CAPÍTULO II

La caza del Rey del Aire

Quince días habían transcurrido desde la partida para Kronstadt del director de la Compañía Teriosky, cuando una mañana el comandante del Orulgan recibió orden de presentarse inmediatamente en las oficinas del gran armador.

El exvicealmirante estaba, según su costumbre, sentado ante el inmenso escritorio siempre colmado de cartas marinas, hundido en un amplio sillón de terciopelo granate. Cerca de él se encontraba un hombre de alrededor de los treinta y cinco años. De bella presencia, cabello rubio, ojos de un azul oscuro y los pómulos algo pronunciados, distintivo, puede decirse, de la raza eslavo-tártara, la piel algo bronceada y facciones que denotaban extraordinaria energía. Usaba el uniforme de diario de capitán de navío de la armada rusa, con gorra de paño blanco muy achatada y visera grande.

—¡El señor Teriosky!… —exclamó el comandante del Orulgan, tendiendo su mano al capitán.

—Mucho gusto en verle, señor Orloff —respondió el baronet estrechándole fuertemente la diestra—. ¿Es usted por lo visto el que tuvo el desagradable encuentro?

—Sí, capitán; pero ya habrá usted visto que llegué con mi trasatlántico a Europa sin avería.

—Es usted uno de nuestros mejores capitanes, señor Orloff —respondió el baronet—. Antes de que el cerebro de mi padre se nublase al morir mi hermana, sabía escoger sus hombres. ¿Dónde encontró usted la máquina misteriosa?

—A unas treinta millas al sur de la isla de Cabo Bretón —dijo Orloff.

—¿Está usted seguro de que se trataba de una máquina voladora y no de un globo?

—Estoy segurísimo de ello, además de que todos nosotros, oficiales, marineros y emigrantes, la hemos visto muy bien, porque la noche era clarísima.

—¿Qué forma tenía?

—La de una inmensa ave, señor barón.

—¿Habrá logrado Mr. Samuel Langley modificar su máquina y la habrá vendido al misterioso Rey del Aire? —dijo el capitán mirando al director.

—No tengo el honor de saber quién es ese señor —respondió el vicealmirante.

—Yo sé que el año pasado fue inventado en América por el secretario del Instituto Smithsoniano, un pájaro artificial. Ese señor Langley dirigía en Washington el establecimiento más científico y más rico del mundo y tenía además a su disposición las donaciones de muchos millonarios americanos dispuestos a contribuir al desarrollo de las ciencias.

«Las primeras pruebas dieron resultado; pero al verificarse las pruebas oficiales, el pájaro, sin que se sepa la causa, cayó desdichadamente en el Potomac y fue una verdadera suerte para el inventor que cayese en el río, porque de otro modo se hubiera apabullado con su aparato.

»No creo que Mr. Langley, que es una persona dignísima, haya vendido su secreto al Rey del Aire, que ahora nos declara la guerra. Más probable será que este desconocido haya perfeccionado la máquina volante».

—¿Y qué piensa usted hacer ahora, señor barón? —preguntó el capitán del Orulgan—. ¿Encerrar todos los buques en los puertos, o decidir a su padre a restituir a la muchacha mencionada en el documento?

—Conozco muy bien a mi padre para obligarle a devolverla. No vive más que por aquella joven, que es prima mía y que él, en su locura, cree que sea mi hermana devuelta por el mar, y además, ¿dónde se encuentra ahora? Yo no tengo noticias suyas desde hace cerca de dos meses. ¿Está aún en Tristán de Acuña o en otra parte? Enviaré un barco a vigilar aquellas islas, pero para eso se necesita tiempo, y entretanto podrá obrar el terrible Rey del Aire.

—¿Entonces? —preguntó Orloff.

—El Almirantazgo está dispuesto a prestarme ayuda y pone a mi disposición el Tunguska, uno de los más rápidos y más poderosos cruceros que hoy posee nuestra marina de guerra.

—¿Para dar caza a la misteriosa máquina?

—Sí, mi querido señor Orloff. ¿Quiere usted ser de la partida? El Orulgan no zarpará por ahora; de modo que acaso por algún tiempo no tendrá usted nada que hacer.

—Yo no deseo más que navegar —respondió el comandante.

—En cuanto el Rey del Aire dé alguna prueba de que no ha sido todo una broma, iremos a buscarle.

—Esa prueba puede costarle a usted, señor barón, algún barco que valga unos cuantos millones.

