CAPÍTULO XVII

El regreso del Gavilán

Llegar a la bóveda no era cosa muy difícil habiendo en la sala muchos divanes, sillas, mesitas y montones de escombros que se podían reunir aunque fuese a costa de fatigoso y largo trabajo.

Los tres hombres, animados por la esperanza de poder alcanzar la cima del cono y volver a descender por medio de las escalas de cuerda que habían descubierto, se pusieron febrilmente a la obra.

El cosaco que, como hemos dicho, estaba dotado de fuerza extraordinaria, en menos de media hora amontonó sobre los cascotes caídos del tubo, todos los divanes, ayudado por Ursoff, que no era menos robusto que un oso negro de las selvas rusas.

Cuando ya la pirámide se elevaba hasta casi la bóveda, los tres hombres la escalaron, llegando con felicidad a los primeros escalones de la escalera de caracol, que no había sufrido mucho, a pesar de la violencia de la explosión.

Un triple grito de alegría se escapó a los dos rusos y al cosaco en cuanto se elevaron una docena de metros.

Habían divisado en lo más alto un ojo luminoso que no parecía mayor que el disco aparente de la luna, pero que anunciaba que aquel pozo, abierto por la mano del hombre, quién sabe a costa de cuántas fatigas y cuántos años de labor, conducía a la cumbre del enorme escollo.

—¿No será el cráter de un antiguo volcán? —preguntó Rokoff.

—Pudiera ser; pero los hombres lo han revestido de una especie de cemento y provisto de una escalera bastante cómoda.

—¿Es obra reciente?

—No; antiquísima —respondió el ingeniero—. Construida acaso por los corsarios que entre los años 1600 y 1700 devastaban en gran número el Atlántico. He oído contar que también en Picos, en otro escollo perdido en este océano, se descubrieron cavernas maravillosas y tesoros escondidos por los antiguos salteadores o piratas, como mejor os plazca llamarles.

—¿Cómo puede haber conocido eso el barón de Teriosky?

—¡Quién sabe!… Acaso por alguno de sus marineros.

—Sigamos adelante, señores. Anhelo el momento de verme en la cima del escollo.

—Y yo no menos que usted, Rokoff —respondió el ingeniero.

Cincuenta metros más arriba encontraron cuatro galerías que no parecían abiertas por la mano del hombre y que se internaban en el corazón del escollo.

Pero los dos rusos y el cosaco, demasiado presurosos por volver a la luz, no perdieron tiempo en explorarlas, a pesar de haber visto gruesos cortinones destinados acaso a resguardar aquellas salas del viento descendente por aquella especie de garganta en las noches tempestuosas.

—¡Arriba! ¡Arriba!… —gritaba el cosaco, subiendo los escalones de cuatro en cuatro, en una fuga endemoniada.

El agujero superior se ensanchaba proyectando en el interior del pozo una luz bastante intensa. Los tres hombres continuaron subiendo jadeantes y sudorosos, sin ocuparse de otras galerías que de cuando en cuando se abrían sobre aquella interminable gradería.

La ascensión, fatigosa, especialmente para el ingeniero, que ya no era un joven, duró una media hora, al cabo de la cual desembocaron en una vastísima plataforma que ocupaba toda la cima del escollo y en donde se veían todavía en pie viejas cureñas armadas con larguísimos cañones antiguos de bronce.

¡Estaban en la cima del Inaccesible!

Un espléndido panorama se ofrecía a sus miradas.

El océano infinito se extendía en torno de la inmensa escollera, siempre tumultuoso. Hacia el norte se perfilaba Tristán, entonces casi envuelto en la niebla; a poniente, Nightingale, con su amontonamiento de rocas, privadas casi completamente de toda traza de vegetación.

Fragatas y albatros soberbios revoloteaban en torno del alto escollo, describiendo fulmíneas trayectorias para precipitarse luego, casi como cuerpos muertos, hacia el océano.

