Un suceso emocionante
El Orulgan, uno de los más lujosos y grandes vapores de la Compañía Trasatlántica Rusa, en el cual ondeaba la bandera del barón de Teriosky, blanca y azul con tres cabezas de reno en el centro, hacía cuarenta y ocho horas que había zarpado de Halifax[47] directamente para las escalas de los mares del Norte y Báltico.
Había embarcado trescientos pasajeros, entre ellos bastantes de primera cámara, casi todos rusos que habían hecho fortuna en los Estados Unidos y el Canadá, y llevaba también tres mis toneladas de mercancías diversas.
Favorecido por un tiempo encalmado, aunque las nieblas avanzaran por la parte de Terranova y de la isla de Cabo Bretón, se deslizaba velozmente sobre el Atlántico, merced a sus poderosas máquinas de triple expansión que le daban un navegar de quince nudos.
Había cerrado la noche. El cielo, todavía límpido, a pesar de la continua amenaza de la niebla, estaba sembrado de miríadas de estrellas y la luna comenzaba a asomar por el horizonte, tiñendo las aguas con soberbios reflejos argénteos.
A bordo del gran trasatlántico reinaba la más viva alegría. En el gran salón de primera, una rusa rubia con ojos azules hacía sonar el piano tocando un vals de Strauss, que varias parejas bailaban aprovechando la gran calma que reinaba en el océano.
En cubierta conversaban numerosos pasajeros de segunda y tercera, riendo y fumando, alegrándose con los sonidos de un acordeón.
Sobre el puente de mando, el capitán hablaba y discutía con sus oficiales y con el médico de a bordo, prometiendo a todos una soberbia travesía.
Hacia las diez, la alegría de los pasajeros, caldeada por no pocas botellas de champagne —vino que los rusos prefieren a cualquier otro y que trasiegan en gran cantidad—, llegaba a su apogeo, cuando gritos de sorpresa y de terror y un rápido correr de personas interrumpieron bruscamente los bailes e hicieron callar al piano y al acordeón.
En el puente se cruzaban varias voces.
—¿Qué es eso?
—¿Un cóndor?
—No… un globo.
—¿Con alas?
—Es enorme.
—Y se dirige hacia nosotros.
—¿Será alguna máquina infernal?
Una voz imperiosa, la del comandante, puso fin a los comentarios, con voz tonante:
—¡Silencio! ¡Todos a su puesto de maniobra!
Los emigrantes que se encontraban en los salones y en camarotes y a los que llegó con claridad aquella voz de mando, a pesar del fragor de la máquina, adivinando que algo grave ocurría, se precipitaron por los corredores, subiendo por las escaleras e irrumpiendo rumorosamente en la toldilla.
—¡Nos vamos a pique! —gritaban todos, abalanzándose adelante.
Por segunda vez tronó la voz enérgica del comandante:
—¡Silencio! ¡Allí… miren ustedes!
Con la diestra señalaba hacia el cielo en dirección de la luna, que en aquel momento mostraba su disco completo sobre el horizonte.
Todas las miradas se dirigieron a aquel punto y pronto un asombro indecible apareció sobre todos los rostros.
Un ave enorme, pero de forma extraña, porque llevaba debajo de sus alas dos planos horizontales y que tenía el cuerpo reluciente, avanzaba hacia el trasatlántico, agrandando a ojos vistas.
Entre los trescientos emigrantes que se amontonaban sobre la toldilla y sobre el castillo de proa, volvieron a cruzarse las preguntas y respuestas a pesar de los juramentos del capitán y de sus oficiales.
—¿Qué es eso?
—El diablo que viene a llevarnos.
—¿Un monstruo desconocido?
—Yo creo que es un pterodáctilo —dijo un sabio.
—¿Qué animal es ese? —preguntaron veinte voces.
—Un ave monstruosa de la época jurásica que se creía desaparecida hace ya algunos millares de años.
—¿Y se comía a las personas entonces el pterodáctilo?
—No sé, porque yo no vivía —respondió serio el hombre de ciencia.
—¡Capitán! —gritaron treinta o cuarenta voces—. ¡Que nos den armas!
El capitán Orloff, que estaba sobre la pasarela de mando, rodeado de sus oficiales y mirando con su anteojo, se encogió de hombros.
—¡Qué pájaro ni que demonio! —exclamó—. Eso tiene todo el aspecto de una máquina voladora o de un terrible instrumento de guerra.
—Razón de más para tomar precauciones —dijo el médico de a bordo—. ¿Y si fuese montado por piratas?
—¡O por nihilistas! —añadió el segundo.