—No se arruinará por eso la Compañía Teriosky —dijo el baronet—. Además, el Almirantazgo quiere, antes de mover el crucero, tener una prueba de que el Rey del Aire no se ha querido burlar de nosotros.

—¿Y no tiene usted ninguna sospecha de quién podrá ser ese terrible enemigo?

La frente del baronet se frunció.

—Acaso —dijo luego—; pero son secretos de familia que no puedo revelar. Señor Orloff, cuando reciba usted un despacho mío, partirá sin titubear para Kronstadt. Por ahora esperemos que el Rey del Aire nos dé noticias suyas.

Se separaron, uno para regresar a bordo del Orulgan y el otro para Kronstadt, donde entonces se encontraba el grueso de la escuadra rusa y donde se estaba alistando el poderoso crucero que el Almirantazgo pensaba poner a disposición de la Compañía Trasatlántica.

Desgraciadamente el misterioso Rey del Aire no tardó en dar fe de vida, como había sospechado el capitán del Orulgan.

Habrían apenas transcurrido siete días que había cumplido el plazo fijado para la entrega de la joven en Tristán de Acuña, cuando un despacho expedido desde Halifax avisaba al director de la Compañía que uno de los mejores trasatlánticos había recibido la visita del Rey del Aire.

La misteriosa máquina voladora lo había atacado a ciento treinta millas de las costas meridionales de Terranova, y después de intimar a la tripulación y pasaje para que se salvaran en las chalupas, lo había hecho volar, dejando caer sobre él dos bombas de una potencia terrible.

El buque, inútil es decirlo, completamente desquiciado, se fue a pique en menos de cinco minutos, arrastrando consigo la carga y causando a la Compañía una pérdida de millón y medio, y de tres a la Compañía aseguradora.

La noche misma, todos los marineros de la Compañía que se encontraban en puerto, rompían sus contratos, no atreviéndose a sostenerse sobre el océano en barcos que llevaran la bandera de Teriosky, y el capitán Orloff, avisado por un despacho, partía para Kronstadt, el gran puerto militar ruso, a bordo de un pequeño remolcador.

Catorce horas después, a causa de la mala mar que había puesto bastante resistencia a la marcha del vapor, el valiente comandante llegaba a bordo del Tunguska, el crucero que debía encargarse de la destrucción de la terrible máquina voladora.

A bordo del espléndido y potentísimo barco de guerra hervía un trabajo febril. Cargaban rápidamente toneladas y toneladas de carbón, avalanchas de víveres y gran cantidad de municiones para armas de fuego.

El baronet, a quien se había confiado el peligroso encargo, por ser el más interesado en aquel extraordinario asunto, vigilaba el embarque, activando la operación desde lo alto del puente de mando, colocado detrás de la torre de popa.

—Buenos días, señor barón —dijo el comandante del Orulgan, ascendiendo por la escalera.

—¡Ah!… Es usted, mi querido Orloff —respondió el comandante del crucero, que parecía muy nervioso y preocupado—. Le esperaba a usted con impaciencia; dentro de dos horas zarparemos.

—¿Ya se habrá convencido el Almirantazgo de que no se trataba de una broma?

—Demasiado, señor Orloff; pero yo aseguro que ese bribón que se divierte en hundir mis trasatlánticos me pagará caro el millón y medio que ha regalado al océano. Primero, hierro, y después, una buena cuerda para colgarle a él y a sus cómplices, porque supongo que no estará solo.

—También yo estoy convencido de ello, aunque no pude descubrir ningún ser humano sobre el maldito pájaro.

—El Tunguska no es un pobre trasatlántico desprovisto de defensa y sin artillería formidable. Aquí tenemos soberbias piezas que harán sudar sangre a los que lo toquen.

El silbido agudo de la sirena avisó que la carga había terminado y que el crucero estaba dispuesto para zarpar.

Los oficiales hicieron retirar las planchas y las estachas, mientras los tornos a vapor levaban las pesadas anclas con fragor asordante de hierros.

—Zarpemos —dijo el baronet.

De los acorazados y de los cruceros anclados en el puerto militar se alzaban fragorosos hurras a los que respondían los marineros del Tunguska.

Levadas las anclas, el crucero desfiló a poca máquina por delante de los demás buques; después, gradualmente fue aumentando su velocidad, dirigiéndose majestuosamente hacia la mar.

El Almirantazgo, preocupadísimo por la aparición de aquella misteriosa máquina, la cual, como ya tenía la prueba, podía causar daños inmensos al comercio marítimo ruso, había confiado al joven comandante una de las más rápidas y más formidables unidades de la escuadra del Norte.