—¿Qué tal, ingeniero? —preguntó Rokoff, que aspiraba con todo su pulmón el aire libre del Atlántico, inclinándose adelante para resistir las ráfagas furiosas que les embestían por todas partes.

—Yo me pregunto si sueño o si estoy despierto —respondió Wassili.

—Y yo lo mismo, señor —dijo Ursoff—. He aquí un Inaccesible convertido en accesible por nuestras piernas.

—Gracias al trabajo maravilloso de quién sabe qué corsarios, porque esto es sin duda trabajo ejecutado por la mano humana.

—Pero esto no me asombra, porque ya he dicho que, en otro tiempo, los piratas han abundado en el Atlántico no menos que los famosos filibusteros que anidaban en las islas del golfo de Méjico y que…

—¿Y que? —preguntó Rokoff, que escuchaba con vivo interés.

El ingeniero permanecía mudo. Inclinado hacia adelante, con las manos puestas en pantalla sobre las cejas para defender los ojos del reflejo de los primeros rayos del sol que asomaba por un desgarrón de las siempre tempestuosas nubes, miraba con atención en dirección a Tristán.

Un punto oscuro aparecía por encima de la niebla que envolvía la isla y parecía que se dirigiese hacia el Inaccesible, aumentando de tamaño rápidamente.

—¡Es él!… —exclamó de pronto, enderezándose violentamente.

—¡Quién! ¿Él? —preguntaron a una el cosaco y el timonel.

—¡El Gavilán!

—¿Está usted soñando, señor?

—Viene de Tristán y se dirige hacia nosotros. Rokoff, ¿está cargado su mauser?

—Tengo ocho cartuchos en el depósito.

—Haga usted fuego en seguida, sin ahorrar municiones. ¡Allí, miradle! ¡Avanza con la velocidad del rayo!

—¡Por las estepas del Don! —gritó el cosaco—. ¡Es el mismísimo Gavilán! Esto si que es tener una suerte endemoniada.

Levantó el fusil que tenía en la mano y disparó, uno tras otro, los ocho tiros, precipitadamente.

Del Gavilán respondieron con tres disparos también hechos apresuradamente.

La máquina voladora se elevó para llegar a la cima del escollo. Todas las hélices giraban con furia, la horizontal especialmente.

Además se veía perfectamente a Ranzoff en la barra del timón. Un grito tortísimo partió del Gavilán.

—¡Amigos! ¡Somos nosotros! ¡Alto el fuego!

Rokoff continuaba disparando, como enloquecido.

La máquina voladora llegó a la altura del Inaccesible. Describió una gran vuelta circular y se posó sobre la vasta plataforma.

Ranzoff, Fedor y Boris saltaron a tierra, precipitándose en los brazos del cosaco y del ingeniero, mientras los cinco marineros rodeaban a Ursoff.

—¡Vivos!… ¡En la cumbre de esa montaña inaccesible! —exclamaba el capitán del Gavilán—. ¿Por qué milagro les encontramos aquí, cuando les hemos visto precipitarse sobre las rocas?

—¡Pues qué! —gritó Rokoff—. ¿Creen ustedes que tenemos los huesos de cartulina? Aún somos hombres fuertes, ¿no es verdad, Wassili?

—Así parece —respondió el ingeniero, riendo.

—¿Han almorzado ustedes? —preguntó Ranzoff.

—No tenemos en el vientre ni siquiera una galleta, ni una taza de leche —respondió el cosaco—. A lo que parece, las cabras han huido del Inaccesible, porque nosotros no hemos encontrado ni una.

—¡Liwitz, el almuerzo! —grito el capitán del Gavilán—. Comiendo se narran mejor las aventuras.

Dos marineros volvieron a subir a la máquina voladora y volvieron llevando dos bandejas colmadas de tazas de té y de galletas.

—Comed y contad —dijo Boris—. Si ustedes tienen curiosidad por saber nuestras aventuras, no tenemos nosotros menos. A ustedes les corresponde el honor de abrir el fuego.