—He ahí una idea que no se me había ocurrido —dijo el capitán arrugando la frente. Felizmente, tenemos a bordo una pieza de artillería y buenas carabinas. ¡Maestro Anguska!…
—¡Señor!
—Carga la pieza de proa; un disparo sin bala, y si no contesta, otro con proyectil. Yo asumo toda la responsabilidad.
Un viejo marinero, de formas macizas, se abrió paso entre los emigrantes, empujándoles rudamente, seguido de cuatro tripulantes.
Subió a la proa, quitó un encerado que formaba como una pequeña cúpula y desenmascaró una pieza de 25 milímetros montada sobre pivote giratorio, de modo que podía apuntar a todos los puntos del horizonte.
La apuntó, levantándole la boca todo lo más que pudo, la hizo cargar por los otros artilleros y la disparó sin bala, haciendo temblar todo el buque con la poderosa detonación. El monstruo volador, máquina, ave o lo que fuese, se encontraba entonces a sólo algunos kilómetros del trasatlántico.
—Veamos si contesta o hace alguna señal —dijo el capitán Orloff.
Los emigrantes, presa de viva aprensión, porque no sabían de qué se trataba, a pesar de la burda explicación científica del sabio, no le perdían de vista ni un momento.
La señal o respuesta esperada no llegó. En cambio, parecía que el misterioso monstruo aceleraba su velocidad, dirigiéndose recto hacia el trasatlántico.
—Ya he dicho yo que se trataba verdaderamente de un pterodáctilo —gruño el hombre de ciencia—. Acaso no se había extinguido completamente la raza y aquí tenemos la prueba. ¡Eso es un ave!
El capitán, viendo que la salva no había hecho ningún efecto, y asustado por la idea expuesta por su segundo de a bordo de que la máquina podía ser montada por nihilistas encargados de destruir el comercio marítimo ruso, no titubeó en el partido que había de tomar.
—¡Maestro Anguska! —gritó—. ¡A ver si hace usted blanco y le hace caer al mar antes de que se ponga encima de nosotros! ¡Vive Dios! ¡Quiero pescar a esos señores!
—Con tal de que no se eleve mucho —dijo entre dientes el artillero.
Pronto estuvo la pieza cargada con una granada.
El maestro Anguska, aunque dudase del éxito del tiro, por no poder elevar mucho el ángulo del cañón, no dudó en hacer fuego.
No se había extinguido el eco de la detonación, cuando se vio al misterioso pájaro elevarse con velocidad prodigiosa, al tiempo que el proyectil caía en el mar sin haber tocado al blanco.
Un alarido de rabia resonó a bordo del trasatlántico, seguido de una interminable serie de imprecaciones.
El pajarraco era, en adelante, invulnerable, porque la pieza no podía tirar verticalmente, no estando adaptada para ello.
El capitán Orloff, vivamente impresionado y temiendo una inminente catástrofe, dio la orden de virar de bordo y hacer rumbo a la isla de Cabo Bretón, que se encontraba a una treintena de millas al septentrión.
Esperaba, forzando la máquina, escapar del ataque del misterioso pájaro, pero pronto pudo convencerse de que gastaría inútilmente su carbón y estropearía sin resultado las calderas.
En pocos instantes, aquella extraña máquina, que se manejaba en el aire como un cóndor y que volaba como un verdadero rey del aire, estuvo encima del trasatlántico.
Se sostuvo algunos instantes sobre la cubierta, a una altura de trescientos metros, dejando oír claramente el roce de sus alas que batían febrilmente; después un objeto cayó de lo alto, rebotando con extraño rumor sobre el castillo de proa.
Hecho esto, los pasajeros, con inmenso asombro, le vieron elevarse rápidamente y desaparecer con fantástica velocidad hacia la isla de Terranova.
Un fuerte suspiro se escapó de trescientos pechos, y por algunos momentos nadie osó moverse. ¿Por qué habría desaparecido aquella ave sin hacer daño a nadie?
El maestro Anguska, que continuaba junto a la pieza, en esta ocasión inútil, se apoderó inmediatamente del objeto dejado caer sobre el castillo, tan hábilmente, que no tocó a ninguno.
No era ni una bomba, ni un torpedo, como primero había creído. Se trataba de una sencilla caja de lata de esas que sirven para guardar galletas.
—¿Serán tan galantes que nos regalan golosinas? —se preguntó el artillero—. ¡Y nosotros, en cambio, les queríamos deshacer a cañonazos!
