CAPÍTULO IV

La reaparición del Gavilán

Transcurrieron dos semanas largas de labor febril para reparar completamente al crucero, poniéndole en condiciones de emprender de nuevo la cacería de la máquina voladora.

Durante todo aquel tiempo no llegó a la isla ninguna noticia del Rey del Aire, aunque algunos vapores americanos recalaron allí obligados por un violentísimo huracán que por varios días trastornó el Atlántico.

El baronet, de acuerdo con el Estado Mayor, decidió volver a las aguas de Terranova, también con la idea de recoger noticias.

Bien repletas las carboneras, una hermosa mañana, el Tunguska, aprovechando la marea alta, dejó la Gran Bermuda, dirigiéndose hacia septentrión. El Atlántico estaba bastante agitado y el horizonte cubierto de antipática niebla de un intenso tinte gris oscuro.

Siempre es raro encontrar días buenos en parajes de las Bermudas. El cielo, constantemente está nebuloso; el sol casi siempre cubierto y pálido y terribles vientos producen tremendo oleaje que bate en brecha aquellas poco afortunadas islas.

Por siglos y siglos, desde hace millares de años, aquellas formidables rocas, por algún capricho del fondo del mar (si no es que de igual modo que las Canarias y las Azores no son las más elevadas cumbres de la Atlántida), oponen a las vías del océano una resistencia inquebrantable.

Verdad es que el incesante asalto de las olas las minan, royéndolas poco a poco, pero no es nada en comparación a la robustez de la roca.

Cuatro días después de su partida de la Gran Bahama, el Tunguska, que había sostenido una marcha moderada de diez nudos, llegaba a la vista de Miquelón, la colonia francesa de Terranova y uno de los centros principales de la pesca del bacalao.

Un gran número de pequeños veleros navegaban a lo largo, lentamente, hacia los bancos frecuentados por aquellos excelentes peces, escoltados por dos remolcadores para volver a tierra en caso de ser sorprendidos por el poudrin, la espesa niebla que de cuando en cuando envuelve aquellas islas.

El baronet indicó a los dos barcos de vapor que se acercaran y siguió un cambio de preguntas y respuestas por medio de señales con banderas.

El Estado Mayor del Tunguska no se había equivocado. La terrible máquina se cernía nuevamente en las cercanías de Terranova, haciendo rápidas puntas hasta las costas americanas.

Algunos pescadores la habían visto, pocos días antes, en el estrecho de Belle-Isle, dirigiéndose, al parecer, al Labrador. Más tarde, un torpedero canadiense le había hecho algunos disparos de cañón en los parajes de la isla de Anticosti, casi en la desembocadura de San Lorenzo, porque todos los barcos de guerra habían recibido orden de hacerle fuego en caso de encontrarla.

El baronet sabía ya bastante. El Rey del Aire tendía seguramente a destruir los cuatro trasatlánticos de la Compañía que hacían el servicio entre Quebec y Hamburgo.

Decidió, por tanto, penetrar en seguida en el vastísimo golfo de San Lorenzo, con la esperanza de sorprenderle.

—Tengo el presentimiento de que pronto vamos a encontrarlo —dijo al comandante del Orulgan, mientras el crucero enfilaba a toda máquina a lo largo de las costas meridionales de Terranova—. Pero sería necesario sorprenderlo y larzarle encima una andanada antes de que tuviera tiempo de elevarse.

—Eso intentaremos hacer y espero poder engañar al señor Rey del Aire.

—¿De qué modo?

—No cabe duda de que ese granuja vigila la desembocadura del San Lorenzo, intentando cazar uno de nuestros trasatlánticos. Remontaremos el río por algún tiempo, después bajaremos por él con las luces eléctricas encendidas y tocando la música como si se tratase de una fiesta a bordo. Si se encuentra en aquellos parajes, no tardará en mostrarse.

—Se puede intentar —dijo sencillamente Orloff.

Hacia el anochecer avistaba el Tunguska el faro de Anticosti y pocas horas después penetraba en el San Lorenzo, el gran río canadiense, navegable hasta para buques del mayor tonelaje.

No habiendo peligro de colisiones por la enorme amplitud del curso de agua, penetró en él con las luces apagadas, y después de recorrer una cincuentena de millas viró en redondo y descendió como un pacífico vapor que se prepara, con el vientre bien repleto de mercancías y emigrantes, a la travesía del Atlántico.

