están nunca de más y las órdenes son precisas.
Ranzoff hizo seña a los marineros de la ballenera para que dejaran la playa y se unió a los mercenarios del barón, diciendo al contramaestre:
—Estamos a tu disposición.
—Síganme —respondió el otro bruscamente.
Los veintitrés hombres se pusieron en marcha y ascendieron el valle que conducía de frente a la altísima roca que dominaba el islote entero.
El contramaestre abría el camino, seguido por Ranzoff y el cosaco; detrás venían, en doble columna de a uno, los demás, vigilando atentamente a los mensajeros del baronet.
La marcha a través de escarpados con cortas y durísimas hierbas y gigantescas piedras desprendidas de las vecinas colinas, duró una buena hora. Al cabo de ella la tropa se detuvo ante la inmensa muralla rocosa cortada casi a pico.
—Ya estamos —dijo el contramaestre, volviéndose hacia Ranzoff y el cosaco.
Tomó un senderito de rápida pendiente y lo subió hasta llegar a una estrecha escalinata excavada en la roca viva con una pequeña balaustrada.
La ascensión duró una media hora, después el grupo se metió por una abertura y se internó en una antigua galería casi obstruida por la lava.
Ranzoff y el capitán de cosacos observaban con atención.
En el interior de la enorme roca los corsarios y los reclutados por el barón debían de haber ejecutado una labor colosal, porque toda la galería estaba acribillada de aspilleras, de tal modo, que podría detener casi de golpe al enemigo que osara forzar el refugio.
El capitán del Gavilán y el cosaco contaron exactamente ciento sesenta pasos, y después de superar un reducto armado con una ametralladora, fueron introducidos en una caverna suntuosa amueblada con tapices, arañas, espejos de Venecia y muebles estilo Luis XV, en blanco y oro.
—Esperad aquí —dijo rudamente el contramaestre a los dos enviados, indicándoles dos butacas—. En seguida vendrá el señor barón.
Cuatro aventureros se habían detenido detrás del gran tapiz que ocultaba la galería, en tanto que los restantes se alejaban por diversos corredores ocultos por cortinajes de seda amarilla con ramos azules.
—Esta es una gruta encantada —dijo Ranzoff, en voz baja al capitán de cosacos—. Según parece, el barón ama el lujo.
—¿Él o la señorita Wanda? —preguntó Rokoff.
—Es una jaula dorada.
—Que yo también aceptaría.
—Silencio: el barón llega.
Una cortina que tapaba algún pasadizo se había levantado y apareció un hombre que dijo con voz seca, casi metálica:
—Buenos días.
Era un viejo de alrededor de los sesenta, muy alto y todavía robusto a pesar de tantas primaveras, con larga barba semioculta y cabellos blanquísimos.
Sus ojos brillaban siniestramente, con un fulgor intenso, febril.
Llevaba un sencillo traje de marinero con altas botas de cuero amarillo.
—¿El señor barón de Teriosky? —preguntó Ranzoff, quitándose la gorra,
—Yo soy —respondió el viejo con dureza—. ¿Quién les envía? Me han dicho que mi hijo.
—Así es, señor barón.
—¿Qué desea?
—Nos envía para informarle a usted de que sus dos primos, los señores Wassili y Boris Starinsky han sido indultados por el Zar y que han partido para desconocido destino en busca de la señorita Wanda.
El rostro colorado, casi congestionado del barón, se puso de pronto blanquísimo, casi pálido.
—¿Les han indultado? —dijo luego.
—Sí, señor barón.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Sin embargo, eran dos grandes culpables que conspiraban contra la vida del Gran Padre.
Ranzoff creyó discreto no contestar.
El barón se puso a pasear nerviosamente por la estancia, con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos cruzadas a la espalda.
De pronto se detuvo ante Ranzoff y le preguntó con brusquedad:
—¿Quién es ese hombre que viene con usted? —Mi segundo de a bordo.
—En efecto, ya me lo habían dicho —respondió el barón continuando su paseo.
Se paró un momento, pasándose repetidamente una mano por la frente surcada de precoces arrugas; después preguntó:
—¿Y qué quiere mi hijo?
—Conducirle a usted otra vez a Rusia, antes de que sus enemigos le sorprendan aquí, señor barón.
—¡Aquí! —gritó el barón con un alarido de fiera—. ¡Que vengan si se atreven! ¡Wanda!
