CAPÍTULO VII

El buque fantasma

Cuarenta y ocho horas después de la caza de la ballena, el Gavilán, que había seguido descendiendo hacia el Sur con gran velocidad, llegaba a la vista de Trinidad, la isla del fabuloso tesoro.

Como casi todas las tierras que emergen del Atlántico, el grupito de Trinidad es de naturaleza volcánica y de difícil arribada hasta para pequeños barcos, por estar rodeado de escollos peligrosísimos, con la costa casi por todas partes tajada a pico.

Se encuentra a unas trescientas millas al Norte del trópico de Capricornio y a un millar de millas de Río Janeiro, la capital de Brasil.

Como ya hemos dicho anteriormente, es de naturaleza volcánica, de igual modo que Ascensión. Picos y otros islotes, pero no es absolutamente árida, viéndose en ella minúsculos vallecitos que verdean.

Trinidad, la mayor del grupo, es apenas de tres millas de largo y una media de ancho, y a pesar de las numerosas tentativas hechas para colonizarla por los ingleses y brasileños, ha permanecido hasta hoy desierta.

Únicamente de vez en cuando arriban a ellas algunos cazadores para hacer verdaderas hecatombes de aves marinas, especialmente gaviotas, procelarias y golondrinas.

Cuando el Gavilán, después de pasar por encima de la larga fila de escollos, se posó en la cumbre de la isla, llamada Ninepin, que se eleva en forma de torre de doscientos cincuenta y ocho metros, dominando el verdeante vallecito del Sugar Loaf, inmensa nube de gaviotas se precipitó sobre el huso, sacudiendo furiosamente las alas.

Eran algunos millares y parecían todas enfurecidas y dispuestas a dar la batalla, por tener sus nidos en aquella plataforma de la gigantesca torre. Una descarga de fusiles hecha por Rokoff y Fedor puso en fuga a los poco peligrosos volátiles, y el Gavilán pudo descansar tranquilamente sobre el pico, no sin espachurrar con su casco algunos centenares de huevos.

—Ya estamos sobre el terreno del tesoro —dijo Rokoff, saltando sobre la roca armado con su fusil, temiendo un nuevo ataque de los batallones alados.

—La caverna de los corsarios no está más que a unos cuantos pasos de nosotros —respondió Ranzoff—. Se abre hacia la parte occidental.

—Creo, sin embargo, que estos pajarracos nos van a fastidiar un poco antes de llegar allí —dijo Wassili—. Parece que se han constituido en defensores del tesoro.

—Les fusilaremos, amigo. Liwitz, vengan los fusiles de caza.

Las gaviotas, las estarnas blancas, las procelarias, los Dysporus piscator, a los cuales se habían unido últimamente algunos grandes albatros de pico robustísimo, se preparaban efectivamente a defender, si no el tesoro, al menos sus nidos.

Volvían de nuevo a la carga, por regimientos, con un alboroto ensordecedor, batiendo las alas sobre los rostros de los intrusos, intentando cegarles.

Nadie hasta entonces había visto un encarnizamiento semejante por parte de unas aves relativamente pequeñas. Los menos valientes eran precisamente los grandes albatros que se mantenían prudentemente detrás de la falange, contentándose con manifestar su indignación por aquella violación del domicilio con sonoros graznidos.

—Parece que rebuznan como asnos —dijo Rokoff, disparando contra la nube plumífera.

Ranzoff, sus amigos y hasta los marineros, se habían puesto también a disparar locamente, fastidiados por aquellas molestas manifestaciones más ruidosas que otra cosa, porque todas aquellas aves no se atrevían a atacar directamente a los intrusos.

Pero los exploradores tuvieron, contra su deseo, que ejecutar una verdadera carnicería para librarse de aquellos importunos.

Después de recorrer un centenar de pasos caminando sobre un verdadero pavimento de huesos, o como decía chistosamente Rokoff, sobre una inmensa tortilla, llegaron al borde occidental de la plataforma.

Un magnífico panorama se ofreció allí a las miradas de los exploradores.

El océano se extendía ante ellos, chispeando bajo los inflamados rayos de sol que caían casi a plomo, cruzado únicamente por miríadas de aves marinas que jugueteaban sobre la cresta de las olas o en las cavidades de la eterna oleada del Atlántico.

