Una pesca extraordinaria
Como comenzaban a escasear los víveres, porque el espacio restringido riel huso no permitía llevar gran cantidad de provisiones, además de que no se podía aumentar mucho el peso de la máquina voladora, se decidió hacer una parada sobre aquellas inmensas praderas Flotantes, que de ordinario son riquísimas en peces.
Teniendo Ranzoff aire liquido siempre a su disposición en gran cantidad, podía congelarlos y conservarlos varios meses sin correr ningún peligro de que se corrompieran, sostenidos por aquellas temperaturas extremadamente bajas.
Después de un furioso doldrum, que es un aguacero violentísimo que se desencadena con frecuencia en las regiones ecuatoriales del Atlántico y tiene una duración no superior a quince o veinte minutos, el Gavilán descendió suavemente en medio de los sargazos, en un lugar en que se presentaban bastante espesos, para poderle sostener cómodamente.
Para mayor precaución, hizo el capitán fondear un ancla, no con la esperanza de que tocase el fondo, pues los sargazos son inmensamente largos, casi tanto como los kelps que crecen en torno del continente polar austral.
Los seis marineros, después de haberse provisto de redes, descendieron a la flotante pradera, seguidos por Boris, Wassili, Rokoff y Fedor, armados con fusiles y deseosos de disparar algunos tiros contra las aves marinas, que se mostraban en aquel lugar en gran número.
Ranzoff y Liwitz quedaron a bordo examinando las alas y las hélices que, después de tan largo viaje y un esfuerzo tan poderoso, podían necesitar algunas reparaciones.
Los peces no debían de faltar en los pequeños canales y estanques formados por las algas, los cuales se encontraban dispersos, formando inmensos grupos caprichosamente subdivididos.
—Dejemos que los pescadores se las arreglen con ellos —dijo el capitán de cosacos, después de haberse convencido de que las algas no cedían bajo su peso—, y nosotros ocupémonos de los volátiles, haremos una horrible matanza y aprovisionaremos al Gavilán para dos meses por lo menos.
A causa de la gran cantidad de peces y de mariscos que hay ocultos entre los sargazos, verdaderas nubes de aves caían de cuando en cuando sobre la inmensa pradera, dedicándose a una furiosa cacería.
Había palomas del Cabo, lindísimas aves marinas de ligero vuelo y plumas de variados colores, blancas y grises, dispuestas casi formando cuadros: prion urtur, del tamaño de una tórtola, con plumas gris azulado encima y blancas por debajo; usulas o plangas, grandísimas, tan estúpidas, que se dejan coger con la mano; fragatas con las alas y la cola semejantes a las de los halcones y a las de los albatros, las cuales descendían en gran número en compañía de los pesados quebrantahuesos, y las gigantescas procelarias.
Los cazadores, armados con bonísimos fusiles cargados con postas, no tardaron en romper el fuego, haciendo caer numerosos volátiles mientras los marineros se apoderaban de muchísimos diodones y merluzas, así como de una gran cantidad de cangrejos, que son los más formidables enemigos de los pequeños cefalópodos, que se esconden a millones entre los bacciferums.
Habrían disparado ya unos cincuenta tiros, haciendo caer albatros, quebrantahuesos y golondrinas de mar, cuando fuertes gritos lanzados por los seis marineros interrumpieron bruscamente la partida de caza.
—¿Habrán caído entre las algas? —dijo el capitán de cosacos—. ¡Por las estepas del Don! Sería como si hubieran caído entre movediza arena.
—No —dijo el coronel, que rápidamente se había vuelto—. Todos están allí con las redes en la mano en el borde del canal.
—Sin embargo, algo grave debe de haber ocurrido —dijo Boris.
Efectivamente, los marineros continuaban gritando, eran gritos de verdadero espanto los que lanzaban.
—¡Acudamos! —gritó Rokoff.
También el capitán del Gavilán y Liwitz habían abandonado la máquina voladora y saltaban a través de los sargazos, armados con carabinas de grueso calibre.
