CAPÍTULO III

Un nuevo desastre

El Tunguska había virado casi en redondo, lanzándose hacia septentrión o sea hacia donde se había oído la detonación.

Sus cuatro chimeneas vomitaban torrentes de negrísimo humo, mezclado con escorias todavía incandescentes, mientras las dos hélices gemelas turbinaban furiosamente, dejándose detrás dos estelas burbujeantes y que blanqueaban con limpidez sobre el azul oscuro del océano.

Los artilleros, que ya olfateaban una terrible batalla, se precipitaron a las baterías y dentro de las torres o subían rápidamente a las anchas cofas de los palos militares donde estaban emplazados los pequeños pero formidables cañones de setenta y cinco milímetros.

Apenas había empezado el Tunguska a aumentar su velocidad, perdiendo de vista el ligero perfil de San Jorge, cuando un segundo cañonazo, más fragoroso que el primero, retumbó hacia septentrión, seguido casi inmediatamente por un grito de los serviolas de los palos militares:

—¡Humo en el horizonte!

El baronet, que se había dirigido a proa en unión de Orloff, apuntó rápidamente con su anteojo y pronto se le escapó un grito de alegría:

—¡La máquina infernal!

—¿Dónde? —preguntó Orloff.

—Revuela sobre un trasatlántico; seguramente uno de los míos.

—¿Y le ataca?

El capitán del Tunguska, en vez de responder, se lanzó por la toldilla, gritando:

—¡Arriba el pabellón nacional y la bandera de la Compañía! ¡Todos al puesto de combate! ¡Los médicos y practicantes bajo cubierta con las cajas de ambulancia!

«Señor Orloff, usted y los oficiales de derrota, síganme a la torreta con el comandante de artillería y el jefe de timoneles».

«Al maquinista le dará las órdenes directamente desde el block-house».

El comandante del Orulgan siguió al capitán en unión de los tres oficiales, mientras la tripulación despejaba rápidamente la cubierta.

—Señor Ternioff —dijo el baronet, que conservaba una calma maravillosa, volviéndose hacia el comandante de la artillería—. ¿Ha dado usted a los sirvientes de las piezas de 75 milímetros las instrucciones para el fuego?

—Sí, comandante —respondió el oficial—. Les he ordenado emplear el mayor ángulo y hacer fuego al primer silbido de la sirena.

—Dé usted orden de que al segundo silbido todos los artilleros dejen las piezas pequeñas y vengan sobre cubierta a sustituir a los sirvientes del calibre 203.

—Sí, comandante.

—Bien…

El comandante se había puesto en observación por las aspilleras del block-house, o puesto de mando blindado.

Un hermoso trasatlántico estaba detenido en medio del océano, mientras encima de él volaba, describiendo grandes espirales con rapidez fulmínea, una extraña máquina provista de dos alas inmensas y dos planos horizontales larguísimos.

El cuerpo, formado por una especie de huso, relucía vivamente bajo los primeros rayos del sol como si estuviese formado por chapas de acero o de aluminio, y de él no se elevaba ningún humo. Tampoco se veía ninguna chimenea. Grandes hélices, ahora perfectamente visibles, giraban encima y delante de la máquina voladora, mientras a popa se alargaba un gigantesco timón en forma de espátula.

—Ese es nuestro enemigo —dijo el baronet—. ¿Qué quemará dentro de su cuerpo ese demonio? Llegamos a buena hora para librar a ese pobre trasatlántico. ¡Ah, querido, ahora te las tendrás que ver con corazas y con buenos cañones!

Se volvió hacia el oficial de derrota, quien esperaba sus órdenes juntamente con el jefe de timoneles.

—Señor Kruptin —le dijo—, el señor Rey del Aire está solamente a dos mil metros de nosotros, a dos cuartos a la izquierda de la proa. Avise usted a la máquina que reduzca la velocidad a quince nudos y que cubra el trasatlántico. ¿Quién es responsable de las órdenes en el corredor?

—Trepoff.

—Un hombre a prueba de nervios: perfectamente.

Mientras el oficial se inclinaba sobre la boca del portavoz[48] para repetir las órdenes a la máquina, el baronet se volvió nuevamente al comandante de la artillería.