Al Sur, se destacaba claramente sobre el luminoso horizonte la isla de Martín Vaz, con su contorno de escollos y sus rocas imponentes y casi inaccesible.

Más allá surgían de las aguas miriadas de minúsculos islotes corroídos, desgastados por la acción incesante de las olas.

Un aire purísimo, vivificante, impregnado de salitre, llegaba a cortas rachas hasta la cima de la plataforma, dilatando los pulmones.

—Éste es un lugar maravilloso —dijo el cosaco que no estaba callado ni un momento—. No faltan ni los pájaros ni las tortillas; ¿qué más podría desear un robinsón?

—Un fiel Viernes y antropófagos que le quiten el sueño —dijo Fedor.

—¿Quién es ese Viernes?

—El criado de Robinsón Crusoe.

—¡Ah! Yo no entiendo de esas cosas. Ese señor es desconocido en la estepa.

—Descendamos por aquí —dijo en aquel momento Ranzoff, después de observar con atención las cornisas que se prolongaban en bastante número bajo el margen extremo, unidos entre sí por una serie de canalones—. ¿No ven ustedes allí el derrumbamiento?

—Sí —respondieron a una voz todos sus compañeros.

—Liwitz, ¿traes las antorchas?

—Tengo conmigo una media docena —respondió el maquinista.

—Seguidme, y cuidado en dónde se ponen los pies, porque el que caiga rodará hasta el mar y se despedazará contra los escollos.

—Si no concluye devorado por los tiburones —añadió Rokoff, que había visto surgir algunas colas en las inmediaciones de las escolleras.

Sosteniéndose unos a otros y adelantando con mil precauciones, descendieron a lo largo del primer canalón y llegaron con felicidad a la pequeña plataforma interior.

Los escombros que habían cegado la caverna del tesoro, tantas veces buscado y no encontrado por los aventureros de Knight, comenzaban precisamente allí.

Una enorme cornisa, corroída acaso por las aguas o hecha saltar a propósito por los corsarios que en 1820 ocuparon el islote, estaba arruinada, cubriendo con sus cascotes buena parte del lado oriental del Ninepin.

—Despacio, amigos —dijo Ranzoff, que abría la marcha—. Si ocurre bajo nuestro peso otro derrumbamiento, rodaremos todos al mar. El sitio más escabroso para subir es éste.

Se internaron en un segundo canalón, casi obstruido por tierras y fragmentos de rocas, y al cabo de cinco minutos llegaron a otra cornisa más ancha que la primera.

El capitán del Gavilán lo siguió por una docena de metros y después se paró ante una abertura que tendría un para de metros de circunferencia.

—Liwitz —dijo—. Enciende antorchas.

Tomó una, se echó en tierra y se internó arrastrándose, seguido por todos los demás.

Allí se abría una galería que debió de ser abierta por el esfuerzo del hombre, bastante baja y también muy estrecha.

Era un verdadero milagro el que Rokoff, con su corpachón de oso negro lograse pasar por allí.

Avanzaron una quincena de pasos y se encontraron en una vasta caverna natural, bastante alta para que cualquier granadero pudiese estar en ella cómodamente en pie, y a las miradas de los rusos y de los cosacos apareció una veintena de grandes barricas con las duelas ya casi desquiciadas y a través de cuyas rendijas habían escapado no pocas libras esterlinas.

Ranzoff, que además del fusil iba armado con una pequeña hacha, descargó un golpe formidable sobre el más próximo.

Pronto un raudal de oro, que arrancó a Rokoff un grito de maravilla, se esparció por la caverna, con un agradable sonido metálico.

—¿Ven ustedes? —preguntó Ranzoff con su calma acostumbrada—. Son verdaderas libras esterlinas saqueadas seguramente en algún buque inglés. En tres o cuatro barricas hay también barras de oro purísimo, verdadero oro de minas, robado de algún navío español que vendría de los puertos de Chile o el Perú. Sabían trabajar bien aquellos salteadores del mar.

—¿Y cómo no volverían a recoger sus barricas? —preguntó Fedor.

—Naufragarían o serían colgados en los penoles de algún crucero inglés —respondió Ranzoff.

—Entonces la historia del tesoro hubiera quedado ignorada —observó Rokoff.

—Puede haber ocurrido que alguno se salvara del agua o de la cuerda y que luego no tuviera medios para organizar una expedición a esta isla. De otro modo nadie hubiera sabido nunca nada.

