CAPÍTULO X

El prisionero

El Gavilán estuvo durante dos días alejado del islote, volando casi constantemente a la vista del vapor, que no había dado un paso adelante, aunque la máquina estuviera siempre bajo presión.

Ranzoff quería que la confianza renaciese entre los mercenarios del barón y que la convicción de que el torpedero se había perdido por un accidente casual se afirmase completamente.

Pero la tarde del cuarto día abordó al vapor y ordenó al capitán que echara al mar una ballenera, en la que se embarcaron cuatro cazadores canadienses elegidos entre los más robustos.

—Esta vez asumiré yo la dirección de la operación —dijo Ranzoff a sus amigos—. No emplearé más que a Ursoff y a Rokoff, ya que a estos dos hombres les gustan las aventuras arriesgadas.

—¿Habrá que emplear las manos por lo menos esta vez? —preguntó el cosaco.

—Acaso sí.

—Entonces soy con ustedes, Ranzoff. Confieso que comenzaba a aburrirme.

—Procuraré buscarle a usted diversión —contestó el capitán del Gavilán.

—¿Y nosotros qué haremos entretanto? —preguntó Wassili.

—Remolcarnos hasta cerca del islote y luego volver aquí, —repuso Ranzoff.

—¿Y no iremos a recogerles?

—Mañana por la noche, a una veintena de millas de Ascensión, no más cerca. El barón puede haber sabido que poseemos una formidable máquina voladora, y por ahora no quiero que nos vea.

Déjenme hacer a mí, amigos, y ya verán como Wanda será libertada de la prisión que le impone aquel viejo loco.

La ballenera llegó cerca del Gavilán, que se había posado sobre el agua a unos doscientos pasos del vapor.

La noche era oscurísima por una gruesa capa de niebla que interceptaba completamente el débil fulgor de los astros y no había temor alguno de que los aventureros del islote pudieran apercibirse de la máquina voladora y menos aún de la chalupa.

Hacia las once, Ranzoff soltó el cabo de remolque y ordenó a los canadienses que tomaran los remos.

Estaban solamente a tres o cuatro millas del islote y no era prudente que el Gavilán se acercara más.

—Recomiendo que se haga el menor rumor posible —dijo Ranzoff a los canadienses—. Tenemos que desembarcar sin ser notados y evitar el ser sorprendidos.

—Estamos acostumbrados a combatir con los indios, que son los más astutos guerreros del nuevo y del viejo mundo, señor —dijo uno de los cuatro aventureros—. Ninguno de nuestros enemigos se apercibirá de nuestro desembarco. Fuerza, amigos; aún estamos lejos y nadie nos oirá.

La ligera ballenera, impulsada por los cuatro atletas, resbalaba sobre las olas, avanzando con velocidad.

Durante más de media hora continuó adelantando hacia el islote que apenas se divisaba, tan oscura era la noche; luego se detuvo bruscamente.

Parbleu —exclamó el remero de la punta, levantándose rápidamente—. Es un poco difícil pasar. Por todas partes hay escollos, y si no me engaño la costa está cortada a pico.

—Y la resaca es fuerte —añadió otro.

Ranzoff, a su vez, se levantó para examinar la costa y pronto pudo convencerse de que los aventureros tenían razón.

Las olas se destrozaban con furor contra una multitud de escollos agudos como las puntas de un peine, chocando y retrocediendo con un fragor siniestro. Meter la ballenera entre aquellos obstáculos era como exponerse a una pérdida segura.

—Buscad un paso por otro lado —dijo Ranzoff—. No hay ninguna prisa.

Los cuatro canadienses se consultaron algunos instantes; después viraron a bordo siguiendo la línea de los escollos.

La resaca era por todas partes tortísima, y la ballenera subía y bajaba, embarcando de cuando en cuando algunos litros de agua.

De pronto avanzó recta de frente. Los canadienses, con su penetrante mirada, habían divisado un paso entre los escollos.