La cortina se alzó de nuevo y una bellísima muchacha de diez y seis a diez y siete años, rubia, con ojos azules, encarnación blanca, casi diáfana, y que vestía el pintoresco traje cosaco, todo rojo con alamares de plata y altísimas botas de piel también rosada, acudió a aquel llamamiento.
Al ver a aquellos desconocidos quedó un momento sorprendida; después hizo una ligera reverencia.
—¡Bella! —murmuró Rokoff—. ¡Bellísima!
El barón, con fulmíneo movimiento, se volvió a la muchacha.
—¿Ves a estos hombres? —gritó con voz estridente—. ¡Les ha mandado mi hijo para llevarnos a Rusia!
La joven permaneció muda, mirando con vivísima curiosidad a Ranzoff y al capitán de cosacos, los cuales, la habían saludado con una profunda inclinación.
—¿Me has oído? —gritó el viejo loco que era presa de un repentino ataque de ira.
—Sí, señor —respondió Wanda con voz armoniosa.
—¡Cómo, señor! ¿Cuándo te decidirás a llamarme padre? Ya es hora de que acabe tu obstinación, Wanda.
—Yo no soy vuestra hija, ya os lo he dicho millares de veces.
—¡Pues sí! ¡El mar del Norte te ha vuelto a entregar a mí!
Wanda encogió ligeramente los hombros; después dijo con voz firme:
—Mi padre era el comandante del Pobieda.
—¡Tú sueñas! ¡Tú estás loca! ¡Solamente yo soy tu padre!
—Como queráis, ¿y luego?
—¿Quieres volver a Rusia? Tu hermano lo quiere.
—Yo estoy pronta a volver a mi bello país.
—¡Ingrata! —gritó el barón, enfurecido—. ¿Qué te falta aquí? ¿No eres la reina de la isla? ¿Qué quieres entonces? ¿Mayor lujo, más joyas, sacos de oro, más criados? Habla y yo haré venir de Rusia todo lo que desees con tal de que permanezcas aquí.
—¿Prisionera vuestra?
—¿Nunca te curarás de tu locura? ¡Cuántas hijas envidiarían tu suerte!
—Pues yo no tengo más que un deseo —respondió Wanda con voz segura—. Volver a ver a mi padre.
—¡Si yo soy tu padre!
—No es verdad.
El viejo se volvió hacia Ranzoff y el cosaco, y les dijo:
—¿Lo han oído ustedes? El mar del Norte me la ha restituido, pero loca.
El capitán del Gavilán y Rokoff respondieron con una simple seña con la cabeza y sonrieron a la joven como para darle a entender que el loco era su pretendido padre.
El barón, presa de sorda rabia, se había puesto a pasear por la sala apretando los puños y murmurando. De pronto se paró ante Wanda, siempre impasible, y le dijo con voz imperiosa:
—¡Retírate! Tengo que hablar con estos señores.
La joven se retiró lentamente hacia la cortina que cubría alguna otra galería, mirando fijamente a Ranzoff y al capitán de cosacos.
¿Habría comprendido que eran los salvadores largo tiempo esperados? Era probable, porque a una rápida seña del capitán del Gavilán había respondido con una sonrisa.
Cuando desapareció detrás del tapiz que servía de puerta, el barón volvió hacia Ranzoff. Tenía la frente fruncida y torva la mirada.
—¿Para que quiere mi hijo que yo vuelva a Rusia? —preguntó con los dientes apretados.
—Porque han ocurrido graves acontecimientos que usted únicamente podrá solucionar —respondió el capitán del Gavilán.
—¿Cuáles? —preguntó el viejo ante el acento grave y un poco misterioso del polaco.
—¿Usted sabe que tiene enemigos, señor barón?
—Sí, mis dos primos, esos pillos apenas dignos de Siberia.
—Ya le he dicho que han logrado escapar de las minas de Alghasithal uno y del penal de Sajalin el otro.
—Me acuerdo de ello,
—Pues bien; ahora se están vengando,
—¿De quién?
—De usted, señor barón.
—¿De mí?, ¿por qué?
—Parece que tienen serios motivos para odiarle. ¿Cuáles son? Yo lo ignoro, porque su hijo de usted no me ha dicho más. Pero debe usted saber que han empezado a ejecutar su venganza.
