CAPÍTULO XIV

Tristán de Acuña

Tres días más tarde, después de haber sufrido furiosas lluvias, el Gavilán llegaba a la vista del pequeño grupo de Tristán de Acuña o da Cunha.

Llegaba allí perseguido por un feísimo nimbo de grandes nubes negras, cargadas de agua, las cuales anunciaban una de esas terribles tempestades que han hecho tan tristemente célebre al Atlántico meridional.

Un ventarrón impetuoso soplaba de poniente, entorpeciendo la marcha de la máquina voladora y sacudiéndole de vez en cuando las inmensas alas.

El grupito de Tristán de Acuña, descubierto por el portugués de ese nombre, en 1506, se compone de tres islas: la de Tristán, que es la más grande y la única habitada, de un inmenso escollo llamado el Inaccesible, de un islote aridísimo absolutamente inhabitable que se llama Nightingale, el nombre de un marino holandés.

Tristán tiene una forma exagonal y un área bastante considerable, teniendo sus lados un desarrollo de seis kilómetros próximamente cada uno, mientras el Inaccesible es únicamente un enorme cono que se eleva cerca de mil quinientos metros sobre el nivel del mar.

Se considera este minúsculo grupo como el más alejado del mundo habitado, porque la isla más vecina es Santa Elena, que dista de él nada menos que dos mi cuatrocientos seis kilómetros.

Por muchísimos años después de su descubrimiento permaneció el grupo desconocido en realidad. Únicamente en 1792 los navíos Sion e Hindostán, que llevaban a bordo la embajada inglesa, de regreso de la China, fondearon allí para hacer sondeos y para hacer estragos en las ballenas, peces-espada, albatros y focas.

Después de aquellos barcos, fue visitado en 1795 por el capitán Patlen que mandaba el bergantín la Industria de Filadelfia.

Habiendo descubierto numerosos elefantes marinos y multitud de focas, se detuvo allí hasta abril del año siguiente. Recogió más de seiscientas pieles y cargó los buques con su aceite. Todavía ningún ser humano había pensado en establecerse sobre aquellas tierras perdidas en medio del Atlántico meridional, aunque Inglaterra hubiese tomado posesión de ellas.

El 1811, un desertor americano se estableció allí en unión de dos compañeros, y por primera providencia publicó un bando proclamándose propietario de la isla y de los dos islotes vecinos.

Lo que después le ocurriera a aquel Robinsón del Atlántico, no se ha sabido nunca. El hecho es que no se volvieron a encontrar trazas ni del rey ni de sus súbditos.

En 1816, cuando el gobierno inglés, por temor de una fuga del gran Napoleón, relegado entonces en Santa Elena, hizo ocupar el grupo por una compañía de soldados de marina, un hombre únicamente habitaba Tristán. Era un italiano anciano.

El desertor americano, proclamado primer rey de la isla, había desaparecido. ¿Habría sido asesinado? Pudiera ser.

En 1821, muerto Napoleón, el gobierno inglés retiró la pequeña guarnición, pero algunos soldados, entre ellos el cabo Glas, que asumió el pomposo título de gobernador general, permanecieron en la isla.

Únicamente tenía seis súbditos, de ellos dos mestizos del cabo de Buena Esperanza.

La colonia estaba a punto de concluir por falta de habitantes, cuando he aquí que en 1865, un pirata de Nueva Orleans, que en la guerra de Secesión había hecho algunos prisioneros, los desembarcó bruscamente en Tristán.

Terminada la guerra, habiendo sabido aquel hecho, una nave americana atracó en Tristán para embarcarles, pero no fueron oídas las ofertas, que rechazó la población, aficionada ya a la sencilla libertad de la vida primitiva, sin que les atrajeran las ventajas de nuestra pretendida civilización.

Renunciaron gustosos a la actividad de la vida, a las riquezas y a los beneficios de la civilización, por no renunciar a la libertad, aunque fuese miserable, pobre y desprovista de bienes materiales. Hoy la isla cuenta noventa y nueve personas que no tienen con el mundo otra comunicación que la proporcionada por la casualidad si pasa por allí algún buque ballenero o se refugia alguna embarcación combatida por la tempestad.

Pero, a pesar de ello, no piensan los habitantes de Tristán de Acuña en aprovechar el paso de un barco para trasladarse al continente. Aman aquel suelo ingrato, combatido constantemente por los huracanes y de ninguna manera seguro.

