Un terrible combate
A aquel segundo cañonazo que no dejaba dudar acerca de las intenciones belicosas del terrible Rey del Aire, los artilleros, a pesar de su convicción de que no podrían oponer gran resistencia al formidable ataque aéreo, se arrojaron a las torres, mientras los hombres de servicio despejaban rápidamente la cubierta.
El pájaro, seguro de su impunidad, descendía sobre el crucero con fulmínea rapidez, tendiendo sus inmensas alas casi inmóviles y sus planos inclinados, rígidos.
A mil metros se detuvo y se puso a girar cual siniestra ave de rapiña, alrededor del Tunguska, como si intentara herirle en algún punto vital.
—¡Fuego a discreción! ¡Toda la fusilería a cubierta! —telefoneó el baronet.
Por segunda vez el magnífico barco de guerra se cubrió de fuego y de humo.
Cañones grandes y pequeños, piezas de tiro rápido y ametralladoras disparaban como enloquecidos. Granadas de segmentos y balas perforantes desgarraban el aire, unas dando estampidos rumorosos y otras zumbando sordamente.
Trescientos fusileros estaban colocándose en la cubierta para rechazar el ataque, cuando tres o cuatro proyectiles, bombas de una potencia extraordinaria, cayeron de lo alto, entre los dos palos militares explotando con inaudita violencia.
El Rey del Aire desalojaba los puentes, despedazando la obra muerta y accesorios y haciendo estrago en los hombres.
Los fusileros caían a docenas y la granizada de bombas continuaba implacable. ¿Eran torpedos que llovían sobre el pobre crucero u otros instrumentos de destrucción semejantes? ¿Quién podría decirlo en aquellos momentos de horrible confusión?
El hecho era que el Tunguska, a pesar de su formidable artillería y su pesada coraza, se encontraba completamente a merced del enemigo.
Bastaron cinco minutos para aniquilarlo completamente. Los palos militares, quebrados por su base por la infernal tempestad de granadas, cayeron sobre la toldilla, encorvando el buque sobre estribor.
La coraza saltaba destrozada en pedazos, que caían al mar, las murallas se doblaban, las torres eran hendidas, obligando a los artilleros a refugiarse en las baterías.
Toda la cubierta estaba envuelta en llamas y las piezas gruesas yacían por el suelo desmontadas.
El baronet, pálido como un lienzo lavado, asistía a la destrucción de su barco sin pronunciar una palabra. Defendido por la enorme cúpula del block-house, había escapado a la muerte hasta ahora.
De pronto la granizada de proyectiles cesó, pero ya no funcionaban las máquinas y habían sido arrancadas las hélices del crucero que, privada también del timón, iba garreando hacia el banco fatal, arrastrado por las olas.
Teriosky salió del block-house y miró a lo alto.
La máquina voladora estaba a solo quinientos metros sobre el Tunguska, continuando impertubable sus giros concéntricos.
En una asta colocada en la proa del huso aparecieron algunas banderas de señales. Decían brutalmente:
«Si no os rendís antes de cinco minutos os echaremos a pique antes de que podáis encallar».
—Es preciso contestar, señor barón —dijo Orloff, que parecía vivamente conmovido—. Usted ha hecho todo lo humanamente posible por abatir a su adversario. Usted no tiene la culpa si no es el más fuerte.
El señor de Teriosky le miró sin responder. Parecía que en pocas horas había envejecido cinco años.
Los oficiales de Estado Mayor le habían rodeado, interrogándole ansiosamente con la mirada.
Continuar la lucha era imposible. El Tunguska no podía, de manera alguna, defenderse del ataque que venía de lo alto y no era ya más que un montón de hierro viejo destrozado, y para colmo de desgracia, de un momento a otro parecía que iba a perder el equilibrio bajo el peso de los palos militares y de las dos enormes piezas de sobre cubierta, todo lo cual gravitaba sobre estribor.
—Señores —dijo con voz tonante—. ¿Ustedes creen que toda resistencia sea inútil?