—¿De qué manera?
—Destruyendo vuestros trasatlánticos.
—¿Qué ha dicho usted? —grito el viejo loco dando un salto atrás.
—Que tres de los mejores buques de usted han sido enviados al fondo de los mares por sus primos, causando a vuestra Compañía una pérdida de tres o cuatro millones de rublos.
—¿Está usted loco o borracho?
—Ni lo uno ni lo otro, señor barón —respondió Ranzoff, sin mostrarse ofendido.
—Entonces me dirá usted cómo han hecho para hundirlos.
—Con una tempestad de bombas.
—¿Salidas del mar? —preguntó el barón con ironía.
—Al revés, tiradas desde lo alto, señor barón —respondió Ranzoff.
—¡Usted se burla!
—Pregúnteselo usted a mi lugarteniente si cuanto le cuento no es la pura verdad.
—Certísimo —dijo Rokoff—. Tres trasatlánticos hundidos y hasta un crucero ruso que intentaba dar caza a vuestros enemigos, señor barón.
—¿Y cómo?
—Ya se lo he dicho —repuso Ranzoff—. Con bombas.
—Pero querría saber de qué manera.
—Sus primos han inventado una extraordinaria máquina aérea que surca el espacio sin cesar, dando caza a vuestras embarcaciones.
—¡Una máquina voladora, ha dicho usted! Entonces ya la he visto en Tristán de Acuña. Me lo había imaginado y por eso me apresuré a despejar. ¡Ya ve usted que son tunantes como hay pocos! He aquí una información que vale más que los tres millones de rublos que me han sumergido. ¡Bribones! ¡Quieren a Wanda! ¿Pero no saben que es mi hija y que el mar del Norte me la ha restituido? ¡Son locos! ¡Sí, locos!
Se había vuelto a poner a pasear con la cabeza doblada sobre el pecho; las facciones alteradas, los ojos relucientes como los de los lobos hambrientos, atormentándose su larga barba.
De pronto se volvió a parar ante Ranzoff, y le preguntó a quemarropa;
—¿Me buscan?
—Sí, señor barón.
—¿Quién lo ha dicho?
—Su hijo.
—¿Qué sabe él de esto?
—Cuando nos ha mandado aquí expresamente, es que debe de saberlo.
—¿Han encontrado ustedes durante su viaje a esa maldita máquina?
—Hará unos tres días, a la puesta del sol, vimos pasar sobre nuestro barco un enorme pájaro con rapidez fantástica.
—¿No sería un albatros?
—Era demasiado grande.
—¿A qué distancia de esta isla le vieron?
—A unas quinientas millas.
—¿Y a dónde se dirigía?
—Hacia el Sur.
¿Entonces aquí?
—No lo puedo asegurar, señor barón.
El viejo loco pareció reflexionar, y después dijo como hablando consigo:
—Me buscan; ¿a dónde huir? Es preciso tomar una resolución.
Permaneció algunos instantes silencioso, después volvió a decir, mirando a Ranzoff:
—¿Qué quieren entonces esos miserables?
—La señorita —respondió el capitán del Gavilán.
—¿Quién se lo ha dicho a usted?
—Su hijo.
—¡Pero…, pero sería como si me quitaran la vida! —clamó el barón—. ¿Es rápido vuestro buque?
—Anda sus diez y siete nudos.
—De modo que en cinco o seis días nos podríamos poner en la costa occidental de África.
—Así lo espero, señor barón.
—Vuelva usted a bordo si le place; mañana a mediodía le daré a usted a conocer mi respuesta. Tengo necesidad de reflexionarlo mucho.
—El camino es largo, señor barón, y la noche pasada no hemos dormido —dijo Ranzoff—. ¿Tendría usted la bondad de permitirnos quedar aquí hasta que resuelva? Somos lealísimos marinos de la Compañía Teriosky.
El barón le miró algo sorprendido; después haciendo un gesto vago, dijo:
—Tiene usted razón. Algunas veces parezco tonto. Quédense aquí y comerán con mi gente. Se les proporcionará una estancia y tendrán cuanto tabaco y licores deseen. Esta noche, si hay tiempo, nos veremos. ¡Demidoff!
El contramaestre, que seguramente estaba cercano, apareció en seguida.
