CAPÍTULO IX

Los aventureros canadienses

Durante cinco días, el Gavilán voló sobre el océano, llegando hasta los bancos de Terranova, cubiertos ya de barcos llegados de los puertos de Francia e Inglaterra, de Noruega y de América, para dar una caza sin tregua a las interminables legiones de bacalaos y de pezpalo y descendiendo después a lo largo de las costas de Nueva Escocia para hacer por las noches alguna punta hasta el Cabo Cod.

Bastantes barcos al ver la terrible máquina voladora se apresuraban a refugiarse en los puertos, interrumpiendo su navegación por temor a sufrir la misma suerte que los buques de la Compañía Teriosky, y extendiendo por todas parte la alarma.

Dos torpederos ingleses salidos de Halifax intentaron repetidamente la caza del Gavilán, disparándole algunos cañonazos, pero gastando en vano balas y pólvora.

La tarde del quinto día, Liwitz, que se había divertido en imprimir a la máquina voladora empujes fulmíneos para hacer correr a los torpederos y espantar a los veleros y vapores, llevó otra vez la máquina hacia el Cabo Cod para esperar las señales que debían hacer Ranzoff y Boris.

Por temor a una sorpresa, esperó llegar a media noche, dirigiendo el Gavilán a la playa.

Viva agitación se había apoderado de todos. Especialmente Wassili se había puesto nerviosísimo.

No divisando nada, también a causa de las espesas tinieblas que envolvían la tierra y el océano, el ingeniero, que no lograba dominar su impaciencia, hizo encender un cohete azul.

Apenas se había elevado la cinta de fuego, cuando otra idéntica surgió de la playa, envolviendo la máquina voladora en una miriada de chispas.

Un grito de alegría salió de todos los pechos.

—¡Han contestado!

—¡Liwitz! —llamó el ingeniero—. ¡Para las alas! ¡Desciende poco a poco!

El Gavilán, apoyado solamente en los planos horizontales, se dejó caer suavemente, oscilando de una manera semejante a un globo cuando no tiene suficiente gas para sostenerse en el aire. Felizmente, la playa en aquel sitio era anchísima, surcada solamente por algunas dunas de arena, así que la máquina voladora pudo detenerse tranquilamente a cincuenta o sesenta pasos del mar.

Cuatro hombres había subidos sobre una duna próxima: eran Ranzoff, Boris y los dos marineros que tripulaban la canoa.

Wassili, Rokoff y Fedor iban a saltar fuera del huso, cuando Ranzoff les detuvo con un ademán imperioso.

—Nos siguen —dijo luego—. ¡A mí, marineros! Embarcad en el acto la canoa.

—¿Quién os sigue? —preguntó Wassili.

—Hace una hora nos sigue un cañonero, y no debe estar lejos.

—¿Y el despacho del baronet?

—Ha llegado; pero no hay que perder un momento. ¡A embarcarse!

La canoa fue izada sobre la tolda, en seguida el Gavilán tomó impulso, elevándose rápidamente.

En aquel momento un relámpago rasgó las tinieblas y retumbó una fortísima detonación.

Una masa oscura que navegaba con las luces apagadas había aparecido bruscamente al flanco de un islote y había disparado un cañonazo contra el Gavilán. La bala silbó entre las dos alas de la máquina voladora, sin tocar ninguna, y cayó en el mar.

—Escapamos de milagro —dijo Ranzoff—. Pero no tendrán tiempo de volver a intentar el golpe.

Liwitz había abierto toda la palanca, y el Gavilán se había elevado, girando vertiginosamente sobre sí mismo.

El cañonero disparó otro cañonazo, pero ya la máquina voladora estaba fuera de alcance y escapaba hacia el Sur con velocidad de ochenta kilómetros por hora.

—Vengan el té, galletas y licores —dijo Ranzoff—, y que sirvan en cubierta. Y tú, Wassili, ten un poco de paciencia. Todo va bien por ahora, y con estas palabras debe bastarte.

Dos marineros llevaron a proa una mesa alrededor de la cual tomaron asiento Ranzoff, los tres rusos y el cosaco. Después el inapreciable maquinista sirvió con ayuda de Ursoff cuanto se había pedido, y encendió las dos luces de posición.

—¿De modo, que…? —preguntó Wassili, que no podía contener su impaciencia—. ¿Se sabe dónde se encuentra Wanda?