—¿Cuánto oro contendrán estos barriles? —preguntó Wassili.

—Unos veinticinco millones de pesetas —respondió el capitán del Gavilán. Tenemos bastante para poder indemnizar con largueza al barón y repartir todavía un buen montón de oro que nos permitirá vivir sin preocupaciones.

—¡Dividir ha dicho usted! —exclamó Rokoff.

—Ésa es la frase exacta —dijo Ranzoff—. ¿No le gusta a usted, Rokoff?

—Cierto que no, capitán. Pero no acierto a comprender por qué piensa usted dividir, cuando este río de oro le debe pertenecer a usted exclusivamente.

—Calle usted, Rokoff. Entre amigos no se debe discutir. Lo dicho, dicho está, ¿no es verdad, Wassili?

El ingeniero hizo con la cabeza una señal de asentimiento, acompañada de una sonrisa.

—Además —continuó el capitán del Gavilán—, aún me queda otro tesoro, aunque no tan grande como éste, y que me he comprometido a repartir con el hijo del capitán Summers si logro descubrirle.

—¿Escondido en otra isla? —preguntaron a una voz los tres rusos y el cosaco.

—Sí, amigos, en una isla que ya hemos visto. Tengo la sospecha de que el barón Teriosky fue a poner su nido en el Inaccesible, con la esperanza de apoderarse de él.

—¿Entonces en estas islas del Atlántico se esconden ríos de oro? —dijo Rokoff—. ¿Serán verdades o leyendas?

—Ya tienen ustedes aquí una prueba de si son leyendas —respondió Ranzoff—. Pero ése de que hablo no fue escondido por los corsarios del Atlántico. Es una historia curiosísima que yo oí de la misma boca de Howard Summers, hijo del capitán del mismo nombre.

—De modo que, sin quererlo, está usted haciendo competencia al barón en la busca de tesoros —dijo Wassili.

—Es verdad, amigo, y sin que sepa que tiene un formidable rival.

—También esa historia debe de ser interesante —dijo Fedor.

—Extrañísima —respondió Ranzoff—, y que yo he logrado conocer gracias a un afortunado encuentro hecho en América, en Jackson, hace algunos años. En aquella época yo no pensaba de ningún modo en registrar las islas del Atlántico. Pero después de una conversación tenida con el señor Summers, se me ocurrió la idea, de igual modo que al barón de Teriosky, de hacerme yo también cazador de tesoros, y no me he arrepentido.

En aquel momento entraron en la caverna los seis marineros del Gavilán.

—Por ahora bastará con embarcar un par de barriles —les dijo el capitán—. Con ello habrá bastante para tomar a sueldo algunos aventureros, si hay necesidad de ellos, y también para fletar un barco.

Mientras los seis marineros dirigidos por Liwitz destrozaban dos barriles, llenando de libras esterlinas grandes canastas que habían llevado consigo, el capitán del Gavilán que, de igual modo que sus compañeros se había sentado sobre unas peñas, volvió a reanudar su narración.

—Según decía, por una combinación especial conocí a un cierto señor Summers, que una noche en que habíamos bebido acaso algo más de lo acostumbrado me hizo la siguiente interesantísima narración:

«Su padre era propietario de un bergantín que se llamaba el Hark, de la matrícula de Filadelfia y comerciaba activamente entre las Antillas y las ciudades de América del Sur.

»En 1858, volviendo de un crucero a las Indias Orientales, encontró en Filadelfia a un antiguo compañero, el capitán Handerson. Sabiendo que estaba sin compromiso, le ofreció el puesto de segundo de a bordo y partieron juntos para los mares del Sur.

»Era en la época en que los Estados Unidos del Norte sostenía terrible guerra[51] con los del Sur para obligar a éstos últimos a concluir con la esclavitud de los negros.

»Summers como buen patriota, volvía hacia septentrión para ofrecer sus servicios y su barco al Gobierno, cuando una furiosa tempestad le sorprendió en medio del Atlántico.

»El Hark, sacudido por el oleaje y medio desarbolado, fue arrojado hacia Levante en dirección a Tristán de Acuña. Durante siete días, el barco, combatido por la tempestad, erró sin gobierno, cuando apareció en el horizonte un crucero de los Estados del Sur.

»Divisar al bergantín y ponerse en su persecución para darle caza fue obra de un momento.