Todas las lámparas eléctricas fueron encendidas en el entrepuente y en las baterías, y la banda militar, reducida a la mitad, tocaba bajo cubierta valses y mazurcas polacas y húngaras.

En cambio, sobre cubierta, solamente brillaban los fuegos reglamentarios, el rojo y verde a proa y el blanco en el palo militar.

El baronet había dado todas las disposiciones necesarias para el combate. Oficiales y artilleros estaban en sus puestos tras las enormes piezas de las torres y las de tiro rápido, prontos a fulminar de sorpresa la máquina infernal en caso de que se mostrara, y que el Rey del Aire, creyendo habérselas con un trasatlántico de la odiada Compañía, se presentase de improviso, como acostumbraba, intimando el embarco de chalupas de tripulación y pasajeros.

El barón se había sentado a proa en una cómoda butaca con un excelente cigarro en la boca, mientras Orloff, provisto de un anteojo, escudriñaba de cuando en cuando el cielo, repitiendo siempre la misma frase: «Todavía nada».

Era una hermosa noche de otoño, y, cosa rara, el cielo tenía una transparencia maravillosa.

Las estrellas se mostraban por millones y millones, brillantísimas, y la luna comenzaba a asomar por encima de las ilimitadas selvas de pinos que costeaban el majestuoso río.

Un silencio profundo reinaba sobre la inmensa extensión de agua dulce interrumpido sólo por el acompasado y rápido pulsar de la máquina y por los vibrantes sonidos de los instrumentos de metal que lanzaban al aire las notas del magnífico vals de Strauss En las orillas del Danubio.

La guardia franca bailaba en la batería en espera del combate, mientras los hombres de la guardia nocturna examinaban cuidadosamente el cielo desde detrás de sus piezas.

Había ya descendido el Tunguska el último trozo del río, cuando Orloff, que de cuando en cuando apuntaba el telescopio en todas direcciones, se inclinó sobre el barón y le dijo:

—Usted es adivino, seguramente, señor.

—¿Por qué? —preguntó Teriosky, estupefacto, quitándose el cigarro de la boca.

—¿No ve usted que nos sigue?

—¿Quién?

—La máquina infernal.

—¡Será posible!

Vuela sobre nosotros hace diez minutos.

—¿Y no me lo decía usted?

—Ha caído sobre nosotros de improviso, y está encima, ¿qué íbamos a hacer? Nuestra artillería no puede disparar a lo alto. Además, aún no debe de haberse apercibido de que éste es un buque de combate y no un trasatlántico.

—¿En mi lugar, usted qué haría?

—¿Yo? Escapar a toda máquina, aunque tuviera que soldar las válvulas.

—Y saltar.

—No hasta ese extremo, señor barón. Si no puede usted hacer nunca fuego en sentido vertical, con la máxima elevación, siempre estaremos a merced del maldito pájaro.

—Estaba seguro de que vendría —murmuró Teriosky, arrojando el cigarro sobre la toldilla—. Sí; el único recurso que nos queda es desafiarle a la carrera. Veremos si ese demonio se atreve a hacer frente al barco más rápido de la marina rusa. Veintitrés nudos es mucho hoy en día.

Telefoneó desde el block-house a los oficiales de máquina para que subieran a cubierta.

—Señores —les dijo cuando estuvieron delante—. ¿Qué velocidad podremos alcanzar sin peligro de hacer estallar las calderas? Les advierto que digo la máxima. Por carbón no hay que preocuparse. Aún debemos de tener millar y medio de toneladas.

—Acaso veinticuatro nudos y alguna décima —respondió el oficial.

—La maquinaria es sólida; hagan ustedes lo posible por llegar a los veinticinco.

—Veremos, comandante.

El barón levantó los ojos hacia el cielo estrellado. La máquina infernal estaba allí, precisamente encima del crucero, a una altura de mil quinientos metros o más y arreglaba su marcha para mantenerse siempre en la misma situación. Las inmensas alas vibraban sin demasiada precipitación, mientras el huso, iluminado de lleno por la luna, relucía como si fuese de plata.

—Nos sigue teniéndose desenfilado de nuestras piezas —dijo el barón a Orloff.

—Ese Rey del Aire debe ser muy astuto —respondió el comandante del Orulgan.