—Tenemos a bordo quinientos hombres cuya vida hay que ahorrar —respondió el teniente de navío.
—¿Ustedes atestiguarán ante el Almirantazgo que yo he hecho todo lo posible por librar al Atlántico de la terrible máquina voladora?
—Sí, señor barón —respondieron todos a una voz.
—Pues bien… arríese la bandera que anunciará nuestra rendición.
Hizo ademán de llevar la mano a la funda de su revólver, pero Orloff y un teniente rápidamente le detuvieron.
—¿Qué va usted a hacer, señor barón? —dijo el primero, arrancándole de un golpe el arma.
—Cuando el comandante de un barco se rinde, se mata, para no asistir al descenso del pabellón de la patria —respondió el barón con voz profunda—. Mi carrera ha terminado.
—Aún no, señor —respondió Orloff—. Los hombres de mar, y usted lo sabe mejor que yo, cuentan siempre con la revancha.
Cogió el revólver y, con un movimiento rápido, lo arrojó al mar, y añadió:
—Esto no vale lo que una pieza de treinta centímetros.
El baronet, que por un momento había parecido anonadado, levantó la cabeza.
—Tiene usted razón, señor Orloff. En el fondo del alma del marino queda siempre alguna cosa, especialmente si el marino es un hombre de guerra.
—Además —añadió después de algunos momentos de silencio—, tengo curiosidad por saber qué es lo que desean esos hombres.
—¿Y el barco, comandante? —preguntó el segundo de a bordo.
—Dejadlo que derive hacia el banco; de todos modos está perdido y no volverá a Rusia… ¡Abajo la bandera!
La máquina voladora continuaba sus giros como gozándose en la agonía del poderoso crucero, al que tan fácilmente había vencido.
Las banderas, pidiendo inexorablemente la rendición, ondeaban siempre en el asta de proa del huso.
La bandera se deslizó lentamente por la cuerda del árbol militar de popa, al mismo tiempo que la del asta.
Los jefes de pieza y muchos viejos contramaestres lloraban. Los oficiales de Estado Mayor estaban palidísimos.
Aquella doble arriada era la muerte del crucero.
—¡Señales con las banderas! —gritó el baronet, que parecía haber reconquistado de un golpe toda su sangre fría—. Decidles que nos dejen varar en el banco para impedir que el crucero se vaya a pique.
La respuesta del Rey del Aire no se hizo aguardar:
«Esperamos».
El Tunguska, desde que sus máquinas habían cesado de funcionar, se iba a la deriva. Aún ardían los inmensos hogares, haciendo girar los árboles motores privados por segunda vez de sus hélices.
Nadie se había ocupado de apagar los últimos residuos de carbón, ahora que el combustible encerrado en las amplias carboneras no tenían ningún valor.
El Tunguska no era ya más que un gigantesco despojo destinado pronto o tarde a terminar en el fondo del océano como los trasatlánticos de la Compañía Teriosky.
El maldito pájaro le acompañaba, describiendo de cuando en cuando espirales que le empujaban hasta tres mil metros, como si temiera una imprevista sorpresa, no ya por parte de la artillería, sino de los mausers, cuyos proyectiles podían subir muy altos y estropearle las alas o los planos horizontales.
Después se precipitaba como un cuerpo muerto, deteniéndose entre los mil y los mil quinientos metros, sosteniéndose con maravillosa precisión sobre los puentes del desgraciado crucero.
La gran masa de acero, empujada por las ondas que venían del septentrión, avanzaba hacia el banco de Munn’s Riff, sobre el cual rompían con extremado furor las olas con un estruendo infernal.
La máquina aviadora le había sorprendido apenas a quinientos metros de los primeros bajos, de modo que la carrera era brevísima.
El Tunguska, oscilando espantosamente y siempre escorado a estribor, se acercaba.
De cuando en cuando se desprendían, cayendo al mar, pedazos de la coraza, dando una sorda zambullida que producía un efecto desastroso en la tripulación, reunida sobre la toldilla.
