Los elefantes marinos
Casi al extremo septentrional de la plataforma, las rocas cortadas a pico formaban una especie de baluarte que, avanzando hacia el mar doscientos o trescientos pasos, oponía una barrera insuperable a los asaltos de las olas.
Una escollera que se adelantaba más hacia afuera en semicírculo, defendía una especie de estanque, donde el agua, protegida por el baluarte y por aquellas rocas, se mantenía en relativa tranquilidad.
Precisamente en aquel sitio había visto Wassili salir del agua una masa oscura, enorme, y después de largos esfuerzos, subir a la playa, que en aquel sitio no era muy elevada. No podía ser un león marino, porque esas focas, generalmente, no pasan de los dos metros y medio, y mucho menos, una docena ni un ballenato, porque estos cetáceos no abandonan nunca el líquido elemento. De aquí deducía el ingeniero, y se había convencido, de que debía de ser un elefante marino, animal que aún es numeroso en los mares del sur, no obstante la caza encarnizada que les dan los balleneros y los cazadores de focas.
Armados con las viguetas, el ruso y el cosaco avanzaron cautelosamente hasta el final de la plataforma para bajar después al baluarte, y desde aquí descender al estanque.
—Es un verdadero elefante —dijo Wassili cuando llegaron al baluarte—. Hele allí tumbado sobre la arena, aprovechándose de un rayo de sol. Si somos prudentes le sorprenderemos.
—¡Qué animal más grande! —exclamó el cosaco, que se había adelantado hasta la cima de la roca.
Era verdaderamente un animal grandísimo, porque los elefantes marinos alcanzan dimensiones extraordinarias, midiendo a veces hasta siete y más metros de longitud, con una circunferencia de cinco.
Estos gigantescos mamíferos, que pertenecen al orden de los cetáceos y a la familia de las focas, no se encuentran más que en los mares del sur, entre el 35 y el 55 paralelos y, sobre todo, en las islas de Georgia, Shettland austral, Juan Fernández, Tristán de Acuña y Falkland.
Son de formas macizas, con aletas muy desarrolladas, terminadas en pequeñas uñas, ojos grandes y saltones, y tienen un pelaje espeso de color gris, semejante al de los elefantes, pero lo que más les asemeja a los proboscidios es una especie de trompa de largo de más de un pie, que se infla y se estira cuando el animal está irritado, y en cambio cae como un colgajo cuando está tranquilo.
El elefante descubierto por el ingeniero era uno de los más grandes de la especie. Después de salir del agua había subido a la orilla, avanzando muy lentamente y con un temblor que hacía semejar aquella masa enorme a un saco de gelatina; luego se había tumbado plácidamente sobre la arena, manifestando su satisfacción con gritos roncos y graves que producían una profunda impresión.
—Diga usted, Wassili —dijo el cosaco, un poco impresionado—. ¿No se arrancará contra nosotros para despedazarnos?… Me parece demasiado colosal para podérsele atacar con sencillas trancas de madera.
—¿Y cómo quiere usted que haga para arrojarse sobre nosotros? —preguntó el ingeniero, riendo—. Estos mamíferos cuando están en tierra no pueden moverse sin mucha dificultad. Imagínese que emplean no menos de media hora en recorrer ciento cincuenta metros y se ven obligados a descansar un buen rato, antes de volver a emprender la marcha.
—Se defenderá.
—¿Con qué?
—Con la trompa.
—No le sirve más que para respirar y para mugir.
—Pues, a pesar de todo, ese animal me produce una sensación de terror. Casi preferiría verme enfrente de dos tártaros.
—¡Ah, señor Rokoff! ¿Cree usted tan poco valientes a aquellos salteadores de las estepas?
—Todo lo contrario; he tenido ocasión de verlos en casos críticos y puedo asegurarle que se baten divinamente.
—Entonces no comprendo cómo tiene usted miedo de un infeliz elefante marino. No es ni sombra del de las selvas africanas. ¡Sus! Sígame y cuidado con dejar caer algún peñasco, porque entonces ese animalucho huiría.
