CAPÍTULO XVI

Los misterios del Inaccesible

Rokoff quedó como atontado viendo al salteador desaparecerle de delante, porque no le había parecido la cornisa tan estrecha ni había pensado en el calor de la defensa, que tras ellos estaba el abismo dispuesto a tragarles a los dos.

«¡Por las estepas del Don!… —exclamó enjugándose el sudor que le bañaba la frente, no obstante soplar allí arriba un viento helado—. Si en aquel momento llega a agarrarme, a estas horas estaría yo también en el vientre de los peces, con los huesos destrozados ¿Sería un salvaje? Pero yo no había hecho nada para provocar su cólera, y…».

Se interrumpió bruscamente, mirando a su alrededor con cierta ansiedad.

«¡Rayos del Don!… —murmuró—. ¡Un hombre nacido en las orillas del Neva y vigilando en este escollo!… El misterio está pronto aclarado. No puede ser más que un centinela colocado por el perro del barón… ¿Se habrá ocultado aquí ese bribón en vez de en la isla Tristán? ¡Piernas, amigo, antes de que te acogoten!».

Iba ya a lanzarse abajo por el canalón, cuando le entró vivo deseo de penetrar en la galería. Ya sabemos que Rokoff era valeroso como buen cosaco y, por tanto, no hay por qué extrañarse.

Al no haber acudido nadie a los alaridos lanzados por el desconocido, que habían resonado muy fuerte entre las rocas del inmenso escollo, el cosaco tenía motivo para suponer que al menos allí no había otro centinela.

Casi seguro de ello, atravesó rápidamente la cornisa, y penetró en aquella especie de caverna, aunque no con intención de internarse mucho, temiendo otra sorpresa.

Había dado pocos pasos, cuando se encontró envuelto en tan profunda oscuridad, que no sabía hacia dónde dirigirse.

El viento, encallejonándose a través de la abertura, producía rumores extraños y emocionantes.

«Sin una lámpara no me atrevo a seguir adelante —dijo Rokoff—. Por ahora ya sé bastante».

Empezó a retroceder y tropezó en algo que yacía en tierra y que al chocar produjo un sonido metálico.

Era el fusil dejado caer probablemente por el hombre que le había atacado, para poder hacer uso de las manos con más facilidad y estrangularle. Al lado de la culata había una cartuchera con una cincuentena de cartuchos.

«He aquí una fortuna que no esperaba —murmuró el cosaco, apoderándose del arma—. Con un buen mauser entre las manos se pueden hacer milagros por quien sabe emplearle. En retirada, amigo, y cuidado no te vayan a despachurrar dentro del canalón».

Después de dirigir una última mirada a la gigantesca pared rocosa, cortada a pico por centenares y centenares de metros, completamente desnuda y lisa como la palma de la mano, se dejó resbalar por el canalón, llevando en la mano la estaca para rechazar las hordas de aquellos molestísimos pingüinos.

El descenso fue mucho más rápido que la subida y muchas veces corrió el cosaco el riesgo de dar un tumbo y desnucarse contra las rocas del fondo.

Cuando llegó a la cabaña aún dormían Wassili y el timonel, arrullados por el rítmico murmullo del océano.

—¡Arriba, amigos! —dijo Rokoff, entrando y mostrándoles triunfalmente el mauser.

—¿De dónde viene usted? —preguntaron a una el ingeniero y Ursoff, asombrados al verle con armas

—Seguramente no es del Gavilán —añadió el primero.

—Silencio y escúchenme —respondió el cosaco—. Les explicaré ahora los misterios del Inaccesible.

Como era de prever, también a Wassili y al timonel, en cuanto oyeron el relato del cosaco, les vino a las mientes la sospecha de que el barón se hubiera refugiado en aquel gigantesco escollo mejor que en Tristán.

—¿Está usted bien seguro de que el hombre que ha tirado al mar era un ruso? —preguntó Wassili, después de un largo silencio.

—Nacido en las márgenes del Neva, como usted, señor.

—¿Tendrá este escollo en su interior inmensas cavernas desconocidas hasta para los insulares?

—Es lo que yo también pensaba, señor Wassili —respondió Rokoff.

—Y el loco del barón se habrá ocultado dentro de ellas con mi sobrina.

—Loco, ha dicho usted: así lo creo yo también. El miedo de ser descubierto por sus víctimas y el de tener que pagar su doble infamia, debe de haber trastornado el cerebro de aquel hombre.