—Despacio, amigo —respondió Ranzoff—. Como te he dicho, hemos recibido el despacho dirigido a Boston por el baronet, desde Riga. Nos informa de que el viejo abandonó el Inaccesible y que se ha refugiado en el islote de Ascensión, donde se ha fortificado formidablemente por miedo de que le arrebaten a la muchacha.

—¡Ese hombre está loco!

—Así dice su hijo en el telegrama, ¿no es cierto Boris?

—Lo confiesa lealmente —respondió el excomandante del Pobieda.

—¿Y eso es todo? —preguntó Wassili.

—No; el baronet nos advierte que su padre tiene consigo un torpedero de alta mar, dinamita, bocas de fuego y cincuenta bandidos reclutados entre los tártaros del Cáucaso, gente muy peligrosa y siempre devotísimos del que les paga bien.

—Conozco a esos bribones —dijo Rokoff—. Por cinco rublos no titubearían en asesinar a su propio padre.

—¿Y tú querías, Ranzoff, asaltar el islote con las pocas fuerzas que teníamos? ¿Te has olvidado que no somos más que doce?

—Alto ahí, amigos —respondió el capitán del Gavilán, encendiendo el cigarro—. ¿O creíais que yo iba a ir a Boston con un millón en el bolsillo para gastarlo en los bars?

«Tu hermano y yo hemos fletado un pequeño pero poderoso buque; después hemos hecho un viaje al Canadá para reclutar sesenta aventureros, todos cazadores de las praderas y tiradores insuperables».

—¿Y dónde están?

—Les volveremos a encontrar en la Gran Bermuda. Allí deben esperarnos si llegan antes que nosotros, lo cual no creo —añadió Ranzoff, riendo—. Sin embargo, procuraremos ir muy despacio para dejarles tiempo para llegar.

—¿Y no cometerá el barón alguna locura al verse atacado? —preguntó Wassili.

—Procuraremos sorprenderle antes de que tenga tiempo de organizar la defensa y de cometer algún acto desesperado —dijo Boris—. Para eso sería necesario, ante todo, intentar algún golpe de mano.

—En eso pienso yo —dijo Ranzoff—. He ideado un medio de quitarle a Wanda delante de sus narices. Aunque el barón les conoce a ustedes, a mí en cambio no me ha visto nunca. Quiero jugarle una partida y tengo confianza en lograr salir bien con mi propósito. El baronet sabe dónde se encuentra su padre. Yo me transformaré en amigo y secretario del leal comandante. Por ahora vamos a dormir y ya nos ocuparemos de este asunto cuando estemos en las Bermudas.

Vaciaron una copa de kummel y después cada uno se retiró a su camarote. En el puente quedaron los tres hombres de guardia acostumbrados, un segundo maquinista, discípulo de Liwitz, un segundo timonel, discípulo de Ursoff, y un marinero artillero.

Al día siguiente, el Gavilán, que había sostenido una velocidad moderadísima para dar tiempo al buque fletado para llegar a la Gran Bermuda, se encontraba a la altura de la bahía de Chesapeake, profundísima ensenada que concluye cerca de Baltimore, uno de los puertos más frecuentados de los Estados Unidos del Este.

Como aún era pronto para acudir a la cita, continuó siguiendo la costa americana, poniendo en fuga con su presencia gran número de buques costeros, pues aún duraba el pánico causado por la misteriosa y terrible máquina voladora, y se dirigió hacia las Bahamas, poniendo también allí en gran cuidado a los plantadores de las islas.

Tres días después avistaron Puerto Rico, remontando lentamente hacia septentrión para llegar a la Gran Bahama.

El buque fletado debía de estar ya en puerto, porque Ranzoff había recomendado a su capitán que forzara la máquina.

Cuarenta y seis horas después el grupo estaba a la vista.

Revoloteó sosteniéndose a gran altura, por encima de las islas, para evitar que le hicieran disparos de fusil; después enfiló por encima de la Gran Bahama, lanzando de cuando en cuando cohetes azules que surcan las tinieblas en todas direcciones, produciendo un magnífico efecto.

El silbido agudísimo de una sirena avisó a Ranzoff y a sus compañeros que el barco estaba en el puerto bajo presión.

—He ahí unos aventureros de palabra —dijo el Rey del Aire.

—Los canadienses siempre han sido leales —dijo Boris.

—¿Nos seguirá el buque? —preguntó Rokoff.

—¿No oyen ustedes el estrépito de las cadenas corriendo por los escobenes? Levan anclas.

«Liwitz, que enciendan las luces, para que el buque pueda seguirnos. Enciende también el reflector eléctrico si está preparado».