En efecto, con frecuencia les amenazan grandes peligros, y aún no han olvidado el terrible huracán que hace años asoló la isla, lanzando sobre ella oleadas tan espantosas, que redujo la población de ciento veinte almas a únicamente noventa y nueve[45].

***

Aunque el Gavilán, con su poderosa máquina, funcionase a toda fuerza para alcanzar el pequeño grupo antes que el huracán estallase, trabajaba intensamente para hacer frente a los soplos impetuosos que llegaban de poniente, empujándolo contra enormes masas de vapores.

Todos estaban bastante inquietos, sobre todo Ranzoff, que sabía por experiencia que no se podía contar de modo absoluto con la resistencia de las inmensas alas de la máquina voladora.

Ya inmensas masas de vapores negruzcos envolvían la cima del Inaccesible y descendían hacia Tristán y el islote de Nightingale, amenazando cubrirlos completamente y ocultarlos a las miradas de los navegantes aéreos.

Ráfagas furiosas se sucedían de cuando en cuando y eran tan potentes, que sacaban de su rumbo al Gavilán, paralizando sus hélices.

También el océano comenzaba a agitarse. Las olas se formaban rápidamente, tomando la forma de caballones, que se enfurecían especialmente en torno a la base del Inaccesible, con estruendos espantosos.

—Será un verdadero ciclón el que va a estallar, ¿no es verdad, coronel? —preguntó Ranzoff a Boris.

—Sí —respondió el hombre de mar, que evidentemente estaba preocupado—, lista es la región de las grandes tempestades.

—¿Qué me aconseja usted que haga?

—Buscar un refugio en Nightingale antes de que el huracán se nos eche encima con toda su fuerza.

—Así pensaba yo también, coronel —dijo Ranzoff—. El viento amenaza arrastrarnos y temo bastante por las alas. Pero no encuentro otro medio. ¿Ha desarrollado la máquina la máxima presión?

—Toda, señor.

—Huir dejándose llevar no me parece prudente, haga usted lo posible Ranzoff por alcanzar el islote.

—Lo intentare, señor Boris.

El Gavilán hacía lo posible por adelantar camino: pero cuando las rachas se desencadenaban, las alas y las hélices eran impotentes para hacer frente a aquellos envites formidables, y la máquina voladora era arrastrada.

El huso sufría de cuando en cuando sacudidas espantosas y se inclinaba peligrosamente, ora a babor, ora a estribor. Era un verdadero milagro que los hombres que lo montaban no fueran arrojados entre las ondas enfurecidas.

El Inaccesible se elevaba en medio de la tempestad como un titán, a la derecha del Gavilán, mientras a su izquierda se elevaba Nightingale.

Ambos, especialmente el primero, tenían la cima envuelta por enormes nubes negras que de cuando en cuando se iluminaban siniestramente bajo la luz de los relámpagos.

Hacia el norte se alineaba confusamente Tristán, también cubierto por una especie de niebla que hacía invisibles las pequeñas casas de piedra de sus habitantes. El trueno retumbaba en lontananza, mezclando su fragor a los del Atlántico enfurecido.

El Gavilán, aunque rechazado de vez en cuando, luchaba valerosamente contra las poderosas rachas que le embestían. Apenas sobrevenía un poco de calma, se lanzaba adelante a toda velocidad para reconquistar el camino perdido, pero sin lograr grandes éxitos.

Había logrado, sin embargo, superar el Inaccesible, y se esforzaba por alcanzar Nightingale, cuando un williwans, o sea un golpe de viento de una fuerza inaudita, lo embistió, rechazándolo contra el inmenso escollo que quedaba a popa.

El capitán lanzó un grito.

—¡Ursoff!… ¡Vira!…

El timonel se apoyó con todo su peso sobre la barra. Wassili y Rokoff se lanzaron en su auxilio, cuando el timón chocó contra la roca, haciéndose pedazos al golpe.

Casi al mismo tiempo el Gavilán, a su vez, tropezó con la popa, y con tal violencia, que se desplomó sobre estribor.

Los tres hombres, en menos que se cuenta, fueron derribados sobre la borda, y rodaron confusamente por la pendiente del Inaccesible, cayendo al mar.