Se izaron sobre la cresta del baluarte y se adelantaron, agachándose, para no dejarse ver. Pero el mamífero parecía no haber advertido nada. Se estiraba, se encogía, inflaba la trompa, lanzando potentes resoplidos y con las zarpas removía la arena, acaso para buscar los pequeños moluscos que allí se escondían.
Seguramente no ignoraba que el Inaccesible estaba deshabitado y se creía segurísimo.
Al llegar el ingeniero y el cosaco al extremo del baluarte, se deslizaron suavemente sobre la playa, dirigiéndose en seguida tras una fila de rocas que se prolongaba hasta pocos pasos del mamífero.
—¿Está usted preparado? —preguntó el ingeniero.
—Tengo los brazos sólidos.
—Déjeme usted el cuchillo.
—Se lo cedo a usted gustoso, porque yo no sé si me atrevería a atacar a ese monstruo.
—No tema usted y no se deje impresionar ni por su aspecto ni por sus alaridos.
Estaban solamente a diez pasos del mamífero. Ambos saltaron sobre los peñascos y se precipitaron hacia la playa para impedirle lanzarse al mar, gritando con fuerza y agitando amenazadoramente las pesadas viguetas.
Al verles, el elefante hinchó de un golpe la trompa, que poco antes colgaba inerte de su boca, y lanzó un mugido espantoso.
La masa entera se sacudió con extraño temblor, se levantó sobre la aletas e hizo intención de precipitarse adelante.
Su aspecto se había hecho horrible. Los ojos se le inyectaron de sangre, la trompa lanzaba roncos y profundos sonidos y se agitaba furiosamente; los dientes, incisivos, curvos como los caninos y muy gruesos, crujían, y el pelo se le había erizado.
Parecía que con un solo golpe iba a derribar y despedazar a los dos valientes que le atacaban; pero, en realidad, sólo a costa de infinitos esfuerzos se movía, aunque agitaba furiosamente sus aletas.
El ingeniero, nada impresionado, se le echó encima, dándole una tempestad de garrotazos. Rokoff no tardó en imitarle, dirigiéndose especialmente a la trompa, que bien pronto cayó inerte y sanguinolenta.
El enorme mamífero, aunque impotente para librarse de aquella granizada de golpes, resistía tenazmente y se esforzaba por llegar al mar para zambullirse.
Aunque manejados los troncos con extraordinario vigor, parecía que golpeaban en sacos de paja. Era necesario acabar. Rokoff, enfurecido por aquella obstinada resistencia, le dio un poderoso estacazo en el cráneo, del cual le derribó; después, empuñando el cuchillo, le abrió la garganta con un terrible golpe.
El pobre elefante se agitó algunos minutos, lanzando por la ancha herida torrentes de sangre y redoblando sus mugidos, que luego se hicieron cavernosos; después, un temblor convulsivo sacudió la masa entera; se enderezó bamboleándose aún una vez; la trompa, destrozada por los golpes del cosaco, se desplomó sobre un costado, vomitando un último chorro de sangre.
—Ya habrá visto usted lo fácil que ha sido la victoria —dijo Wassili a Rokoff, que contemplaba al gigantesco mamífero, con una mezcla de terror y maravilla.
—No creí que lográsemos abatirle, señor —respondió el cosaco—. ¿Y qué haremos ahora con tanta carne?
—Hay muy poco que comer —dijo el ingeniero—. Excepto la lengua, que es exquisita, especialmente conservada en sal, el resto no vale gran cosa.
«La carne es aceitosa y de mal sabor; el hígado es malsano y, por último, el corazón es tan duro, que no se puede digerir. Sin embargo, podremos sacar de este corpachón mil quinientas libras de aceite que para nuestra cocina serán una provisión verdaderamente inapreciable, porque arde perfectamente, sin mal olor y sin humo».
—¿Y el resto?