Era, en efecto, uno de los mejores buques de combate que en aquella época surcaban los mares.

Desplazaba doce mil toneladas y podía andar a tiro forzado hasta veintidós nudos, merced a sus máquinas gemelas de veinte mil caballos.

Los costados estaban hasta la línea de flotación protegidos por una coraza de cintura de veinticinco centímetros de grueso en el centro y que iba adelgazando hasta llegar a diez centímetros en los extremos.

Por encima de la cintura tenía otra coraza de quince centímetros.

Su formidable artillería constaba de dos piezas gruesas de treinta centímetros, encerradas en sendas torres a proa y a popa; doce piezas de veinte centímetros de tiro rápido, encerradas por parejas en seis torretas, y catorce piezas de setenta y seis milímetros, colocadas en la cubierta superior y en las cofas de los palos militares.

Las carboneras tenían cabida normal para mil doscientas toneladas, pero podían ampliarse hasta contener dos mil.

Con un buque de combate tan soberbio, nadie dudaba de que se podría con facilidad triunfar del misterioso pirata del espacio, misterioso para los demás, pero no ya para el baronet, que había comprendido perfectamente que tenía que habérselas con el excomandante del Pobieda, porque solamente a él podía interesar el volver a ver a Wanda.

Importándole al baronet llegar pronto a los parajes de Terranova y de la isla de Cabo Bretón, sitios preferidos, al parecer, por los hombres que tripulaban la terrible máquina voladora, el Tunguska cruzó a toda máquina por los mares europeos.

Sin embargo, antes de abandonar definitivamente el viejo mundo para dirigirse hacia el nuevo, el barón, como hombre prudente, hizo escala en el puerto español de El Ferrol, para completar ante todo su provisión de carbón y recoger alguna noticia de sus formidables adversarios.

Ya habían llegado a América noticias de la máquina voladora, y por cierto no muy a propósito para alegrar al joven comandante.

Otro buque de la Compañía salido de Portland cuatro días antes, había sido sorprendido a trescientas millas a poniente de las islas Canarias y echado a pique por tres o cuatro bombas, después de permitir a la tripulación y pasajeros salvarse en las chalupas.

—Ahorran los hombres, pero continúan regalando al mar mis millones —dijo el baronet, enseñando al comandante del Orulgan el despacho transmitido por un representante de la Compañía, llegado expresamente a El Ferrol, enviado por el director, quien sabía que el crucero había de tocar en aquel puerto.

—No bromea el terrible Rey del Aire —respondió Orloff—; pero ustedes le cortarán las alas y le mandarán a hacer compañía a los trasatlánticos de usted.

—A su máquina, sí —respondió el comandante, cuya frente se había ensombrecido.

—¿Y a él no?

—Me gustaría cogerle vivo.

—¿Para colgarle de uno de los palos militares?

—Ya pensaré en ello cuando le tenga en mi mano —respondió el baronet—. Volvamos a marchar en seguida, señor Orloff.

—¿Para Terranova?

—Primero haremos una excursión hacia las Azores. Me parece que el Rey del Aire ha abandonado las costas americanas y cruza ahora por medio del Atlántico. Me imagino perfectamente su plan. Él aguarda a nuestros trasatlánticos en la ruta de la América del Sur, y tenemos bastantes que frecuentan la Argentina y el Brasil. Procuraremos detenerle.

Cinco horas después, el Tunguska, repostado completamente de carbón, dejaba el puerto, dirigiéndose a las Canarias, con la esperanza de sorprender en aquellas aguas al feroz destructor de los trasatlánticos.

La travesía de la inmensa extensión de agua, comprendida entre las Azores y el grupo de Madeira y la costa africana a levante, no dio lugar a ningún incidente.

En vano exploraban el cielo sin cesar, con atención, oficiales y marineros, de día y de noche: la máquina voladora no se veía por ninguna parte.

Siete días después de la salida de El Ferrol (porque el capitán había sostenido la velocidad reducida para no agotar las calderas), el crucero avistaba el pico del Teide, en Tenerife, gigantesca montaña que se puede percibir a la increíble distancia de doscientos veintidós kilómetros, cuando el horizonte está muy despejado.

Pocas horas después, el Tunguska, que había aumentado la marcha, fondeaba ante Santa Cruz, el gran puerto de Tenerife, con la esperanza de encontrar allí alguno de los hombres que pertenecían a la tripulación del segundo trasatlántico echado a pique por el Rey del Aire.

