Sobre el Atlántico
En siete días había pasado aquella máquina maravillosa de los nebulosos y helados climas del norte a los ardientes y secos de las regiones tropicales.
Los navegantes del Gavilán, poco a poco según iban descendiendo hacia el sur, se iban despojando de sus pesados vestidos hasta quedarse casi en ropas interiores sin haberse resentido su salud.
El Atlántico se extendía ante ellos con su espléndido tinte azul oscuro y con sus imponentes corrientes marinas que circulan bajo el Ecuador.
En el momento en que perdían de vista la costa africana, que al ponerse el sol se esfumaba rápidamente en medio de un horizonte de fuego, ninguna nave surcaba el océano. Únicamente algunas aves marinas ocupadas en dar caza a los peces, aparecían proyectadas sobre la azul superficie, describiendo fulmíneas trayectorias.
Sin temor de ser descubierto, el Gavilán descendió de improviso hasta unos ciento cincuenta metros del mar, permitiendo así a los navegantes del aire admirar las bellezas que ofrecía aquella superficie infinita sobre la cual se mostraban de vez en cuando algunos peces, por lo general escualos y delfines.
Masas de algas comenzaban a aparecer aquí y allá, arrancadas sin duda por las corrientes al famoso mar de los Sargazos, tan temido de los navegantes de la antigüedad, y que el Gavilán había de encontrar más tarde al sur de las islas de Cabo Verde.
En medio de aquellas plantas acuáticas se mostraban numerosísimos peces que acaso se hallaban allí más resguardados de los ataques de los escualos.
Abundaban, sobre todo, el diodon, pez extraño de la zona tórrida, que tiene la costumbre de navegar a flote y absorber una gran cantidad de aire, con el que se hincha, apareciendo redondo como un globo.
Su cuerpo está completamente cubierto de espinas de color blanquecino, con manchas violáceas, y cuando el pez se irrita se hace mucho más grande.
Entre aquellos singularísimos peces se veía mecerse también numerosas Conchitas de nautilus con márgenes de nácar, con los ocho tentáculos redondeados desplegados al viento, como minúsculas barquichuelas.
A veces, entre los diodones y sus amigos se manifestaba un imprevisto pánico. Los primeros se deshinchaban rápidamente y se dejaban ir a pique: los segundos replegaban rápidamente sus tentáculos y daban vuelta a la concha, sumergiéndose.
Si las algas les protegían, o mejor dicho les ocultaban a sus enemigos acuáticos, no les salvaban de los saqueadores del aire, de los albatros de pico robustísimo ni de los quebrantahuesos que se dejan caer de lo alto con fulmínea velocidad, haciendo de cuando cu cuando numerosas víctimas. Pasado el peligro, sin embargo, diodones y nautilus volvían a aparecer navegando en conserva como buenos amigos, hasta que un nuevo ataque de los pajarracos les atolondraba de nuevo.
—Aquí se podrá hacer abundantísima pesca —dijo Wassili, que seguía con interés aquellos pequeños dramas marítimos—. ¿Tú traerás redes, Ranzoff?
—Pescaremos cuando lleguemos al mar de los Sargazos —respondió el capitán—. Por ahora tenemos víveres en abundancia y tengo prisa por alejarme de estos parajes que son muy frecuentados.
—Pues se harían buenas redadas —dijo Boris—. El océano aquí es profundísimo y los peces encuentran pasto abundante. En este momento pasamos sobre báratros[38] tan profundos, que dentro podrían volcarse las más altas montañas del globo sin que emergiera nada.
—En efecto, he oído que entre la costa de África, las Canarias y las islas de Cabo Verde, existen vorágines extraordinarias —dijo Wassili.
—No tan profundas, sin embargo, como las del océano Pacífico ——respondió el excomandante del Poblada—. Aquí se conocen que miden hasta nueve mil metros, pero en el Pacífico se han hecho sondeos hasta de quince mil metros.
—Parece increíble que, a pesar de tan tremendas profundidades, se haya logrado atravesarle por cables telegráficos —dijo Ranzoff—. ¡Qué ruina para una compañía si uno de esos cables sumergidos a siete u ocho mil metros de profundidad se rompiera!
—Ninguna, señor Ranzoff —respondió Boris—, porque se le pesca y se compone.
—¿Se puede entonces recuperar?
—Seguramente, y sin grandes dificultades. ¡Cuántas veces los cables sumergidos a las mayores profundidades han sido sacados a la superficie para repararlos! ¿Creéis que los cables telegráficos no sufren deterioros porque están sumergidos a algunos millares de metros? Si tuviéramos a bordo las herramientas necesarias y tiempo que perder, podríamos pescar todos los cables y cortarlos, rompiendo así las comunicaciones entre Europa y América.