—Ya se encargarán las aves marinas de hacerlo desaparecer. Mire usted, ya llegan por batallones: albatros, quebrantahuesos, petreles, procelarias, sulas y hasta fragatas. Y me parece que se preparan a echársenos encima para disputarnos la presa; afortunadamente tenemos los garrotes y les aporrearemos de firme.
—Apresurémonos a despedazar este animal y llevémonos la grasa, o cuando volvamos encontraremos muy poca.
Afortunadamente el cuchillo de Rokoff, verdadero bowie-knife americano, regalo de Fedor, era de una solidez a toda prueba y cortaba como una navaja de afeitar.
Sin embargo, le costó al cosaco bastante el hacer pedazos la gruesa piel del mamífero. Mientras cortaba en largas tiras la corteza de grasa, el ingeniero las arrancaba y las reunía a un lado.
La operación se realizaba entre gritos furiosos e incesantes ataques, porque las aves marinas, que no se espantaban, llegaban a nubes, arrancando pedazos de grasa y de carne ante los ojos de los cazadores.
De cuando en cuando Rokoff, que tenía rencor a los petreles, acogotaba dos o tres de un estacazo; pero la lección no servía de escarmiento a los demás.
Se levantaban por algunos segundos, revoloteando vertiginosamente alrededor de los dos hombres, golpeándoles con las robustas alas, pero luego volvían a caer sobre ellos con la misma audacia de antes.
—Señor Wassili —dijo Rokoff—. Si no encontramos algún escondite, cuando volvamos no habrá ni un pedacito de grasa.
—Allí veo un agujero —respondió el ingeniero, señalando al baluarte—. Lo llevaremos y luego taparemos con peñascos.
—No cabrá allí toda la provisión.
—¿Tiene usted intenciones de permanecer aquí mucho tiempo? Cuando tengamos conservadas un centenar de libras de esta grasa, será más que suficiente. Ya verá usted como el Gavilán no tarda en volver por nosotros.
—Entonces contenga usted aquí a estos malditos pajarracos, mientras yo lleno el agujero. Ha cortado usted bastante.
El cosaco comenzó el transporte, mientras el ingeniero rechazaba a palos a aquellos endemoniados volátiles que se hacían cada vez más furiosos. Bastaron diez minutos para llenar el hueco, que en seguida taparon con gruesas piedras. Después el ingeniero y Rokoff se cargaron de grasa y con la lengua del mamífero y volvieron a subir al baluarte.
Las aves se habían precipitado ya sobre el elefante marino, disputándoselo a aletazos y picotazos. Lo menos eran quinientos o seiscientos los que luchaban por coger los mejores pedazos.
Ursoff fue al encuentro de los dos cazadores. Había asistido al ataque del monstruo desde lo alto de la plataforma, y no sin emoción, pues no podía creer que un animal tan grande se dejara matar sin oponer resistencia.
—He temblado por ustedes —dijo—. Son dos valientes.
—¡Bah! Poco valor se necesita —respondió Rokoff—. Como ves, ese animalote se ha dejado acogotar tranquilamente.
—¿Está aún encendido el fuego? —preguntó el ingeniero.
—Sí, señor Wassili.
—Tenemos una soberbia lengua que añadir al pingüino. Así, pues, para hoy y mañana están las vituallas aseguradas.
Contentos por su éxito, entraron en la cabaña para resguardarse del frío soplo del viento sur, y con la grasa alimentaron el fuego.
Una hermosa llama brillante que no daba humo ni exhalaba olor, se elevó casi hasta el techo.
—¡Lástima no tener una sartén! —exclamó Rokoff—; se hubieran podido freír algunas lonchas de esta soberbia lengua y variar así nuestro alimento.
—Si encontramos arcilla ya la fabricaremos —dijo Wassili—. Pero temo no poderos satisfacer, porque me parece que en este escollo no hay ni un palmo de tierra. Cierto es que no ha sido explorada aún su parte superior.
—Nosotros intentaremos llegar a la cima.
—Si le llaman el «Inaccesible», quiere decir que nadie ha podido nunca escalar este escollo.