—Telefonee usted —le dijo— al jefe de las piezas de las torres de 203 que hasta nueva orden tiren con granada ordinaria con la mayor altura posible, y al jefe de las torres de 305 que no hagan fuego sin orden expresa. Y ahora veremos cómo se las arregla este señor Rey del Aire.

El Tunguska avanzó a toda máquina hacia el trasatlántico, que continuaba siempre inmóvil, no osando huir a las amenazas de la terrible máquina voladora, que no cesaba de describir sobre él, a una altura de cerca de un millar de metros, giros vertiginosos, ora ascendentes, ora descendentes.

La pobre nave, decidida a defenderse, disparaba inútilmente con el pequeño cañón de proa, lanzando las balas apenas a trescientos metros de altura.

La máquina voladora parecía divertirse en provocar a los artilleros. Unas veces bajaba, y cuando veía la pieza apuntando con su mayor elevación, de un salto se ponía a mil o más metros, haciendo absolutamente inútiles los tiros.

Percibiendo el crucero, la formidable máquina inició una volada fulmínea, dirigiéndose a su encuentro.

No había momento que perder; si llegaba sobre el Tunguska, para nada serviría su poderosa artillería.

El baronet, que le espiaba con atención desde las aspilleras, apoyó el dedo sobre el botón eléctrico que debía hacer resonar la sirena.

Era la orden de romper el fuego.

Se oyó un silbido agudo, estridente, siniestro, seguido inmediatamente de un estruendo ensordecedor, semejante al de cien truenos reunidos.

Eran las seis piezas de 203 y las doce piezas de 76 del Tunguska que disparaban simultáneamente sobre la máquina voladora.

Durante cinco minutos continuó implacable, sin ninguna tregua, el mismo estruendo.

Las detonaciones, secas y vibrantes de los pequeños calibres de 76, se unían al ruido de la granizada de las ametralladoras y por encima de todos dominaba poderosamente el fragor de las seis piezas de 203 que disparaban tres veces por minuto, con la regularidad de descargas de ejercicio.

El block-house, dentro del que se encontraba el baronet, el comandante del Orulgan y los oficiales, vibraba como una campana, haciendo imposible entenderse.

Teriosky hizo de pronto una seña y escribió sobre la pequeña pizarra:

«Orden a la máquina de parar inmediatamente: estamos a quinientos metros del enemigo. ¡Fuego con las piezas de 305!, y orden a los jefes de las piezas de 203 para que carguen con proyectil perforante».

Unos segundo más tarde se oía el estampido de los de 305. El block-house tembló y el rebufo de la pieza de proa le invadió con asfixiantes gases nitrosos.

El baronet, siempre en su observatorio, miraba haciendo gestos de rabia.

La máquina voladora había salido de la terrible prueba de fuego absolutamente incólume. Planeaba en el espacio como una peonza, ora descendiendo hasta el océano ora saltando a mil o mil quinientos metros, de modo que hacía completamente nulo aquel formidable derroche de municiones.

Pasaron dos o tres minutos. Las piezas de 305 dispararon por segunda vez, mientras los otros calibres sostenían el fuego acelerado.

La máquina voladora había escapado una vez más a los efectos del fuego y se precipitaba contra el crucero.

El baronet enjugó su frente cubierta de sudor y escribió rápidamente en la pizarra:

«¡Alto el fuego!».

La sirena zumbó; los timbres eléctricos sonaron. El comandante continuó escribiendo:

«¡Parar la máquina! ¡Fusileros a cubierta!».

El Tunguska avanzó aún como unos quinientos metros, impulsado por la velocidad adquirida, no obstante dar máquina atrás, mientras doscientos hombres invadían la cubierta armados con fusiles.

La artillería del buque era ya absolutamente inútil, porque la máquina voladora se había colocado encima del crucero. Únicamente con morteros se hubiera logrado tocarla, empleando la máxima inclinación, pero la artillería moderna ha relegado entre el hierro viejo a aquellas piezas, en ocasiones insustituibles.

A una orden del comandante de artillería rompieron el fuego los doscientos fusiles contra el condenado pájaro, que se reía de las grandes piezas del crucero.