Wassili fue quien contó todo lo que les había ocurrido desde la terrible cuanto afortunada voltereta.

Ranzoff, Boris y Fedor le dejaron hablar sin interrumpirle. Cuando hubo terminado, se miraron sonriendo.

—¿Qué les había dicho yo? —preguntó el primero—. La información era exactísima.

—¿Cuál? —preguntó Wassili.

—La de la carta que arrancamos al administrador y después al marinero del barón, que nosotros, con ayuda del gobernador, hemos sacado de su escondite de Tristán.

—No comprendo —dijo el ingeniero.

—Lo creo —respondió el capitán del Gavilán, riendo—. Ahora escuchadnos a nosotros, queridos amigos. Hemos hecho una carrera verdaderamente desastrosa a través del Atlántico, tan desastrosa, que estamos aún asombrados de vernos con vida.

«Combatidos por los vientos, sin poder gobernarnos, porque, como recordarán, en el choque perdimos el timón, hemos luchado dos días y dos noches con la muerte que nos amenazaba a cada momento, y oprimidos por la angustia, porque ignorábamos si habían ustedes logrado salvarse. Hasta ayer noche, que calmó un poco la borrasca, no pudimos montar otro timón y volver a estos parajes.

»Cómo han podido las alas y las hélices resistir a tanta furia del viento, yo no os lo sabré decir. Ya nos habíamos hecho a la idea de caer en el mar y acabar en medio de las olas, ¿no es cierto, Boris?».

—Yo ya me había resignado a acabar en el fondo del Atlántico —respondió el excomandante del Pobieda.

—Pero ustedes vienen ahora de Tristán —dijo Rokoff.

—Y ha sido una verdadera suerte que una racha nos arrojase sobre aquella isla —respondió Ranzoff— para asustar a aquellos buenos habitantes que al principio creyeron habérselas con un gigantesco pajarraco.

—¿Han tocado ustedes en Tristán? —exclamó el ingeniero.

—Y no sentimos haber hecho conocimiento con aquellos colonos, porque nos han proporcionado noticias preciosas.

—¿Sobre el barón? ¿no es cierto?

—Si, querido Wassili; el granuja había establecido su morada en este escollo.

—Rokoff y yo estábamos segurísimos de ello.

—Pero ahora aquel miserable se nos ha escapado de las manos —dijo Boris, haciendo un gesto de ira—. Nos han contado que le han visto huir la noche pasada a bordo de un pequeño vapor, que perfectamente podría ser un torpedero de alta mar, por la descripción que de él me han hecho

—Después de habernos bombardeado —dijo Rokoff.

—Efectivamente, los insulares nos han dicho que aquel barco, según se alejaba del Inaccesible, disparaba cañonazos.

—Contra nosotros —dijo Wassili—. ¿Pero desde cuándo estaba aquí ese loco?

—Llegó a Tristán hace cerca de tres meses —dijo Ranzoff— en un buque de alto bordo tripulado por un numero infinito de marineros y de obreros y tomó en seguida posesión del escollo.

«Los insulares nos han dicho que durante tres o cuatro semanas se ha oído sin cesar el estampido de las minas y que han visto a muchas personas subir hasta aquí empleando escaleras de hierro colocadas contra las ver tientes y clavadas en las cornisas, y que de pronto un día desapareció el buque.

»Teriosky debía de haberse instalado aquí con comodidad, porque los pescadores han visto de cuando en cuando elevarse desde la cima columnas de humo y a veces fuego».

—No debía de encontrarse mal en este escolio, capitán —dijo Rokoff—. Hemos encontrado una gran sala con muebles bellísimos y de gran valor, y hasta un piano, que debía de estar destinado a la señorita.

—Es verdad —confirmó Wassili—. Lástima que la última mina lo haya destrozado todo.

—¿Y adónde ha ido ahora ese loco a refugiarse? —preguntó Fedor, que hasta ahora había permanecido silencioso.