—Y, además, no tendrán tiempo acaso —dijo Ursoff—. Ustedes se han olvidado del Gavilán.
—Sin embargo, no comparecerá de un momento a otro —respondió Wassili—. Si el huracán va calmándose aquí, debe enfurecerse hacia el este, y Ranzoff tendrá bastante que hacer con defender su máquina de las ráfagas.
—Tiene una máquina poderosa, señor —dijo Ursoff.
—Lo sé; pero los vientos son terribles en estas regiones y obligan a huir hasta a los más grandes veleros.
—Y además —dijo Rokoff—, necesitará reparar averías grandísimas. Cuando Fedor y yo hicimos la travesía de Asia, desde las fronteras de la China a la desembocadura del Ganges, las alas se vieron obligadas a ceder ante los soplos poderosos que se desencadenaban en las mesetas del Tibet. También entonces di yo una terrible voltereta, aunque en medio de un lago.
—Si las alas se han estropeado, mis queridos amigos, nuestra liberación va para un poco largo —respondió Wassili—. Verdad es que Tristán de Acuña no está lejos y que, probablemente, apenas cese el huracán, vendrán pescadores a cazar elefantes marinos y focas.
—¿Podremos confiar en esos insulares?
—Completamente —respondió Wassili—. Hasta creo que nos darán inestimables noticias del barón.
—¿De modo que usted tiene completa confianza en que ese bribón se haya refugiado aquí con la hija de su hermano?
—La carta que arrancamos al pobre administrador hablaba claro y no hay en todo el mundo dos islas que se llamen Tristán de Acuña.
El cosaco sacudió la cabeza, como hombre que no está convencido.
—¿Lo pone usted en duda? —preguntó el ingeniero con ansiedad.
—Los cosacos tenemos la cabeza muy dura y no alcanzo a comprender por qué ha de haber elegido ese bribón esta isla para ocultarse.
—Para no ser descubierto por nosotros —respondió Wassili, impetuosamente—. Estoy segurísimo de que al menos de mi fuga está enterado, si no de la de mi hermano. Hace ya siete meses que me libertó Ranzoff, ¿no se acuerda usted?
—Como si fuese ayer —respondió el cosaco—. Apareció usted a bordo del Gavilán después de las famosas truchas del Karacarul, como un pasajero silencioso. Entonces va a ser necesario hacer una visita a Tristán. Si verdaderamente se ha refugiado allí el barón, yo me encargo de cogerle por el cuello y darle un buen apretón.
—Es lo que haremos en cuanto el Gavilán esté de retorno —respondió Wassili—. Todo es tener un poco de paciencia.
—Y mientras tanto, procurar arreglarse lo mejor que se pueda —añadió Ursoff—, y hacer esta cabaña más habitable. Mientras el señor Wassili cuida del asado, nosotros haremos recolección de varec, para no quedarnos sin combustible y nos prepararemos lechos y taparemos todas las rendijas. He observado que las olas han arrojado a la playa gran cantidad y con este viento endemoniado pronto se secarán.
—Mis piernas se conservan perfectamente —respondió el cosaco—. Vamos, pues, a hacer cosecha de algas.
Mientras el ingeniero se ocupaba del almuerzo, que prometía bastante, el timonel y el cosaco descendieron de la cornisa del Inaccesible para hacer su recolección.
El océano se había encalmado algo entre las tres islas, y las olas no barrían con el ímpetu de antes la estrecha playa. Pero el cielo se mantenía bastante amenazador y el sol, desde hacía algunos minutos, había vuelto a desaparecer de las tempestuosas nubes, que un viento endemoniado empujaba hacia el nordeste.
A lo lejos, el Atlántico debía de continuar malísimo, especialmente en la dirección tomada por el Gavilán. De aquella parte tronaba y relampagueaba y parecía que las nubes besaran las ondas.
El cosaco y el timonel descendieron a la costa, donde había enormes montones de varec, arrancado del fondo del mar por la furia de la marejada.
Toda la playa estaba cubierta de él, formando acá y allá montones considerables.