—Conduce a estos señores a una de las habitaciones; a la mejor si es posible —dijo al lobo de mar—. Son mis huéspedes y, por tanto, cuida de que no les falte absolutamente nada.
Dicho esto, salió de la sala después de saludar con la mano a Ranzoff y al cosaco.
—Síganme —dijo el desagradable contramaestre.
—¿Adonde nos conduces? —preguntó Ranzoff.
—A una de nuestras habitaciones, donde se encontrarán perfectamente como en San Petersburgo, porque el señor barón ama el lujo y las comodidades de la vida.
—Vamos —dijo el capitán del Gavilán, volviéndose a Rokoff.
El contramaestre alzó una cortina e introdujo a los dos amigos en una galería cuyas paredes estaban cubiertas de tapices de gran valor. Se detuvo ante una puertecilla que se abrió de pronto.
—Aquí tienen su habitación —dijo el marinero—. Si no quieren ustedes comer en nuestra compañía, se les servirá aquí.
—Lo preferiríamos —respondió Ranzoff.
—Dentro de dos horas.
—Que te devore un tiburón —dijo Rokoff cuando el contramaestre hubo salido—. No he visto en mi vida otro oso semejante. ¡Así te coja un rayo, animalucho!
—He ahí un verdadero oso de mar —respondió Ranzoff sonriendo.
Dirigió una mirada a su alrededor. Se encontraban en una especie de celda, con las paredes cubiertas de pesada tapicería de brocado, una mesita en el centro y pequeños lechos con colchas de damasco de seda rojas y amarillas.
Un amplio ventanal tallado en la roca y que permitía la vista sobre el valle, daba aire y luz abundante.
—No se está aquí mal de ningún modo —dijo Ranzoff al cosaco.
—El mal es que no podemos permanecer mucho tiempo —respondió Rokoff.
—Hasta ponerse el sol nada más.
—¿Me explicará usted ahora qué vamos a hacer?
—Una cosa sencillísima —respondió el capitán del Gavilán.
—¿Cuál?
—Llevarnos al viejo loco y a la muchacha.
—¿Y a eso llama usted una cosa sencillísima?
—¿Por qué no, Rokoff? ¿Tiene usted miedo? No lo creería, porque ha dado usted pruebas de tener valor de sobra.
—¡Por las estepas del Don! ¿Quiere usted que mate de un puñetazo a ese oso que nos ha traído aquí? ¡Mándemelo usted!
—No pido tanto.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—Ayudarme, y nada más.
—¡Rayos! Tengo seis balas en mi revólver y dos brazos como barras de acero.
—Precisamente por eso le he escogido a usted para que viniera conmigo —dijo Ranzoff, sonriendo—. Usted vale por cuatro hombres.
—¿Pero sabe usted dónde se encuentra la habitación de la señorita?
—Aún no hemos comido, señor Rokoff. Esperemos.
—No lograré nunca entenderle a usted.
—Más tarde me comprenderá más fácilmente.
—¡Será cierto!
—Ya lo verá usted cuando tenga necesidad de emplear las manos y consumir todas las cargas del revólver.
—Eso se llama explicarse —dijo el cosaco—. ¿Entonces estamos esperando el momento oportuno?
—Ya verá usted esta noche —dijo Ranzoff, sonriendo.
—¿Qué sucederá?
—Acaso habrá un combate.
—¿Entre nosotros y esos aventureros? Será cuando nosotros queramos.
—Despacio, Rokoff. ¿Estarán todos aquí esta noche? He dejado ya mis instrucciones a Boris y a Wassili.
—¡Diablo!
—Si nosotros estamos aquí es para velar por la señorita e impedir al viejo loco que cometa alguna locura.
—¿De modo que vamos a hacer de defensores en vez de atacantes?
—Aparentemente.
—¿Quién dirigirá a los nuestros?
—El prisionero.
—¿Y el Gavilán?
—Asaltará el gigantesco escollo por la cumbre.
—¿Y los canadienses atacarán las galerías apoyados por los marineros?
—Sí, señor Rokoff.
—En la estepa le tendrían a usted por el hombre más astuto, señor Ranzoff, y apostaría a que Loris Melikov, el más bravo general que guió los cosacos a través de los Balcanes, le nombraría de golpe, general de brigada.
—Desgraciadamente Loris no está aquí en este momento —respondió el capitán del Gavilán con su acostumbrada sonrisa un poco irónica.