—¿No han sabido decir nada de ello los insulares? —preguntó Wassili.

—Absolutamente nada —respondió Boris, con sorda ira—. Pero no le daremos cuartel ni dejaremos el Atlántico sin haberle encontrado, ¿no es cierto, Ranzoff?

—Estoy a la entera disposición de ustedes, señores —respondió el capitán del Gavilán—. Así como creo que debemos zarpar en seguida para dar caza al torpedero. Nos lleva veinticuatro horas de ventaja, pero no puede competir con nosotros en velocidad. ¿Qué dirección habrá tomado? ¡Ese es el problema! ¿Se ha dirigido a África o a América? ¿Ha marchado con rumbo al norte o al sur? Ese hombre es capaz de haber buscado un refugio entre las islas del Antártico. De un hombre así se puede esperar cualquier locura.

—Yo estoy seguro que ha buscado el escondite en otra nueva isla —dijo Boris—, y en donde haya otra caverna conocida de él, porque dicen que su primera fortuna la hizo en este océano, registrando antiguos asilos de corsarios, en los cuales encontró tesoros fabulosos. ¿No has oído hablar de esto, Wassili?

—Sí; conozco acerca de ello una historia curiosísima que les contaré a ustedes más adelante. Sé que de joven era el barón un valiente hombre de mar y que navegó durante muchos años, acumulando una inmensa fortuna. Su padre no le había dejado más que algunas pocas tierras, casi incultas, en Lituania, que todas juntas no valían lo que la máquina de un buque de vapor. Hoy posee más de cincuenta buques y seguramente los ha adquirido con los tesoros encontrados en quién sabe cuál isla del Atlántico.

—Dígame usted, coronel —dijo Ranzoff, volviéndose hacia el excomandante del Pobieda—. ¿Hay muchas islas deshabitadas en este océano?

—No muchas, si no se cuentan las que existen más al sur en el océano Austral. No hay más que cinco o seis: San Mateo, Ascensión, casi desierta, Trinidad y Martín de Vaz, Los Picos y Las Rocas, cerca de Fernando de Noronha. Y que yo sepa no hay más en estos mares.

—¿Y servían de guarida a los corsarios todas estas islas?

—Sí, señor Ranzoff.

—¿Hacia cuál se habrá dirigido el barón? Ustedes excluyen la hipótesis de que haya vuelto a los países civilizados.

—Yo no creo que haya escapado a América ni al África.

—Ni yo tampoco —dijo Wassili.

—¿Y cómo se habrá apercibido de que le dábamos caza? —preguntó Fedor.

—Se lo habrá imaginado al ver a nuestra máquina voladora y aparecer en estos parajes —dijo Ranzoff.

—Y, además ¿no se le ha matado un marinero? —añadió Rokoff—. Es probable que nos espirara cuando ocupamos la cabaña.

—Andando —dijo Ranzoff—. Ha terminado el consejo de guerra y no hay que dar de ventaja a aquel barco mucho tiempo. Cruzaremos el Atlántico en todas direcciones, y si no logramos encontrarles, declararemos la guerra a todos los buques que lleven la contraseña del barón y no nos detendremos hasta que se decida a entregarse vivo y restituirnos a Wanda. A bordo, amigos: aquí no tenemos ya nada que hacer. Tenemos el viento favorable y volaremos más que un albatros.

Se embarcaron unos tras otros, y el Gavilán comenzó en seguida a agitar sus inmensas alas, mientras las hélices se atornillaban en el aire vertiginosamente.

Tomado el impulso, se elevó la máquina voladora para después descender hacia el océano.

—¡Ah! ¡Mirad por dónde descendieron! —exclamó en aquel momento Rokoff, que estaba inclinado sobre el parapeto de popa—. ¡Mire usted, Wassili! ¡Escaleras de cuerda y escaleras de hierro!