—Sí, señor —respondió el maquinista.

Un momento después, un ancho haz de luz azulada, espléndida, se proyectaba sobre el puerto, iluminando por completo el buque que había dejado el fondeadero y marchaba velozmente hacia el Sur.

El Gavilán, que se sostenía a una altura de doscientos cincuenta metros, le seguía, mientras los habitantes del puerto, reunidos en la zona iluminada, les mandaban estruendosos hurras acompañados de los gritos de:

—¡Un globo! ¡Un globo!

Y verdaderamente podía creerse así no viendo más que el haz luminoso, porque la máquina voladora quedaba envuelta en las tinieblas.

En cambio el buque era completamente visible. Era un hermoso vapor de algunos millares de toneladas, armado con cuatro piezas de 65 milímetros y dos ametralladoras que se podían cambiar a las chalupas, y lo tripulaba una veintena de marineros y los cincuenta aventureros canadienses.

Aunque Ranzoff les había advertido que les escoltaría con una máquina voladora, todos aquellos hombres no cesaban de hacer gestos de estupor al divisar por encima de ellos aquella masa oscura que proyectaba aquel espléndido haz luminoso.

Por la mañana, cuando el Gavilán fue completamente visible, un gran clamor de maravilla se elevó desde la tolda del vapor, seguido inmediatamente de hurras formidables.

Marineros y aventureros parecían enloquecidos.

Ranzoff, para hacerles admirar mejor su maravillosa máquina, hizo que el Gavilán evolucionara, lo lanzó después hacia el Sur a toda velocidad y recorrió una veintena de millas en pocos minutos, después de hacer señales al vapor para que lo siguiera.

—Estoy convencido de que con esos hombres podremos realizar verdaderos milagros —dijo el cosaco a Boris y a Wassili—. ¡Buenos mozos! ¿Son así todos los canadienses?

—Casi todos —respondió el excomandante del Pobieda.

—Y sobre todo buenos tiradores. Donde apuntan ponen la bala siempre.

—Entonces presenciaremos alguna épica batalla entre los nuestros y los aventureros canadienses.

—Si es posible la evitaremos, querido Ranzoff —dijo el capitán del Gavilán.

—Usted tiene algún proyecto, según me ha dicho.

—Sí —respondió Ranzoff—. No uno, sino varios.

—¿Y si escaparan de allí, ahora? —dijo Wassili.

—¿Con qué, amigo?

—Tienen aquellos bandidos un torpedero de alta mar.

—Precisamente por eso hemos adquirido, Boris y yo, un torpedo. ¿No ha visto usted embarcar una caja?

—Sí, Ranzoff.

—Pues allí dentro hay una mina flotante capaz de volar hasta un crucero, aunque no tiene las grandes dimensiones de los otros torpedos. Es un invento americano.

—Con tal de que no vuele con él nuestro buque.

—Obraremos con la mayor prudencia, y además, ¿para qué estamos nosotros? Con media docena de nuestras bombas podemos librarnos en un momento de aquel pequeño buque —respondió Ranzoff.

Wassili le miró sorprendido.

—No te comprendo, amigo —dijo luego—. Si tienes todavía bombas de aquellas tan terribles, no encuentro la razón…

—De volar el torpedero con una mina, ¿no es eso? —preguntó Ranzoff, riendo.

—Precisamente.

—Si empleáramos las bombas, la guarnición del islote advertiría nuestra presencia, y por ahora no nos tiene cuenta. Una mina no se ve, y si el torpedero vuela, se puede atribuir perfectamente a un accidente desgraciado, especialmente si a bordo se tienen esas máquinas de destrucción.

—¿Ése es tu primer proyecto? ¿Y luego? —preguntó Wassili.

—Lo primero, antes de obrar, ha de ser tener en nuestro poder un prisionero para conocer bien el sitio.

—¿Y lo encontrarás?

—Me figuro que esos bribones que el barón ha alquilado no estarán constantemente metidos en sus cavernas. Alguno saldrá y estaremos prontos para echarle mano y llevárnosle a bordo de nuestro barco. Después ya veremos lo que sucede.

—¿Asaltaremos en seguida la guarida del barón?

—No —respondió Ranzoff—. Con los locos no se puede bromear, y tu sobrina podría correr algún grave peligro. Déjame hacer, amigo, y todo irá bien.

Durante cinco días continuó el Gavilán escoltando al vapor por el Atlántico, haciendo largas correrías sobre el mismo rumbo y llegando a la vista del islote de San Pablo. En la noche del sexto día hizo seña a los expedicionarios de que se detuvieran.