Les parecía a aquellos valientes que fuesen pedazos de la patria rusa que se precipitasen en los báratros del Atlántico.
De pronto se sintió un choque violentísimo en la popa. El Tunguska había chocado en el bajo y la popa se había levantado, hundiéndose luego pesadamente en las arenas tenaces del Riff.
El baronet no se movía. Prefería que su barco terminase su vida sobre la superficie a verlo desaparecer bajo el Atlántico.
Además tenía que responder de la vida de cuatrocientos hombres.
Al encallar, no se produjo ninguna confusión entre la tripulación, acostumbrada ya a mirar con serenidad los mayores peligros.
Los oficiales para asegurar la posición del crucero e impedir a las olas derribarlo, hicieron fondear inmediatamente las anclas y arrojar al mar los dos palos militares, que eran la causa principal de desequilibrio.
En aquel momento aparecieron en el asta de proa del huso otras banderas de señales.
«¿Estáis dispuestos a responder?» —preguntaba el Rey del Aire.
«Sí» —fue la respuesta del crucero.
«Se invita al comandante a embarcarse solo en una de las chalupas a vapor y venir a parlamentar con el Rey del Aire. Si se niega volveremos a bombardear».
«Concedednos diez minutos para resolver».
«Esperamos» —fue la contestación de la máquina voladora.
El baronet, con una seña, llamó a su alrededor a todos los oficiales del crucero.
—¿Han entendido ustedes? —les dijo—. ¿No tienen ustedes nada que decir?
—Una pregunta, señor barón —dijo el segundo capitán de navío—. ¿No le cogerán prisionero esos hombres? La condición que imponen de que vaya usted solo ya me hace sospechar.
—Cuando se trata de la vida de cuatrocientos hombres, un capitán no debe titubear —respondió el barón—. Si me negase, volvería a empezar la lluvia de granadas y tendría lugar una espantosa hecatombe.
—El Tunguska, de todos modos está perdido, comandante. Al primer temporal nos veríamos todos barridos.
—Puede pasar un barco y recogernos antes de que nos sorprendiera un huracán. Este banco no está alejado de la ruta seguida por los trasatlánticos. Además no creo que el Rey del Aire sea un bribón en el verdadero sentido de la palabra: podría ocurrir que fuera un vengador.
—Acaso usted sabe algo —dijo Orloff.
—También podría ser eso —respondió evasivamente el barón.
Sacó el reloj y miró la hora.
—Ya han transcurrido seis minutos —continuó—. Que boten al agua la lancha de vapor pequeña. No tengo temor de ir a conocer al Rey del Aire.
—¿Y si lo hicieran prisionero? —insistió el capitán de navío.
—En ese caso haré lo posible por convencer a ese señor, en nombre de la humanidad, para que avise al primer barco que pase para que venga a recogerles a ustedes. Si nos ha perdonado la vida, cuando habría podido, continuando la lluvia de bombas, hundirnos antes de llegar aquí, quiere decir que no debe de tener intención de hacernos morir de inanición sobre este banco. Tengan ustedes confianza en mí.
Un agudo silbido le avisó que la pequeña lancha a vapor estaba ya en el agua y su máquina bajo presión.
Estrechó las manos de sus oficiales, contestó al saludo de los cuatrocientos hombres alineados en la cubierta y descendió a la chalupa, que se lanzó a toda máquina hacia el septentrión.
También la máquina aérea se había puesto en movimiento, volando rápidamente en aquella dirección. Se mantenía a una altura apenas de quinientos metros e iniciaba un lento descenso hacia el océano.
El baronet siguió su marcha hasta que vio aparecer en el asta otras banderas que señalaban:
«Paraos».
Dieron contravapor a la chalupa que, después de un último empuje, se paró, dejándose mecer por las olas.
La máquina voladora descendía con rapidez. Cayó apenas a quince metros de la lancha, teniendo las alas perfectamente rectas, posando sobre el agua los planos horizontales que le servían de balancines, y clavando en el mar su quilla reluciente.