»Summers, que poseía, guardadas en una caja, treinta y cinco mil libras esterlinas, hizo esfuerzos desesperados para huir a la persecución y logró llegar a una minúscula bahía cerrada por tal número de escollos, que al crucero sudista se le quitaron las ganas de seguirle allí dentro.

»Desgraciadamente el Hark no pudo tampoco avanzar mucho a causa de aquellos obstáculos».

»Summers llamó al segundo y le dijo:

»—Tengo en mi camarote una caja con 35 000 libras esterlinas. Ayúdame a transportarla a tierra sin que la tripulación se aperciba de lo que encierra. Si tenemos la suerte de escapar de los sudistas, dividiremos mis riquezas.

»Así fue convenido y hecho. Los dos capitanes embarcaron en una chalupa, llegaron al fondo de la bahía y fueron a esconder la preciosa caja en una caverna conocida sólo por los dos[52].

»En tanto los marineros arribaban a su vez, mientras el crucero echaba a pique al Hark a cañonazos, alejándose después a toda máquina, sin ocuparase de los náufragos.

»Aquel islote formaba parte del grupo de Tristán de Acuña; pero cuál sea de los existentes, no se ha dilucidado aún con precisión, pero yo no desespero de encontrarlo un día u otro y poner mi mano sobre la caja para dividir el tesoro con el hijo del capitán Summers».

—¿Y qué fue de los náufragos? —preguntó Boris, que había escuchado el relato con vivo interés.

—La tripulación del Hark permaneció algunos meses en el islote, llevando la vida de Robinsón y alimentándose con aves marinas, hasta que un día, cansados de aquella existencia, arreglaron las canoas para dirigirse a Tristán de Acuña.

«Los dos capitanes embarcaron en la más pequeña y los restantes náufragos ocuparon las dos balleneras.

»Pero la misma noche estalló una tempestad que separó la embarcaciones, y solamente Summers y Handerson lograron, tras de esfuerzos prodigiosos, alcanzar la isla.

»De los marineros nada se volvió a saber. El Atlántico debió de habérseles tragado.

»Algunos días después el capitán Summers, enfermo de viruela, moría, y algunos meses después Carlos Handerson era recogido por un buque americano y conducido a Nueva Orleans».

—¿Y no volvió a recoger la preciosa caja?

—No lo creo —respondió Ranzoff—, porque no poseyó nunca los medios suficientes para fletar un barco y dirigirse al islote.

—¿Qué nadie sabe dónde se encuentra?

—El hijo de Summers me ha dado datos que podrían ser exactos. Se cree que el islote, que precisamente por esto se llama Summers, se encuentra a los 38°, 71' de latitud meridional y a los 64° 32' de longitud oriental.

—Cuando tenga tiempo iré a comprobar la costa y a buscar la caverna. Pero ya hemos charlado bastante y hemos olvidado que estamos escasos de víveres. ¿Les agradaría la caza de tortugas? Aquí abundan, ¿no es cierto, Liwitz?

—¡Por Baco! —exclamó el maquinista—. La primera vez que estuvimos aquí cogimos en una sola noche más de ciento y llenamos la despensa de huevos excelentes.

—Que nos han servido para obtener un aceite exquisito —dijo Ranzoff.

—Es cierto, señor.

El capitán del Gavilán sacó su reloj y miró.

—Son la seis —dijo—. Tenemos el tiempo preciso para descender al valle de Sugar Loaf.

Salieron de la caverna y habiendo ya sacado los marineros el oro recogido, obturaron por precaución la entrada, amontonando algunos peñascos, y descendieron por otra canal que parecía terminar en la verdeante llanura del Sugar, la única que estaba cubierta de hierba, si bien tan dura y seca que hasta las cabras la habrían despreciado.

El sol, rojo como un disco de fuego, descendía lentamente hacia el mar, proyectando horizontalmente sus últimos rayos, mientras una fresca brisa comenzaba a soplar de Poniente.

Abajo, en el fondo del valle, entre las rocas, se oía el rumor de los torrentes, despeñándose alegremente, y más lejos, hacia la costa, graznaban las aves marinas siempre numerosísimas.

Saltando de saliente en saliente, resbalando a lo largo de las canales o sobre los detritus rocosos desprendidos del gran derrumbamiento, los cinco exploradores llegaron bien pronto al extremo del valle y se dirigieron hacia una orilla baja y arenosa que se extendía en forma de arco, formando una minúscula bahía.