Ya habían hecho una gran recolección y se preparaban para volver a subir a la cabaña, cuando Ursoff lanzó un grito.
—¡Un hombre!
Al oír aquel grito, el cosaco dejó caer el haz de algas que cargaba sobre su espalda.
—¿Dónde? —preguntó.
—Allí arriba le he visto, sobre la cuarta cornisa.
—¿No será acaso algún gigantesco pingüino?
—No, señor Rokoff, era seguramente un hombre, y armado con un fusil.
—¡Pero si este escollo se llama Inaccesible! Únicamente podrían escalarlo monos y no creo que bajo estas latitudes puedan vivir esos cuadrumanos.
—Sin embargo, afirmo que lo que yo he visto era un hombre y hasta aseguraría que lleva uniforme de marinero.
—¿Por dónde ha desaparecido?
—No lo sé, señor. Nos ha mirado un momento y después se ha ocultado tras las rocas que coronan la cornisa.
—¿No ha hecho ninguna seña?
—Ninguna.
—¿No ha aferrado el fusil?
—No, señor Rokoff.
—¿Habrá hombres refugiados sobre la cima de este gigantesco escollo? ¿Con qué objeto? Vuelve a tomar tu carga y reunámonos al señor Wassili. Acaso él nos explicará este misterio.
—Y tengamos la vista fija sobre aquella cornisa, señor Rokoff —añadió el timonel—. La rápida desaparición de ese hombre no me tranquiliza nada.
Recogieron el haz de varec y marcharon prontamente a la caseta, aunque la subida no era fácil.
Cuando llegaron, el ingeniero había terminado de asar un buen pedazo de lengua, que exhalaba un perfume verdaderamente exquisito.
—Dejemos por un momento el almuerzo, señor Wassili —dijo el cosaco—. Ursoff, cuenta todo lo que has visto.
El timonel no se hizo repetir dos veces la orden.
—¿Es posible? —exclamó el ingeniero—. ¡Un hombre que desciende del Inaccesible! Que yo sepa, este escollo nunca ha estado habitado, ni me parece habitable.
—Lo que me inquieta es la desaparición —dijo el cosaco—. Si fuese un hombre honrado en vez de huir hubiera venido hacia nosotros o, por lo menos, nos hubiera preguntado quiénes éramos y qué hacíamos aquí. ¿No les parece a ustedes?
Wassili no respondió, desde luego. Evidentemente le había impresionado la observación del hijo de la estepa.
—Querría saber quiénes pueden ser los hombres que aquí se han refugiado —dijo por fin—. ¿Serán corsarios? Ya en otros tiempos sirvieron estas islas de base de operaciones y de asilo a los salteadores del mar.
—Entonces, señores, nos conviene despejar cuanto antes.
—¿Y cómo, señor Rokoff? ¿Tiene usted alguna chalupa que poner a nuestra disposición para llegar a Tristán de Acuña?
—No había pensado que esa isla está muy lejos para llegar a nado. Pero yo querría convencerme de que Ursoff no se ha engañado.
—No se exponga usted a un peligro. Nosotros no tenemos más que dos miserables cuchillos que para nada servirían contra un hombre armado de fusil. Contentémonos con vigilar atentamente, hasta que llegue el Gavilán.
Rokoff sacudió la cabeza sin responder.
Como todos tenían mucha hambre, se sentaron a la mesa, por así decirlo, atacando vigorosamente la lengua del desgraciado elefante marino que todos encontraron muy sabrosa, aunque sabía algo a pescado.
Un arroyuelo de helada agua, que descendía del Inaccesible, deslizándose por una profunda grieta, les sirvió para apagar la sed.
Terminada la comida, Ursoff y el cosaco hicieron otra excursión a la playa para aprovisionarse de varec y también por ver si el hombre misterioso volvía a mostrarse, pero ningún ser humano apareció en los escalones superiores del inmenso escollo.