La ballenera, aunque sacudida fuertemente, superó con felicidad todos aquellos obstáculos, y después de seguir un estrecho canal fue a encallar en una playa arenosa.

Al ruido de los remos sobre los bancos, una nube de pingüinos, con sus alitas o muñones que les sirven mejor para nadar que para volar, se elevó entre las dunas de arena, poniéndose a mugir como toros; después se dispersó, arrojándose al mar.

—Esto me tranquiliza algo —dijo Ranzoff.

—¿Por qué? —preguntó Rokoff.

—Porque podremos desembarcar inadvertidos, y por el momento es lo que deseo.

—¿Habrá aquí mucho fondo? —preguntó volviéndose a los canadienses.

—Apenas metro y medio, señor —respondió uno de los cuatro.

—Ya es bastante para esconder la chalupa. Atadla fuertemente a la punta de un escollo y después hundirla.

—¿Y después? —preguntó Rokoff.

—La pondremos a flote cuando la necesitemos.

Los canadienses tomaron las armas, las municiones y los víveres, colocándolo todo en la playa; después hundieron bajo el agua la ballenera, metiendo en ella algunos peñascos grandes.

—Ya está hecho, señor —dijo el más viejo.

Los siete hombres subieron cautelosamente la orilla, que en aquel sitio era muy pendiente y cubierta de rocas altísimas.

Ranzoff hizo seña a los compañeros para que se detuvieran, y escaló una roca que se elevaba unos cincuenta metros y dirigió desde allí una mirada al lado opuesto.

Aunque la noche era oscurísima, pronto pudo advertir que habían tomado tierra ante un vallecito flanqueado por ásperas colinas de vertientes acantiladas. El fondo estaba cubierto de peñascos colosales, desprendidos acaso de la cumbre.

«He aquí un buen lugar para una emboscada, aunque no haya bosque» —murmuró—. ¡Lástima que alguno de los aventureros del barón no venga a la playa a recoger ostras! Será nada más cuestión de paciencia, de la que yo no tengo poca, porque nunca tengo prisa.

Volvió a bajar con precaución y se unió a los compañeros que le aguardaban con los fusiles en la mano.

—Vamos a explorar el valle y buscarnos un refugio —les dijo.

—¿Ha visto usted a alguien? —preguntó Rokoff.

—No tengo ojos de gato —repuso Ranzoff.

—¿Ni siquiera alguna luz?

—Ni siquiera eso.

—¿Se habrán marchado?

—¿Con qué, si no tienen ya el torpedero?

—No sé; acaso con una balsa.

—Aquí no hay madera.

—Entonces, ¿dónde estarán escondidos?

—Ya les haremos salir. Seguidme todos y cuidad de no hacer rodar alguna peña. No sabemos si el escondite de esos bribones está próximo o lejano.

La pequeña tropa se dispuso en fila india y superó la barrera formada por larga cadena de rocas, descendió silenciosamente al valle y se internó en aquel difícil terreno cubierto de rocas agudas y de pequeñas zonas de hierba.

Avanzando casi a tientas, llegaron a un cúmulo de rocas adosadas a la vertiente meridional del valle.

—Me parece que aquí podremos encontrar un escondite desde donde observar sin ser vistos —dijo Ranzoff—. Ocupémoslo y esperemos el alba.

Escalaron subiendo una especie de barranco, llegaron a la cima que estaba circundada por una doble fila de puntas aguzadas y se tendieron en tierra con los fusiles al lado.

Profundo silencio reinaba en el valle. En lontananza se oía el fragor de la resaca, que resonaba sordamente sobre las escolleras.

El sol sale temprano en Ascensión, así que la espera de los expedicionarios no fue muy larga.

Apenas comenzó la luz a difundirse por el valle, todos se levantaron, ansiosos por conocer el sitio dónde se encontraban.

Las rocas que habían escalado servían a maravilla como refugio, con una cima bien resguardada por rocas puntiagudas bastante altas para ocultar al grupo de hombres.