Se encontraban únicamente a cincuenta millas de Ascensión, y a Ranzoff le interesaba que los habitantes del escollo no vieran el barco, para no alarmarles y obligarles por segunda vez a alejarse.

El Gavilán descendió para posarse a breve distancia del vapor, como un inmenso albatros que se detiene a descansar un poco, y fueron llamados a bordo de aquél el capitán y los tres oficiales para tener con ellos una breve conferencia y decidir lo que se había de hacer.

Se decidió que el barco estuviera detenido y sobre la máquina hasta el regreso del Gavilán, no necesitándose por el pronto a los aventureros canadienses.

Ranzoff tenía bastante con sus hombres y su canoa para echar por el aire el torpedero del barón y librarle de algunos hombres.

Hacia las diez de la noche volvió el Gavilán a elevarse, dirigiéndose velozmente hacia el islote.

A media noche llegó a las cercanías del mismo, y se sostuvo a una altura de más de mil metros para no ser notado por los centinelas que pudieran tener sobre los altos picos.

Ascensión es, como Trinidad, de formación volcánica, toda rocas y montes casi desnudos, con dos o tres pequeños valles donde crece con trabajo alguna hierba áspera y dura. Las diversas tentativas que se han hecho para colonizar aquel islote han resultado vanas; sin embargo, durante algún tiempo, mientras el gran Napoleón se encontraba prisionero en Santa Elena, fue ocupado por una pequeña guarnición inglesa.

El arribo es difícil a causa de la altitud de las playas y de los escollos que lo rodean. Además, la resaca, excepto algunos pocos días, es siempre fortísima, y ¡ay si el Atlántico se enfurece! Es una masa incesante de oleadas que se precipita sobre la isla, barriéndolo todo y obligando a los barcos que por casualidad se hallen en aquel paraje a salir a la mar más que de prisa.

El Gavilán, con todas las luces apagadas, dio la vuelta al islote y después descendió con lentitud al mar en frente de una pequeña cala.

Ranzoff había divisado, en medio de aquel minúsculo refugio, una masa oscura que debía de ser el torpedero del barón.

—Necesito un buen nadador —dijo volviéndose hacia sus compañeros.

—Heme aquí —respondió en seguida Rokoff—. Yo he atravesado más de mil veces el Don y el Volga y no me asusta recorrer veinte millas.

—Se trata de una empresa no fácil y en la que también se corre el riesgo de encontrarse una bala de fusil.

—¿Que acaso no soy un hombre de guerra?

—Tiene usted razón Rokoff.

—Dígame usted solamente qué es lo que he de hacer —dijo el cosaco.

—Remolcar una mina hasta la popa del torpedero del barón y luego volver inmediatamente al Gavilán.

—¡Una empresa de muchachos!

—Poco a poco, querido Rokoff —dijo Boris—. No tiene usted que olvidar que el Atlántico es rico en escualos.

—Deme usted un cuchillo y creo que sacaré las tripas a esos hambrones —respondió el cosaco—. No valen tanto como los osos de la estepa. Únicamente pregunto si volaremos juntos la mina, el torpedero y yo.

—De ninguna manera —respuso Ranzoff—, porque nosotros desde aquí seremos los que harán explotar la máquina infernal, y eso no ocurrirá hasta que usted esté de vuelta.

—De modo que no se trata más que de dar una buena nadada.

—Nada más.

—Liwitz, prepáreme dos cuchillos. Si puedo he de traer la cola de algún tiburón para que nos hagas una buena sopa.

El Gavilán se había acercado hasta unos mil metros del torpedero, en un espejo de agua casi completamente tranquilo, resguardado por una doble fila de escollos que detenían las oleadas del Atlántico.

Mientras Rokoff se desnudaba y los marineros botaban al agua la canoa para socorrerle en caso de que los escualos le atacaran, Ranzoff y sus compañeros ponían en el agua la mina, desarrollando con precaución el hilo que la comunicaba con la batería eléctrica.

—Estoy dispuesto —dijo el cosaco, que únicamente había conservado una ancha faja de lana apretada al talle y por la cual había pasado dos cuchillos que contenían algo de bowie-knife americano y de la navaja española.

—¡He aquí un magnífico oso! —exclamó Fedor, riendo.

—¡Demonios! ¡Soy un hijo del Don! —respondió Rokoff—. Deme usted sus últimas órdenes, Ranzoff.