Iban ya Boris, Wassili y sus compañeros a llegar a las márgenes del canal, donde los marineros retiraban precipitadamente las redes, cuando la masa herbosa se levantó bruscamente, tirándolos con los pies por el aire.
—¡Por las estepas del Don! —grito Rokoff——. ¡Que el continente sumergido vuelve a remontarse a la superficie!
También los marineros habían sido derribados, pero en seguida se habían vuelto a poner en pie, escapando hacia el Gavilán, con las redes bien repletas, que habían tenido tiempo de retirar.
—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán, llegando—. ¿Se hunden las algas?
—Al contrario —dijo Boris—, se están elevando.
—Será algún gran pez que, escondido bajo esta pradera, no encuentra ahora manera de salir de ella.
—Eso supongo, Ranzoff.
—¿Acaso una ballena? —preguntó Rokoff—. No me disgustaría darle caza.
—Es imposible que un monstruo tan enorme haya penetrado bajo las, algas —respondió el capitán.
—Sin embargo, debe de ser algún animal grande para tener fuerza para levantar esta masa de hierba —rebatió el cosaco.
En aquel momento la flotante pradera volvió a levantarse casi bajo los pies de los cazadores, ondulando borrascosamente.
Al mismo tiempo se oyó gritar a los marineros:
—¡El Gavilán se mueve!
—¡A bordo! —mando Ranzoff.
Era lo mejor que podía hacerse, porque la pradera podía abrirse 5 tragarlos a todos, sin esperanza de volver a flote.
Se lanzaron a carrera desenfrenada a través de las algas, que estaban estrechamente entrecruzadas, y se refugiaron en el Gavilán.
No se habían olvidado, sin embargo, de llevar con ellos las aves marinas que habían abatido. El huso, que descansaba sobre los sargazos, sufría, en efecto, fuertes sacudidas, inclinándose especialmente hacia proa.
Era que la cadena del ancla sufría una fuerte tracción.
—Ahora comprendo —dijo Ranzoff—. Algún pez ha sido pescado por nuestro gigantesco anzuelo y se esfuerza por librarse del incómodo hierro.
—Que corten la cadena —dijo Rokoff.
—Aprecio mucho mí ancla —respondió el capitán—. Ademas tengo curiosidad por saber con qué clase de pez tenemos que habérnoslas.
—Entonces aquí estamos nosotros dispuestos a fusilarlo —dijo Boris.
—¡Liwitz, a la maquina! —mandó Ranzoff—. Intentemos elevarnos.
—¿Tiene mucha fuerza ascensional?
—Sí. Boris Espero arrastrar fuera de las algas a ese decorador de anclas.
—Dadme una carabina de grueso calibre —gritó el cosaco—. Quiero destrozar una cosa tan enorme.
Mientras Liwitz se preparaba a poner en movimiento las gigantescas alas y todas las hélices para dar al Gavilán el mayor impulso posible, el misterioso monstruo marino continuaba agitándose furiosamente.
Las algas, empujadas con una fuerza extraordinaria, se separaban, formando pequeños canales, y se retorcían en todos sentidos como si fuesen atenazadas por una multitud de robustos brazos.
Legiones de feísimas arañas y pequeños cefalópodos huían a través de las bucciferum, nadando con celeridad como presa de vivísimo terror.
Rokoff, Fedor, Boris y Wassili se habían colocado a proa, armados, no ya con fusiles de grueso calibre, sino con pesadas carabinas para caza mayor.
—¿Estamos dispuestos? —preguntó Ranzoff.
—Sí, capitán.
—Da un tirón. Veremos si la cadena resiste: pero, antes, dejemos correr otros ocho o diez metros.
Los marineros obedecieron en el acto y los diez metros de cadena corrieron a través del pequeño escobén de estribor, hundiéndose entre las algas.
De pronto las dos inmensas alas y todas las hélices se pusieron en movimiento, y el Gavilán comenzó a elevarse oblicuamente, pero al llegar a unos doce metros de altura encontró una enérgica resistencia.