El pájaro se había dejado posar como un gigantesco albatros que deseara tomar un breve reposo.
Sobre la proa se presentó en el acto un hombre que, quitándose la gorra, dijo en correcto ruso:
—Buenos días, señor. ¿Tengo el honor de hablar, si no me engaño, con el señor barón de Teriosky?
El comandante del Tunguska no pudo refrenar un movimiento de extrañeza al verse conocido por un hombre a quien no recordaba haber visto hasta aquel momento.
Pero en seguida se repuso, y contestó:
—Sí, soy el baronet de Teriosky, comandante del Tunguska. ¿Y usted, quién es?
—Me llaman el Rey del Aire.
Por breves instantes se miraron los dos hombres con vivísima curiosidad; después Ranzoff —porque era precisamente el capitán del Gavilán— volvió a decir con perfecta cortesía:
—Le suplico que acepte mis excusas por el modo verdaderamente brusco con que he tratado a su magnífico crucero, pero usted convendrá en que tenía perfecto derecho de defenderme, desde el momento en que la guerra estaba lealmente declarada entre mi Gavilán y los trasatlánticos de la Compañía Teriosky. Usted me ha atacado y con su encarnizada persecución desbarataba mis planes.
—Yo, señor, defendía mis vapores, que usted se divertía en echar a pique.
—No los vuestros, señor barón, sino los de su padre —corrigió Ranzoff, con una ligera punta de ironía.
—Que un día debían llegar a ser míos, señor —dijo el comandante del Tunguska, un poco molestado—. Yo soy su único heredero y usted me ha privado de algunos millones para regalárselos inútilmente al océano, que no tenía ninguna necesidad de ellos.
—Si su padre no viviera, yo acaso hubiera dejado tranquilos a sus trasatlánticos, porque las personas por cuenta de quienes obro no hubieran tenido motivo de venganza.
—¿De quién quiere usted hablar? —preguntó el baronet, que parecía profundamente impresionado.
—De las víctimas de su padre —respondió Ranzoff con voz grave.
El comandante del Tunguska se sonrojó como una muchacha; después palideció espantosamente, al tiempo que con un gesto rápido se secaba algunas gotas de sudor que resbalaban por sus sienes.
—Mi padre se ha vuelto loco —dijo con voz sorda—. En Rusia lo sabe todo el mundo,
—Lo cual no le ha impedido arruinar a dos hombres honrados, confiscándoles sus riquezas en provecho propio y haber raptado su hija a uno de ellos, mandándoles, por último, desterrados, a uno a Siberia y al otro a Sajalin.
El baronet se dejó caer sobre el banco de popa, completamente anonadado, sosteniendo su cabeza entre las manos, presa de profunda desesperación, mientras Liwitz, ayudado por dos marineros, detenía con un bichero la lancha de vapor, acercándola suavemente al Gavilán y atracándola.
Al sentir el pequeño choque, volvió a levantarse el barón.
—¿Quién le ha informado a usted de esa vergüenza cometida por la locura de mi padre? —preguntó.
—Tenga usted la bondad de subir a mi máquina voladora y le presentaré a los acusadores de su padre.
El baronet titubeó un momento y dirigió una mano al estuche del revólver, vaciado afortunadamente por Orloff, acaso con intención de servirse de él contra sí mismo antes que contra el Rey del Aire; después, haciendo un esfuerzo de voluntad repentino, saltó a la escalera de popa del Gavilán, poniendo el pie sobre la toldilla.
Los seis marineros del Gavilán, con Liwitz a la cabeza, estaban alineados en la misteriosa máquina armados con fusiles; detrás de ellos había otras personas en las que el baronet no se fijó.
A una seña de Ranzoff, la tripulación presentó las armas al capitán del Tunguska, después se dividió en dos, dejando al descubierto a Wassili y al excomandante del Pobieda.
A popa estaban sentados, y también con armas, Rokoff y Fedor.