El capitán, después de dar orden al timonel de volver a la ruta anterior y a la máquina que moderara la precipitada carrera, bajó de la pasarela, dirigiéndose al encuentro del maestro Anguska, que llevaba en alto la caja para que todos la viesen y se convencieran de que no era una granada.
—¿Qué hay, Anguska? —preguntó al comandante.
—Nos ha regalado galletas, señor —repuso el maestro—. Pero me parece que aquí no hay bastantes para trescientas personas. Seguramente esa buena gente no ha contado con que aquí llevamos emigrantes.
—¿Galletas?
—Helas aquí, señor.
El comandante se apoderó con presteza de la caja, pero en seguida notó que estaba vacía o poco menos.
—Tú estás loco, Anguska —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo que yo creo que hay aquí dentro es algún documento.
Se volvió hacia los oficiales, que le habían seguido, y les dijo:
—Vengan ustedes a la camareta, señores.
Después, dirigiéndose a los pasajeros, añadió en voz alta:
—Vuelvan ustedes a sus cámaras, señores, y despejen la toldilla y la cubierta. Ya no hay ningún peligro. Vayan ustedes a descansar.
Con la caja bajo el brazo, subió por la escalerilla que conducía a la sala de popa destinada a los oficiales y la colocó en la mesa que ocupaba el centro.
—Veamos, ante todo, qué contiene —dijo—. Aquí dentro debe de haber algún documento.
—También lo creo yo así —dijo el médico de a bordo—. Primero creí que se trataba de un nuevo aparato de destrucción fabricado por los malditos nihilistas.
El capitán se hizo traer un cincel y abrió con facilidad la caja, que era de lata, no muy gruesa. Listo como un rayo, retiró la carta doblada en cuatro, de color azul, y la abrió, acercándose a la bombilla eléctrica que proyectaba una luz vivísima en el saloncillo.
Solamente contenía unas cuantas líneas:
Se ruega avisar al señor barón Dimitri de Teriosky para que en plazo de un mes conduzca a la isla de Tristán de Acuña a la señorita Wanda Starinsky, haciendo entrega de ella al gobernador de la isla.
De no hacerlo así, se le avisa que ninguno de sus cincuenta vapores escapará a la destrucción.
Un grito de estupor y de espanto salió de todas las bocas. El capitán, palidísimo, permaneció mudo, estrujando nerviosamente el misterioso documento y mirando con extraña fijeza la caja de lata.
—Esta carta contiene una amenaza terrible —dijo por fin el médico de a bordo.
—Y contra nuestro armador —añadió el primer oficial—. Únicamente así comprendo por qué nos ha perdonado, cuando ese señor Rey del Aire hubiera podido con facilidad tirarnos encima una bomba cargada con cualquier explosivo terrible que nos echase a todos a pique.
—Efectivamente, el documento envuelve gravedad excepcional —dijo el capitán del Orulgan, como hablando consigo—. Si esta amenaza se efectuase, sería la ruina del armador.
—Dígame, comandante —dijo el médico de a bordo—. Ante todo, ¿sabe usted algo de la historia de esa señorita Wanda Starinsky?
La frente del capitán se oscureció.
—Sí… acaso —dijo luego—. Pero es un secreto que me fue comunicado por el director general de la Compañía y que yo, al menos por ahora, no puedo revelar.
—Al menos nos dirá usted dónde se encuentra el armador. Ele oído decir que dejó San Petersburgo hace varios meses para un destino desconocido. ¿Es cierto?
—Efectivamente, hace varios meses que salió de Rusia, querido doctor —respondió el comandante, que parecía preocupado—. Lo que no sabe nadie, ni acaso el director general, es adonde se ha dirigido. Pero creo que el barón se ha vuelto loco.
—Una locura que podría costarle cara después de la amenaza de ese señor Rey del Aire —dijo el médico.
—Diga usted mejor una amenaza aterradora —respondió el capitán—. Ningún trasatlántico estará seguro de llegar a puerto.
—¿Qué cree usted que es aquel pajarraco? —preguntó el segundo de a bordo.
—Seguramente una máquina infernal bastante temible, porque es dueña del espacio. ¿Quién podrá luchar con ella? Ni siquiera los más poderosos acorazados del gobierno.
—Pero yo he oído al doctor Zvikoff hablar de un pájaro perteneciente a una raza extinguida hace no sé cuantos millares de años.
—Ése es un imbécil —dijo el capitán, alzando los hombros, como era su costumbre—. ¡Ya son raros esos pájaros que dejan caer cajas de bizcochos con documentos dentro, escritos en buen ruso! ¡Tendrían que ver esos pájaros hace cinco o seis mil años!
—Terminemos, capitán —dijo el médico.