Era aquel un verdadero puesto para tortugas, porque a esos reptiles les gustan las orillas bajas y arenosas, ya que no pueden subir a las laderas rocosas ni los pequeños parapetos por la pequeñez de sus garras y el peso desproporcionado del caparazón.

Además, donde falta la arena no se presentan, porque necesitan de ella para depositar los huevos.

—Tenemos que esperar la salida de la luna —dijo Ranzoff—. En cuanto el astro nocturno se digne mostrar sus alegres facciones, veremos salir del océano verdaderas columnas de tortugas, porque ésta es la estación del desove, en que confían a la arena la incubación.

«Acaso ahí abajo habrá ahora millares, pero a nosotros no nos conviene dejarnos ver aún. Esos animales son muy desconfiados y temen bastante al hombre».

Se escondieron detrás de una roca, encendieron pipas y tabacos, según el gusto de cada cual, y esperaron conversando en voz baja, segurísimos de hacer una buena provisión de carne y de huevos.

—¿Y qué vienen a hacer aquí esos animales? —preguntó Rokoff, que era el más curioso de la compañía.

—Ya lo he dicho —respondió Ranzoff—. A poner bajo la arena colosales tortillas.

—¿Son buenos esos huevos?

—Casi tanto como los de gallina.

—¿Y para qué los entierran en la arena?

—Para no tomarse la molestia de incubarlos. De igual modo que los cocodrilos, encargan al sol el cuidado de madurarlos.

—¿Para ello excavarán agujeros?

—Se comprende. Casi siempre en el mes de febrero dejan los mares para acercarse a las islas.

«Ante todo reconocen minuciosamente, durante varios días, las orillas, para asegurarse si las amenaza algún peligro; y luego arriban, siempre de noche, después de ponerse el sol, y con las patas posteriores, que son muy largas y armadas con fuertes uñas encorvadas, excavan una fosa ordinariamente casi de un metro de ancha y de dos pies de profundidad, bañando las paredes con sus orines para amasar mejor la arena.

»El deseo de desovar es tan irresistible en esos animales, que aun estando llenas las hoyas vienen otras tortugas a depositar los suyos, destrozando muchos de los que ya hay en ellas».

—¿Son grandes esas tortugas? —preguntó Fedor.

—Algunas pesan hasta cincuenta kilogramos.

—¿Y qué ocurre cuando se rompen, ya incubados los huevos? —preguntó Wassili.

—Las tortuguitas nuevas esperan la noche para escapar al mar. Se ha observado que saben dirigirse siempre, por instinto, a las playas.

«Algunas veces se ha hecho la prueba, de meter en un saco algunas recién nacidas, llevándolas lejos del mar, entre las rocas, y sin embargo han sabido dirigirse hacia el agua».

—Tendrán la orientación de las palomas mensajeras —dijo Boris.

—Es probable, coronel.

—¿Y dice usted que de Jos huevos se saca un aceite excelente? —preguntó Rokoff.

—Bastante mejor que el de oliva —respondió Ranzoff—. Se echan los huevos en grandes recipientes de agua, se rompen con una pala, mezclándolos bien, y se deja la mezcla expuesta al sol, hasta que la yema sale a flote y se amalgama perfectamente. Él aceite se recoge y se cuece a un fuego vivísimo. Así preparado, queda aclarado, no tiene olor desagradable y toma un tono amarillento bellísimo. Sin embargo, es necesario que los huevos haga poco tiempo que estén depositados y que el embrión no haya empezado a desarrollarse.

«En toda la América del Sur es muy apreciado y en algunas ciudades del Amazonas y del Orinoco, en cuyos ríos se hace extraordinaria recolección de huevos, no se vende a menos de un duro el frasco».

—¿Cuántos huevos pondrá como término medio cada tortuga? —preguntó Boris.

—Entre ciento y ciento veinte —respondió Ranzoff—, pero muchísimos son rotos por las mismas tortugas que invaden las hoyas ya llenas.

En aquel momento, Liwitz, que estaba en observación en la cima de una roca que dominaba la orilla, llegó corriendo.

—Ya vienen —dijo.

—¿Ha salido la luna? —preguntó Ranzoff.

—En estos momento empieza a mostrarse.

—Vengan ustedes, amigos; necesitamos más carne que huevos.

