El tesoro de la Trinidad
La cena, compuesta casi exclusivamente de pesca, perfectamente conservada en la heladora del Gavilán, en la cual no reinaban menos de 70° bajo cero, había sido devorada, el té había sido bebido y los cigarros encendidos.
Ranzoff y sus amigos, sentados a proa, respiraban a plenos pulmones el aire purísimo del Océano, mirando a las estrellas que se elevaban en el horizonte mientras el Gavilán apresuraba su carrera sosteniéndose majestuosamente entre el cielo y el agua.
Un gran silencio reinaba en torno a los hijos del aire, apenas roto por el ligerísimo rumor de las hélices, un silencio que únicamente puede encontrarse y gozarse en las más altas montañas del globo.
—Hemos comido y hemos encendido los cigarros —dijo de pronto Wassili volviéndose a Ranzoff— y la historia del tesoro no la hemos oído aún.
—Es verdad —respondió sonriendo el capitán del Gavilán—. ¿Qué quieren ustedes, amigos? Cuando me encuentro rodeado de este maravilloso silencio, lo olvido todo. ¡Ah! ¡La poesía del espacio!
—Dejaos de poesías y vamos a los millones —dijo Rokoff—. Estoy impaciente por hundir en ellos mis manos.
Ranzoff aspiró una tras otra tres o cuatro bocanadas de humo y después dijo:
—¡Ya veréis oro!
—Contad —dijo Wassili.
—Yo, por extraña casualidad, había oído muchas veces hablar de tesoros escondidos por piratas del Atlántico en las islas que se encuentran dispersadas entre la costa occidental de África y la oriental de América meridional.
«Ya han circulado muchas leyendas, que casi todos los marinos viejos conocen y que cuentan gustosos a sus jóvenes compañeros durante las grandes calmas.
»Probablemente también Teriosky, si es cierto que ha hecho su fortuna en esas islas, las habría oído a los lobos de mar descendientes de los antiguos corsarios.
»En una excursión al Brasil que yo hice hace muchos años a bordo de una goleta portuguesa, fue cuando tuve conocimiento de los enormes tesoros escondidos en la isla Trinidad, islote del pequeño grupo de Martin Vaz.
»El contramaestre de aquella goleta me había contado que en 1820 una banda de piratas del Atlántico, después de haber saqueado y echado a pique un barco español que llevaba un gran cargamento de oro, embarcado en no sé qué puerto del Perú, se vio obligada, a causa de una violenta tempestad, a buscar un momentáneo asilo en Trinidad, y que temiendo perder aquellas riquezas las había ocultado en una caverna y cerrado luego la entrada con un enorme peñasco».
—Ya conozco esa historia —dijo el excomandante del Pobieda, que escuchaba con atención—. ¿Lo ha encontrado usted?
—Sí, señor Boris, después de muchísimas pesquisas.
—¿Está usted seguro de que aún estará allí?
—Seguramente. Pero ¿por qué me lo pregunta usted? —preguntó el capitán del Gavilán, algo sorprendido.
—¿Cuándo lo ha encontrado usted?
—Hace dieciséis meses.
—Entonces sí se encuentra allí. La expedición del Halcón fracasó por completo.
—¡Del Halcón! —exclamaron a una Ranzoff y Wassili—. Explíquese, explíquese.
En vez de responder, Boris preguntó al capitán del Gavilán:
—¿A cuánto cree usted que asciende el tesoro?
—A cerca de un millón de dólares.
—Knight no se equivocó —dijo Boris.
—¿Quién es ese hombre? —preguntaron Ranzoff, Fedor y Rokoff.
—¿No han leído ustedes la expedición del Halcón, publicada en Inglaterra en 1889?
—No; respondieron todos a una voz.
—Entonces les diré a ustedes que el capitán E. F. Knight[50], un veterano del sport náutico, había sabido (acaso también él por un viejo marinero) que por los años alrededor del 1820 algunos corsarios habían escondido un gran tesoro.
«Un día zarpó de Southampton con su yate y una banda de aventureros con la esperanza de descubrir la caverna que debía contener aquel cúmulo de oro.
»El Halcón llegó con felicidad al islote, que cuentan es un pico volcánico rodeado de escollos peligrosísimos, pero cuando estaba haciendo un reconocimiento para encontrar un fondeadero donde estar a cubierto de las olas del Atlántico, la pequeña embarcación tropezó en una peña y se vio obligada a dirigirse a Bahía para reparar la vía de agua.