En lo alto se oyeron llamadas desesperadas:

—¡Wassili!…

—¡Rokoff!…

—¡Ursoff!…

Después el viento y los mugidos de las olas cubrieron los demás ruidos.

El Gavilán, enderezándose, había sido arrastrado por el terrible golpe de viento, y desaparecía entre las tempestuosas nubes del Atlántico, empujado por el huracán.

Si los tres desgraciados no hubieran caído sobre una pendiente suave y en el fondo no se hubiera encontrado el agua, se habrían destrozado seguramente contra la rocosa costa.

Pero por una casualidad prodigiosa, Wassili, el cosaco y el timonel habían librado con sencillas contusiones sin importancia.

Aquel baño frío inopinado les había repuesto de su aturdimiento y les permitió agarrarse sólidamente a los escollos que circundaban el Inaccesible antes de que la resaca les arrastrase o les aplastara contra la enorme roca.

A su alrededor el mar mugía espantosamente y se agitaba lanzando en todas direcciones inmensas cortinas de espuma fosforescente.

—Parece que hemos dado un tumbo con suerte —dijo Rokoff que, como buen cosaco, no se asustaba ni perdía su buen humor ni siquiera en medio de las más terribles catástrofes—. Hemos caído del tercer cielo, ¿no es cierto?

—No me he dado cuenta de ello —respondió Wassili, que se sostenía desesperadamente agarrado a una roca, oponiendo una tenaz resistencia a los asaltos de las olas.

—¿Y el Gavilán?

—Desaparecido, señor —dijo Ursoff—. Le he visto escapar hacia levante.

—¿Cuándo lo volveremos a ver?

—Espero que vuelva en cuanto haya pasado el huracán —respondió Ursoff—. A bordo hay un timón de recambio y al capitán no le es difícil montarlo.

—Hasta que vuelva, busquémonos un refugio, amigos —dijo Wassili—. Si permanecemos aquí, las olas nos arrastrarán, y entonces, ¡buenas noches, todos!

—¿Podremos ascender a la cima del escollo? —preguntó Rokoff—. Me parece verdaderamente inaccesible.

—Pues no hay otro remedio que intentar la escalada, capitán. Veo que las rachas vuelven a empezar y nos lanzarán encima tantas olas que nos ahoguen. ¿Estáis en disposición de manejaros?

—Yo no he perdido ni un átomo de mis fuerzas —respondió Rokoff.

—Ni yo tampoco —añadió Ursoff.

—Entonces démonos prisa para ponernos a salvo.

—¿Encontraremos aquí donde guarecernos, señor Wassili? El escollo me parece completamente liso.

—No; he visto algunas grietas en la ladera —respondió el ruso—. Venid, amigos, los minutos son preciosos y la muerte se nos echa encima.

Aprovechando el momento en que la resaca se retiraba, abandonando los escollos, y avanzando encorvados, para aguantar mejor los golpes de viento que se sucedían sin tregua, llegaron a la base del gigantesco escollo antes de que las olas les acometiesen.

Las laderas no caían cortadas a pico precisamente, y, además, había anchas hendiduras, especie de canales excavados acaso durante siglos, por las aguas y la licuefacción de las nieves, que durante varios meses al año envuelven la cumbre del Inaccesible con blanco manto.

Seis metros más arriba, Rokoff, que precedía a sus compañeros, percibió una especie de plataforma que se prolongaba por algunos centenares de pies.

Más arriba, la roca descendía a plomo desde una altura tal que no podía verse la cima.

—Esta grieta nos permitirá llegar a la plataforma —dijo el cosaco—. Señor Wassili, haced llamada a tonas vuestras fuerzas.

—Estoy dispuesto.

—Adelante, usted el primero: después Ursoff, yo seré el último y les sostendré.

El tiempo apremiaba, las olas se precipitaban sobre la playa, una tras otra, elevándose a increíble altura.

Sus golpes eran tales, que las rocas temblaban.

La espuma burbujeaba entre las piernas de Rokoff, quien después de haber ayudado a Ursoff, sostenía a Wassili.

—¡Pronto, pronto! —dijo—. ¡Vamos a ser atacados!

Comenzaron la ascensión agarrándose a los salientes de las rocas, metiendo los pies en los agujeros, ayudándose uno a otro, sacudidos por el viento y por la lluvia, perseguidos por las olas que les amenazaban con arrastrarles fuera y empujarles lejos.