A lo largo de las paredes de levante del Inaccesible se percibían distintamente larguísimas escaleras de hierro que unían las diversas cornisas, defendidas encima y por los lados por fuertes redes de alambre para evitar espantosas caídas.

Además de aquellas había otras escaleras de cuerda, las cuales pendían de algunos agujeros que, sin duda, servía para dar luces a las galerías superiores.

—He aquí un capricho de millonario —dijo el ingeniero—. Pero nuestro amable primo puede permitírselas merced a poseer la piedra del viejo Jones.

—¿Qué piedra? —preguntaron Rokoff y Fedor, que estaban próximos.

—¡Ah! ¡Es verdad! No les he contado todavía cómo el barón se ha hecho inmensamente rico, habiendo su padre muerto casi en la miseria.

—Nos había usted prometido esa historia —dijo el cosaco.

—De modo que son dos historias —añadió el ingeniero.

«Como les he dicho, el barón ha hecho su fortuna en el Atlántico y no ciertamente traficando en azúcar o café.

»La primera historia se la oí contar a un viejo criado que pasó del servicio del barón al de mi padre.

»No sé si en África o en América, el barón, que entonces mandaba un pequeño bergantín, único capital suyo, encontró un viejo capitán de marina retirado ya en tierra para gozar el fruto de sus ahorros. La historia fue contada por mi primo a varios amigos una noche que estaba algo embriagado, y oída perfectamente por el anciano criado. Tanto me interesó, que me acuerdo palabra por palabra de todo lo que me fue referido.

»Aquel lobo de mar se llamaba Jones, y no sé con qué motivo hizo estrecha amistad con mi primo.

»Una tarde, después de beber con abundancia, enseñó al barón muchas curiosidades coleccionadas por él aquí y allá en sus largos viajes por el mundo, y entre ellas le mostró unas gruesas formaciones cristalinas.

»Mi primo que no era tonto…».

—Y de ello ha dado las pruebas —interrumpió Rokoff.

—… se apercibió en seguida de que aquello no eran cristales de roca como suponía el viejo marino, sino diamantes de una pureza sin igual. Se ofreció en seguida a comprárselos, pero sospechando Jones, se negó a vendérselos, pero parece que después, comprometido o embriagado, confesó haberlos encontrado en una isla desierta del Atlántico.

«¿Qué isla era?, nadie lo sabe. Lo único que puedo decir es que cuando Teriosky volvió a Riga era millonario».

—¡Por vida de Satanás! —exclamó Rokoff—. Verdaderamente en este mundo la fortuna se va con los bribones.

—Y no es esto todo —respondió Wassili—. Parece que al barón le correspondió fortuna aún más grande, porque se hizo recogedor furibundo de todos los tesoros perdidos en el Atlántico.

«¿No han oído ustedes hablar de la Armada Invencible que Felipe II de España envió a las costas de Inglaterra para castigar al “diablo con faldas”, como él llamaba a la reina Isabel?».

—Sí, vagamente —respondieron Fedor y el cosaco.

—Una larga serie de espantosas tempestades dispersó la magnífica escuadra, que ya había sufrido en los choques con las de los dos almirantes ingleses Hawkins y Drake.

«Una de las naves almirantes, la Florencia, mandada por don Gaspar de Souza, que mandaba una división de cincuenta buques, buscó refugio en la bahía de Tobermory, en la isla de Mull, cerca de la costa occidental de Escocia.

»¿Fue descuido de la tripulación o malevolencia de los habitantes que odiaban a los españoles por el único motivo de ser católicos? ¿O fue una medida tomada secretamente por el gobierno escocés, que temía ver comprometida su neutralidad y le ponía en cuidado la venganza de la terrible Isabel que había ya hecho decapitar a la desventurada María Estuardo?

»Las pesquisas históricas más cuidadosas no han aclarado aún el misterio, pero como quiera que fuese, el hecho es que una noche de agosto de 1588, la santabárbara de la nave almirante española hacía explosión inesperadamente, y la hermosa y formidable nave, que montaba centenares de cañones, se hundía en el mar con todos los desgraciados que la tripulaban.