»Por último, después de muchas aventuras, el Halcón consiguió arribar a Trinidad y desembarcar una buena parte de sus aventureros.
»Se dedicaron con entusiasmo a excavar y hacer registros, pero ¡ay! ¡cuán inseguros son los negocios humanos!
»Emplearon cuatro meses en remover un derrumbamiento colosal; pero los compañeros de Knight aún no se han hecho millonarios.
»Debajo del cascote se descubrió una caverna y en ella se encontraron restos de corteza de quina y otras mercancías, lo bastante para demostrar que aquella gruta debía de haber servido realmente de almacén clandestino, pero que los piratas se habían llevado el oro, producto de sus rapiñas, antes de sobrevenir el terremoto.
»No obstante aquel fracaso, Knight y sus compañeros tuvieron, al regresar a su patria, un caluroso recibimiento por parte de aquellos yachtmen ingleses».
—Aquel pobre hombre no había tenido buen olfato —dijo Ranzoff que había escuchado con gran atención al excomandante del Pobieda—. Yo he sido más afortunado que él y he trabajado cuatro meses para remover el derrumbamiento, descubrir la caverna y encontrar aún intacto el tesoro. Cierto es que para llegar a aquella altura no serían suficientes las piernas de los hombres, porque allí debe haber tenido lugar un terremoto que ha echado abajo todas las cornisas y las plataformas superiores.
—¿Y cómo hizo usted para encontrar el escondite? —preguntó Rokoff.
—Por entonces no tenía a mi servicio más que a Liwitz. Ya hacía muchos días que estábamos reconociendo las cimas superiores del escollo, registrando todos los agujeros, cuando nos encontramos ante un derrumbamiento.
«Un enorme peñasco se había detenido entre los escombros, de tal modo, que el más pequeño empujón hubiera bastado para hacerle perder el equilibrio.
»En aquella época poseía algunos cartuchos de dinamita y, sospechando que aquellos escombros eran precisamente los que ocultaban la caverna, hice saltar al mar el peñasco.
»No me había equivocado en mis suposiciones. En el sitio que antes ocupaba la roca, se abría ahora una pequeña galería.
»Seguido por Liwitz, que se había provisto de una antorcha, la exploré y llegamos bien pronto a una espaciosa caverna, atascada de viejos fusiles, velas de recambio, barriles aún llenos de pólvora y bultos de mercancías, y entre todo aquello descubrí cuatro barricas, dentro de las cuales estaba el famoso tesoro escondido por los corsarios americanos».
—¡Qué emoción experimentaría usted en aquel momento, amigo Ranzoff! —dijo el cosaco.
—No excesiva —respondió el capitán del Gavilán, alzando los hombros—. Yo verdaderamente no he ansiado la riqueza, y Liwitz puede atestiguar que permanecí perfectamente tranquilo ante aquellas barricas que a cada hachazo dejaban escapar verdaderos torrentes de oro.
—No estaba yo tan tranquilo —dijo el maquinista, que se encontraba presente a la narración—. Daba saltos alrededor de los barriles y bailaba como un loco.
—Yo hubiera hecho otro tanto, joven —dijo Rokoff—. Es difícil permanecer tranquilo ante una montaña de oro, conseguida a costa de un mísero cartucho de dinamita.
—Prosiga usted, Ranzoff —dijo Wassili.
—No tengo nada más que decir —respondió el capitán del Gavilán—. Después de convencerme de que ningún ser humano que no poseyera una máquina para volar o por lo menos un globo, no podía llegar hasta allí por causa del precipicio, volví a emprender tranquilamente mi viaje.
—¿De modo que usted está segurísimo de que nadie ha podido tocar aquel tesoro? —preguntó Boris.
—Lo encontramos intacto. Si no fuera así, sufriría un golpe terrible, pero en eso no hay que pensar siquiera.
—¿Por qué un golpe terrible? —preguntó Wassili.
Ranzoff volvió a encender el cigarro que se había apagado durante la narración, y luego, mirando a la cara, primero al ingeniero y después al excomandante del Pobieda preguntó:
—¿Han prestado ustedes bien atención a cuanto ha dicho aquí el baronet?
—Seguramente —respondieron a una voz los dos hermanos.
—Entonces habrán oído que el viejo barón tiene consigo una cuadrilla de aventureros reclutados entre la peor chusma de los puertos del Báltico. ¿Cuántos son? No lo sabemos, pero con seguridad más que nosotros.