—Eso unido a la furiosa pasión que alimenta por Wanda —añadió Wassili.

—Pero dígame usted, ingeniero, ¿de qué clase es esa pasión? Yo no he logrado saberlo. ¿La ha raptado para hacerla su mujer?

—De ninguna manera, señor Rokoff —respondió Wassili—. Ama con locura a mi sobrina, porque se parece de modo extraordinario a una hija única que tenía y que se ahogó el año pasado cerca de las costas de Escocia, durante un trágico naufragio. Él había pedido la hija a mi hermano, proponiéndole adoptarla como si fuese su verdadera hija, y recibiendo, como pueden ustedes figurarse, una negativa absoluta, y entonces urdió la trama infernal contra nosotros para poderla raptar con más facilidad.

—Entonces vuestra sobrina no corre ningún peligro.

—Absolutamente ninguno —respondió Wassili.

—Luego ese hombre es verdaderamente un loco.

—Pero un loco peligroso, porque, como han visto ustedes, para hacer caer a Wanda en sus manos, no ha titubeado en arruinarnos a mi hermano y a mí, enviándonos al destierro a la Siberia.

—Yo suponía que su amor era de otro género.

—No, señor Rokoff.

—¿No tiene hijos el barón?

—Sí, uno sólo, que hoy es de los más brillantes capitanes de la marina de guerra rusa.

—¿Qué haremos nosotros ahora?

—No nos queda más recurso que esperar el regreso del Gavilán. Únicamente con él podremos escalar este gigantesco escollo y registrar los flancos y hasta la cima.

—Pero ahora que tenemos un buen fusil podemos, por lo menos, intentar la exploración de la caverna.

—Y hacernos coger. Como ha visto usted, el barón tiene consigo gente de su devoción y resuelta a defender al amo y a su presa. Ahora mismo ha visto usted la prueba.

—Y una prueba terrible, señor Wassili —respondió el cosaco—. Todavía no me convenzo de que estoy aquí hablando con ustedes.

—Sin embargo, si durante la jornada no llegan nuestros compañeros y no ocurre nada de particular sobre el Inaccesible, se podría, después de cerrada la noche, intentar una exploración.

—Eso era lo que yo iba a proponer.

—Por ahora vamos a limitarnos a vigilar aquella cornisa para que no nos venga de ella alguna desagradable sorpresa, y evitemos encender fuego para que el humo no avise al barón, suponiendo que sea él, efectivamente, quien se ha ocultado aquí.

Seguros de no correr, al menos por el momento, ningún peligro, volvieron a acostarse sobre la espesa capa de varec, mientras Ursoff, protegido por una roca saliente, velaba en el exterior, armado con el fusil y sin apartar la vista de la plataforma superior, siempre pululante de pingüinos y de otras grandes aves semejantes a nuestras ocas y llamadas por los insulares mattis.

El cielo estaba siempre oscuro, cargado de vapores que tenían un tinte grisáceo, y de poniente llegaban de cuando en cuando fuertes rachas precedidas de los estallidos ensordecedores de los truenos.

También el océano continuaba malísimo, impidiendo a los habitantes de Tristán pasar a los dos islotes para cazar las focas y los elefantes marinos, que formaban, si así puede decirse, en unión de las pocas cabras salvajes, los únicos recursos de aquellos segregados del mundo civilizado.

Especialmente entre el Inaccesible y el Nightingale, las olas embravecidas de modo espantoso se lanzaban al asalto de los dos escollos con rabia incansable.

El estruendo producido por las olas al destrozarse contra las paredes rocosas, era en algunos momentos tan infernal, que parecía que allí se librara una batalla naval, empleando potentísimos cañones modernos.

Era de suponer que el Gavilán, que probablemente había sufrido graves averías al chocar con el enorme flanco del escollo, no podría regresar, al menos hasta que cesasen aquellos terribles golpes de viento.

La jornada transcurrió sin que ocurriese nada de extraordinario. Los tres hombres se turnaron en la guardia, sin quitar la vista de la cornisa, pero ninguna persona se dejó ver allí arriba.

Al anochecer hicieron sus preparativos para visitar la caverna. Ursoff había fabricado unas antorchas trenzando algas y las había impregnado en grasa de elefante marino para que pudieran durar bastante tiempo. Después de una detenida observación del horizonte, por si se descubría alguna señal que Ranzoff no hubiera, seguramente, dejado de hacer desde el Gavilán al acercarse al Inaccesible, los tres hombres armados, el cosaco con el fusil y los otros dos con estacas y los cuchillos, comenzaron la subida del canalón, avanzando con grandes precauciones, por si hubiera algún otro centinela de guardia en la caverna o en la cornisa.

