CAPÍTULO VIII

Los dramas del mar

Todos, al oír aquel grito, se habían encorvado sobre la balaustrada, mirando en la dirección que el cosaco señalaba con un brazo extendido.

A la intensa luz de los relámpagos pudieron divisar sin trabajo un gran buque de vela que no conservaba derecho más que un sólo mástil con dos velas hechas trizas por la furia del viento, y los palos, el mayor y el mesana, quebrados a la altura de las cofas.

Encorvado sobre estribor, iba arrastrado sin dirección, a merced de las olas.

Terribles golpes de mar barrían de cuando en cuando la cubierta, impidiendo a los navegantes del aire asegurarse de si el barco estaba abandonado o conservaba aún a bordo algún marinero.

—¡Un barco! —exclamó el excomandante del Pobieda.

—Y que si no me equivoco va sin gobierno —añadió Ranzoff.

—No tiene velamen ni arboladura, y acaso también ha perdido el timón.

—¿Llevará gente a bordo? —preguntó Wassili.

—Las olas lo barren de proa a popa y por eso será difícil asegurarse de ello por ahora —respondió Boris.

—Podríamos hacer alguna señal —dijo Ranzoff—. Si hay algún ser viviente, responderá.

—Ursoff, ¿está cargada la pieza?

—Si, capitán.

—Haz un disparo. Veremos si contestan con algún cohete.

El timonel, que era también el artillero del Gavilán, hizo tronar el cañón, aprovechando un momento en que la borrasca callaba para volver luego probablemente con más fuerza.

La detonación retumbó largamente entre las hondanadas de las olas, pero ninguna señal partió del velero.

—Acaso se habrá refugiado la tripulación bajo cubierta y no se atreverá a mostrarse por temor a ser bandos por los golpes de mar —dijo Boris.

—Vamos a verlo —dijo Ranzoff—. No abandonaremos a esos desgraciados y les seguiremos hasta que la tempestad haya cesado. Si hasta hace pocos días hemos sido naufragadores, ahora nos convertiremos en salvadores. Además, ese barco seguramente no pertenecerá a la Compañía Teriosky.

—No tiene barcos de vela —dijo Wassili.

Comoquiera que el buque iba donde le llevaba el viento, se hacía difícil seguirle.

Ranzoff, que había vuelto a tomar el timón, hizo describir al Gavilán un amplio semicírculo para evitar el peligro de que se separase demasiado bajo los poderosos soplos de las ráfagas; después le lanzó hacia el desgraciado velero, que sólo se encontraba a cinco o seis cables[53].

Pocos minutos después, el Rey del Aire y sus compañeros se encontraban encima precisamente del navío, que se desplomaba pesadamente en las cavidades de las olas, remontándose luego con gran trabajo, no sin dejarse arrebatar unas veces un trozo de la obra muerta, otras algún obenque o alguna escotilla u otro accesorio.

Los relámpagos se sucedían sin cesar, siempre vivísimos. Ranzoff y sus compañeros pudieron pronto convencerse de que al menos sobre la cubierta no había ningún ser humano.

—O la tripulación se ha salvado en las chalupas o las olas les han arrastrado —dijo Boris.

—Sin embargo, no lo abandonaremos —respondió Ranzoff—. Cuando el tiempo lo permita, haremos una visita al barco, si puede aguantar hasta entonces la fuerza de la marejada.

—Aunque esté muy cargado y muy desequilibrado, creo que hará frente al huracán —dijo Boris—. El casco me parece muy sólido y además se deja arrastrar sin oponer resistencia a las ráfagas. Cederá el palo trinquete por faltarle el apoyo de los otros dos, pero eso no será un gran inconveniente.

—Liwitz, modera y procura que no vayamos muy lejos.

—Sí, señor —respondió el maquinista.

La borrasca continuaba enfurecida con extrema violencia y los chubascos se sucedían cada media hora, inundando continuamente el Gavilán.

Aunque la máquina funcionase lentamente, el huso, sin embargo, se adelantaba a veces al buque y se veía obligado a volver atrás para no perderlo de vista.