—La conclusión se saca pronto, señores. A nosotros no nos queda otro camino que entregar este documento al director general de la Compañía, que supongo no dejará de transmitirlo al hijo del barón.
«Lo que les recomiendo, señores, es que no hablen de esto con nadie hasta que nos hallemos en aguas del Báltico, sobre todo con los pasajeros, o no volveremos a encontrar nadie que quiera embarcar en los trasatlánticos del barón.
»Buenas noches. Por ahora no hay nada que temer».
Los oficiales dejaron la cámara para retirarse a sus camarotes, por ser ya muy tarde, excepto el oficial del cuarto de guardia que debía vigilar la marcha del transatlántico.
***
Catorce días más tarde, el Orulgan, después de haber tocado en Hamburgo para desembarcar una parte de la carga y de los emigrantes y expedir un despacho confidencial al director de la Compañía Teriosky, entraba a toda máquina en el puerto de Riga, fondeando frente a la vieja machina del Onega.
El capitán Orloff, después de recibir al capitán del puerto para las prácticas de costumbre, y después de la inspección de los libros de a bordo, bajó a una chalupa y desembarcó cerca del inmenso edificio de la Compañía, haciéndose conducir ante el director general, que era un exvicealmirante, muy viejo, pero que conocía su profesión de hombre de mar.
—Habrá usted recibido mi despacho puesto en Hamburgo, ¿no es cierto, señor? —preguntó el capitán del Orulgan, después de saludarle.
El director, que estaba sentado ante un amplio escritorio cubierto por cartas marinas, levantó vivamente la cabeza y miró con curiosidad al comandante.
—Le esperaba con impaciencia, señor Orloff —dijo—. ¿Qué significa eso? ¿Hay todavía piratas en el Atlántico?
Orloff, en vez de responder, sacó de su cartera el documento y se lo presentó, diciendo:
—Lea usted, señor vicealmirante. Luego me dirá usted qué piensa de todo esto.
El director tomó la carta y la leyó con atención, palideciendo según avanzaba en la lectura.
—Lo que dice este documento es terrible —dijo, por fin—. Esto es una declaración de guerra.
—Así me parece a mí —respondió el comandante del Orulgan.
—Cuénteme usted de qué modo lo ha recibido.
Orloff se sentó ante el escritorio y narró al director cuanto le había ocurrido cuarenta y ocho horas después de salir de Halifax.
—¿Era un globo? —preguntó el viejo vicealmirante, que parecía impresionado.
—Ya he dicho que no —respondió el comandante—. Se trata de una máquina que volaba mejor que un albatros y con una velocidad prodigiosa.
—¿Cuántas personas llevaba a bordo?
—Como ocurrió el hecho de noche, no las hemos visto.
—¿Vieron ustedes humo?
—No; ningún humo.
—Entonces ¿cómo se mantenía en el aire y qué fuerza movía las dos alas?
—¿Quién sabe?
—¿Cree usted que la máquina voladora sea efectivamente peligrosa para los buques?
—Basta que deje caer sobre uno de nuestros trasatlánticos una granada o una bomba de dinamita, y puede usted imaginarse qué terrible catástrofe acaecería.
—Tiene usted razón —dijo el director, que había recobrado su sangre fría—. ¿No se la podría cañonear?
—A alguna distancia, acaso sí, aunque la máquina vuela con una velocidad espantosa.
—Supongo que no estará blindada.
—Aunque lo estuviera, las alas no resistirían a la explosión de una granada.
—De cualquier modo que sea, la noticia es gravísima. Se trata de la destrucción de la flota entera de Teriosky: una ruina completa. ¿Usted qué haría en mi lugar, comandante?
—Avisar al barón y aconsejarle que enviara inmediatamente a Tristán de Acuña a aquella señorita.
—¿Avisarle? ¿Cómo, si no sabemos dónde se halla?
—¿Está loco el barón?
—Así se teme —repuso el director.
—Avise usted a su hijo, entonces. ¿No sabe usted dónde se halla?
—Siempre en Kronstadt, a bordo de su crucero.
—Debemos ir a buscarle sin perder tiempo señor. Cierto es que el Rey del Aire ha fijado el plazo de un mes, pero treinta días pronto pasan. Piense usted que si ocurre una catástrofe no encontraremos ni un marinero que quiera embarcar en nuestros barcos.
—Desde luego, comandante, y nuestros trasatlánticos se verían obligados a apagar sus fuegos y envejecer inútilmente en los puertos.
—¿Cuántos tenemos aún en América?
—Una treintena.
—Ésos regresarán a tiempo.