Las Canarias forman un magnífico grupo compuesto de siete islas: Tenerife, Gran Canaria, Palma, Fuerteventura, Lanzarote, Gomera y Hierro, y otros cinco islotes casi deshabitados, con una superficie total que se calcula en 7500 kilómetros cuadrados.

Todas las islas son de formación volcánica, altas, ásperas, montañosas, con costas acantiladas que presentan taludes de roca basáltica, de ciento cincuenta a ciento ochenta metros de altitud. Aunque situadas cerca de la zona tórrida, gozan de un clima bastante agradable, a causa de la humedad y de las brisas que llegan del océano, y por las espesas selvas que cubren las altas montañas y producen vinos exquisitos y frutas en gran cantidad.

¡Ay de ellas, sin embargo, si soplan por algún tiempo los vientos del sudeste! En pocos días la vegetación se abrasa, los arroyos se convierten en arenales y estallan las enfermedades infecciosas.

El crucero, después de responder con sus cañones al saludo de las baterías de mar, fue a anclar a cien metros del muelle, tomando práctico para poder desembarcar y renovar sus provisiones de carne fresca y de carbón.

Santa Cruz es la capital de Tenerife y sede del gobierno del archipiélago, con 40 000 habitantes, dos fuertes en buen estado y varias baterías y un hermoso puerto donde hacen escala especialmente los trasatlánticos que hacen el viaje al golfo de Méjico.

El baronet, seguido de Orloff, que conocía al detalle aquellas islas, saltó a tierra para informarse si había allí alguno de los extripulantes del Ladoga, que era el segundo vapor hundido por el Rey del Aire.

No había transcurrido una hora, cuando un viejo marinero, con aspecto de enfermo, se presentaba a bordo del Tunguska, pidiendo hablar al comandante.

—Me envía el capitán del puerto, señor —dijo cuando estuvo en presencia del baronet—. Yo pertenecía a la tripulación del Ladoga.

—Uno de mis trasatlánticos —dijo el capitán—. Siéntate, amigo, y cuéntame lo mejor que puedas cómo ocurrió la catástrofe.

—¿Es al hijo del señor barón de Teriosky a quien tengo el honor de hablar?

—Sí, amigo. Despacha pronto, porque no tengo tiempo que perder y me corre prisa vengar la pérdida de mis vapores. ¿Cuándo fuisteis atacados?

—Hace quince días, señor barón —respondió el viejo marinero—. Veníamos de Portland con ciento sesenta pasajeros y un cargamento completo de algodón, cuando una noche percibimos una masa oscura provista de dos inmensas alas, que llegaba del sudeste con una velocidad espantosa, y se colocó precisamente encima del trasatlántico.

«Qué era aquello, yo no sabré decírselo exactamente, señor. A mí me pareció un ave gigantesca de nuevo género, porque en lugar de patas llevaba como dos inmensas palancas».

—También yo lo observé —dijo Orloff, que asistía a la conferencia.

—Continúa, valiente —dijo el baronet.

—Después de describir sobre nosotros varios círculos que iban poco a poco disminuyendo, una voz —que era realmente humana— pareció descender amenazadora del cielo:

«Concedemos diez minutos, y ni un segundo más, para echar las chalupas al mar. Después el barco será bombardeado. ¡Obedeced!».

«Como puede usted comprender, señor barón, fue inmenso el estupor que nos sobrecogió, y no lo oculto, grande el miedo, al oír aquella intimación, tanto más porque sabíamos que ya a otro de los buques de usted le había ocurrido un suceso semejante.

»El capitán hubiera querido resistir al brutal ultimátum, pero los pasajeros no lo entendían así y amenazaban con arrojarnos al mar si no arriábamos los botes inmediatamente.

»Nos vimos obligados a ceder, y fue una verdadera suerte, porque apenas transcurridos los diez minutos y cuando nosotros nos hallábamos a pocos centenares de metros del Ladoga, cayeron sobre cubierta tres o cuatro granadas de una potencia terrible, abriendo enormes boquetes a babor y estribor.

»¡Si hubiera usted visto qué ruina, señor barón! Los palos cayeron de una sola vez como haces de paja quebrados por el viento, las amuras saltaron, las chimeneas fueron despedidas al mar, como si un terrible golpe de viento las hubiese arrancado, y el transatlántico, completamente desquiciado, se fue a pique.