Contrariamente a las profecías de Boris y de Ranzoff, durante la noche se recrudeció la tempestad, acompañada de copiosos aguaceros con gran estrépito de truenos y caídas de rayos.

Solamente hacia el alba, las nubes se decidieron a rasgarse y las ráfagas cesaron de improviso como si Eolo las hubiera obligado a dejarle reposar tranquilo.

El velero continuaba a la vista, pero había perdido el trinquete, partido también por encima de la cofa por algún furioso golpe de viento.

Siempre inclinado a estribor, rebotaba entre las olas y girando algunas veces sobre sí mismo, se iba a la deriva.

Sobre la toldilla no se divisaba a nadie.

—Abordémoslo —dijo Ranzoff—. Liwitz, prepara la escala.

—¿Podrá mantenerse quieto el Gavilán? —preguntó Wassili.

—En cuanto ustedes desciendan, volveré a emprender el movimiento, girando alrededor del barco. Después les recogeré a ustedes.

—Es que nosotros corremos algún peligro —dijo en aquel momento Boris—. No podremos detenernos más que pocos momentos; lo más un cuarto de hora.

—¿Por qué, señor?

—¿No ven ustedes cuánto se ha hundido ese barco de anoche a ahora? Debe de habérsele abierto algún boquete y el casco hace agua, y mucha, a lo que parece.

—Estaremos preparados para arrojarles la escala, señor Boris.

El Gavilán describió tres o cuatro curvas en torno del despojo, mientras los seis hombres de la tripulación lanzaban fuertes gritos; luego, no obteniendo respuesta, descendió hasta los veinticinco metros, y Ursoff lanzó diestramente la escala, enganchando los garfios del extremo inferior en las trincas del bauprés[54].

Boris, Wassili y Rokoff se deslizaron rápidamente, poniendo el pie sobre el castillo de proa.

Los garfios fueron desenganchados y el Gavilán, que no podía estar inmóvil como un globo cautivo, volvió a emprender sus vueltas en torno del desgraciado velero.

Una gran confusión reinaba sobre la cubierta del mismo; los árganos[55] habían sido arrancados, las bombas reventadas, el castillo de popa desfondado, la amura hecha pedazos. Restos de todas clases yacían amontonados en confusión; cordajes, penoles[56], manivelas, poleas, líos de cuerdas y de cadenas.

El timón había sido arrancado y no quedaba más que la rueda en cuya circunferencia estaba tallado y pintado de azul un nombre: Nicaragua.

—Este velero debe de pertenecer a alguna república de América Central —dijo Boris.

—¿Se habrá salvado en las chalupas la tripulación? —preguntó Rokoff—. No veo ni un bote en los pescantes.

—Bajemos a la batería —dijo Wassili—. El barco hace agua y de un momento a otro podría faltarnos bajo los pies.

Atravesaron la toldilla, descendieron por la escalera de popa y llegaron al saloncito del comandante. Pronto se detuvieron lanzando un grito de horror.

Un hombre de piel aceitunada, de imponente estatura y larga barba negra estaba extendido sobre un diván.

Tenía los ojos espantosamente abiertos, las facciones demacradísimas, y entre sus dientes apretaba aún un hueso descarnado que parecía una tibia humana.

La muerte no debía datar de mucho tiempo, porque apenas lanzaba algún olor de descomposición.

—¿Muerto? —preguntó Rokoff, retrocediendo un paso.

—Devorado el último pedazo de carne humana —respondió Boris—. Aquí se debe de haber desarrollado algún drama horroroso. Vamos al entrepuente.

La puerta estaba abierta. Los tres hombres profundamente conmovidos por aquel descubrimiento, pasaron al entrepuente. A los pocos pasos se vieron obligados a detenerse.

No se sentían con valor para seguir adelante y continuar el reconocimiento de la nave.

Tres esqueletos completamente descarnados yacían al lado de una barrica desfondada. A dos les faltaban las piernas y los brazos.

Más allá había otros hombres tirados por el suelo, todos espantosamente flacos. Algunos empuñaban en las manos, crispadas en las últimas convulsiones de la agonía, cuchillos manchados de sangre coagulada.