La cadena estaba completamente tensa y el ancla continuaba firme, hundida entre el espeso estrato de algas.
—¡Ah! Nos veremos, señor monstruo marino —dijo Ranzoff—. O te descubres o te destrozaré las quijadas. Liwitz ¡fuerza la máquina!
—Sí, capitán —respondió el maquinista—, con tal de que la cadena no se rompa.
—Es de acero solidísimo.
Las alas y las hélices batían y turbinaban furiosamente intentando elevar el huso y arrastrar el obstáculo que le detenía.
Las algas se alzaban aquí y allá como para dar paso a algún cuerpo gigantesco y se rompían bajo la poderosa tensión de la cadena.
El monstruo, sin embargo, a lo que parecía, oponía terrible resistencia y no se dejaba sacar a la superficie.
De pronto, los sargazos cedieron en una extensión de algunos metros cuadrados, y una enorme masa blanquecina provista de ocho gigantescos tentáculos apareció por el boquete.
—¡Un kraken! —exclamó el excomandante del Pobieda.
—¡Un pez-diablo! —gritó a su vez el capitán del Gavilán.
Se trataba, en efecto, de uno de aquellos gigantescos cefalópodos conocidos con el nombre de kraken o pez-diablo, que de cuando en cuando, a largos intervalos, abandonan los báratros profundísimos del océano para dejarse ver en la superficie de los mares.
Era uno de los más colosales, porque debía pesar por lo menos tres toneladas y tenía tentáculos de seis o siete metros de largo.
El monstruo había sido ensartado con una de las garras del ancla, por debajo del ojo izquierdo, y tan profundamente que no podía librarse de ella.
Al sentirse arrastrar fuera de las algas, el horrible calamar se agitaba furiosamente, poniéndose de cuando en cuando rojizo.
Sus tentáculos se retorcían y se alargaban, silbando y azotando poderosamente la cadena y las algas.
Rokoff fue el primero que 1c disparó un tiro de carabina pensando aniquilarle en el acto: pero la hala atravesó aquella masa semigelatinosa sin hacer gran daño ni monstruoso calamar.
—Tiraréis inútilmente municiones, Rokoff —dijo Boris—. Los proyectiles no hacen mella en esos horribles animales.
—Lo mismo creo yo —dijo Wassili, que también había probado a hacer fuego con no mejor fortuna.
—Veremos ahora si esas carnes no se despedazan bajo la explosión de una de nuestras bombitas —dijo Ranzoff.
Ursoff había llevado a cubierta un par de aquellas pequeñas y terribles granadas, y había encendido la mecha de una de ellas.
Ranzoff la tornó y la arrojó encima del calamar.
—¡Meteos para dentro! —gritó de pronto.
Un momento después, una violenta detonación estallaba y un torbellino de llamas envolvía al Gavilán.
Afortunadamente se rompió la cadena, y la máquina voladora, que estaba bajo enorme presión, dio una sacudida imprevista en el aire que casi derribó a toda la tripulación.
¡Por las estepas del Don! —gritó Rokoff——. ¡Por poco no sallamos todos juntos con el pólipo!…
Liwitz se apresuró a refrenar la máquina, mientras el timonel, con un giro de rueda, volvía a conducir al Gavilán hacia el banco de sargazos.
La bomba había descuartizado literalmente al pez-diablo, mutilándole horriblemente. Todos los tentáculos le, habían sido arrancados y se encontraban dispersos entre las algas, retorciéndose aún como serpientes.
—Abajo Liwitz —dijo Ranzoff—. Hay que retirar nuestra ancla.
—Y terminar la partida de caza —dijo Rokoff.
El Gavilán descendió suavemente sobre la pradera flotante, deteniéndose a poca distancia del pez-diablo.
Todos hablan saltado sobre las algas para examinar más de cerca d horrible monstruo marino, cuya masa flotaba en medio de un pequeño lago de agua negruzca y fuertemente impregnada de almizcle.
—¡Por las estepas del Don! ¡Qué leo es! —exclamo d cosaco—. No sabía que en el mar existieran semejantes monstruos.