Además, la pared, que ascendía escarpadísima y contra la cual se adosaba aquel conjunto de rocas volcánicas, presentaba acá y allá anchas grietas y salientes y entrantes suficientes para ofrecer magnífico resguardo en caso de que los mercenarios del barón hubiesen arrojado peñascos desde lo alto. El lugar parecía desierto, pero allá donde el valle terminaba se alzaba un enorme escollo semejante al Inaccesible, de Tristán de Acuña, y que parecía dominar todo el islote.

—Supongo que estarán allá arriba —dijo Ranzoff al cosaco—. A lo largo de las laderas de la roca colosal veo puntos oscuros que muy bien podrían ser ventanas o aspilleras.

—He aquí una formidable fortaleza que me recuerda otras semejantes, que he visto en Albania —respondió Rokoff.

—¿Inexpugnable, según usted?

—Al menos por ese lado. Se ve que los corsarios del Atlántico sabían escoger bien sus asilos.

—Seguramente no eran unos tontos —respondió Ranzoff—. Pero acaso sea atacable por la otra vertiente.

—Pero estamos discutiendo inútilmente, capitán. Aún no tenemos ninguna prueba de que el barón esté refugiado en ese nido de aves de rapiña.

Ranzoff no respondió. Miraba con atención el enorme cono con un anteojo de marina.

—La prueba —dijo de pronto—. Ya la tenemos. Mire usted a la cima, Rokoff.

El cosaco tomó el telescopio que Ranzoff le dejó, y a su vez apuntó en la dirección indicada.

—¡No es posible equivocarse! —exclamó después de algunos minutos—. Aquello que sale del pico más alto es verdadero humo.

—Sí, señor Rokoff —respondió el capitán del Gavilán.

—¿No hay aquí volcanes?

—No; la isla es de formación volcánica, pero no ha dado nunca señales de actividad.

—¿Entonces el humo debe ser de alguna chimenea?

—Así me figuro yo.

—¡Bandidos! —gruñó el cosaco—. No podían encontrar un sitio mejor.

—¿Qué haremos ahora, Ranzoff? —preguntó luego.

—Esperemos que llegue nuestro hombre.

—¿Vendrá?

—Así lo espero. Entretanto Rokoff, para no fastidiarnos tanto, vamos a almorzar.

Después de asegurarse de que ningún ser humano recorría el valle, se tendieron entre las rocas y asaltaron las provisiones.

Para mayor precaución, vigilaba un canadiense, tendido tras un enorme peñasco que estaba casi en equilibrio en el borde de la plataforma.

Terminada la comida encendieron las pipas, esperando pacientemente que llegara su hombre por uno u otro lado, para caer sobre él y apresarle.

Las horas pasaban sin que nada ocurriese. A mediodía se divisó otra pequeña columna de humo que se elevaba desde la cima del pico, y un poco antes de ponerse el sol, otra.

Comenzaba Rokoff a poner en duda las esperanza del capitán, cuando en el momento de hundirse el sol en el Atlántico se vio al canadiense de guardia dejar precipitadamente su puesto y replegarse al improvisado campamento.

—¿Qué has visto? —preguntaron a una Ranzoff y el cosaco, lavantándose con presteza.

—Hombres que descienden por el valle —respondió el canadiense.

—¿Cuántos? —preguntó el capitán del Gavilán.

—Siete.

—¿Con armas?

—Sí, traen fusiles.

—¿Nada más?

—Me parece haberles visto también redes.

—¿Irán a pescar? —preguntó Rokoff.

—¿O a cazar tortugas? —preguntó a su vez el capitán del Gavilán—. La isla es muy frecuentada por los anfibios.

—Buena ocasión para hacer prisioneros y ganarse al mismo tiempo una cena magnífica. Siempre me acuerdo de las que cogimos en Trinidad.

—Es usted el glotón número uno, Rokoff.