—Pero no los otros que han zarpado esta semana para los puertos de la América del Sur y del golfo de Méjico. Enviaré en seguida una despacho detallado al hijo del barón, rogándole que venga inmediatamente. Ante un suceso tan grave, fácilmente le concederán un permiso.
—Se perderá tiempo —dijo el comandante del Orulgan—. Que enciendan los fuegos de uno de los remolcadores y vaya usted a buscarle. Es probable que el Almirantazgo se interese por el asunto y adopte enérgicas medidas para hacer que capturen o bombardeen la máquina infernal, y el Almirantazgo no está aquí, sino en San Petersburgo.
—Tiene usted razón esta vez también —dijo el director—. Dentro de una hora estaré en camino… Lo que le recomiendo a usted es que no se hable de ligero para que las tripulaciones no se impresionen.
—Tenemos trescientos emigrantes a bordo, y todos han visto el pájaro. Será imposible cerrarles la boca a todos, y probablemente a estas fechas ya lo habrán contado.
—Procure usted, al menos, tranquilizar a sus hombres.
—Les diré que ha sido una sencilla broma. ¿Cuándo nos volveremos a ver?
—Antes de que ustedes zarpen estaré aquí de vuelta para darle instrucciones. Veremos qué deciden el capitán Teriosky y el Almirantazgo.
Se estrecharon la mano y el capitán volvió a bordo del trasatlántico.
La descarga había comenzado y el capitán observó en seguida una muchedumbre insólita agrupada en la machina frontera del vapor, y que discutían con animación. En medio se podía ver a los emigrantes desembarcados poco antes y que abrían los brazos señalando ora al Orulgan, ora al cielo.
—Llego demasiado tarde —murmuró el comandante—. Antes de la noche, toda la población sabrá cuanto me ha sucedido.
No se equivocaba.
La noticia con velocidad fulmínea, se había esparcido primero entre el círculo marino-mercante, después por la población.
Una enorme muchedumbre se apretaba de cuando en cuando sobre la machina, mirando con algún espanto al trasatlántico. La noticia, como ocurre de ordinario, al pasar de boca en boca, había aumentado extraordinariamente.
Se decía que el Orulgan había sufrido un verdadero ataque por parte de una banda de piratas aéreos y que se había librado del abordaje merced a los certeros disparos de su cañón. También la voz de que en vez de piratas se trataba de un ave colosal, de nueva especie, del famoso pterodáctilo desenterrado por el sabio, había encontrado crédito especialmente entre el pueblo.
Por la noche, todos los periódicos de Riga narraban y comentaban el extrañísimo suceso, y veinticuatro horas después toda la prensa europea se ocupaba del singular acontecimiento, vertiendo torrentes de tinta y multiplicando sus ediciones.
Primero, el mundo marítimo se mostró un poco escéptico, después comenzó a preocuparse vivamente, cuando de América y de África del Sur llegaron noticias confirmando la aparición de un enorme pájaro que recorría el océano Atlántico.
Un barco inglés que de Buenos Aires se dirigía a la Ciudad del Cabo, le había visto una noche a cerca de cuatrocientas millas del pequeño grupo de Tristán de Acuña; un cañonero que hacía sondeos alrededor de la isla de la Ascensión, aseguraba no sólo haberlo visto, sino bombardeado sin éxito; un tercer buque, francés, que había dejado las costas de Terranova dos semanas antes que el Orulgan recibiese el fatal mensaje, también lo había visto.
¿Cómo, después de tantas pruebas, se podría poner en duda la desagradable aventura ocurrida al Orulgan?
La hipótesis de que se tratase de un monstruoso cóndor o de un pajarraco antediluviano fue en seguida descartada por todos los hombres de ciencia europeos, interrogados sobre el asunto. En cambio fue admitida la de que se tratase de una máquina voladora montada por audaces piratas.
¿No desaparecen todos los años un gran número de barcos sin dejar huellas suyas ni de sus tripulaciones? Bien podía ser que los echasen a pique aquellos salteadores del Atlántico.
El pánico comenzó a invadir a todos los marinos del viejo y del nuevo mundo, y por algunas semanas hacer nuevos contratos de marinos fue dificilísimo, y hasta muchos buques rusos permanecieron anclados en los puertos por temor de ser confundidos con los del barón de Teriosky.
A este punto habían llegado las cosas, cuando se extendió la voz de que el gobierno ruso, decidido a poner fin al pánico que había invadido a sus gentes de mar, se preparaba a mandar al Atlántico uno de sus mejores cruceros para capturar a aquel misterioso Rey del Aire.