—¡Qué olfato tan maravilloso el de ese hombre! Se diría que huele las naves a algunos centenares de millas de distancia.

—Es vuestra música la que les ha atraído.

—Precisamente, amigo mío.

—Eso no nos librará de grandes molestias, señor barón.

—¿Cree usted que nos atacará nuevamente, señor Orloff? —preguntó Teriosky con cierta preocupación.

—Será más fuerte que nosotros mientras se mantenga sobre nuestros puentes. Al surgir el primer rayo de sol, nos hará la fatal intimación: «Abandonad el buque y salvaos en las chalupas, u os hundiremos a todos».

—¿Y usted cree que yo estoy dispuesto a obedecer? Este no es un pobre trasatlántico sin protección y sin artillería…

—¡Eh! Si nos lloviera encima una tempestad de granadas o torpedos aéreos o lo que sean, no sé si yo respondería de su crucero, señor barón. A mi modesto modo de ver y de juzgar, me parece que para combatirle sería preciso otra máquina voladora como ella.

—¿Se atrevería usted a inventar una?

—Seguramente no, señor barón. Yo nunca me he ocupado en la vida de los pájaros, sino que me he contentado con conocer la de los peces, y eso a flor de agua.

—Esperemos el alba y forcemos la máquina.

El Tunguska precipitaba la marcha, favorecido también por la corriente del San Lorenzo, que se hacía sentir bastante junto a la desembocadura, debido al reflujo.

El enorme monstruo de acero, armado con un formidable espolón que para nada absolutamente le servía contra aquel pájaro dueño del aire, hendía fragorosamente la corriente con el ímpetu de un proyectil. Sin cesar se arrojaban en sus hogares toneladas de carbón para obtener la presión máxima, tanto, que los maquinistas y fogoneros había tenido que desnudarse para no tostarse completamente.

La coraza metálica vibraba sonoramente y las hélices turbinaban rabiosamente. Una inmensa nube de humo salía silbando de las chimeneas.

El crucero huía a tiro forzado. Las válvulas silbaban como si las máquinas fueran a estallar de un momento a otro, despedazando el casco. A pesar de aquellos esfuerzos gigantescos, la máquina voladora se mantenía obstinadamente encima del Tunguska, escoltándose en el descenso del San Lorenzo.

En vano las poderosas máquinas del crucero funcionaban rabiosamente; el Rey del Aire desafiaba al andador más veloz del Almirantazgo ruso.

El baronet, con los labios descoloridos, el rostro desfigurado, la frente cubierta de sudor a pesar del helado viento que soplaba sobre el gigantesco río, miraba al terrible adversario con creciente terror, sintiéndole suspendido sobre su cabeza como nueva espada de Damocles.

¿Qué hacer? ¿Qué decidir si la artillería no servía de nada? Aquella poderosa artillería que hubiera podido hacer frente a uno de los más formidables acorazados del mundo.

Hasta ahora, la lucha de velocidad no había dado otro resultado que consumir una cantidad enorme de carbón.

—¿Quién sabe?… Esperemos al alba —dijo el barón a Orloff y a sus oficiales, que no parecían menos impresionados que él—. Basta que se nos adelante al dar una volada.

El Tunguska corrió toda la noche sobre las aguas del San Lorenzo con una velocidad espantosa.

A las tres de la mañana se encontraba ya en el golfo y huía en dirección al Cabo Bretón, después de avistar la isla del Príncipe Eduardo. A las cuatro, en el momento en que las tinieblas comenzaban a disiparse, la máquina voladora aumentó gradualmente su velocidad, precediendo al crucero.

Se sostenía siempre a extraordinaria altura, de modo que no se exponía al tiro largo de la artillería ni de las torres ni de las cofas.

El Tunguska apresuraba también su marcha para no perderle de vista. Parecía, sin embargo, que el Rey del Aire no tratase de ocultarse, porque había encendido un gran farol rojo, imposible de confundir con una estrella.

La máquina funcionaba rabiosamente, imprimiendo al buque un impulso poderoso. Ya se pasaba de los veintitrés nudos, pero el terrible pájaro conservaba la distancia exactamente.

Al alba, el Tunguska no había logrado ganar sobre el adversario ni siquiera un décimo de nudo.