—Continúe usted —dijo Boris con ansiedad.
—Supongamos que ese loco se haya ocultado en cualquiera otra isla perdida en el Atlántico y que por temor de un golpe de mano por parte nuestra o por mejor decir de ustedes, se haya fortificado bien. ¿Qué podemos nosotros hacer en ese caso? No somos más que doce, sin duda valientes, pero muy pocos para expugnar un escollo.
—Confieso que no había pensado en ello —dijo Wassili—. Sois un hombre previsor, Ranzoff.
—Pues yo he pensado que se podría muy bien sacrificar un par de millones para fletar un buen buque para que coopere con nosotros y reclutar también un buen número de aventureros. En América, sea del Norte o del Sur, no faltan personas que por ganar un millar de dólares dejan la piel en los brazos del señor Belcebú, sin mirar atrás. ¿Les parece bien a ustedes?
—¿Y quién las reclutará? —preguntó Rokoff.
—Cualquiera de nosotros. No hay que preocuparse de ello por ahora. Y ahora, ya que la noche está tranquila, vamos a dormir.
Al día siguiente, por la noche, el Gavilán, que devoraba el espacio con velocidad fantástica, llegaba a la vista de las islas Bermudas.
Ranzoff, que no quería perder tiempo, aunque tuviese un mes por delante, antes que se pudiera saber algo del baronet, pues había que darle lugar a poder llegar a Rusia y expedir un cablegrama a Boston, decidió pasar sobre las islas en vez de rodearlas por Poniente o Levante.
Pero las cosas tuvieron que ser de otra manera, porque los insulares, al divisar aquella ave que hendía el aire con el ímpetu de un proyectil, le recibieron con nutridas descargas de fusilería, obligándole a elevarse con gran prisa.
—Ya que esos estúpidos nos obligan a alcanzar las grandes alturas, probemos a hacer una ascensión —dijo Ranzoff—. ¿Les disgustaría, amigos? Yo las he hecho magníficas en América y también en Asia.
—Subamos —respondió Wassili.
—Con tal de que no caigamos en la luna —dijo Rokoff.
—¡Bah!… No me disgustaría ir a fumar un cigarrillo allá arriba —dijo Fedor.
—E ir a ofrecer té a aquellos habitantes si es que los hay, ¿no es verdad, amigo?
—No habrá necesidad de ello, Rokoff —repuso el negociante.
—Sujétense ustedes bien fuerte a la balaustrada —mandó Ranzoff—. Liwitz, da el máximo impulso a la máquina y deja funcionar solamente las alas y la hélice de proa. Para la de popa.
—Sí, señor —respondió el maquinista.
—¿Preparado?
—¡Fuera!
El Gavilán se había inclinado bruscamente con la proa hacia arriba, apoyándose en la popa; después se lanzó oblicuamente.
Las alas batían el aire febrilmente y las hélices giraban con tal velocidad que no se veían.
Ranzoff, colocado ante un barómetro suspendido en una vigueta, contaba en voz alta:
—Dos mil… tres mil… cuatro mil… cinco mil…
El Gavilán subía siempre con una trepidación sonora, con la proa siempre en alto. Parecía un tren directo lanzado hacia la luna o hacia el sol.
La temperatura descendía con rapidez y los hombres comenzaban a experimentar síntomas de malestar. Las arterias y el corazón les latían febrilmente y sus oídos zumbaban de modo extraño.
De cuando en cuando sufrían algunos mareos.
Únicamente Ranzoff y Liwitz, que probablemente estaban ya acostumbrados a las grandes altitudes, parecía que no experimentasen ningún síntoma.
El primero miraba constantemente, ora al barómetro, ora al termómetro.
—¡Nueve mil! —dijo de pronto—, y 14° bajo cero.
—¿Quiere usted llevarnos hasta la misma luna? —preguntó Rokoff, que se mantenía desesperadamente agarrado a la balaustrada de acero—. Arriba se debe respirar muy mal. Me parece que el pecho se me desgarra poco a poco y que los pulmones no quieren funcionar.
—Y yo experimento la sensación de un hombre que hubiera bebido una pinta de vodka —dijo Fedor, que palidecía a ojos vistas.
Ranzoff no respondió; miraba siempre a los dos instrumentos.
—¡Diez mil! —le oyeron confusamente exclamar sus compañeros—, y 22° bajo cero. ¡Qué salto de temperatura! Liwitz, para las alas y las hélices. Los planos horizontales serán suficientes para dejarnos caer suavemente.