El baronet, al ver ante sí a los dos hermanos víctimas de su padre, lanzó un agudo grito y después dio dos o tres pasos atrás, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Vosotros!… ¡Vosotros! —exclamó con angustia.
—Sí, nosotros mismos, primo —respondió Wassili—. ¿No pensabas encontrarnos aquí, sobre este tremendo ingenio de guerra que desafía impunemente a los trasatlánticos de tu padre y los potentes buques del Gobierno ruso, no es cierto?
—¡Vosotros!… —repitió el baronet.
Pero pronto una intensa reacción sustituyó a aquella violenta postración.
—Y bien, ¿qué queréis ahora de mí? —preguntó con voz estridente, cruzando los brazos y adelantándose hacia sus primos—. ¿Mi vida por vengar la locura de mi padre? ¡Tomadla!
—Tu vida no bastaría para rehabilitarnos —dijo Boris—. Además, que no me restituiría a mi Wanda, infamemente raptada por tu padre.
—Tienes razón, comandante —dijo el barón, tranquilizándose de pronto—. Mi vida no debe extinguirse para poder auxiliar a la rehabilitación del excomandante del Pobieda y del ingeniero. Mi padre ha obrado como un verdadero miserable, o mejor dicho, como un loco. Mi deber de hombre de honor es borrar la mancha que él ha arrojado sobre el blasón de Teriosky. ¡Perdonadme!
—A ti, primo, no te debemos ningún perdón, porque sabemos que no has tenido ninguna participación en este desgraciado asunto. Si no me equivoco, cuando tu padre urdió la intriga infernal que debía hacer de mí, honrado hombre de mar, un galeote de Sajalin y de mi hermano un minero de Alghasithal tú navegabas por Japón con el Amar.
—Es cierto, coronel —respondió el barón—. Hasta mi regreso a la patria no supe con horror todo lo que había hecho mi padre para robaros a Wanda, que él en su locura, cree que es mi hermana, vuelta a la vida entre las ondas del mar del Norte. Era ya tarde para pensar en vuestra rehabilitación, intenté convencer a mi padre para que reparara aquella infamia, y me contestó con una seca negativa, por miedo de quedarse sin tu hija, coronel, que ya adoraba con locura. Además, la deshonra hubiera caído sobre nuestra casa, y acaso otro en mi lugar, antes de comprometer a su padre, hubiera obrado como yo. Desde entonces no le he vuelto a ver. Partió para el Atlántico ecuatorial para buscarse un refugio ignorado por todos, porque siempre temía vuestro regreso de un momento a otro.
—Y se refugió en Tristán de Acuña, en el Inaccesible, ¿no es verdad, señor barón? —dijo Ranzoff.
—Es cierto. Él había visitado en su juventud aquel enorme escollo para buscar no sé que tesoros escondidos hace muchísimos años por los corsarios ingleses y conocía al dedillo aquel sitio.
—¿Llevó consigo muchos hombres? —preguntó Wassili.
—Unos cincuenta, reclutados entre los más terribles aventureros de los puertos del Báltico.
—¿Sabéis que ha dejado Tristán?
—Sí —respondió el comandante del Tunguska, después de breve vacilación—. Hará tres semanas que me llegó un despacho de Santa Elena. Me anunciaba que mi padre había salido de la isla en unión de sus hombres, a bordo de una pequeña embarcación de vapor que había llevado consigo, pero sin decirme para dónde.
—Perdonad, señor barón, ¿juraríais por vuestro honor ignorar dónde ha buscado refugio vuestro padre?
—Lo juro —respondió sin vacilar el comandante del Tunguska.
—¿Reprueba usted la conducta de su padre?
—En absoluto.
—En tal caso, ¿estará usted dispuesto a ayudar a sus primos en su rehabilitación?
—Sí, con todas mis fuerzas.
—¿Y hacer lo posible por indicarnos su nuevo refugio? Comprenderá usted perfectamente que su padre no tiene ningún derecho a tener prisionera a una muchacha que no es su hija.