La máquina voladora continuaba tranquilamente su carrera, sosteniéndose en medio del vastísimo golfo y mirando en dirección del Atlántico.

El baronet, con un anteojo, se había puesto a observarle con atención.

A bordo del huso se divisaban hombres que paseaban por el puente, al parecer sin ocuparse para nada del buque de guerra que le perseguía obstinadamente, devorando toneladas de carbón.

—Es maravilloso —dijo el baronet a Orloff—. Esos hombres han resuelto el problema de la navegación aérea. No me sorprende: era un famoso ingeniero.

—¿Quién? —preguntó con asombro el capitán del Orulgan.

—No es más que una suposición mía —se apresuró a responder el baronet.

—¿Acaso conoce usted al inventor de ese pájaro?

—No sé nada, señor Orloff. Sólo digo que es una máquina asombrosa. Esas personas deben de haber estudiado a fondo el vuelo del cóndor, el de las águilas y el de los albatros.

—¿Y hasta dónde intentarán arrastrarnos?

—¿Quién lo sabe? Mientras haya en las carboneras una tonelada de combustible, yo no dejaré al Rey del Aire. También él agotará su provisión y supongo que no debe ser mucha a juzgar por la poca cabida del huso.

—¿De qué género será entonces? ¿Usted lo sabe, señor barón? A mí me parece que ese maldito pájaro no quema nada; ni carbón, ni petróleo, ni bencina, porque no veo ninguna chimenea y no diviso sobre él la menor traza de humo.

—Es cierto —dijo Teriosky, que se había puesto, de pronto, pensativo—. ¿De qué especie será la máquina? Debe desarrollar una fuerza extraordinaria para poner en movimiento las gigantescas alas y todas aquellas hélices. Ya lo sabremos cuando con una terrible andanada le precipitemos en el mar.

—Pero me parece que por ahora no tiene ninguna intención de exponerse al tiro de nuestra artillería.

—Pues yo no desespero de sorprenderle —dijo el barón, que ahora miraba hacia septentrión—. He aquí a mi aliado que desciende de los bancos de Terranova.

—¿El poudrin? ¿Para qué nos va a servir esa niebla?

—Más adelante lo sabrá usted, señor Orloff. Ya la encontraremos fuera del golfo y será más espesa.

En tanto la carrera continuaba. El Tunguska, viendo que no podía competir con la máquina voladora, había moderado un poco, para no agotar a los maquinistas y fogoneros y no derrochar el combustible, manteniéndose siempre por encima de los veinte nudos.

El Rey del Aire había regulado también su marcha de modo que se conservara una distancia de mil ochocientos metros, con una elevación de mil quinientos, para encontrarse fuera del tiro de las gruesas torres. A mediodía, el Tunguska navegaba en pleno Atlántico. La máquina voladora, después de pasar a la vista de Cabo Bretón, dobló decididamente hacia el sur.

—¿A dónde quiere arrastrarnos? —se preguntaba el barón, no sin alguna inquietud—. ¿Quiere presentarnos combate lejos de las costas y de las islas americanas? ¡Vive Dios! Ahora que la he encontrado, no dejaré la presa, suceda lo que quiera.

A los lejos, como ya lo había previsto, ondulaba en espesa cortina el poudrin.

Aquella densísima niebla blanquecina que se forma sobre los bancos de Terranova como consecuencia del encuentro de la corriente del Gulf-Stream, todavía caliente, con las corrientes frías que descienden del océano Ártico, cubre extensiones inmensas y es origen de muchos desastres.

Lo saben especialmente los pobres marineros franceses, ingleses y americanos que se emplean en la pesca del bacalao. Cada año ocasiona esa niebla grandísimas pérdidas a las flotillas que van a anclar sobre los bancos.

Pero las grandes cortinas avanzaban, no obstante, con mucha lentitud, extendiéndose hacia levante, sin envolver, al menos por ahora, ni la máquina voladora ni el crucero.

Pero no debían tardar en envolver al uno y al otro.

En efecto, hacia las cuatro de la tarde, cuando los dos adversarios se encontraban casi a la altura del Cabo Sable, que es el último y peligrosísimo islote que se encuentra al sur de Nueva Escocia, el poudrin, empujado por vigorosas rachas que soplaban del septentrión, cayó sobre el barco de guerra, ocultándolo a la vista del Rey del Aire.