»He aquí todo, señor».

—¿Y la máquina infernal?

—En seguida de haber causado la destrucción escapó hacia el nordeste —respondió el marinero.

—¿Y vosotros?

—En los botes y con mar bastante mala, recalamos después de tres días en La Palma, y de allí hemos venido aquí.

—No visteis cuántos hombres iban a bordo de la máquina voladora.

—Era de noche, señor barón, y no nos fue posible distinguir ningún ser humano.

—¿No era un globo, verdad?

—¡Oh, no señor! Yo he visto muchos, y aquella máquina infernal no se parecía a ninguno.

El baronet sacó un bolsillo lleno de monedas de oro y se lo dio al viejo marinero, diciéndole:

—Cuídate, y gracias por tus noticias.

—Todo eso es terrible —dijo el comandante del Orulgan, cuando el marinero salió del elegantísimo salón—. ¿Qué clase de bombas serán esas que arroja esa condenada máquina? ¿Podría usted, que es un hombre de guerra, señor barón, darme alguna explicación?

Teriosky no respondió. Apoyado en la mesa que ocupaba el centro del saloncillo, parecía que estuviese absorto en profundos pensamientos.

—Sí; son verdaderamente terribles los hombres que montan esa máquina —dijo de pronto—. ¡Ah! ¡Aquel ingeniero!

—¿Cuál? —interrogó Orloff.

—No puedo hablar —respondió el comandante del crucero, un poco triste—. ¡De qué manera se venga!

—Se diría que usted, señor barón, conoce al Rey del Aire.

—Acaso, pero estos son secretos de familia que, al menos por ahora, no puedo revelar.

—Ya me lo ha dicho usted.

El baronet se había separado de la mesa y se puso a pasear nerviosamente por el saloncillo con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.

—Y no hay noticias de mi padre —dijo después, parándose de pronto ante el comandante del Orulgan—. Únicamente él podría conjurar todas las desgracias que amenazan a la Compañía. ¿Adónde ha ido? ¿Dónde ha escondido a esa muchacha? ¡Qué locura!… Nunca hubiera creído que un hombre de mar tan emprendedor, tan aventurero, tan intrépido como era mi padre, pudiese ser atacado de tal manía y que…

Se detuvo bruscamente como arrepentido de haber hablado demasiado al tiempo que un vivo rubor coloreaba sus mejillas.

—Basta —dijo después de unos momentos—. Cumpliré con mi deber, ya que el Almirantazgo ha puesto su confianza en mí, aunque ahora me parezca la empresa más difícil de lo que creí en un principio.

En aquel momento pasaba un oficial por delante de la puerta del saloncillo.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó el barón.

—Sí, capitán.

—¿Se ha terminado la carga?

—Tenemos estibadas dos mil toneladas de carbón.

—Mande que silbe la sirena, y zarparemos. Tengo prisa.

Encendió un cigarro y subió al puente, siempre seguido por el comandante del Orulgan, que parecía haberse convertido en su sombra.

Un cuarto de hora después, el crucero volvía a salir del puerto, saludado de nuevo por la batería del mar, y se lanzaba al océano Atlántico, rumbo a Terranova.

En las cofas militares habían sido colocados algunos hombres para que vigilaran atentamente el horizonte, por si acaso de un momento a otro apareciese la maravillosa y terrible máquina voladora.

Pero aquella segunda carrera, no dio ningún resultado. En vano los guardias de los palos y de los puentes espiaron con ansiedad el horizonte. Solamente grandes y pequeñas aves marinas, albatros, fragatas y gaviotas revoloteaban proyectándose sobre el cielo limpísimo, cayendo a plomo de cuando en cuando sobre el océano para hacer presa.

Ya no estaba Terranova a más de ciento cincuenta millas, cuando una mañana, el crucero encontró un vapor americano que parecía provenir de los Estados del Sur.

—Acaso éste sepa algo —dijo el baronet, herido por repentina inspiración—. Veamos si me equivoco.

Por medio de las banderas de señales se hizo la pregunta:

«—Rogamos a ustedes noticias urgentes».

El vapor, viendo que le dirigía un pregunta un buque de guerra, hizo parar su hélice e inmediatamente respondió con sus banderas de señales:

«—Esperamos vuestras órdenes».

«—Decidnos si habéis encontrado máquina voladora que ha hecho naufragar trasatlánticos Teriosky» —señalaron los hombres del Tunguska.

La respuesta no se hizo esperar:

«—Sí; hace tres días».