—Iré yo a sacarle de su guarida —murmuró el cosaco—. Subiré por aquella canal, que me parece debe seguir hasta la cuarta cornisa. No podemos vivir bajo esa constante amenaza.
Por segunda vez subieron hasta el refugio y cubrieron el suelo del mísero albergue con una espesa capa de algas, calafateando todas las rendijas para defenderse del viento helado que silbaba rabiosamente a través de los mal unidos tablones.
—Señor Wassili —dijo el cosaco—, el huracán continúa desatándose a lo lejos, y por ahora tenemos que renunciar a la esperanza de ver aparecer al Gavilán. Lo mejor que podemos hacer es descabezar un sueñecillo. Ayer noche dormimos poco y mal.
—¿Y el hombre que ha visto Ursoff?
—He reconocido atentamente el escollo y me he convencido de que no existe ningún camino de descenso que conduzca aquí. De modo que no podrá turbar nuestra tranquilidad, como no sea un albatros o un pingüino.
El consejo fue aceptado, y los tres hombres se extendieron sobre el varec, mientras fuera continuaba el huracán enfureciéndose y el trueno resonaba siniestramente sobre la alta cumbre del Inaccesible. Pero el cosaco, fijo en su idea de sorprender al misterioso individuo, no dormía.
Esperaba que sus dos compañeros roncasen para intentar la escalada del escollo, sucediera lo que sucediera.
La espera no fue larga. Antes de que transcurriera media hora, el ingeniero y el timonel dormían a pierna suelta.
Entonces, sin hacer ruido, dejó la cabaña, armado con su cuchillo y con una de las estacas que habían servido para matar al elefante marino, y llegó al canalón que ya había observado.
Era una grieta bastante profunda, que parecía hubiese sido labrada por las aguas descendentes de la cima del escollo durante los deshielos primaverales, y con las dos paredes asperísimas y cubiertas de cierta hierba llamada por los insulares becalunga.
Aunque la empresa pareciese extremadamente dificultosa, el cosaco, testarudo como sus paisanos de la estepa y valiente hasta la temeridad, comenzó animosamente la escalada, ayudándose ventajosamente con la estaca. Avanzaba, sin embargo, con mucha prudencia, deteniéndose de cuando en cuando para mirar a lo alto, temiendo que el misterioso personaje reapareciera y le lanzase encima algún peñasco, lo que hubiera sido muy fácil.
Afortunadamente las aves marinas, que anidaban en gran número en las dos paredes del canalón, gritando hasta desgañitarse, cubrían el ruido de sus pasos.
Rabiosas por verse turbadas por aquel intruso a quien ya habían visto, se desahogaban con gritos estridentes y con graznidos espantosos, pero sin atreverse a descender a la hendidura, asustadas, sin duda, del garrote que el cosaco agitaba amenazadoramente.
Agarrándose a los resaltos y a las hierbas, el valiente hijo de la estepa llegó, por último, a la segunda cornisa y un rato después, a la tercera.
Solamente una cincuentena de metros le separaban de la cuarta y última, porque encima ya las paredes del inmenso escollo se elevaban cortadas a pico, sin salientes y sin hendidura.
«Si no me ha asesinado hasta ahora, ya no me matará —murmuró—. Aunque se que está armado con un fusil, no me asusta».
Se detuvo un momento en la tercera cornisa para librarse, por medio de una granizada de palos, de una horda de grandísimos pingüinos que pretendían cerrarle el paso picándole rabiosamente las piernas. Después atacó con brío el último tramo del canalón, que parecía el más difícil, por ser el de mayor pendiente y estar desprovisto completamente de hierbas.
Afortunadamente el cosaco, si era robusto y fuerte como un oso, era agilísimo y aquel último paso fue también superado. Notó, sin embargo, una cosa completamente insólita: la cuarta cornisa estaba libre de aves marinas.
«Alguien debe de haberlas arrojado de aquí —dijo—. ¿Habrá sido el hombre misterioso?».
Se izó sobre la cornisa, blandiendo la estaca, pronto a acogotar al que se hubiera atrevido a atacarle.