Wassili, no obstante no ser joven, hacía esfuerzos supremos y a veces alargaba una mano a Ursoff y le atraía a sí, temiendo verle caer.

El cosaco, metiendo sus brazos en los bordes de la hendidura, impedía la caída de ambos. Para él, vigoroso, ágil y acostumbrado a las más difíciles escaladas, hubiera sido un juego alcanzar la plataforma.

Después de algunos minutos Wassili lograba, por fin, agarrarse a la orilla de la plataforma y ayudaba a Ursoff a unírsele. Rokoff, con un último empuje, llegó casi al mismo tiempo.

El suelo, formado por una roca negruzca, estaba lleno de hendiduras y agujeros, pero se encontraba libre de los asaltos de las olas, y esto era lo importante.

—Busquemos un sitio donde reponernos —dijo el cosaco—. Allí veo algo.

—Me parece un cobertizo —dijo Wassili.

—¡Una habitación aquí! —exclamó Ursoff—. Eso es imposible.

—Pues me parece que Wassili no se equivoca —respondió Rokoff.

Contra las paredes, entre dos rocas, se veía una cabaña que parecía formada por tablas reforzadas con losas de piedra, pata que el viento no las arrancase.

El cosaco avanzó con resolución y se convenció de que, efectivamente, se trataba de una minúscula caseta, seguramente refugio construido por los cazadores de focas y de elefantes marinos.

El viento silbaba a través de las tablas sacudidas, pero del techo compuesto de losas de piedra solamente se filtraban algunas gotas de agua.

El suelo parecía cubierto de hierba, pero como era ya de noche, la oscuridad era tan profunda allí dentro, que no se podía verlo.

—Si tuviésemos un fósforo —dijo Rokoff— nos sería realmente utilísimo.

—Yo podré ofrecer uno si los míos no se han mojado —dijo Wassili.

Registró sus bolsillos y sacó una cajita de metal.

—Me parece —dijo— que el agua no ha entrado en ella.

—Encenderemos uno y veremos si hay algo que podamos quemar. Hace frío y estamos empapados de agua.

El exdesterrado, después de mucho frotar y uniendo las manos y volviendo la espalda al viento, logró por último obtener un poco de luz.

La cabaña, de capacidad apenas para albergar cuatro o cinco personas, estaba desierta. Esparcidos por el suelo había montones de hierbas marinas bien secas, de varec[46], osamentas y cráneos de focas y de leones marinos y trozos de piel todavía con alguna grasa.

—Es un refugio de cazadores —dijo Wassili—. Aquí alrededor, en los escollos, no deben de faltar focas ni acaso elefantes marinos.

—Encendamos un poco de fuego y enjuguémonos —dijo Rokoff—. Aquí veo cuatro piedras que deben de haber servido de hogar. Si nos falta la leña demoleremos la cabaña.

Arrojó en el hogar un montón de varec y le dio fuego, despidiendo una nube de humo cegador que las rachas rechazaban al interior de la cabaña.

—¡Por la estepas del Don! —exclamó Rokoff, que tosía rabiosamente—. Ni siquiera la hierba es buena en esta terrible isla. Es preferible el viento.

—Contentémonos con lo que esta tierra puede ofrecer —respondió Wassili—. Además creo que no hemos de permanecer mucho tiempo en este escollo. El Gavilán vendrá pronto a recogernos.

—¡Hum! —hizo Ursoff—. No le veremos antes de que la tempestad se haya calmado, señores, y las que estallan aquí no cesan tan pronto. He sido marinero y conozco el Atlántico meridional.

—¿Creéis que no correrá peligro? —preguntó el cosaco.

—Aunque las alas se le rompiesen, el huso puede navegar perfectamente, y cubierto como es, podrá capear tan bien como un buque de vapor. Ya le veremos, señores, pero ¿cuándo? Quién sabe adonde le arrastrará el viento.

—Esperar con el vientre vacío no es cosa muy agradable —dijo el cosaco.

—Encontraremos todos los víveres que queramos —respondió Wassili—. Estas islas están habitadas por miríadas de aves marinas. Si podemos llegar a las cornisas superiores, encontraremos huevos bastantes para hacer una tortilla colosal.