—Verdaderamente no son muy abundantes —elijo Boris—. Acaso en d fondo de los abismos se encuentren muchos, pero sólo salen a flote raras veces impulsados por causas desconocidas.
—¿Pero son peligrosos. Boris? —preguntó Ranzoff.
—Bastante, porque poseen en los tentáculos una fuerza excepcional, aunque no tanto como creían los antiguos navegantes, que suponían pudieran arrastrar una nave al fondo del mar.
«Alguna vez intentan atacar los barcos de pesca. En el otoño de 1880, por ejemplo, uno de esos monstruos atacó un barco de pesca tripulado por un tal Ricardo Hunkin, y le abrazó tan estrechamente, que lo detuvo de pronto, a pesar de reinar un viento bastante fuerte.
»Para separarle hubo que armarse de un arpón y empeñar con el pez-diablo una verdadera batalla.
»Algunas veces se muestran en número.
»Hace pocos tinos, aparecieron varios en las costas de Argelia Estaban cuidadosamente ocultos entre la arena, y cuando por la tarde los soldados iban a bañarse, los enlazaban y los arrastraban bajo el agua para devorarlos tranquilamente».
—¡Son terribles! —dijo Wassili,
—Sí, cuando son muy grandes. Me acuerdo que un día en la costa occidental de África un calamar de esos atacó a una barca tripulada por tres pescadores.
«Dos, apresados por los tentáculos, fueron ahogados y el tercero fue salvado merced a la pronta intervención de una chalupa tripulada por varios marineros, Pero el desgraciado había sufrido tales heridas, producidas por las ventosas, que no sobrevivió muchas horas.
»Aquel monstruo tenía tentáculos que midieron nada menos que siete metros y medio de longitud».
—Sería acaso hermano de éste —dijo Rokoff, riendo.
—O algún pariente muy cercano —añadió Fedor.
—¿Es al menos comestible la carne de estos peces-diablo?
—Huele demasiado a almizcle, Rokoff —respondió Boris.
—Entonces es mejor que reanudemos la caza.
—Y que los marineros vuelvan a su pesca —añadió Ranzoff—. Nosotros, entretanto, desembarazaremos el ancla que de ningún modo quiero perder, porque sólo tengo dos.
Los cazadores tomaron de nuevo sus fusiles y se dispersaron por la pradera flotante, mirando con cuidado dónde ponían los pies, a fin de no exponerse al peligro de hundirse, por no ser por todas partes los sargazos bastante apretados para poder sostener a una persona.
Las aves marinas continuaban siendo numerosísimas y la matanza volvió a empezar de nuevo, mientras los marineros costeaban los canales, ciando caza, despiadada a los diodones, a las doradas y a las merluzas.
Al anochecer, el puente del Gavilán estaba tan cargado de peces y aves, que los viajeros apenas podían circular por él.
—¿Cómo consumiremos tantas existencias? —preguntó Rokoff.
—No os preocupéis por ello, capitán —respondió Ranzoff—. Con mi aire líquido congelaré aves y peces, hasta tal punto, que dentro de tres o cuatro meses aún podremos comer el último albatros que hemos visto matar hace pocos minutos. Mañana todos estos víveres estarán en proa bien estibados, y poco a poco los comeremos siempre fresquísimos.
Aquella noche descanso el Gavilán sobre los sargazos, satisfaciendo la necesidad de descanso que tenían los marineros, y a las primeras luces del alba volvía a emprender su maravilloso vuelo, dejando detrás una nube de plumas, porque todos se habían dedicado a desplumar albatros, fragatas y quebrantahuesos, antes de pasarlos a las cámaras heladas del compartimento de proa.
El océano continuaba desierto pues la zona ecuatorial del Atlántico es de las menos frecuentadas, sea por la presencia de masas de sargazos, sea por las grandes calmas que reinan en ella y que hacen huir de allí a los veleros.
Pero si faltaban las naves, en cambio abundaban extraordinariamente los peces.