—Ya le he dicho que mi padre es un loco.
—Entonces ahora fijaremos las condiciones, si usted quiere conservar la libertad y salvar a sus marineros —dijo el implacable Ranzoff—. Si las rechaza usted, le detendremos con nosotros como un precioso rehén y hundiremos con nuestras granadas los despojos del crucero.
—Estoy dispuesto a aceptarlas —respondió el baronet—. Hable usted, señor.
—Le concedemos a usted un mes para que nos haga saber dónde ha escondido su padre a la señorita Wanda Starinsky.
—¿Y cómo se lo voy a hacer saber? ¿Dónde? ¿En qué sitio?
—Bastará que expidáis un despacho en la oficina de Telégrafos de Boston, destinado al señor R. Ranzoff.
—¡Irán allí a recogerlo! —exclamó el baronet con sorpresa.
—Seguramente, ¿por qué no?
—¿Con la máquina voladora?
—¡Ah! Eso es otra cosa.
—¿Eso es todo?
—No, señor barón.
—¿Qué quieren ustedes aún?
—Decirle que ahora vamos a buscar un barco al que avisaremos que en el banco Munn’s Riff ha encallado un buque de guerra ruso y que algunos centenares de hombres esperan urgente socorro. Interrumpiremos nuestros cruceros por el Atlántico hasta que estemos seguros de que les hemos salvado. Aún tengo otra cosa que decirle.
—¿Qué?
—Que será usted reembolsado completamente de las pérdidas sufridas por la Compañía.
Esta vez no sólo el barón hizo un movimiento de intensa sorpresa; también Boris y Wassili miraron a Ranzoff, preguntándose mentalmente si habría también enloquecido como el barón.
—¿Es usted un nabab[49]? —exclamó Teriosky—. Los tres buques echados a pique no le costaron a mi padre menos de un millón de dólares.
—Ese es el cálculo que yo había hecho aproximadamente —respondió el Rey del Aire con calma—. ¿Acepta usted nuestras condiciones?
—Sí, pero con una salvedad.
—Decidla.
—Yo les aseguro por segunda vez que ignoro en absoluto dónde se habrá refugiado mi padre, pero estoy seguro de que se encuentra en alguna isla muy conocida por él. Ustedes le atacarán y los aventureros que mi padre ha contratado se defenderán seguramente con encarnizamiento. ¡Perdonen ustedes a mi padre!
—Se lo prometemos —respondieron a una voz el Rey del Aire, Boris y Wassili.
—Son ustedes generosos; yo procuraré no serlo menos. ¿Estoy libre, señores?
—Su chalupa le espera —respondió Ranzoff.
El barón estaba parado ante sus dos primos. Parecía que en su ánimo se había entablado terrible lucha, a juzgar por la extremada alteración de su rostro.
De pronto dio un paso adelante, con las manos extendidas, diciendo con voz profundamente conmovida:
—Les juro, señores, que si mi padre en su locura ha cometido una acción infame, el hijo hará todo lo que pueda por repararla.
Estrechó las manos que el excomandante del Pobieda y Wassili le tendieron sin titubear, se quitó la gorra ante Ranzoff, que le saludaba, y después escapó saltando a la lancha de vapor, cuya máquina se mantenía bajo presión.
Liwitz retiró con rapidez el bichero, dejándolo libre.
El baronet hizo una última seña de adiós; después la lancha se dirigió al Tunguska, que continuaba inmovilizado en el banco.
Casi en seguida la máquina del Gavilán se puso a funcionar, y el pájaro maravilloso, después de deslizarse sobre el agua algunos centenares de metros para tomar impulso, se elevó majestuosamente en el aire.
—Ursoff —dijo Ranzoff—, dirige hacia la costa americana. Hemos prometido a Teriosky enviar en su auxilio algún barco y cumpliremos escrupulosamente nuestra palabra. Además, en nuestro interés está que vuelva a Europa cuanto antes, ¿no es así, señor Boris?