Rokoff, que ya conocía los pasos más fáciles, marchaba a la cabeza, separando las peñas que pudieran desprenderse y rodar por la grieta, provocando una alarma que de ningún modo deseaban.

Afortunadamente, las aves marinas dormían profundamente; de modo que también aquel fastidioso y ruidoso asalto fue evitado.

Superada la segunda cornisa, tomaron un rato de descanso para respirar, y sucesivamente escalaron las otras dos sin notar nada sospechoso. Un ventarrón furioso silbaba sobre las paredes rocosas del cono, mientras debajo, a gran profundidad, el mar mugía roncamente, rompiendo en secas detonaciones contra los infinitos escollos.

Rokoff, temiendo con fundamento una nueva sorpresa, hizo a sus compañeros detenerse bajo la cornisa y avanzó solo hacia la caverna o galería, llevando el fusil empuñado para estar más pronto a hacer fuego.

No viendo ningún centinela, volvió atrás con las mismas precauciones, diciendo:

—Adelante: cuando estemos dentro encenderemos una antorcha.

Wassili y Ursoff se le unieron con presteza y los tres penetraron en el tenebroso pasaje.

Apenas habían atravesado las primeras arcadas, cuando retumbó una detonación violentísima en el interior de la montaña, con un fragor espantoso.

Una avalancha de piedras desprendidas de lo alto rodaron por los flancos del escollo, chocando entre sí con profundos fragores. La sacudida fue tan formidable, que los tres hombres rodaron uno sobre otro.

—¡Por vida de Satanás!… —exclamó Rokoff, que había sido el primero en levantarse y huir al exterior—. ¿Qué ha pasado?

—Ha explotado alguna enorme mina —dijo el ingeniero, que se había apresurado a reunírsele.

—¿Pero dónde?

—En el interior del escollo.

—¿Con la esperanza de hacernos saltar?

—No lo creo, señor Rokoff, ha hecho explosión muy lejos de nosotros.

En aquel momento se oyó otra explosión, aunque más débil, y que, al parecer, provenía de la cumbre del Inaccesible.

Otra avalancha de piedras corrió a lo largo de las paredes, precipitándose por el canalón. Fue un verdadero milagro que los dos rusos y el cosaco no fueran derribados y heridos por alguno de aquellos proyectiles.

—¿Van a volar el escollo? —preguntó Rokoff, que había vuelto a refugiarse bajo las arcadas del pasadizo tenebroso—. Tiene usted razón, ingeniero; eso son minas que estallan. Durante el sitio de Plewna oí esos mismos fragores cuando se hizo volar las lunetas de Osman Pachá.

—¿Habrá concluido la música infernal?

—Si yo estuviera con los misteriosos minadores, ya le podría contestar a usted —respondió Wassili, que conservaba su maravillosa sangre fría.

—¡Una mina en el corazón del peñasco y otra en lo alto!… ¿Qué significa esto? ¿Usted comprende algo, ingeniero?

—Nada, mientras no exploremos el pasadizo —respondió Wassili—. Esperemos, sin embargo, antes de seguir avanzando. Podría caernos encima la bóveda después de otra explosión.

Se sentaron cerca de la primera arcada para estar más prontos a huir al exterior y esperaron pacientemente, con el corazón oprimido por profunda angustia, temiendo que de un momento a otro sobreviniera otra explosión más espantosa.

Pasaron diez minutos largos como siglos; después el ingeniero, no oyendo ningún fragor, se levantó con resolución diciendo:

—Ursoff, enciende una antorcha.

El timonel obedeció prontamente.

—El primero iré yo —dijo el cosaco—. Nadie pasará delante de mi fusil.

La antorcha, bien empapada en grasa, ardía espléndidamente, esparciendo en torno una luz vivísima, a causa de ser la grasa de elefante marino bonísima como alumbrado.

A los pocos metros de avanzar, comprendió el ingeniero que la galería no estaba construida por la Naturaleza.

Debía de haber sido abierta por el hombre, empleando el pico y acaso también la mina.

—Los misteriosos habitantes del escollo deben de haberse preparado en él un refugio intomable —murmuró—. ¿Qué descubriremos aquí?