—Sin sartén —añadió el cosaco, sonriendo.

—¡Bah!… En eso pensaremos más tarde.

El humo, poco a poco se había transformado en una alegre llama que iluminaba la estancia, extendiendo a su alrededor un benéfico calor.

El varec ardía, pero tan rápidamente, que hacía presentir habían de durar poco.

En efecto, media hora después ya no quedaba combustible para alimentar el fuego. Todas las algas y hasta una pocas astillas arrancadas a las tablas de las paredes, se habían agotado.

—Propongo que nos dediquemos a dormir —dijo Rokoff—. Por esta noche podemos renunciar a la esperanza de volver a ver al Gavilán.

—Sea —respondió Wassili, que se sentía excesivamente cansado.

Esperaron a que el fuego se extinguiese completamente por temor de que alguna chispa provocara un incendio, reunieron en rededor de la cabaña las pocas algas que aún quedaban y se acostaron uno al lado de otro, mientras fuera tronaba de modo horrendo y las olas se estrellaban con espantosos mugidos contra la base del Inaccesible.

Pero el cosaco no lograba pegar los ojos.

De cuando en cuando dejaba la habitación, y sin cuidarse de la lluvia ni de las nubes de espuma que las olas lanzaban hasta la pequeña plataforma, avanzaba hasta d borde de la roca, espiando con ansiedad el horizonte.

¿Esperaba ver brillar entre las tinieblas los faroles del Gavilán? Era probable; pero sus esperanzas quedaron defraudadas, porque no se veía romper las tinieblas ningún punto luminoso.

El horizonte estaba tenebroso, como si masas de alquitrán hubiesen caído de la nubes, y ni un relámpago iluminaba aquella oscuridad.

El trueno continuaba, sin embargo, resonando con estrépito enorme sobre la alta cumbre del gigantesco escollo.

Las olas se mantenían siempre enormes y batían con extremado furor la playa, destrozándola y disgregando hasta la escollera.

Cuando comenzó a difundirse algo la luz, Rokoff había explorado ya toda la plataforma. Era una especie de cornisa de trescientos o cuatrocientos metros de largo y una docena de ancho, interrumpida por agujeros y cubierta de espesa capa de guano depositado durante millares y millares de años por las aves marinas.

Un poco por encima, a una altura de diez o doce metros, se extendía otra segunda, más pequeña, que se podía fácilmente alcanzar, por tener sus paredes algo indinadas e interrumpidas por canales o hendiduras.

Sobre aquel segundo saliente había descubierto el cosaco una infinidad de volátiles, agrupados contra la pared.

Eran pingüinos, pájaros que viven en sociedad y que, vistos a cierta distancia, parecen hombres pequeños malamente vestidos.

Son de unos setenta a ochenta centímetros de altura, algunos llegan a tener hasta un metro, con cabeza pequeña, plumas blancas y negras y unas pequeñas alitas que parecen dos brazuelos planos, y los pies situadas muy atrás, lo que les permite sostenerse derechos como los cuadrumanos.

Pájaros verdaderamente barrocos y ridículos que pasan días enteros gritando todos juntos como viejos parlanchines y que tienen movimientos que hacen estallar de risa.

A pesar de la lluvia que continuaba cayendo en torrentes, y a las frecuentes rachas, aquellos bravos pajarracos parecían ocupados en una viva discusión. Alineados en tres o cuatro filas, gritaban, charlaban y se movían, cambiándose algunos picotazos, acaso para dar más fuerza a sus argumentos, mientras en los extremos de la fila unos cuantos viejos machos de aspecto venerable, educaban a algunas docenas de pichones, teniéndoles refrenados merced a abundantes golpes de sus bracitos o alas y algún zarpazo.

—Allí debe haber nidos, y si los hay, también habrá huevos —dijo Rokoff que buscaba una grieta que le permitiera escalar a la segunda plataforma—. El almuerzo no nos ha de faltar por los menos esta mañana.

El cosaco encontró un canal, comenzó a trepar y llego felizmente al margen superior, no obstante las rumorosas protestas de la colonia.

Cuando le vieron enderezarse, los pichones redoblaron el alboroto, abriendo de par en par los picos, agitando las alitas y balanceándose cómicamente. Rokoff, sin preocuparse por aquellas vanas amenazas, se arrojó sobre el más cercano pescuezo.