Verdaderas flotas de delfines crucificados, así llamados porque tienen en el dorso dos rayas negras que se cruzan, jugueteaban a flor de agua, lanzando roncos suspiros que semejaban a relinchos: bandas de escualos del género charcharía, de cuatro o cinco metros de longitud, desfilaban rápidamente, persiguiendo con encarnizamiento los bancos de medusas y cefalópodos.
De cuando en cuando surgían de las profundidades del océano grandes masas que lanzaban al aire una doble columna de vapores, eran ballenas de dos aletas, con el cuerpo verdoso, de longitud de quince a dieciocho metros, con hocico larguísimo y obtuso, con la mandíbula inferior bastante mas saliente que la superior.
Miraban un momento a la maquina voladora, con sus ojillos pequeños o inteligente; después, asustadas de la sombra que el Gavilán proyectaba sobre el agua se apresuraban a zambullirse levantando gruesas oleadas espumantes.
—Es un verdadero pecado que los barcos pesqueros no lleguen aquí —dijo Rokoff al excomandante del Pobieda, que seguía con vivo interés los movimientos de aquellos habitantes del mar—. ¿Cómo se encontrarán aquí tantos peces?
—Son las corrientes las que los reúnen —respondió Boris—. Mirad, aquí, en el centro del Atlántico, se agitan y circulan verdaderos ríos canalizados perfectamente entre las aguas del océano.
«En ninguna otra región del globo se encuentran tantas corrientes, y, además, aquí precisamente se forma ese famoso Gulf-Stream de que va habréis oído hablar».
—Sí. coronel; pero no logro explicarme como pueden formarse corrientes entre el agua del mar que está parada, ¿es verdad?
—Y con notable velocidad, señor Rokoff —respondió Boris—. Sin embargo, la explicación es sencillísima y fácil de comprender, porque deriva de la rotación de la Tierra, combinada con el calor solar.
—Es la rápida evaporación la que aquí, más que en otras partes, determina la formación de las corrientes, porque es la causa productora del desequilibrio entre las aguas del océano.
«Al substraer el sol ecuatorial una extraordinaria cantidad de agua, disminuye la acción de la gravedad en esas capas superficiales y determina la atracción de las que ocupan las regiones frías, obligándolas a correr de norte a sur.
»Se originan de aquí tres corrientes constantes: una que se dirige de este a oeste y otras dos desde los polos al Ecuador. Estas dos últimas, sin embargo, no siguen un itinerario constante, porque, según van alejándose de las regiones frías, se repliegan sensiblemente hacia oriente y hacia occidente, a causa de la rotación de la tierra, que en los polos es nula, mientras en el Ecuador llega a 1700 kilómetros por hora».
—¿Hay mayores corrientes en el hemisferio austral, o en el septentrional? —preguntó Wassili, que escuchaba con vivo interés las explicaciones de su hermano.
—En las regiones australes —respondió Boris—, por el motivo de que las aguas polares del Antártico afluyen más fácilmente hacia el Ecuador, por no encontrar ningún obstáculo a su carrera.
«En cambio las del polo ártico se ven obligadas a fraccionarse, lo que las hace retardar su llegada a las regiones cálidas, pues tienen que pasar entre Europa y América y entre este continente y el asiático».
—¿Serán acaso esas corrientes las que forman el mar de los Sargazos? —preguntó Rokoff.
—Precisamente —respondió Boris—. La gran corriente del Cabo de Buena Esperanza, que sube hacia el Ecuador rozando las costas occidentales de África, describe una inmensa vuelta que va a tocar al golfo de Méjico, doblando luego hacia Europa, reuniendo en su centro todas las algas, los troncos de árboles y las hierbas que los ríos del continente negro y las del nuevo arrastran al mar.
«El agua encerrada entre esas grandes corrientes está casi estancada, fenómeno que se verifica también en el gran océano Pacífico. ¡Calla! ¡Allí abajo se ve una tierra! ¿Será Santa Elena?».
—No, coronel —dijo Ranzoff, que al oírles se les había reunido—. Es Trinidad. El Gavilán se ha separado notablemente de su ruta, pero por voluntad mía, para aprovechar los vientos alisios.