—Seguramente, si queremos saber dónde está escondido su padre.
—¿Está usted seguro que él cumplirá también su promesa?
—Es un hombre de guerra, un soldado y no tenemos motivo para dudar de su palabra de honor. El joven comandante no me parece capaz de cometer una traición.
—Yo tampoco dudo de su lealtad —dijo Wassili—. Él nos devolverá a Wanda e intentará nuestra rehabilitación.
—¡Por las estepas del Don! —tronó Rokoff—. Si no mantuviese sus promesas tendría que verse conmigo. Yo puedo volver a Rusia cuando quiera, y un comandante de marina no puede ocultarse como un cualquiera. El estrangularle no sería muy difícil para mis garras de oso negro, como Fedor llama a mis manos.
—Yo espero que no habrá necesidad de apelar a esos extremos ——dijo Ranzoff, riendo—. Usted es un hombre verdaderamente terrible.
—De otro modo no sería un cosaco —dijo Fedor.
Un toque de campana les avisó de que el cocinero de a bordo, no obstante tanta aventura emocionante, no se había olvidado de preparar la comida.
Entretanto el Gavilán se alejaba del banco, velocísimo, dirigiéndose hacia la costa americana, donde tenía esperanza de encontrar fácilmente algún trasatlántico con rumbo para Europa.
Ranzoff y Boris, que conocían perfectamente las rutas seguidas con preferencia por los buques que navegan entre ambos continentes, estaban seguros de encontrar pronto alguno.
Sin embargo, el Gavilán tuvo que recorrer sus trescientas millas antes de divisar un trasatlántico.
Desplegaba bandera francesa y parecía que proviniese de Boston, que era el puerto más cercano y también el más importante.
Al ver la terrible maquina voladora, ya conocida tanto en Europa como en América, la nave intentó huir primeramente, forzando la máquina, pero comprendiendo que todo esfuerzo sería inútil, se detuvo después de la primera intimación que la hicieron con banderas.
«¿Quieren echarnos a pique?», preguntó el trasatlántico, mientras una muchedumbre de emigrantes enloquecidos por el espanto invadían la cubierta dando alaridos.
El Gavilán, con asombro de todos, señaló lo que ya sabemos, es decir, que en el banco de Munn’s Riff había naufragado un crucero ruso y que cuatrocientos hombres estaban en peligro. Por lo cual les invitaba a cambiar inmediatamente de rumbo y marchar en socorro de los náufragos.
Pero Ranzoff había hecho una advertencia amenazadora.
«Cuidado, porque nosotros vigilaremos y si no os dirigís al banco os echaremos a pique a todos».
«¡Ya están advertidos!».
Y para hacer comprender al capitán que no bromeaba, el Gavilán siguió a distancia al vapor, que se había guardado de desobedecer aquella orden.
Hacia la puesta de sol, el Tunguska estaba a la vista. Continuaba semiacostado sobre estribor y no parecía que hubiera sufrido con los golpes de mar que el Atlántico descargaba sin cesar sobre el bajo.
El Gavilán, asistió, desde gran altura, al embarque de los náufragos, como para hacer comprender al capitán del trasatlántico que estaba pronto a efectuar su amenaza. Después, con una soberbia volada, pasó sobre el banco y desapareció hacia el Sur.
—¿Dónde nos va usted a llevar ahora? —preguntó Wassili a Ranzoff, que estaba observando con atención una costa del Atlántico meridional.
—A buscar los millones necesarios para pagar los vapores que hemos hundido a su primo —respondió el capitán, sin alzar la cabeza.
—¿Millones dice usted?
—¿Qué: únicamente ha de haber sido Teriosky afortunado en sus pesquisas? También yo me he ocupado de los tesoros escondidos en las islas perdidas en el inmenso océano. Ya me parece haber hablado antes de esto.
—Efectivamente, me acuerdo de ello.
—Bueno, por ahora vamos a cenar, amigos. Ya hablaremos sorbiendo el té y fumando un buen cigarro.