—¿Son muchos los cables telegráficos tendidos entre el viejo y el nuevo continente?
—Sí, señor Ranzoff, pero dos han sido abandonados y yacen en el rondo del abismo: el sumergido el ario 1865 y el fondeado al año siguiente.
—¡Que pérdida para las compañías propietarias! —dijo Wassili.
—Grandísima, hermano, porque un cable trasatlántico no cuesta menos de veinticinco millones.
—El hombre que tuviera el primero la idea de unir los dos continentes debió de ser un gran genio —dijo Ranzoff.
—Si Europa y América pueden corresponder entre sí en pocos minutos, lo deben a Cyrus Field y al ingeniero Gisborne, que fueron los primeros en lanzar la idea. Pero ¡cuántas desilusiones y descorazonamientos sufrieron aquellos hombres antes de ver realizado el grandioso proyecto! ¡Y cuántos millones fueron tragados por el mar!
—¿Cuándo se fondeó el primer cable?
—La primera tentativa la hizo en 1857 la Atlantic Telegraph Company, con un cable de cuatro mil kilómetros embarcado en dos buques de vapor. El conductor se componía de siete hilos de cobre retorcidos con envueltas de gutapercha, cubiertos por otra segunda cubierta de cáñamo embreado, y aun esto encerrado en otra tercera envuelta formada por pequeños haces de alambre en espiral. Contenía en toral ciento treinta y tres hilos de 537 000 kilómetros, o sea 150 000 kilómetros más de los que cuenta la distancia entre la Tierra y la Luna, y con un peso de 620 kilogramos por kilómetro.
«Los dos vapores partieron del puerto de Valentía[39] y debían arrojar el hilo hasta Terranova.
»Puede imaginarse la ansiedad y emoción con que todo el mundo civilizado seguía aquella gigantesca operación que había de poner en relación en pocos minutos a los habitantes de dos confinemos.
»Ya habían los ingenieros sumergido con feliz resultado 620 kilómetros de cable, cuando se apercibieron de que la cantidad de éste embarcada no era suficiente a causa de las enormes profundidades del Atlántico. Entonces lo cortaron y lo abandonaron a 450 kilómetros de las costas de España, en un abismo de cuatro mil metros».
—¡Qué desilusión para europeos y americanos! —exclamó Ranzoff.
—Una doloroso desilusión, pero que duró poco. Reunido nuevo capital, la compañía, en 1859, volvió a intentar la audaz empresa, construyendo otros 1350 kilómetros de conductor para añadirlos a los precedentes.
«Los dos buques reanudaron la inmersión a los 52° 21' de latitud N. y a los 33° 18' de longitud O.: pero en los primeros días el cabo se rompió por tres veces, dejando en el mar cerca de 230 kilómetros.
»Los ingenieros no se desanimaron. Volvieron a pescar el cable, y el 29 de julio, los dos vapores, partidos uno de Irlanda y otro de Terranova, lograban en medio del océano unir los dos extremos del gigantesco hilo.
»El 6 de agosto se transmitieron los primeros despachos y el 10 del mismo mes, el presidente de los Estados Unidos y la reina de Inglaterra cambiaban por él sus saludos.
»Pero la alegría duró poco, porque el primero de septiembre, después de 129 telegramas ingleses y 271 americanos, el cable cesó de funcionar».
—Un verdadero desastre para los accionistas —exclamó Wassili, que escuchaba a su hermano con verdadero interés.
—Completo —respondió Boris—. El descorazonamiento fue tan grande, que estuvo a punto de abandonarse definitivamente la empresa. Pero después, la botadura de un enorme buque, el colosal Great Eastern, capaz de transportar él solo el cable, hizo renacer las esperanzas de enlazar Europa v América.
—Aquella nave era un verdadero monstruo, ¿no es cierto, Boris? —preguntó Ranzoff—. He oído hablar de ella bastantes veces.
—Un mastodonte, al lado del cual hubiera hecho mezquina figura un moderno crucero.
«Era un streamer[40] de veintitrés mil toneladas, con seis palos, doscientos metros de eslora y veinticinco de manga, con cinco chimeneas y ocho máquinas de vapor, ruedas de dieciocho metros de diámetro y una hélice de sesenta toneladas de peso.
»Una verdadera obra maestra de la ingeniería naval que costó la bicoca de veinticinco millones y que antes de ser lanzado al agua había ya arruinado a dos compañías[41].
»El honor de tender un conductor estable le estaba reservado a aquel monstruoso bastimento.
»Era en 1864: se había formado una nueva empresa para construir un cable de veintiséis milímetros de grueso, formado por diez fortísimos alambres retorcidos y de peso de 1045 kilogramos por kilómetro.