Habrían recorrido una docena de metros, cuando descubrieron otra galería más estrecha que la primera y obstruida por piedras desprendidas de la bóveda.

—No debemos de estar lejos del lugar donde estalló la primera mina —dijo el ingeniero, que examinaba con atención las paredes—. Avance usted con precaución, Rokoff, aunque estoy convencido de que ya no hay nadie en este escollo.

Entraron en el nuevo pasadizo. Rokoff precedía siempre a sus compañeros, seguido por Ursoff, que llevaba la antorcha. El ingeniero iba el último.

Así recorrieron otros diez o doce metros; entonces se encontraron ante otro nuevo desmoronamiento.

También aquí estaban las bóvedas destrozadas, pero un nuevo pasaje, apenas suficiente para permitir a Rokoff, que era el más grueso de los tres, pasar arrastrándose, se presentó ante su vista.

—¿No oyen ustedes ningún ruido? —preguntó el ingeniero.

—No, señor —respondió el cosaco.

—¿Se podrá pasar?

—Sí, aunque con trabajo. ¡Bah!… Yo tengo la piel dura.

El cosaco empujó por delante el fusil, ante todo; luego, ayudándose con manos y pies, avanzó. De pronto se le escapó un grito de asombro:

—¡Por vida de Satanás! ¿Qué es esto?

Ursoff y el ingeniero, que eran menos corpulentos, no tardaron en unírsele.

La sorpresa del cosaco era más que natural.

El último pasadizo, medio arruinado por la explosión de la mina, les había conducido a una inmensa sala subterránea abierta en las entrañas del escollo, en la cual había numerosas aberturas circulares a través de las cuales se percibía alguna estrella que asomaba entre las tempestuosas nubes. La mina debía haber estallado allí mismo, porque se veían enormes peñascos esparcidos caprichosamente aquí y allá.

Pero lo que principalmente dejó estupefactos a los dos rusos y al cosaco, fue el ver entre aquel montón de escombros, butacas de terciopelo destrozadas, lujo completamente desconocido de los insulares del minúsculo grupo; los restos de un piano, fragmentos de espejos y de lámparas, tapices bellísimos medio consumidos por las llamas producidas por la explosión de la mina y que aún humeaban, además de verdaderos montones de cristalería que despedían vivos destellos bajo el reflejo de las antorchas que Ursoff iba encendiendo.

En torno a las paredes que habían sido derribadas por la fuerza inmensa de la explosión, se veían aún divanes turcos de brocado azul bordado en oro, y en las ventanas cortinajes de seda de igual color.

—¡Esto debía ser la morada de alguna hada! —exclamó Rokoff, recogiendo algunas bujías que habían caído con las arañas que las soportaban—. No parece un nido de corsarios. ¿Qué dice usted a esto, señor Wassili?

—Yo me pregunto si estoy soñando —respondió el ingeniero.

—No, porque esto que yo bebo ahora —dijo el cosaco— es verdadero sliwowitz.

El cosaco había encontrado entre aquellos despojos, además de algunas bujías, una botella milagrosamente salvada del estrago, y el bribón bebía a caño con la avidez proverbial en los hijos del Don. Pero de pronto la dejó caer, haciéndola pedazos, mientras se desplomaba encima de Ursoff. Otra mina había hecho explosión, esta vez, al parecer en dirección del pasadizo que poco antes habían recorrido.

La antorcha que tenía en la mano el timonel se apagó bruscamente, y profunda oscuridad envolvió a los dos rusos y al cosaco, al tiempo que de lo alto se desprendían otros peñascos.

—¡Señor Wassili!… —gritó Rokoff, asustado.

—Estoy vivo —respondió en el acto el ingeniero.

—¿Y tú. Ursoff?

—Solamente me he abrasado un poco la barba.

—¡Nos asesinan!

—¡Silencio! —ordenó Wassili—. Hagamos creer a los misteriosos enemigos que nos han aniquilado en el acto. ¡Permanezcamos echados y no nos movamos!

Aquella segunda y más angustiosa espera, duró lo menos un cuarto de hora, sin que sobrevinera ninguna nueva explosión. Un profundísimo silencio reinaba en el interior del escollo.

—Me es imposible aguantar más —dijo por último el cosaco—. Prefiero el fragor de una batalla a esta agonía más espantosa que la muerte. Suceda lo que quiera, me levanto y desafío a tiros a nuestros misteriosos enemigos.