—Huyamos —dijo Wassili—. Aquí no hay ningún ser viviente.

—Y el barco se hunde —dijo Rokoff.

En efecto, el barco comenzaba a bambolearse peligrosamente, y a través de las rendijas del entrepuente se filtraba ya el agua, formando charcos que se agrandaban con rapidez.

El cosaco y los dos rusos, temiendo verse tragados por la vorágine, subieron apresuradamente sobre la tolda, gritando a Ranzoff:

—¡Pronto; arrojad la escala!

Liwitz, que la había retirado, estuvo presto en obedecer. Además, ya todos habían notado que el gran navío estaba para hundirse, y esperaban con ansiedad la aparición de sus compañeros. Los tres hombres se aferraron al cáñamo y se izaron sobre el Gavilán.

—No había nadie que salvar, ¿es cierto? —preguntó Ranzoff.

—No —respondió Wassili—. Todos esos desgraciados han muerto o se han matado entre sí después de haberse alimentado con carne humana.

—Ya lo contará usted más detalladamente luego —dijo el capitán del Gavilán—. Ahora vamos a ver cómo se hunde este barco, porque debe de ser un espectáculo aterrador, especialmente visto desde lo alto.

El gran velero se sumergía a ojos vistas, con grandes oscilaciones. Las bodegas debían de estar ya llenas de agua.

De pronto se puso a girar lentamente sobre sí mismo, con mil crujidos extraños. Se hubiera dicho que el barco protestaba y se lamentaba por verse obligado a dar un adiós para siempre al sol y a la brisa vivificante que durante tantos años lo había empujado a través de los océanos para descender en los fríos y tenebrosos abismos del Atlántico.

—También los barcos tienen su agonía —dijo Ranzoff, mientras el Gavilán continuaba volando sobre el enorme despojo, sosteniéndose a sólo cien metros de altura—. ¡Es terrible!

El velero giró dos veces sobre sí mismo como impulsado por una fuerza misteriosa, inexplicable; después las aguas invadieron repentinamente la cubierta, pasando por las brechas de las bordas.

La popa, casi de pronto, se hundió rápidamente, arrastrada al fondo por el enorme peso que guardaba en su estiba y que rodaba hacia el castillo por la inclinación.

A su vez, la proa se levantó bruscamente, mostrando casi completamente su tajamar y las planchas de cobre pintadas de rojo. Después la masa entera se hundió con un fragor de trueno.

Una muralla líquida, con la cima cubierta de espuma blanquísima, se abrió como para dar paso al gigantesco féretro y se formó un gran remolino que mugía sordamente.

La nave descendía a través de los profundos abismos del Atlántico con su cargamento de cadáveres, formándose tras ella un enorme embudo.

La muralla líquida retrocedió entonces y produciendo inmensa oleada se precipitó en la vorágine, retumbando, y niveló de nuevo el océano.

El drama había terminado.

—He ahí un espectáculo emocionante —dijo Rokoff—. Casi, casi, prefiero a él un campo de batalla sembrado de muertos y moribundos.

—Y acaso tendría usted razón —respondió Ranzoff, que parecía conmovido—. Al menos los caídos quedan sobre la tierra expuestos a la luz del sol… Liwitz, fuerza la máquina. Alejémonos de aquí.

La máquina voladora describió la acostumbrada espiral para alcanzar una altitud de trescientos o cuatrocientos metros, y se lanzó hacia septentrión con velocidad de sesenta o setenta kilómetros por hora.

—¿Qué sucesos se habrán desarrollado sobre ese barco? —preguntó Ranzoff, después de señalar a Ursoff el rumbo.

—¿Quién podría decirlo? —respondió Wassili—. Yo supongo que a consecuencia de una larga serie de tempestades ha sido empujada muy lejos y la tripulación ha agotado sus víveres.

—¿Y qué se lo hace a usted suponer?

—El que aquellos hombres se hayan devorado uno a otros. En el entrepuente se deben de haber desarrollado horribles escenas de canibalismo. Después, los supervivientes se habrán acuchillado recíprocamente, acaso por no dejarse devorar.

—No sería el primer caso que ha ocurrido —dijo Boris.