Las demás espantados, se dispersaron en el acto, dejándose caer en confusión sobre la plataforma inferior y llegando al mar.

Un olor nauseabundo insoportable, obligó al cosaco a taparse las narices. Montones di guano cubrían el resalto, lanzando emanaciones capaces de cortar la respiración. Pero Rokoff había divisado numerosos nidos hechos con algas y llenos de huevos, y eso le compensaba.

Había ya hecho abundante cosecha, cuando sus ojos descubrieron una abertura que parecía internarse en la pared rocosa.

«¿Será quizá una caverna?» —se preguntó—. No será muy bonita pero, por lo menos, será mejor para habitarla que nuestro miserable cuchitril.

Pasando con precaución por entre los montones de guano, llegó pronto ante la abertura, que era un boquete de un par de metros de largo y doble de alto, y que parecía, efectivamente, que condujese a alguna caverna. Pero el olor que de allí salía era tan horrible, que el cosaco se detuvo, dudando si poner los pies allí dentro.

Un murmullo como de charla le decidió a dar algunos pasos hacia adentro.

«¿Habrá más pichones dentro?» —se preguntó.

Se había internado en el agujero, cuando se sintió embestido por una nube de volátiles furiosos.

Eran unos pájaros negros, con pico larguísimo y grueso, los cuales graznaban furiosamente.

El cosaco se apresuró a salir, pero no por eso le dejaron las aves. Volaban a su alrededor, golpeándose con sus alas e intentando picarle.

—¡Ah… diablo! —exclamó Rokoff, sacando el cuchillo—. No os tengo miedo.

Se preparaba a rechazar el asalto, cuando vio a los pájaros abrir los picos y arrojar una materia oleosa tan hedionda, que se sintió sofocar.

—¡Rayos! —exclamo, tapándose la nariz y la boca.

Saltó en medio del guano acumulado y huyó a todo correr, mientras los pájaros, satisfechos por haberse librado del intruso, se reunían ante la caverna, resueltos a defender la entrada. El cosaco recogió al pingüino, y llenándose los bolsillos de huevos, se dejó caer por la hendidura, estornudando y soplando.

Alegres estallidos de risa le acogieron a llegar a la primera plataforma. Wassili y Ursoff, sentados uno al lado de otro, habían presenciado la batalla con las aves y la fuga precipitada.

—Pobre Rokoff —exclamó el ruso, riendo—. Por poco no pierde los ojos. ¿Qué ha hecho usted a esos pájaros para enfurecerlos así?

—No he huido por temor de que me sacaran los ojos —respondió el cosaco—. Hubiera podido defenderme bien; pero me rociaron con una materia capaz de hacer huir al más obstinado cazador.

—Huirían de ella hasta los perros —dijo Wassili.

—¿Pues qué pájaros eran? —preguntó el cosaco.

—Petreles —respondió el ingeniero—. Cuando se ven atacados, vomitan las materias que tienen en digestión y que en su cuerpo se han vuelto tan fétidas, que son capaces de quitar hasta el deseo de perseguir a esos pájaros.

—Nos desquitaremos con los pingüinos, que supongo no serán malos de comer —dijo Rokoff.

—Privándoles de la grasa son tolerables —respondió Ursoff—. Pero ustedes tendrán los huevos.

—Allí deben estar en abundancia. Lástima no tener manteca y sartén para hacer una tortilla —dijo Rokoff.

—Por ahora, nos contentaremos con asarlos entre ceniza.

—Con tal de que no estén ya empollados…

—¡Oh, no, señor Wassili! Los he escogido uno a uno.

—¿Y la caverna? ¿La ha encontrado usted? —preguntó Ursoff.

—Sólo he encontrado la que habitan aquellos pájaros.

—Renuncio —dijo el ingeniero—. Se necesitaría una chalupa cargada de desinfectantes para poderla habitar ¡Bah! Nos contentaremos con nuestra cabaña.

—La demoleremos poco a poco, una tabla cada vez —respondió Rokoff—. Y además la borrasca comienza a calmarse.

—Y las focas y los elefantes marinos no tardarán en mostrarse y nos suministrarán, con su grasa, combustible en abundancia —dijo el timonel—. En torno de este escollo deben de ser aún numerosos.