—Ya llegó la famosa niebla —dijo Orloff abordando al baronet, que paseaba nerviosamente ante la torre de proa—. ¿Qué haremos ahora?

—Esperar —respondió brevemente el señor de Teriosky.

—¿No lo aprovechará ese maldito pájaro para eclipsarse?

—Hubiera podido hacerlo antes con la potente máquina que posee, mejor que la nuestra. Si se ha sostenido a la vista, quiere decir que lleva su mira al arrastrarnos lejos de las costas.

—¿Y si se aprovechase de esto para atacarnos?

—Según nosotros no le vemos, no nos verá él a nosotros, señor Orloff, ¿no le parece a usted?

—Pero no será sordo ese señor Rey del Aire; nuestra máquina produce bastante ruido para atraer la atención hasta de un sordo.

En lugar de responder, el baronet entró en el block-house y telefoneó a los oficiales de máquina:

—Parar hasta nueva orden.

Después volvió a salir, encendió un cigarro y se puso a fumar, diciendo a Orloff, que le miraba con extrañeza:

—Esto está hecho, comandante. Dentro de poco el Tunguska estará inmóvil.

El crucero, impulsado por el empuje poderoso de sus hélices, recorrió aún cuatrocientos o quinientos metros; después se paró, balanceándose fuertemente, por estar el Atlántico un poco movido.

Un profundo silencio reinó bien pronto a bordo. Todos callaban con la mirada fija en el aire, como si temiesen ver aparecer entre la niebla la terrible máquina.

El poudrin se hacía densísimo con rapidez. A la primera cortina habían sucedido otras, apretándose en torno del buque, empujadas por las rachas que descendían de septentrión. Los hombres de la guardia de proa no divisaban a los de popa. Los palos militares parecían haber desaparecido.

El baronet continuaba paseando ante el block-house, fumando constantemente. Orloff le seguía, maldiciendo contra la humedad que le estropeaba el tabaco de la pipa, que funcionaba malísimamente.

Los oficiales estaban inmóviles junto a las torres, preparados para mandar el fuego.

En lo alto no se oía nada; solamente en torno del buque mugía el Atlántico con murmullo amenazador.

Transcurrieron dos horas. Creciente ansiedad invadía a toda la tripulación.

¿Qué hacía el Rey del Aire? ¿Se dispondría a inundar el barco de granadas, o se había alejado? La ansiedad de sufrir un ataque imprevisto de aquel inapresable enemigo que de tan poderosos medios de destrucción disponía, les trastornaba a todos.

Únicamente el baronet conservaba maravillosa calma y continuaba fumando cigarros sin demostrar la menor preocupación.

Hacia las seis, cuando la oscuridad era completa y los marineros se preparaban a encender las luces de posición para evitar alguna colisión, lanzó una orden seca:

—¡Nada de luces!

Después hizo llamar a los oficiales de las piezas.

—Cada pieza va a disparar ahora diez tiros —les dijo—. Disparen en todas direcciones con la mayor elevación. Si la maldita máquina se ha aprovechado de la niebla para descender y asegurarse de si estamos parados o continuamos la marcha, caerá sin duda despedazada. Preparen las chalupas de vapor y bótenlas al mar. Si los enemigos caen, procuraremos pescarles.

Profundo silencio reinó en el crucero durante algunos segundos. El baronet, después de dar sus órdenes, se retiró al block-house con Orloff y los oficiales encargados de transmitir sus órdenes.

Doscientos fusileros alineados en las bordas y armados con carabinas de largo alcance, se disponían a acribillar el espacio hasta la altura de dos mil quinientos metros.

En las torres se oyó a los jefes de pieza gritar:

—¡Preparen!

Pasaron otros dos o tres segundos y en seguida el Tunguska se cubrió de llamas y resplandores siniestros y un estruendo espantoso retumbó en el interior de la espesa cortina de niebla.

Las seis piezas de 203 disparaban furiosamente, lanzando en todas direcciones, a la mayor altura posible, sus formidables granadas de segmentos, inmediatamente imitadas por las doce piezas de tiro rápido de 20 centímetros y por las catorce de 76 milímetros.

A aquel estrépito espantosamente ensordecedor se unían de cuando en cuando nutridas descargas de fusilería.