—Parece imposible que lleguen a no tener nada con qué alimentarse —dijo Ranzoff—. A bordo de un barco parece que siempre hay algo que masticar.

—¿Acaso las velas? —preguntó Rokoff.

—¡Eh! También acaso podrían servir bien cocidas y mezcladas con las grasas lubrificantes o con las bujías. Nuestro estómago, mi querido señor, es capaz de acostumbrarse a todo, aun a los alimentos más extravagantes y desprovistos de todo principio nutritivo.

—Es cierto —dijo Wassili—. Ha habido personas que han podido aguantar semanas enteras devorando serrín de madera mezclado con bujías, con jabón o con glicerina y hasta con sustancias completamente inadecuadas a la nutrición, como el yeso y el carbón.

—¡Hermosos panecillos saldrían! —exclamó el cosaco, haciendo un gesto.

—El hambre no razona, querido —dijo Wassili—. Ha habido hombres que han subsistido varias semanas haciendo hervir juntos huesos y pedazos de cuero, obteniendo una especie de gelatina.

—¿Bastante para quitarles el hambre?

—¡Oh, no!, porque para quitar por completo el hambre a una persona por veinticuatro horas se necesitaría medio quintal de esa gelatina.

—¡La piel entera de un buey! —exclamó Rokoff riendo—, y todos los huesos.

—Sin embargo, así pudieron resistir en Metz los soldados del duque de Guisa, en 1552, estando sitiados.

—¿Comiendo qué cosa?

—Haciendo hervir las suelas de los zapatos y los correajes de cuero.

—¡Vaya un caldo!

—¡Oh! Otros lo han comido peor, señor Rokoff. La población de París, asediada por Enrique IV, se alimentaba con hierba y panecillos hechos con polvo de pizarra, como si fuese harina de trigo.

—Aquellos eran estómagos a prueba de piedra —dijo Fedor—. Pero no eran estómagos de antropófagos.

—¿Creen ustedes que en Europa no ha habido abominables caníbales? Cuando Massena, el famoso general de Napoleón, fue bloqueado en Génova, sus soldados, apretados por el hambre, ¿saben ustedes qué comían? Los cadáveres de los granaderos húngaros muertos a cañonazos ante las fortificaciones.

—¡Horror!

—¡Y cuántos devoraron! —dijo el ingeniero—. Casi no hubo que sepultar a ningún austro-húngaro, porque las grandes guardias, durante la noche, los asaban y se los comían tranquilamente.

La conversación fue interrumpida por la llegada de Liwitz, el hombre insustituible que, además de la máquina, cuidaba de la cocina y de otras cien cosas.

Llevaba el té acompañado de leche de ballena y galletas. Verdaderamente el momento no era el más oportuno, pero los hijos del aire, olvidando a los granaderos húngaros, los panecillos de pizarra y los muertos del Nicaragua, hicieron, como de costumbre, mucho honor al almuerzo.

En los días siguientes, el Gavilán continuó remontándose a septentrión, avanzando con lentitud y hasta haciendo largas estaciones sobre el océano, especialmente cuando no estaba agitado, para hacer magníficas y copiosas redadas de pesca.

El Gavilán costeó en seguida las Pequeñas Antillas, corona de soberbias perlas arrojada entre el Atlántico y el golfo de Méjico, ricas en maravillosa vegetación, con alboradas y ocasos estupendos.

Algunas veces, durante las espléndidas noches, se detuvo sobre ésta o aquella montaña, entre solemne silencio de los bosques, para volver a emprender su carrera, antes de que los habitantes abrieran de nuevo los ojos.

No faltó, sin embargo, algún tiro disparado por cualquier guarda de las plantaciones o por algún cazador nocturno, pero afortunadamente ninguno hizo blanco.

Aquel crucero se prolongó por tres semanas, pues ningún motivo había para apresurarse a ir a Boston. Aún faltaba una decena de días para que pudiese llegar el telegrama del baronet.

Pasando alejado de los bancos de Bahama, el Gavilán voló a lo largo de las costas de Florida; después volvió al medio del Atlántico. A Ranzoff no le gustaba dejarse ver demasiado por los trasatlánticos que zarpan de los puertos americanos hacia Europa.