¡Ya era tiempo! Wassili, Boris, Rokoff, Fedor y hasta los seis marineros no se sostenían en pie. La asfixia les amenazaba.
El Gavilán volvió a su equilibrio, las alas continuaron abiertas e inmóviles, las hélices cesaron de funcionar.
La máquina voladora, sostenida por los planos, que le servían maravillosamente de paracaídas, volvía a descender hacia tierra con un fuerte balanceo que no tenía nada de desagradable.
Al paso que el Gavilán descendía, todos los individuos de la tripulación y los amigos de Ranzoff se sentían revivir.
La opresión, los ronquidos, el febril latir del corazón y las arterias desparecían con rapidez.
—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff, que ahora respiraba a plenos pulmones el aire tibio y vivificante, del océano—. Yo ya no podía más.
—Estas pruebas suelen ser peligrosas para quien no está habituado a las grandes altitudes —respondió Ranzoff, mientras Liwitz descorchaba una botella de cognac y lo ofrecía a todos.
—Sin embargo —dijo Wassili—, hay hombres que viven impunemente a alturas extraordinarias sin experimentar perturbaciones de ningún género.
—El organismo humano es como el de las plantas —respondió Ranzoff—. Se adapta maravillosamente así a los grandes fríos como a los grandes calores; a las hondonadas como a las grandes altitudes. Mientras las plantas se detienen a ciertos niveles, vemos a los esquimales vivir pacíficamente a 60° bajo cero y hasta los siberianos a 70°, y en cambio los africanos soportan temperaturas altísimas que llegan a veces, como en el Senegal, a los 48°, y otros resisten allí donde el aire está muy enrarecido.
—Es verdad —dijo Wassili—. En Europa hay unos pocos pueblos, como tres o cuatro de la Engadina, situados por encima de los 1860 metros, y en América ciudades considerables colocadas aún más altas y cuyos habitantes viven sin experimentar algún malestar.
«Por ejemplo: Méjico está situado a 2290 metros. Quito a 2900. Cuzco a 3470. La Paz a 3720 y Potosí a 4165.
»La mayor parte de las poblaciones del Perú y Bolivia viven por encima de los 3000 metros, y entre aquellas montañas hay antiguos caminos construidos por los incas que se elevan hasta los 3610 metros».
—Pero donde más resiste el hombre es en el Tibet —dijo Boris.
—Sí —respondió el ingeniero—. El paso de Mostaz, por ejemplo, se encuentra a 5800 y gran parte del año lo recorren gran número de peregrinos que se dirigen a Lassa y al Tengri-Noor.
»En Hamlo hay un monasterio de lamas que se encuentra a 5099 metros, y aquellos eremitas se sienten perfectamente.
—Pues yo me encuentro mejor cerca de la corteza terrestre —dijo Rokoff.
—Porque no está usted acostumbrado a las grandes altitudes como Liwitz y yo —respondió Ranzoff—. Sin embargo, en el viaje por el Asia realizado con usted y su amigo Fedor, atravesamos los más altos pasos del Tibet y no me he apercibido más que de una cosa.
—¿Cuál? —preguntó Rokoff.
—Que para calentarse bebía usted como una esponja —respondió riendo el capitán del Gavilán.
—Ya sabe usted que un cosaco siempre tiene sed.
—Yo también lo he notado ahora —dijo Fedor—. Se quedó olvidada la botella de cognac entre sus manos y este bribón se la ha bebido toda sin darse cuenta.
Una explosión de risa acogió la observación del negociante de té.
—Ahora que está vacía se la regalo a los peces —dijo el cosaco—. Por lo menos disfrutarán del perfume.
La arrojó por encima de la balaustrada y se había inclinado para ver dónde iba a caer, cuando lanzó un grito:
—¡Un monstruo! ¡Una ballena!
Todos se precipitaron sobre la balaustrada.
El Gavilán, que había seguido descendiendo lentamente, sostenido por los planos horizontales, se encontraba en aquel momento a sólo ciento cincuenta metros de las superficie del océano, y Liwitz, que lo había advertido, iba a poner en movimiento las alas y las hélices. Un cetáceo gigantesco, que medía lo menos dieciséis metros de longitud, completamente negro, aterciopelado por el dorso y argénteo por los flancos, con gran espina dorsal triangular, se encontraba precisamente debajo del Gavilán y había recibido en la cabeza el botellazo del cosaco.