Las descargas se sucedían sin cesar, pero sin más resultado que producir un estrépito ensordecedor, porque la máquina voladora se elevaba a más de tres mil metros de altura, describiendo siempre con extraordinaria y asombrosa precisión espirales ascendentes. De pronto un objeto no bien definido cayó sobre el crucero con velocidad vertiginosa.

¿Qué era? ¿Una bomba u otro artefacto más formidable?

Pocos instantes después, sobre el coronamiento de popa del crucero, se oyó un estampido espantoso, ensordecedor, sin ser seguido de llama, que destrozó a los cuatro hombres de servicio en el timón, debajo de la caseta, e hizo chocar unos con otros a los doscientos fusileros.

Las dos hélices se pararon de golpe.

El baronet, el comandante del Orulgan y los dos oficiales se precipitaron fuera del block-house.

—¿Nos hundimos? —preguntó el capitán.

Una voz se elevó a popa.

—¡Las hélices no funcionan y ha saltado el timón! ¡Hay una vía de agua bajo la popa!

—¡Que cierren los compartimientos estancos de la batería! —mandó con voz de trueno el capitán.

El fuego de fusilería había cesado y el Tunguska no avanzaba, aunque sus cuatro chimeneas continuaban vomitando un torrente de humo y las máquinas mugían.

Los dos árboles de las hélices gemelas debían de haber sido quebrados por la explosión de la bomba misteriosa. El baronet miró al aire.

La máquina voladora se dirigía a toda velocidad el trasatlántico que, creyéndose protegido por crucero de guerra, no había vuelto a emprender la marcha.

—¡Va a echarlo a pique! —gritó Teriosky, mordiéndose los dedos—. ¡Y somos impotentes para socorrerlo! ¡Miserables!… La partida no está aún perdida y juro que la emprenderé de nuevo.

Volvió a todo correr hacia la popa para darse cuenta exacta de los daños sufridos por el crucero.

La bomba lanzada por el Rey del Aire había chocado con el coronamiento de popa, arrancando en dos sitios las gruesas planchas metálicas y destrozando el timón y acaso también las hélices.

Por encima de la línea de flotación se había abierto un boquete, felizmente pequeño, y que no podía comprometer la seguridad del buque ni aun con mar gruesa.

—¡Bah! Éstas son pequeñeces —dijo el baronet.

—Pero que nos obligarán a una detención en la Gran Bermuda —añadió Orloff.

—Desgraciadamente, amigo.

—Detención de que se aprovechará el Rey del Aire para volver a recorrer el espacio y continuar sus estragos.

El baronet no contestó, pero se mordió con rabia el bigote.

Había levantado la cabeza y seguía con atención la máquina voladora, la cual continuaba su carrera hacia el trasatlántico, que no trataba de huir, considerando inútil la fuga.

Las embarcaciones menores había sido botadas al mar precipitadamente y se arrojaban a ellas súbitamente enloquecidos, hombres, mujeres y niños, entre un griterío ensordecedor. Por segunda vez el barón se enjugó el sudor que le bañaba la frente.

—¡Dos mil metros! —dijo de pronto—. ¡Si se pudiera alcanzarlo!

Volvió precipitadamente al block-house, seguido de Orloff y de los oficiales, y telefoneó a los jefes de pieza.

—¡Fuego con todas las piezas de 203, con granada ordinaria! ¡Apuntar alto!

Un tronar fragoroso siguió a las órdenes y los gruesos proyectiles rasgaron el aire intentando alcanzar a la máquina infernal, la cual describía curvas encima del trasatlántico, a una altura de mil quinientos o mil seiscientos metros.

Fue un derroche de municiones completamente inútil. Las pesadas masas de acero volvían a caer en el mar, levantando inmensos chorros de espuma, pero sin tocar al blanco, que se mantenía demasiado alto para poderle herir.

—Sus artilleros, señor barón, consumen una pólvora excelente, sin resultado —dijo Orloff, que observaba por una de las aspilleras del block-house—. El Rey del Aire es más tuno de lo que creemos y debe de conocer a maravilla la máxima altura de la trayectoria de las piezas modernas.

—Acaso no sea él… —dijo el baronet.

—¿Quién entonces?

—Yo lo sé.

—Parece que conoce usted a alguno de esos señores.

El capitán del crucero sacudió la cabeza sin responder a la pregunta.