—A almorzar —dijo Rokoff—. Yo seré el cocinero de la colonia.

Ayudado por el timonel, arrancó una gruesa tabla y, haciéndola pedazos, encendieron, no sin dificultad, el fuego, sacrificando buena parte del varec. Por economizar el combustible, desplumaron precipitadamente el pingüino, le sacaron la grasa para alimentar con ella el fuego, y colgándolo sobre el rescoldo con un pedazo de cuerda, le pusieron a asar, volteándolo, volviéndolo y revolviéndolo. Wassili había asado, entretanto, dos docenas de huevos más grandes que los de las ocas y con cáscara rugosa, un poco sonrosada y bastante resistente.

—Pues no son malos —dijo, después de haber vaciado algunos—. Saben un poco a pescado, pero ¡bah!, se pueden tragar y valen más que los de cocodrilo.

—¿Acaso los ha probado usted? —preguntó el cosaco.

—Sí, durante un viaje que hice a África hace algunos años.

—Deben de ser detestables.

—No tanto como puede suponerse; saben algo a almizcle, pero nada más.

Mientras conversaban, atendiendo al asado y alimentando el fuego de cuando en cuando con un poco de grasa, el huracán se iba calmando.

Las nubes comenzaban a abrirse hacia levante, dejando pasar algún rayo de sol, mientras las rachas iban siendo menos frecuentes y menos impetuosas.

El océano, sin embargo, se mantenía agitadísimo, especialmente en torno a las islas. Las olas se sucedían constantemente impetuosísimas, deshaciéndose con extrema violencia contra las playas.

Por encima de la espuma del oleaje revoloteaban en bandadas numerosas, y desde las plataformas del gigantesco escollo descendían a cada instante por batallones.

Eran albatros, ocas marinas, quebrantahuesos, petreles, golondrinas de mar, pollos de agua y ánades.

También los pingüinos descendían, dejándose resbalar por las paredes rocosas. Los había grandísimos, con la cabeza negra, la parte superior del cuerpo gris y la inferior blanquísima, con dos largas rayas amarillas que se cruzaban sobre su pecho. Otros más pequeños, pero no menos bulliciosos, tenían las plumas oscuras y la cabeza jaspeada.

Todos corrían a solazarse sobre la playa, sin asustarse de las piedras.

—Aquí no nos faltará el almuerzo —dijo el cosaco, después de retirar el asado—. No he visto nunca tantos pájaros.

—Todas las islas del Atlántico austral son ricas en aves marítimas —respondió Wassili—. Como nadie las incomoda, se multiplican de modo prodigioso.

Hay algunas que están literalmente cubiertas de pingüinos, de gaviotas y de perdices.

—¿Y cómo no viene nadie aquí a cazar esta gracia de Dios?

—Estos parajes son sólo frecuentados por los balleneros, que prefieren emplear su tiempo en la caza de los gigantes del mar, de mucho más valor que los pingüinos, o en la de las focas o de los elefantes marinos. Pero, no obstante, ya llegará el día en que todas las islas del Atlántico austral producirán incalculables riquezas, muy superiores a las que pueden obtenerse de los desgraciados cetáceos, y eso gracias a esta volatería.

—¿De qué modo?

—Las islas, poco a poco se van cubriendo de guano, o sea inmensas capas de estiércol de las aves, riquísimo en fosfatos destinados a fertilizar las tierras ya exhaustas. ¡Ah!…

—¿Qué pasa, señor Wassili?

—¿No ha visto usted nunca elefantes marinos, Rokoff?

—No he visto más que los que se enseñan en los cercados, pero esos no eran malinos, seguramente.

—¿Le gustaría ver uno?

—Si pudiese, también capturarlo, señor Wassili.

—Arrancad dos maderos de la cabaña y seguidme.

—¿Y yo? —preguntó Ursoff.

—Tú cuida de que el fuego no se apague. ¿Está usted dispuesto, capitán?

—Aquí están los listones; ¿será esto bastante para hacer frente a los elefantes?

—Para los elefantes marinos no se necesitan carabinas. Dos buenos estacazos bastan para acogotarlos.

—¿No nos atacarán con la trompa?

—No hay que temerlo —repuso el ingeniero, riendo—. Venga y tenga cuidado de no rodar o dejar que le arrastren las olas. La resaca le destrozaría a usted contra los escollos.