Aún faltaban algunos días para la fecha establecida, y se alejó hasta la vista de Nueva Escocia para enseñar a sus amigos un raro fenómeno.

—Quiero ver qué queda de la isla del Cabo de la Arena (Sable) —dijo a Boris y a Wassili—. Hace algunos años se decía que estaba para desaparecer bajo los incesantes ataques del Atlántico. Ya que tenemos aún un poco de tiempo, vamos a asegurarnos del estado en que se encuentra.

Una volada de treinta horas les llevó al Sur de Nueva Escocia, región muy frecuentada por los barcos. La isla del Cabo de la Arena estaba sólo a algunas millas, y desde el Gavilán se veía perfectamente en toda su extensión.

—Se va marchando —dijo Ranzoff, que observaba atentamente con un anteojo muy bueno—. Con unos pocos años más no será otra cosa que un escollo submarino que el Gobierno americano tendrá que volar con algunas toneladas de dinamita. Hace veinte o treinta años, era aún de una setentena de kilómetros; hoy \.i ha devorado el océano más de la mitad.

—Allí abajo veo brillar un faro —dijo Wassili.

—Es el tercero en aquel sitio, pero tampoco durará mucho. Se cuenta que los guardianes no se atreven a dormir en él.

—¿Por qué? —preguntó Rokoff.

—En pocos años, las olas han arrastrado dos en unión de los hombres que los habitaban; ése que ven ustedes no tardará en seguir igual suerte. Ya está minado y cualquier noche de tempestad irá a reunirse a los otros dos.

—¿Entonces aquí siempre está el océano de mal humor? —preguntó Fedor.

—Siempre de pésimo humor —respondió Boris—. Aquí casi siempre está enfurecido el Atlántico y arroja sobre las islas formidables oleadas. También Nueva Escocía desaparecerá con el tiempo. Ya las aguas roen sin cesar sus playas y concluirán por destruirla.

—Afortunadamente, nosotros no vivimos en Nueva Escocia —dijo el cosaco.

El Gavilán, después de efectuar algunas vueltas sobre la isla, volvió hacia el Sur para acercarse a Boston.

La época fijada para que el baronet expidiera el despacho estaba para cumplirse.

A la siguiente noche, el Gavilán giraba en los alrededores del Cabo Cod, que cierra por Levante la amplia bahía de Boston.

Ranzoff, después de asegurarse de que no había nadie por aquellos parajes, hizo descender a la máquina voladora en una playa bien nivelada por las grandes mareas.

—Solamente iremos cuatro —dijo a sus compañeros—. Boris, que es el más interesado en el negocio, y yo, y dos marineros para servicio de la canoa. Liwitz se encargará de dirigir el Gavilán durante nuestra ausencia y contestar a las señales que haremos. La cita será aquí, dentro de cinco días, a esta misma hora. Ustedes, entre tanto, pueden hacer una excursión a Terranova. Es la buena época de la pesca y se divertirán. ¿Has comprendido, Wassili?

—Perfectamente —respondió el ingeniero—. Pero podríamos todas las noches hacer una punta hasta aquí.

—Podrían observarles, y en Boston hay muchos barcos de guerra. Es mejor que se mantengan alejados para hacer perder las huellas si se intentara darles caza. Además no hay motivo de inquietud por nuestra ausencia. Tu hermano y yo desembarcaremos como dos caballeros particulares que vienen de hacer una excursión por el mar, y nadie se preocupará de nosotros.

Y volviéndose hacia los marineros que parecía esperasen sus órdenes:

—Botad la canoa —les dijo—. Y tú, Liwitz, haz que embarquen una de las cajas. Creo que con un millón tendremos bastante para fletar un barco y reclutar los aventureros.

La chalupa fue depositada en la arena y después arrastrada al mar. La preciosa caja había sido de antemano embarcada.

Ranzoff y Boris estrecharon las manos de sus compañeros y se alejaron en unión de Ursoff y otro marinero.

Un momento después, el Gavilán volvía a elevarse, y después de escoltar algún rato a la canoa, se perdió hacia septentrión.