Aunque el crucero tuviese poca esperanza de destrozar a la máquina voladora, que se guardaba bien de exponerse a los tiros de aquellas formidables piezas, estallaba como un volcán con un estruendo espantoso.

Disparaban las gruesas piezas de 305, haciendo pedazos con su estrépito todos los espejos, la cristalería y los globos de las lámparas eléctricas; disparaban las doce piezas de veinte centímetros de tiro rápido, encerradas por parejas en las seis casamatas, y las catorce piezas de setenta y seis milímetros.

El barón dejaba hacer. Con la frente fruncida, el rostro desfigurado por sorda rabia, los ojos chispeantes, miraba ora al trasatlántico, ya condenado a una muerte más que segura, ora a la maldita máquina que parecía reírse de aquel inútil derroche de granadas, de proyectiles perforantes y de metralla.

Los tripulantes y los pasajeros, salvados en las chalupas, escapaban a toda fuerza de remos, porque las balas comenzaban a caer estallando sobre los puentes, sobre el castillo de proa y sobre la caseta.

La máquina voladora del Rey del Aire, entretanto, continuaba imperturbable sus giros, sosteniéndose siempre altísima.

De pronto, cuando ya las chalupas, cargadas casi hasta hundirse, se encontraban muy lejos directamente con rumbo el crucero inmovilizado, el baronet percibió pequeños cuerpos negros que caían por el aire.

—Ese es el fin del trasatlántico; de uno de mis trasatlánticos —dijo con voz sorda.

Después, alzando la voz, mandó:

—¡Preparen las embarcaciones! ¡Todos a cubierta!

Mientras la tripulación botaba al mar las dos chalupas, a vapor y cuatro balleneras, se oyeron algunas detonaciones a bordo del trasatlántico.

Una verdadera granizada de bombas lanzadas desde el invencible Rey del Aire caía sobre la toldilla.

La agonía del buque, agonía terrible, espantosa, había comenzado.

Aquel hermoso monstruo de acero, uno de los mayores de la Compañía, admirado en todos los puertos del golfo de Méjico, y que representaba un capital de un par de millones, no era ya más que un despojo flotante, y eso por poco tiempo.

Llamas gigantescas producidas por aquella lluvia de granadas, salían furiosamente a lo largo de los puentes, devorando rápidamente los palos y la obra muerta.

Transcurrieron algunos minutos… Después se oyó un trueno y el casco del trasatlántico se abrió lanzando al espacio una inmensa nube de gases y de humo.

Parecía el abrirse de un volcán.

El mar se levantó a su alrededor como agitado por una convulsión submarina.

Las calderas habían hecho explosión.

Un remolino enorme se abrió, y el barco, después de haberse acostado sobre estribor, se sumergió, al tiempo que las llamas se apagaban rápidamente bajo la brusca invasión de las aguas.

—Está terminado —dijo el barón—. ¿Para qué sirve esta formidable artillería contra hombres que han encontrado el medio de disputar al cóndor y las águilas el imperio del espacio? ¿Podré tomarme un día la revancha? He aquí la gran cuestión en la que acaso no ha pensado siquiera el Almirantazgo. Solamente hay una esperanza. Sorprenderle y aniquilarle. ¿Podré yo conseguirlo?

La máquina voladora, realizada su obra de destrucción, se elevó a tres mil metros y continuó revolando en el espacio. Luego, de pronto, tomó un impulso inmenso y se alejó en dirección a la costa americana, sin dejar detrás ninguna traza de humo.

Las chalupas del trasatlántico llegaron una a una a atracar al crucero, escoltadas por las dos lanchas a vapor, por estar demasiado cargadas de pasajeros y de marineros.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Orloff al baronet, quien, de pie en la proa parecía no separar los ojos del sitio donde se había hundido el trasatlántico.

—Vamos al resguardo de la Gran Bermuda —respondió el comandante del crucero—. Dentro de una semana, o acaso menos, espero volver a emprender la correría. Tenemos timón y hélices de recambio y buenos obreros a bordo, capaces de hacer la obra sin necesidad de ayuda.

El embarque de los pasajeros y marineros del trastlántico se efectuó rápidamente y con perfecto orden. Después el Tunguska, remolcado lentamente por sus chalupas a vapor, se dirigió a la Gran Bermuda.