Parecía que, efectivamente, le había disgustado el proyectil caído de lo alto, porque en seguida se puso a lanzar por las dos ollares inmensos chorros de agua pulverizada.
—¡Una poescopia! —exclamó Boris.
—¡Una ballena, en una palabra! —dijo Wassili.
—Y de las más vivaces.
—¡Si pudiéramos apresarla! —dijo Rokoff.
—¿Qué querías hacer con ella? —preguntó Ranzoff.
—Comernos por lo menos un pedazo.
El capitán del Gavilán permaneció un poco silencioso, observando con atención al gigantesco cetáceo; después preguntó a Boris:
—¿Es macho o hembra?
—Hembra —respondió el excomandante del Pobieda—. Allí está el ballenato que la sigue, casi por completo sumergido.
—¿Nunca han probado ustedes la leche de ese cetáceo?
—Sí, señor Ranzoff.
—Dicen que no es mala, ¿es cierto?
—Es posible.
—El intenso frío de nuestra despensa la hará mejor y nos servirá perfectamente para mezclarla con el té.
—¿Qué va usted a hacer, Ranzoff?
—Apoderarme del cetáceo —respondió el capitán del Gavilán—. El ballenato es ya bastante grande para poder proporcionarse por sí mismo los medios de vida. ¡Ursoff!
—¡Señor!… —contestó el timonel.
—¿Está cargado el cañoncito?
—Lo estará en seguida.
—Carga el arpón grande de caza.
—En seguida, señor.
—¿Qué va usted a hacer del arpón? —preguntó Wassili.
—Me proveo de lo necesario para si llegan las ocasiones poder hacer grandes pescas.
—Es decir, matar al cetáceo de un cañonazo o con una de las terribles bombas.
—No; es que voy a hacer un experimento.
—¿Cuál?
—Ya te lo diré después. ¡Diablo! También viajo algo para hacer estudios —dijo Ranzoff—. ¿Estamos preparados, Ursoff?
—Cuando usted quiera, señor.
El timonel en vez de cargar la pequeña pieza de artillería con un proyectil, introdujo en el ánima una larga asta de hierro que terminaba en una hoja casi triangular, con los bordes exteriores afiladísimos y los internos a ambos lados del mango, muy anchos y gruesos.
Era un arpón moderno, en uso hace ya varios años entre los balleneros, especialmente entre los noruegos.
Ranzoff hizo introducir la boca de la pieza por el escoben de proa para poder emplear un ángulo bajo, y apuntó cuidadosamente al cetáceo que continuaba nadando descuidadamente a flor de agua, engullendo por quintales los cangrejillos de mar, el famoso manjar de las ballenas, que no se encuentra solamente en los mares árticos y antárticos como se cree generalmente.
Pastaba con la misma tranquilidad de una oveja en el prado, sin preocuparse mucho del ballenato, que jugueteaba dando vueltas a su alrededor, apareciendo y desapareciendo para rozar con su ancho hocico el cuerpo aterciopelado de la madre.
—Pobre animal —dijo Fedor—. Merecía que se le perdonase.
Se inclinó sobre la pieza, corrigiendo por segunda vez la puntería, mientras Ursoff colocaba a lo largo de la balaustrada de babor la gruesa cuerda alquitranada que se unía a la lanza por dos o tres metros de cadena para impedir que la pólvora la incendiase.
Pocos instantes después resonó una débil detonación a bordo del Gavilán. Ranzoff había hecho fuego.
El largo dardo salió silbando, desarrollando la larga cuerda con rapidez fulmínea, y fue a clavarse hasta más de la mitad de la dermis grasa del animal, un poco a la derecha de la espina dorsal.
—¡Herida! —gritaron a una voz Rokoff y sus compañeros.
—Otro, mañana o dentro de una semana la mataría de igual modo —respondió Ranzoff—, y acaso ese otro no estuviera escaso de víveres como nosotros. La necesidad es ley para el viajero, lo mismo del aire que del agua.
—¡Cuerda, cuerda, Ursoff!… —gritó Ranzoff.
La ballena se hundía juntamente con el ballenato, agitando furiosamente la poderosa cola.
Verdes oleadas se levantaban alrededor de ella, y las espumas se teñían de rojo.
La sangre salía a torrentes por el enorme desgarrón producido por el arpón.
El negro dorso desapareció, creando una pequeña vorágine, mientras la cuerda, que tenía una longitud de trescientos cincuenta metros, continuaba desarrollándose.