—No tengo que hacer más que una sola recomendación respondió el capitán del Gavilán—. Acercarse al torpedero sin hacer ruido y sin dejarse ver.

—¿Y acercar la mina?

—A la popa.

—¿Y vamos a hacer volar también a los pobres diablos que se encuentren a bordo?

—La carga del torpedo es débil y no producirá una verdadera explosión. Boris y yo la hemos reducido de modo que sólo abrirá una vía de agua, la suficiente para echar a pique el barco. La tripulación tendrá tiempo de salvarse.

—Ya sé bastante —dijo el cosaco.

Dio un magnífico salto mortal, penetró en el agua y salió a flote casi en seguida, y se puso a empujar enérgicamente la mina, que tenía únicamente una longitud de metro y medio y una circunferencia de menos de cincuenta centímetros.

—Es un verdadero cigarro —dijo—. ¡Lástima que no se pueda fumar!

La canoa, dirigida por Boris y manejada por los dos marineros, se puso en su seguimiento a unos cincuenta pasos.

Como hemos dicho, sólo había de escoltarle un poco de tiempo para no dejarse ver de los hombres que pudiera haber en el torpedero.

En efecto, a la mitad de distancia se paró, mientras el cosaco continuaba nadando silenciosamente, empujando suavemente el huso.

—Estad preparados para recogerle —dijo Boris—. ¿Avanza bien el capitán?

—Nada como un delfín —dijo Ursoff—. Si no encuentra un tiburón, dentro de veinte minutos estará de vuelta.

—Calla y escuchemos todos.

Se inclinaron sobre la borda, tendiendo el oído. En lontananza se oía la resaca rompiendo rumorosamente contra los escollos y se veía brillar el farol blanco colgado del palo trinquete del torpedero. Más lejos se erguía la enorme masa del islote.

Pasaron diez, quince, veinte minutos. Viva ansiedad comenzaba a apoderarse de Boris y de los marineros, cuando a breve distancia oyeron una voz que decía:

—¡Ya está hecho!

—¡Rokoff!

—Sí; yo soy, Boris.

El excoronel alargó los brazos, y mientras los marineros se apoyaban en la otra borda para hacer contrapeso, ayudó al cosaco a subir a la canoa.

—¿Está puesta ya la mina? —preguntó Boris.

—La he atado al timón.

—¿Nadie se ha apercibido de nada?

—Yo no he oído ningún rumor ni he visto a nadie —respondió Rokoff—. Creo que no debe de haber nadie en el buque.

—¿Está usted bien seguro de ello?

—Hubiera oído los pasos de los hombres de guardia.

—¡Avante! —mandó el excomandante a los marineros.

La canoa volvió rápidamente sobre su camino y abordó poco después al Gavilán, que se balanceaba ligeramente, bien apoyado en los planos horizontales.

Ranzoff estaba sentado a proa, fumando tranquilamente un cigarro con la pequeña batería eléctrica delante.

—Todo va bien —dijo, cuando fue informado de todo—. Liwitz, ¡dispuesto a hacer funcionar la máquina! Durante un par de días estaremos alejados para no alarmar al viejo loco y a los aventureros. Abrid bien los ojos y mirad.

Un profundo silencio reinó a bordo del Gavilán; se hubiera dicho que todos contenían la respiración.

De pronto un relámpago vivísimo fulguró en dirección del islote y luego una terrible detonación se propagó sobre el océano.

Ranzoff había hecho estallar la mina flotante, y en aquel momento se hundía el torpedero.

—Liwitz, ¡a la máquina! —dijo el capitán del Gavilán con su acostumbrada voz tranquila, sin soltar el cigarro que sostenía entre sus labios—. Ahora que escape el barón, si puede. Es un ratón metido en la ratonera.

La máquina voladora se puso en movimiento. Tomó impulso resbalando cincuenta o sesenta metros sobre el océano y luego se elevó de golpe y se dirigió hacia la pequeña bahía del islote.

Sobre la playa brillaban puntos luminosos y se oía confuso vocear.

Parecía que mucha gente se hubiera reunido en el extremo del valle.

—Señor Rokoff —dijo Ranzoff, volviéndose hacia el cosaco—. Sois un hombre inapreciable.

—¿Por qué, capitán?

—El torpedero no se divisa.

—Pero siento una cosa.

—¿Cuál?

—El no haber podido regalar a nuestro bravo maquinista-cocinero la cola de un tiburón para la sopa de mañana.

—Otra vez la probaremos. No faltarán ocasiones.