Apenas había avanzado algunos pasos, cuando advirtió que ante él había una abertura que parecía la entrada de alguna caverna.
«¿Será este el asilo del desconocido visto por Ursoff? —se preguntó—. Vamos a hacer su conocimiento. En esta isla habitada por europeos o americanos, no hay antropófagos, que yo sepa, y no me asarán».
Empuñó sólidamente la estaca, se puso el bowie-knife entre los dientes para estar más pronto a servirse de él, y se internó resueltamente en el pasaje tenebroso.
Apenas había penetrado bajo la bóveda de la galería, cuando una enorme masa se le vino encima, chocando contra él.
—¿Estás ahí? ¡Tanto peor para ti!…
Aquellas palabras, en lengua rusa, sorprendieron de tal modo al cosaco, que le impidieron tomar inmediatamente la ofensiva. Además, el ataque había sido tan imprevisto, que a cualquiera en su lugar le hubiera ocurrido lo mismo.
Pero el cosaco, hombre de guerra, no se dejaba impresionar fácilmente. Al sentirse coger el cuello por dos manos poderosas, dejó caer la estaca que, por el momento, no le era de utilidad en aquel cuerpo a cuerpo, y aferró a su vez al adversario por la garganta, gritando:
—¡Abajo las manos, o te deshago!
El desconocido, en vez de obedecer, apretó más. Debía ser un hombre robustísimo y de estatura casi gigantesca; pero el cosaco tenía músculos de hierro y un corpachón de oso.
Le levantó en peso y le lanzó fuera de la galería, librándose del apretón con un movimiento fulmíneo. Al mismo tiempo empuñó el bowie-knife, poniéndose a la defensiva.
Solamente entonces pudo ver que tenía delante un hombretón de formas macizas y de aspecto de bandido, con una larga barba inculta.
—¿Qué vienes tú a hacer aquí? —rugió el desconocido, con el acento particular de los hombres nacidos en las orillas del Neva o del Ladoga, sacando a su vez de la faja un cuchillo—. Podía haberte matado esta mañana de un balazo, porque ésa era la orden. ¡Ahora te sacaré las tripas!
Con un salto de tigre se arrojó sobre el capitán de cosacos; pero éste dio un salto de costado y evitó el ataque.
El desconocido, arrastrado por su propio impulso, cayó casi entre los brazos de su adversario, que estuvo listo en agarrarle y apretarle contra su pecho con fuerza desesperada.
—Yo seré el que te mate a ti —rugió Rokoff, furioso.
Se habían abrazado y luchaban ferozmente.
El desconocido oponía una resistencia tenaz; pero el cosaco le empujaba hacia el abismo. No pudiendo hacer uso del cuchillo, intentaba arrojarle por el canalón.
Era el oso del Norte midiendo sus fuerzas con el de las estepas del Don. Ambos eran vigorisísimos, y verdaderamente iguales en valor y ferocidad.
Pero Rokoff, más ágil y más ejercitado en la lucha, tenía una ventaja notable. Con cinco o seis poderosos empujones llevó al adversario al borde de la cornisa, gritando:
—¡Ríndete o te tiro abajo!
—¡Ríndete tú! —respondió el otro agitándose furiosamente.
Con un esfuerzo supremo se libró a su vez de la presión del adversario, levantando en alto la hoja.
—¡Toma ésta!… —voceó.
El cuchillo brilló un instante, después cayó al fondo, pero sólo encontró el vacío. Una vez más el cosaco había rehuido el ataque.
El desconocido intentó rehacerse, dando un paso atrás, ignorante de que estaba al borde del abismo.
Le faltó terreno bajo los pies. Intentó recobrar el equilibrio, cuando el borde de la cornisa se desmoronó bajo su peso.
Estalló un alarido terrible, espantoso, haciendo huir a los pingüinos, que estaban en la plataforma inferior; después el hombre rodó por la pendiente del Inaccesible, rebotando de roca en roca, de cornisa en cornisa, hasta desaparecer en el mar.