»La Florencia llevaba un fuerte cargamento de oro y plata, el tesoro de guerra de la Armada y el tesoro personal del riquísimo don Gaspar de Souza, que no comía más que en vajilla de plata y no bebía más que en copas de oro cubiertas de piedras preciosas».

—¡Un marino chic!… —exclamó Rokoff.

—Además —prosiguió—, iba allí también embarcado el tesoro religioso, confiado a siete dominicos, que cada día celebraban misa sobre cubierta.

«El mar se encargó de confirmar las riquezas fabulosas que los galeones encerraban en su bodegas, arrojando de cuando en cuando a las playas cercanas, doblones, vajilla de plata, espadas finamente cinceladas, corazas de gran valor y, por último, hasta cañones y bombardas.

»En varias ocasiones, durante los siglo XVII y XVIII, se hicieron tentativas para recuperar los tesoros de la Florencia, pero siempre sin éxito. Ahora parece que mi señor primo ha sido más afortunado, y que a los diamantes recolectados en la isla misteriosa de Jones ha unido el tesoro de guerra de la capitana española.

»¿Cómo? ¿De qué manera? He aquí lo que no se sabe. El hecho es que hoy Teriosky, con los tesoros recuperados del Atlántico, es el más poderoso y más rico armador de toda Rusia».

—¡Afortunado bribón! —murmuró Rokoff—. Ya se ocupará el señor Ranzoff de reducirle a la miseria si no nos da a conocer su dirección y no restituye a Boris la señorita Wanda.

Mientras charlaban, el Gavilán, después de haber pasado cerca de Tristán, se había lanzado a través del océano Atlántico, corriendo con rapidez vertiginosa hacia levante.

Ranzoff quería asegurarse primero de que el torpedero del barón se había dirigido hacia las costas occidentales de África.

Aquella carrera verdaderamente fantástica duró dos días sin éxito alguno, porque no divisaron más que dos veleros que parecían dirigirse a la Ciudad del Cabo.

Avistadas las costas de Namaqualand, sin haber visto elevarse sobre el horizonte ninguna columna de humo, el Gavilán viró de bordo y volvió a emprender su fulmínea carrera hacia poniente, para visitar las costas de la América del Sur, al menos hasta la altura del cabo de San Roque, el más avanzado del Brasil y que se extiende hacia las islas Rocas y Fernando de Noronha.

Fue una segunda carrera no menos furiosa que la primera y no más afortunada. Ranzoff y sus compañeros percibieron en lontananza muchos veleros y muchos buques de vapor, pero ninguno se parecía a un torpedero de alta mar. Volvió el Gavilán al Atlántico central, cortando dos veces el Ecuador, pero el resultado fue el mismo.

¿Dónde se había refugiado el barón? ¿Desesperado de encontrar otra isla que sirviera a sus fines, se habría acaso decidido a buscar algún escondrijo en Europa o en la América del Norte? ¿En qué Estado? ¿Quién podría saberlo?

—Amigos —dijo una noche el capitán Ranzoff, después de la cena, mientras el Gavilán estaba a la vista de las Azores—. Nuestro crucero, que dura hace ya más de siete días, ha terminado. No desperdiciemos el tiempo inútilmente en una persecución vana. Ya es hora de obrar y hacer comprender al barón que somos más poderosos que toda su flota.

«Acaso nos cueste ponernos en guerra con el gobierno ruso, ¿pero qué importa? Que envíe contra nosotros a sus cruceros y acorazados y veremos quién lleva la peor parte.

»Yo soy el Rey del Aire, y mientras no aparezca otro, el imperio del aire será nuestro:

—¿Dónde encontrar los buques del barón?».

—Entre Terranova y los puertos de la Europa central —respondió Boris.

—Magnífico —dijo Ranzoff—. Vamos a registrar las costas de Terranova.