—¿Y ahora? —preguntó Wassili, mirando a Rokoff.
—Esperemos que salga a flote y que nos remolque.
—¿Y nos arrastrará al fondo del océano? —preguntó el cosaco.
—Cortaríamos en seguida la cuerda, señor Rokoff, pero creo que no había que llegar a ese extremo. Si no quiere morir asfixiada, se verá obligada a volver pronto a flote. El aire que para los peces es suficiente, no lo es para aquel coloso.
—¿Entonces le haremos fuego?
—Ya tiene bastante —dijo Boris—. Estos arpones producen siempre heridas mortales. Foyn, el antiguo ballenero noruego, tuvo una magnífica idea al sustituir a la antigua lanza con las espingardas y los cañones. Por lo menos así no corren peligro las chalupas.
La cuerda no se hundía más, antes al contrario, cedía bastante, señal evidente de que el cetáceo volvía a la superficie del océano.
—¡Atención! —dijo el excomandante del Pobieda que durante sus largos cruceros por el océano había presenciado más de una vez la aprehensión de aquellos monstruos que habitan en las aguas saladas.
Sobre la superficie del mar, que en aquel momento estaba tranquilo, reinando casi completa calma, se apercibió un fuerte remolino.
De improviso apareció el cetáceo con un empuje inmenso, sacando del agua más de la mitad del cuerpo; después se fue a fondo con un ruido ensordecedor, lanzando un sonido formidable que tenía algo de metálico.
Afortunadamente la cuerda que le unía al Gavilán se había aflojado mucho; de otro modo, indudablemente la máquina voladora hubiera sufrido una sacudida peligrosa.
Por unos momentos el cetáceo, que parecía enloquecido por el dolor que le producía la grave herida, giró sobre sí mismo, sacudiendo en todas direcciones terribles coletazos; después emprendió la carrera hacia el Sur, arrastrando al Gavilán. Mientras esto ocurría, Ranzoff seguía por su cuenta una serie de cálculos.
—¿Qué hace usted? —le preguntó Wassili, mientras Liwitz, a una seña de su capitán, detenía por algunos momentos el movimiento de las alas y de las hélices.
—Quiero formarme una idea de la fuerza de tracción de este gigantesco pez —respondió el capitán del Gavilán.
—¿Y qué ha obtenido usted?
—Que esta ballena, que debe pesar unas sesenta toneladas, posee una fuerza de ciento cincuenta caballos de vapor y alguna fracción. Es un experimento como otros muchos.
—Que puede llegar a ser peligroso. El Gavilán sufre sacudidas terribles.
En lugar de responder, Ranzoff hizo otra seña a Liwitz, y la máquina voladora, en vez de dejarse remolcar, emprendió a su vez la carrera, sosteniéndose sobre el cetáceo.
—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff—. Este animal va como un torpedero de alta mar.
—Mucho más, capitán —respondió Ranzoff.
—¿Durará mucho esta endiablada carrera?
—Menos de lo que usted cree. El pobre cetáceo se va aniquilando rápidamente. Mire usted cuánta sangre arroja de la herida.
En efecto, la ballena se fatigaba. De cuando en cuando se zambullía completamente, intentando calmar los dolores atroces producidos por el terrible arpón; después volvía a flote, lanzando alaridos formidables.
El ballenato, a su vez, había desaparecido, obligado por la madre, porque esos valientes cetáceos aman con abnegación a su prole y se sacrifican gustosos con tal de salvar a sus hijos.
La furiosa carrera duró una hora larga; después el cetáceo se detuvo por primera vez, vomitando por los ollares chorros de rojiza agua.
Aquella era la señal de su próximo fin; jadeaba poderosamente con ruido a veces semejante al del trueno lejano.
Aún se sumergió tres o cuatro veces, sacudiendo con furor la cola y la fuerte espina dorsal; luego se detuvo por segunda vez.
El inmenso cuerpo retemblaba todo como si experimentase incesantes sacudidas.
De pronto la enorme masa se desplomó sobre la espalda. La ballena había muerto.
—Vamos a recoger la leche —dijo Ranzoff—. Las ubres están muy llenas y extraeremos algunos barriles.
—¡Pobre animal! —dijeron Rokoff y Fedor.
—La lucha por la existencia es así, mis queridos señores —respondió el capitán del Gavilán—. Desde que el mundo ha creado los seres, el más fuerte ha dado fin siempre del más débil.