Se levantaron en silencio y dieron la vuelta a las rocas, después de haber apagado cigarros y pipas.

Ante ellos se extendían dunas de arena, detrás de las cuales podían observar sin exponerse al peligro de alarmar a los deliciosos reptiles.

Del mar surgían a batallones las desovadoras.

Eran grandes animales, de peso alrededor de los cuarenta a los cincuenta kilogramos.

Se habían dispuesto en varias filas y excavaban apresuradamente las hoyas con las robustas garras, deponiendo huevos sobre huevos.

Con frecuencia estallaban riñas entre aquellos reptiles, porque los últimos llegados, para no perder tiempo, intentaban aprovecharse de los hoyos ya excavados.

—Volvedlas sencillamente sobre el dorso —dijo Ranzoff a los compañeros—, es la mejor manera de impedirlas huir hacia el mar y zambullirse. Los marineros se encargarán del resto.

Los seis hombres se lanzaron a la playa gritando a pleno pulmón.

Las tortugas, espantadas, dejaron las hoyas, arrojándose en confusión hacia el océano, pero se encontraron el camino cortado por Rokoff y Liwitz.

En menos de un cuarto de hora, más de sesenta animales se encontraban vueltos sobre el dorso. Las otras habían logrado huir, pasando entre las piernas de los cazadores.

—Tenemos aquí carne bastante para poder vivir más de un mes —dijo Ranzoff—, y huevos bastantes para sacar algunas docenas de frascos de aceite y hacer tortillas gigantescas. Mañana veremos de hacer la recolección.

La noche se había puesto verdaderamente fría, por lo cual volvieron a subir el valle del Sugar, llegando felizmente a la plataforma del Ninepin.

Al día siguiente el Gavilán descendió hacia la playa y recogió las pobres tortugas, cargando tres o cuatro millares de huevos, y hacia el anochecer del mismo día abandonaron la isla, aunque el tiempo, que hasta entonces se había mantenido hermoso y calmado, empezaba a empeorar.

Grandes nubes negras venían del lado del Brasil, empujadas por un viento frescachón, y el océano empezaba a rizar su superficie lisa hasta entonces, murmurando sordamente. Poco a poco aumentaba el oleaje, chocando las ondas unas con otras con extremada violencia.

—Espero que este huracán no nos molestará mucho, ¿no es cierto, Boris? —preguntó Ranzoff, que se había colocado al timón.

—En estas regiones generalmente estallan con extremada rabia, pero suele tener brevísima duración —respondió el excomandante del Pobieda—. Seguramente tendremos un aguacero diluvial.

El Gavilán aumentó su marcha luchando contra el viento que le embestía de través, haciéndole dar de cuando en cuando saltos que le sacaban de rumbo.

Hacia las diez, los relámpagos primeros rompieron la profunda oscuridad que envolvía el océano, y los truenos se mezclaron a los rugidos del oleaje y al silbido agudísimo de las rachas.

—Mejor hubiera sido continuar en Trinidad —dijo Wassili a Ranzoff, que se esforzaba por mantener al Gavilán sobre su ruta.

—O peor —respondió el capitán—. Las ráfagas hubieran arrojado el huso contra aquel caos de rocas, destrozándolo. No, Wassili; prefiero luchar en medio del océano sin estorbos delante ni detrás. Por otra parte, no hay motivo para asustarse. Si estos huracanes son formidables, ya ha dicho su hermano que son de corta duración. Si el viento continúa aumentando, nos dejaremos arrastrar hacia Levante. Por ahora no tenemos ninguna prisa.

Diluviaba furiosamente. Era un verdadero doldrum que se desplomaba sobre el Atlántico.

Ya no eran goterones lo que caía, sino verdaderos chorros de agua que golpeaban fragorosamente el huso, las alas y los planos horizontales. Los relámpagos se sucedían sin interrupción casi, iluminando siniestramente el océano tormentoso e inquieto y los truenos retumbaban cada vez más ensordecedores.

Había momentos en que parecía que entre las nubes se librase un gran combate naval con poderosa artillería moderna.

El Gavilán continuaba recibiendo violentísimos envites. Ranzoff, que temía por la suerte de las alas, iba a ponerse a la capa como dicen los marinos, o sea abandonarse al viento, cuando se oyó a Rokoff gritar:

—¡Un barco desarbolado!