—Soy un cosaco.

—¡Demonio con los cosacos! Ustedes comen, ustedes beben, ustedes fuman y ustedes matan, y luego, con la excusa de haber nacido en las estepas del Don, todo lo tienen disculpado.

—¿Qué quiere usted? Somos así y no podemos cambiarnos —repuso Rokoff.

—Bien, ahora vamos a ver qué hacemos. A usted le voy a confiar la parte principal.

Se acercaron a las rocas que ocultaban la pequeña plataforma y miraron con atención.

El canadiense no se había engañado.

Un grupo avanzaba lentamente, girando alrededor de las peñas que cubrían el valle.

Se componía de siete hombres, casi todos de estatura gigantesca, armados con fusiles y provistos de redes que llevaban cargadas a la espalda.

—¡Diablo! —murmuró Rokoff—. Se necesitarían doce fuertes marineros para apoderarse de esos colosos.

—A mí me basta con uno —dijo Ranzoff—. ¿Podremos cogerle?

—Espero que se dispersen por la playa. Además, nuestros canadienses valen tanto como los mercenarios del barón.

—No digo que no —repuso Ranzoff, arrugando la frente—. Ya veremos. Amigos, preparémonos a seguir a esos granujas.

Los cuatro cazadores de las praderas se levantaron como un solo hombre, mientras el más viejo decía:

—¿Quieren ustedes que les diezmemos? Con sólo cuatro tiros ya habrá cuatro hombres menos que nos molesten.

—Dejad en paz vuestros rifles —respondió Ranzoff—. Os he recomendado no hacer ruido.

—Tenemos los bowie-knifes.

—Dejadles descansar por ahora.

—Como usted quiera, señor.

—Seguidme y estad atentos a mis órdenes.

Los siete hombres se dejaron resbalar por la masa rocosa y llegaron sin novedad al fondo del valle.

Los aventureros del barón ya habían pasado y se dirigían a la playa.

Ranzoff y los suyos esperaron a que pasaran de la doble fila de rocas que separaba el valle del mar, y a su vez se pusieron en camino, ocultándose tras los enormes peñascos que se encontraban dispersos. El capitán Rokoff, no hay que decir que iba a la cabeza del grupo.

Superada la barrera, divisaron en seguida a los mercenarios del barón. Se habían dispersado por la playa y estaban agazapados tras las dunas.

Siendo la noche bastante clara era fácil desde lo alto de la roca divisarles.

—No me he equivocado —dijo Ranzoff—. Esperan a que las tortugas vengan a desovar.

—Y ahora estoy yo aquí también para comer una tortilla —dijo Rokoff—. Esos pillos deben de comerlas con frecuencia.

—Vamos a ocuparnos de los hombres antes que de los huevos.

—No deseo otra cosa, señor Ranzoff, al menos por ahora; ¿quiere usted que empecemos el ataque?

—De ningún modo, capitán. Ya le he dicho que debemos obrar sin violencia. Esos hombres tienen fusiles, y como seguramente serán valerosos, se cruzarían algunos disparos y se pondría alerta al barón. No; nada de escándalo.

—Pues no comprendo cómo se va usted a apoderar de esos hombres sin una lucha cuerpo a cuerpo.

—Espere usted, señor impaciente. Además, que no necesitamos a todos, sino a uno solo… ¡Ah! ¿Ve usted?

—¿Qué?

—Aquel hombre que se aleja siguiendo la playa.

—Le veo. ¿Qué irá a buscar?

—Acaso a coger ostras. Vamos a intentar hacerle prisionero mientras sus compañeros acechan a las tortugas.

Volvieron a bajar de la barrera formada por la larga fila de rocas, y se dirigieron corriendo en la dirección de aquel hombre.

Recorridos quinientos metros y encontrado un paso, descendieron a la playa y se ocultaron en medio de las dunas de arena.