—Reserve usted los cartuchos, señor Rokoff —dijo el ingeniero—. Pero ¡calle!, ¿qué es ese silbido estridente?

—Parece la sirena de un buque de vapor —contestó Ursoff.

—¿Escaparán nuestros enemigos? —preguntó el cosaco—. Enciende una antorcha, timonel, o mejor una de las bujías que yo he recogido.

Ursoff, que tenía la fosforera del ingeniero, prefirió dar fuego a una de las antorchas. Rokoff se la arrancó casi de la mano y se precipito a una de las aberturas circulares que servían de ventanas.

La noche era oscura y tempestuosa todavía, pero pudo distinguir una masa negra, coronada por tres faroles, uno rojo, otro verde y otro blanco rebotando sobre las olas, que se quebraban contra la base del Inaccesible.

Algunas chispas volteaban en el aire, arrastradas por el viento.

—¡Un barco de vapor! —gritó—. ¡Corran ustedes!, ¡corran ustedes!…

El ingeniero y Ursoff, que habían encendido otra antorcha, se arrojaron apresuradamente a reunírsele.

—¡Pronto!, ¡haced señales!… —exclamó el primero.

El cosaco sacó el brazo a través de la abertura y agitó desesperadamente la mecha.

Un momento después, un relámpago brillaba sobre el puente del buque, seguido por una fragorosa detonación, y un proyectil se clavaba con gran estrépito a algunos metros por encima de la ventana, desconchando la roca.

—Cañón de tiro rápido de 65 milímetros —exclamó el cosaco, retirándose precipitadamente y apagando la antorcha—. ¡Esos bandidos nos van a matar!… ¡A tierra! ¡A tierra!…

Siguió un tronar furioso. Parecía que no una, sino dos piezas de tiro rápido fulminasen al Inaccesible que, con seguridad, si hubiese sido un ser viviente, se hubiera reído de las invenciones modernas de los hombres, él que desde siglos y siglos desafiaba impávido e indestructible los furores del Atlántico y los rayos del cielo.

Los disparos de las piezas de tiro rápido fueron haciéndose menos frecuentes, hasta que cesaron por completo.

—¡Estúpidos! —gritó el cosaco—. ¿Se creerán acaso que este escollo es un pilón de azúcar y van a demolerle?

—Era contra nosotros contra quien hacían fuego, querido Rokoff, y con la esperanza de hacernos pedazos —respondió el ingeniero.

—Han escapado —dijo.

—Sin darse a conocer —añadió Ursoff.

—¿Quiénes eran, entonces? ¿Piratas? —preguntó Rokoff.

—¿O el barón y sus marineros? —dijo a su vez el ingeniero.

De pronto se dio una palmada en la frente, lanzando un grito.

—¡La tercera mina!

—¡Bueno! ¿Y qué pasa ahora? —preguntó Rokoff con alguna inquietud.

—Ha estallado hacia el camino que hemos seguido.

—Sin matarnos.

—¿Y si todo se ha derrumbado detrás de nosotros?

Entre los tres hombres reinó un angustioso silencio.

—Es necesario convencerse de ello —dijo Rokoff—. Ursoff, enciende una de las antorchas.

En la profunda oscuridad brilló una llama. El cosaco y el ingeniero, a su vez, encendieron otras antorchas, y los tres, presa de una vivísima ansiedad, retrocedieron por el camino anteriormente recorrido, pasando a través de un cúmulo de escombros y despojos de los riquísimos muebles que las minas habían reducido a un estado miserable.

El viento, que penetraba con extremada violencia a través de las ventanas, hacía vibrar las cuerdas del despedazado piano, produciendo extraños sonidos.

Después de cinco minutos, porque el salón tenía enormes dimensiones, llegaron los tres hombres ante el pasadizo.

Como habían supuesto, allí había estallado una mina y las paredes y la bóveda, se habían derrumbado, obstruyendo completamente la galería de salida.

Durante aquel camino, el ingeniero había tenido tiempo de reflexionar.

—¡Bah!… —dijo al encontrarse ante aquella barrera de cascotes—. No tenemos motivo para asustarnos. Saldremos por las ventanas.

—Con tal que den sobre alguna cornisa —dijo Rokoff—. Si se abren en la roca desnuda, entonces no podremos bajar por ellas.

—Ya vendrá a libertarnos el Gavilán. La maravillosa máquina puede subir hasta la cima del cono, y si se quiere aún más arriba.