—¿Tocaremos? —preguntó Fedor.
—No me fío, señores. Antes estaba desierta, pero ahora dicen que se ha establecido allí una colonia de pescadores.
«¡Allí, mirad! Veo un Clipper que corre bordadas a lo largo de la costa. Volvamos hacia el oeste».
La isla aparecía a una veintena de millas hacia poniente. Como todas las tierras que surgen de los abismos profundísimos del Atlántico ecuatorial, es de formación volcánica, con peñascos y montes estériles.
Su cumbre más alta se eleva a 614 metros, pero el más singular es el llamado Ninepin, masa cilíndrica de roca que se eleva en forma de torre hasta 258 metros.
Solamente hacia la extremidad oriental, donde surge el Sugar Loaf, colina cónica, existen valles verdeantes.
La isla es apenas de tres millas de largo y una y media de ancho, presentando pequeñísimos fondeaderos, y aun ésos peligrosísimos a causa de las rompientes.
En 1700 tomaron posesión de ella los ingleses, pero hasta 1781 no hicieron la primera tentativa para fundar una factoría, tentativa que no dio resultado por ser escasa el agua y la tierra infecunda.
Los brasileños quisieron también, por su parte, intentar la colonización, y no fueron más afortunados, porque a los pocos meses todos los animales importados habían muerto, hasta los gatos.
Ahora sólo es frecuentada de vez en cuando por grupos de cazadores y pescadores que no se detienen allí más que algunos meses.
La mayor parte del año solamente la frecuentan nubes de aves marinas, especialmente de perdices blancas llamadas gigys albas, de ojos grandes, con anteojos negros, pico también negro y patas azules.
Un Clipper, uno de esos veleros rapidísimos que con buen viento largo pueden filar fácilmente hasta once nudos, navegaba frente a la costa meridional, signo evidente de que allí se habían establecido pescadores.
Ranzoff, que de ninguna manera quería mostrar su máquina voladora, iba a dar orden al timonel para poner la proa al suroeste y dirigirse ya directamente a Tristán de Acuña, cuando se oyó a Ursoff gritar:
—¡Humo en el horizonte!…
—¡Humo!… —exclamaron a una Ranzoff y Boris—. ¿Dónde?
—Hacia la isla —respondió el timonel—. Juraría que se trata de darnos caza.
El capitán y el excomandante del Pobieda tomaron dos anteojos que estaban junto a la amura, metidos en sus fuertes estuches de cuero, y apuntaron rápidamente en la dirección indicada.
A algunas millas del Clipper un punto negro se deslizaba sobre el océano, dejando en el aire una columna de humo denso, y parecía que se alejase rápidamente de la isla.
Wassili, Fedor y Rokoff acudieron en seguida, rodeando a los dos comandantes, que continuaban observando con atención hacia Trinidad.
—¿Qué os parece, Boris? —preguntó finalmente el capitán del Gavilán.
—Me parece un torpedero de alta mar —respondió Boris.
—¿Cómo puede encontrarse aquí uno de esos terribles corredores del mar? Si fuese en aguas de Santa Elena no me extrañaría, porque allí están los ingleses, pero cerca de esta isla desierta…
—No obstante, estoy seguro de que no me equivoco, y hasta digo que nos ha visto y fuerza su máquina para alcanzarnos.
—Perderá inútilmente el tiempo —respondió Ranzoff—. ¡Se necesita otra cosa para regatear con mi Gavilán!
En aquel momento una detonación sacudió las capas de la atmósfera.
—Un golpe en vano —dijo el coronel—. Es que nos invita a detenernos.
—¡Liwitz! —gritó el capitán—. ¡Lanza a la máxima velocidad!
—Sí, señor —respondió el maquinista.
El Gavilán, que casi había terminado su evolución, dio un salto repentino y se alejó velozmente hacia el suroeste, desapareciendo entre una nube bastante espesa que anunciaba uno de los acostumbrados doldrums, o sean aguaceros ecuatoriales.