El compañero de los cazadores de tortugas continuaba siguiendo la playa, deteniéndose de vez en cuando para recoger mariscos que ponía en su red. Ya estaba muy alejado, y como en aquel sitio la costa hacía un arco entrante, no podía ser visto por los otros. La fortuna favorecía a Ranzoff más pronto de lo que él esperaba.

—¿Le atacamos? —preguntó Rokoff.

El capitán del Gavilán, en vez de responder, se volvió hacia los canadienses.

—Vosotros que estáis siempre en guerra con los indios, debéis de ser más hábiles que nosotros para estas faenas. ¿Seríais capaces de sorprender a aquel hombre y apoderaros de él antes de que tenga tiempo de hacer uso de su fusil?

—Eso será un juego de chicos —dijo el más viejo de los cuatro—. A mí, compañeros.

Dejaron los rifles para estar más libres, conservando consigo los cuchillos de caza, y se internaron entre las dunas, deslizándose como serpientes.

—¿Y nosotros? —preguntó Rokoff, que se creía desairado.

—Estaremos mirando, dispuestos a ayudarles si hay necesidad —respondió Ranzoff, tranquilamente.

—Mejor hubiera sido que yo tomase parte en el ataque.

—Usted es un hombre de la estepa y no de los bosques —respondió el capitán, sonriendo.

—Pero aquí no hay bosque.

—Pero ya verá usted cómo trabajan esos hombres entre las dunas. Aún no hemos asaltado la roca del barón; entonces se podrá usted desahogar si la guarnición no se rinde.

Los cuatro canadienses continuaban avanzando, pasando de una a otra duna sin producir el menor ruido, precaución por otra parte excesiva, porque la resaca resonaba siempre contra los escollos.

De cuando en cuando levantaban la cabeza para mirar a su hombre, que continuaba recogiendo ostras, erizos y dátiles de mar, seguro de no correr ningún peligro en aquel islote habitado únicamente por sus compañeros y el barón.

De pronto los cuatro colosos de las selvas canadienses se precipitaron sobre él. El ataque fue tan fulmíneo, que el recogedor de ostras no tuvo tiempo ni siquiera de coger el fusil que llevaba en bandolera.

En un relámpago fue derribado, atado y amordazado con una faja de lana que un canadiense se había quitado de la cintura.

Ranzoff y el cosaco acudieron al momento.

—A la ballenera —dijo el primero—. Escapemos antes que los otros noten la desaparición de este hombre.

Los cuatro colosos levantaron al prisionero y partieron a la carrera, seguidos por el capitán del Gavilán y Rokoff.

En cinco minutos llegaron al escollo, en cuya base estaba hundida la chalupa.

Los canadienses depositaron al hombre sobre la arena, entraron en el agua sin desnudarse, levantaron las piedras y pusieron a flote la ballenera, después de achicar el agua con sus sombreros. Un momento después embarcaban y se alejaban con rapidez.

Los canadienses habían cogido los remos y Rokoff se había puesto al timón.

Cuando ya estaban alejados cosa de una milla, Ranzoff quitó la venda al prisionero, le hizo sentar sobre el banco y le dijo:

—Ahora, querido amigo, hablemos.

El prisionero era un robusto joven de veintidós a veinticuatro años, rubio como casi todos los rusos del septentrión, con bigote apenas naciente y ojos azules, dulces como los de una muchacha.

—¿Qué quieren ustedes de mí? —preguntó sin manifestar ninguna excitación.

—Hacerte sencillamente una proposición —respondió Ranzoff—. O hablar y ganarte un millar de rublos o callar y entonces te regalaremos una buena cuerda para colgarte en el peñol más alto de mi buque. No tienes más que escoger.

El joven se sonrió levemente, y después repuso con voz completamente tranquila:

—Prefiero los mil rublos, señor.

—Pero te advierto que antes de cobrarlos habrás de contestar a todas mi preguntas y que estarás prisionero hasta que yo me haya convencido de tu sinceridad. Si mientes te haré colgar sin compasión.