Volvieron atrás un poco disgustados, pero tuvieron que renunciar a la exploración de la pared exterior del escollo a causa del viento que les apagaba las antorchas y las bujías en cuanto asomaban por las cuatro ventanas que debían servir para dar luz a la sala.

—Esperemos que salga el sol —dijo Wassili—. Ahora que ya se han marchado los habitantes del escollo, creyendo habernos encerrado, seguramente no volverán para hacer que nos reviente encima otra mina.

—Sin embargo, yo querría saber por qué han despejado tan rápidamente, después de saltar la galería y arruinar esta magnífica sala, cuando les hubiera sido tan fácil prendernos y hasta suprimirnos —dijo Rokoff.

—Esos son los misterios del Inaccesible; pero ahora estoy más convencido que nunca de que aquí se escondía el barón.

—¿Y adónde habrá escapado?

—No lo sé; pero algún día nos enviará noticias suyas —respondió Wassili—. Le haremos una guerra sin cuartel hasta que se decida a devolver a Wanda a mi hermano y confiese su intriga infernal. Más de cincuenta buques suyos surcan el Atlántico, y se los hundiremos todos si se obstina en huir de nuestras manos.

—Con tal de que el Gavilán vuelva —dijo Rokoff, sacudiendo la cabeza.

—¿Lo duda usted?

—Qué quiere usted, Wassili, yo no estoy tranquilo. Me asusta este retraso.

—El temporal no ha calmado todavía.

—Eso sí es verdad.

—Y tendrán que reparar algunas averías. Tengamos paciencia, Rokoff. El Gavilán puede navegar lo mismo que vuela, sin correr grandes peligros; porque está maravillosamente equilibrado y tiene un apoyo sorprendente en sus planos horizontales. Repito que debemos esperar a que la furia del viento cese.

Se sentaron junto a una ventana, resguardándose detrás del parapeto, porque las rachas continuaban invadiendo la inmensa sala con fuertes silbidos, y esperaron pacientemente a que la luz reapareciese.

De cuando en cuando se levantaban para dirigir una mirada al tempestuoso horizonte, siempre con la esperanza de distinguir, suspendidas entre el mar y el cielo, las luces del Gavilán, pero no lograron percibir ningún punto luminoso.

Cuando, por fin, apareció el alba, un alba grisácea de desagradable aspecto, que no prometía una buena jornada, los dos rusos y el cosaco se abalanzaron a la ventana.

Daba hacia el lado oriental del escollo, es decir, en dirección opuesta a aquella en que se encontraba la cabaña, y la mirada podía extenderse sobre un inmenso trozo de océano y dominar hasta Tristán que a pocas millas emergía de las ondas, casi oculta tras espesa niebla.

Sobre la azul superficie, siempre agitadísima, no resaltaba ningún punto negro que indicase la presencia de algún barco.

—Los fugitivos se han alejado —dijo Rokoff—. ¿Habrán continuado su carrera alejándose o habrán tomado tierra en Tristán?

—Se vería a lo lejos elevarse alguna columna de humo, mientras yo no percibo más que niebla —respondió Wassili.

—¿Y cómo se las habrán arreglado esos bribones para descender? Eso es lo que yo querría saber, para aprovecharnos de ello nosotros.

—¿Cómo? Allí se ve aún una escalera de cuerda colgando de una cornisa —dijo Ursoff, que había pasado el parapeto poniendo los pies en el saliente de una roca.

—¿Podríamos cogerla?

—Es imposible, señor Rokoff —respondió el timonel—. Debajo de nosotros no hay ninguna cornisa y no somos pájaros.

—Entonces estamos prisioneros.

—Aún no hemos reconocido la sala —dijo el ingeniero—. Debe de haber algún otro paso. Veamos primero de dónde han caído estos cascotes. Por esta ventana no deben haber escapado los señores que nos han bombardeado. Síganme ustedes, amigos.

Volvieron sobre sus pasos y se detuvieron allí donde se había derrumbado en seguida de la explosión de las dos minas, y observaron, no sin estupor, que allí se abría una especie de pozo, o mejor un enorme tubo, cuyas paredes en parte se habían desplomado.

Rokoff, alzando la antorcha, pudo divisar, un poco encima de la bóveda, los restos de una escalera que subía en forma de espiral.

—Señores —dijo—. La salida está encontrada. Ahora falta ganarla.