«—¿Dónde?».

«—En aguas de las Bermudas, ciento veinte millas al sur».

«—Gracias, buen viaje».

El vapor reanudó su marcha hacia el norte, directamente acaso a Boston o Halifax, mientras el crucero cambiaba inmediatamente de rumbo, hacia el sur con la esperanza de sorprender al Rey del Aire cerca de las Bermudas.

—Me parece que nos va a hacer correr ese maldito naufragador —dijo el comandante del Orulgan al baronet, que paseaba nerviosamente ante la torre de popa.

—Se diría que alguien le avisa cuando nos acercamos —respondió el capitán del crucero, retorciéndose rabiosamente el bigote.

—¿Quién? Supongo que ese señor no habrá tomado tierra en América sólo por proveerse de periódicos. Él espera en los parajes de las Bermudas el paso de nuestros trasatlánticos en la ruta del golfo de Méjico. Esto es clarísimo, señor barón. Tenemos una línea establecida entre Veracruz, la Habana, Santiago y los puertos de Alemania y del Báltico, y probablemente el Rey del Aire no lo ignora.

—Pero no continuarán mucho tiempo sus estragos sobre los trasatlánticos —respondió el baronet—. Le barreremos con una terrible andanada.

—Si se deja coger.

—Le perseguiremos sin tregua mientras tengamos una tonelada de combustible en las carboneras.

—Pero temo que esa ave de mal agüero corra más que nosotros, señor barón.

—También a él se le acabará el combustible.

—¿Cuál combustible? ¿Sabe usted qué emplea aquella máquina del infierno? Yo no he visto salir humo entre sus alas.

—¿Ni por casualidad notó usted olor de petróleo?

—Iba muy alto aquel pajarraco, capitán.

—Cuando reciba en mitad del cuerpo una granada de treinta centímetros, veremos si lleva petróleo o carbón en la máquina. Esperemos: yo tengo confianza en que hemos de sorprenderle en algún lugar del Atlántico.

El Tunguska, en tanto, continuaba su rapidísima carrera, devorando toneladas y toneladas de carbón.

Sabiendo el capitán que podría repostarse ampliamente de carbón en las Bermudas, donde el gobierno inglés tiene siempre grandes depósitos, no cuidaba de hacer economía de combustible.

Aquella tercera carrera más rápida que las dos primeras, duró cuatro días y no se moderó hasta encontrarse a la vista de las Bermudas.

Es éste un pequeño archipiélago perdido en medio del Atlántico y compuesto de cuatrocientos islotes, en gran parte aridísimos y, por tanto, completamente inhabitables.

Gran Bermuda es la mayor, de apenas veintidós kilómetros de largo y solamente dos de ancho. Después siguen San Jorge, San Daniel y Somerset, todas con magníficos fondeaderos y una población total de alrededor de doce mil almas, en su mayor parte de raza negra y todos habilísimos e inapreciables marineros.

Los juníperos (Juniperus bermudianus) forman la principal vegetación de aquellas islas y sirven perfectamente para la construcción de ligeros barcos para el pequeño cabotaje. Se producen perfectamente naranjas, algodón, tabaco, trigo, que se recolecta dos veces por año, y muchos árboles frutales.

Las casas, a causa de los espantosos huracanes que devastan aquellas tierras, no tienen más que un solo piso y están construidas con una piedra de especie porosa parecida a la pómez, pero que resiste a la furia de los vientos.

Descubiertas en 1522, por el español Bermúdez, permanecieron muchísimos años desconocidas y desiertas.

Vueltas a encontrar por el inglés Somerset en 1609, por pura casualidad, empujado por una tempestad, fueron en seguida ocupadas por mesnadas de terribles corsarios, restos de los famosos filibusteros huidos del golfo de Méjico.

Ahora los habitantes se ocupan en la pesca de la ballena, que todavía se muestran hoy en abundancia en aquellos parajes.

Iba el Tunguska a dirigirse hacia la Gran Bermuda para renovar provisión de combustible, cuando una seca detonación que parecía producida por una pequeña pieza de artillería, alarmó a la tripulación y, sobre todo a su joven comandante.

El disparo provenía de mar afuera, al norte de San Jorge. ¿Quién podría hacer fuego en aquella dirección, donde no había ni fortines ni baterías de mar?

Debía ser algún trasatlántico que intentaba defenderse de la agresión del Rey del Aire.

El baronet dio una orden breve, decisiva:

—¡A tiro forzado!