—Estoy pronto a responder, señor.

—¿Eres tú uno de los hombres que el barón Teriosky ha contratado?

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo hace que estás con él?

—Siete meses.

—¿Entonces debes haber estado en Tristán de Acuña?

—No; en un escollo llamado el Inaccesible —respondió el joven sin titubear.

—¿Desde cuándo estáis en Ascensión?

—Hará cosa de mes y medio.

El capitán del Gavilán pensó un momento, y después dijo:

—Es verdad; el cálculo es exactísimo. ¿Está siempre con el barón aquella muchacha?

—¿La señorita Wanda? Sí, siempre —respondió el aventurero—. ¡Pobre muchacha!

—¿Por qué la llamas pobre?

—¡No hace más que llorar, señor, y es tan buena y bonita!…

—Entonces tú no sentirías si la librasen de su dura prisión.

—De ninguna manera, señor.

—¿Qué montaña ocupa el barón?

—La más alta; el gran cono central.

—¿Hay allí cavernas?

—Y maravillosas, excavadas en gran parte, según he oído contar, por los antiguos corsarios, y que el barón conocía ya antes de que arribásemos.

—¿Tienen una sola salida?

—No, dos, señor —respondió el joven.

—¿Se podrían forzar?

—No sin dificultad, señor, porque el barón ha hecho abrir aspilleras y alzar barricadas. Parece que constantemente está temiendo un ataque de enemigos misteriosos, y por lo que veo no se equivocaba, porque sin duda son ustedes.

—¿Me podrías dibujar un plano exacto de la caverna?

—Aproximadamente, sí.

—Si lo haces, tendrás otros mil rublos.

—¿Es usted un nabab de la India?

—No te preocupes por eso. ¿Tiene el barón algún barco anclado en las bahías de la isla?

—Tenía un torpedero de alta mar, pero creo que a consecuencia de algún accidente desgraciado ha volado y se ha ido a pique. Ahora no posee más que una chalupa capaz de contener diez hombres, y tiene sesenta con él.

—¿Dispone de muchas armas?

—Los fusiles no faltan en la armería y posee también una ametralladora.

—¿Y piezas?

—Ninguna; se han hundido todas con el torpedero.

—¿De qué humor está el barón?

—Siempre irascible y suspicaz. Desconfía de todo el mundo y de todo, por temor de que le roben la muchacha.

—¿Le son fieles sus hombres?

—Fidelísimos, porque paga como un boyardo de la pequeña Rusia, y les deja embriagarse dos veces al día. No les asaltéis cuando estén bebidos, porque entonces se baten como demonios escapados del infierno.

—Ya sabré arreglarme —dijo Ranzoff con una sonrisa sutil—. Atacaremos al amanecer, que ya habrán digerido perfectamente la borrachera.

Después, mirándole fijamente, le dijo:

—¿Si yo te lo ordenase me guiarías al refugio? Te advierto que yo obro por cuenta del padre de la joven.

—Cuando usted quiera estaré a su disposición —respondió el joven—, porque me compadezco sinceramente de la triste prisión de aquella señorita, que es hija de un bravo coronel, de un hombre de mar como yo.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Ella misma, señor, en un momento de gran desconsuelo.

—¿Entonces puedo contar contigo?

—Enteramente, aun sin los rublos que ha prometido.

—Eres un valiente, joven. ¿Cómo te llamas?

—Juan Gadomsky.

—Polaco, si no me equivoco.

—Sí, señor.

—Tengo un placer en haber encontrado un leal compatriota —dijo Ranzoff.

Un rápido rubor coloreó las mejillas del prisionero.

—¡También usted polaco! —exclamó con profunda emoción.

—Sí, amigo.

—Entonces no tendré por qué arrepentirme de haberle prestado ese pequeño servicio.

—No pequeño, grandísimo. Adelante, canadienses: apretad los remos. He aquí el Gavilán que llega para recogernos.