Proyectiles de acero y proyectiles de plomo desgarraban la niebla; en lo alto se veían brillar de cuando en cuando explosiones y relámpagos de fuego, deshaciendo los espesos vapores.

Aquel estrépito infernal duró tres o cuatro minutos; pasados los cuales, cesó bruscamente, por haber consumido las piezas las cargas que les había asignado el comandante.

También los oficiales habían dado la orden de cesar el fuego de fusilería.

El baronet y Orloff, seguidos del Estado Mayor del buque, se lanzaron fuera del block-house, mientras las chalupas a vapor se alejaban, lanzando agudos silbidos.

Todos esperaban ver la máquina voladora acribillada, deshecha por aquel huracán de acero y plomo, caer sobre la cubierta del Tunguska; pero nada de esto se verificó.

Ni un grito se había oído en torno del crucero ni ninguna masa había descendido a través del poudrin. Aquel inapresable pájaro del Rey del Aire ¿había logrado una vez más esquivar los efectos del bombardeo o había continuado su carrera tranquilamente? ¿Quién podría decirlo?

Las dos chalupas a vapor describieron un ancho círculo, auxiliadas por los focos eléctricos de los palos militares del crucero, y volvieron a bordo sin haber encontrado la máquina voladora.

—Son más astutos de lo que yo creía —dijo Orloff al baronet, que, como acostumbraba, se retorcía rabiosamente los rubios bigotes—. Al primer cañonazo debe de haberse elevado, poniéndose fuera del alcance de las piezas y de los fusiles.

Iba a responder al baronet, cuando se oyó una lejana detonación.

—Son ellos que responden a la provocación —dijo Orloff.

—¿Tienen también, entonces, cañones? —gritó Teriosky—. No pretenderán, supongo, destruir mi crucero con una pequeña pieza.

La detonación repercutió largamente a través de la niebla y se fue desvaneciendo, alejándose.

—Pieza de pequeño calibre —dijo el baronet, alzando los hombros—. Si acaso, buenas contra un trasatlántico, pero no para un barco con blindaje.

Estuvo un momento en silencio; después continuó:

—Partamos y salgamos pronto de entre esta niebla.

La orden fue transmitida a los ingenieros de las máquinas y poco a poco se puso en marcha el crucero, a veinte nudos de velocidad.

Tres horas fueron suficientes para atravesar la capa de niebla que había avanzado bastante en el Atlántico; después las estrellas se volvieron a ver… y con ellas también la máquina infernal.

Un verdadero alarido de furor, seguido de una salva de maldiciones, estalló entre la tripulación del crucero.

Un vago terror comenzaba a invadir a todos aquellos ánimos. ¿Sería el diablo en persona aquel Rey del Aire? Entre los más supersticiosos había muchos dispuestos a creerlo así.

—Nos persigue —dijo el baronet—, o mejor dicho, nos precede. Pues bien, veamos adonde quiere arrastrarnos.

Dio orden a la máquina de acortar la velocidad hasta diez nudos, para conservar intacta una buena provisión de carbón, y el Tunguska se puso a seguir a la máquina voladora, que aparecía como una mancha del diámetro aparente de la luna, sosteniéndose a gran altura.

El alba no trajo consigo ninguna variación. El crucero continuaba descendiendo hacia el Atlántico meridional, y el pajarraco, como Orloff le llamaba, le precedía.

Durante la jornada el comandante hizo dispararle algún cañonazo con las piezas de treinta centímetros, pero con el acostumbrado resultado negativo.

Decididamente la artillería moderna era impotente contra aquel ingenio.

Al tercer día llegaba el Tunguska a los parajes de Munn’s Riff, peligrosísimo banco que se encuentra perdido en medio del Atlántico, casi a la altura de la isla Nantucket, pero a bastantes centenares de kilómetros de distancia y que es temido particularmente por los trasatlánticos que zarpan de Boston para Europa occidental.

El baronet iba a decidirse a causa del mal estado de la mar, a modificar el rumbo del crucero, dejando que la máquina voladora les pasara por encima, cuando en lo alto resonó un disparo.

«¿Qué deseaba el Rey del Aire?».

Estaba Teriosky haciéndose esta pregunta, cuando resonó una segunda detonación y una bala fue a deshacer una de las dos chalupas de vapor suspendidas en los pescantes de estribor.

No había equivocación: el Rey del Aire presentaba batalla al crucero.