»El 20 de julio de 1865, el Great Eastern zarpaba ciclas costas de Irlanda, Durante los primeros días hubo que recomponer el cable por dos veces.
»El 2 de agosto, cuando iban tendidos 1710 kilómetros de cable, anunciaron desde irlanda que el conductor no funcionaba.
»Se volvió a pescar el hilo con inmensas fatigas para buscar la nueva avería, pero se rompió, precipitándose en un abisme de 3800 metros de profundidad, a los 39° de longitud O.»
—Otra desilusión —dijo Wassili.
—No obstante, tampoco esta vez renunciaron los hombres. En 1866 se constituyó una nueva sociedad, y el Great Eastern volvió a salir a la mar, zarpando de Valentia.
«El 27 de julio tocó felizmente en las costas de Terranova y el 28 se lazaron los primero despachos.
»Se pagaban entonces quinientas pesetas por cada veinte palabras.
»La ciencia había triunfado, y la distancia que separaba el viejo mundo del nuevo había sido para siempre anulada, merced a la admirable constancia de los anglosajones y a la energía de los ingenieros europeos y americanos».
La pequeña campana de a bordo, llamando a los navegantes para el almuerzo, interrumpió la interesantes narración.
Durante la noche continuó el Gavilan avanzando hacía el sur, favorecido por un viento fresco del septentrión, que empujando los planos horizontes, imprimía al huso una arrancada considerable.
Hacia media noche fueron señaladas las luces de posición de un barco, acaso de algún velero en rumbo a las Canarias, y aquella fue la única distracción que tuvieron los hombres de guardia.
Veinte horas después del encuentro de aquella embarcación, el Gavilán, que había sostenido constantemente la velocidad media de cien kilómetros por hora, divisaba a los lejos las cumbres de la isla de Madeira, la principal del grupo de este nombre.
Este pequeño archipiélago, que es uno de los más importantes de la costa occidental de África, se compone de siete islas y cinco islotes, con una superficie de siete mil doscientos setenta y tres kilómetros cuadrados, y una población de cerca de trescientos mil habitantes, en mayor parte guanches, que son los descendientes del desgraciado pueblo sumergido con la Atlántida, gente belicosa que ha dado mucho que hacer en varias ocasiones a los españoles.
Curiosísima es la historia del descubrimiento de estas islas[42], varias veces descubiertas y después olvidadas. Está comprobado que no les eran desconocidas a los fenicios y cartagineses, los cuales osaban arriesgarse en el Atlántico sobre sus débiles naves, no mayores que una de las actuales barcazas.
Conquistada por los romanos la cuenca entera del Mediterráneo y desaparecidos los cartagineses, permanecieron ignoradas hasta 1107, que fueron encontradas después de tantos siglos por San Brendan, monje irlandés, que les puso el nombre de Afortunadas.
Regresado a Europa, volvió otra vez a navegar, pero sin lograr volverlas a ver.
En 1280, el genovés Vivaldino Vivaldi, que mandaba dos galeras, la San Amonio y la Allegranza, lograba nuevamente descubrirlas, y Federico Doria, once años después, volvía a avistarlas.
Sin embargo, permanecieron casi ignoradas hasta 1330, en que, habiendo naufragado en ellas el capitán francés conde de Claramonte, asumió, con el consentimiento de Clemente IV, el título de rey, pasando en 1461 a formar parte de los dominios de España.
—¿Se crían aún en las laderas de sus montañas los famosos viñedos? —preguntó Ranzoff, que apuntaba con un potente anteojo para admirar las verdeantes playas de la isla.
—Sí, capitán —respondió el excomandante del Pobieda—, y esas viñas valen tanto oro como pesan.
—¿Se hace mucha exportación de esos vinos? —preguntó Wassili.
—Cerca de tres millones de litros.
—¿Todo de la misma calidad?
—Oh, no, hay varias clases más o menos apreciadas, desde la malvasía, que se vende hasta 1500 pesetas la pipa de 535 litros, hasta el madeira común, que vale quinientas —respondió Boris.
—¿Hace muchos años que se cultivan esas viñas? —preguntó Ranzoff.
—Desde 1425, o sea setenta años después del fin desventurado de la bellísima y desgraciada hija del duque de Dorset.
—¿Quién era ella? —preguntó Wassili.
—¿No sabes que el descubrimiento de estas islas va unido a un conmovedor drama de amor? —preguntó Boris.
—Nunca he oído hablar del duque de Dorset ni de su hija.
—¿Ni tampoco de Roberto Macham, que ha dado su nombre a una bahía de la isla? [43]
—No, hermano, y por eso me contarás esa historia de amor, para ir entreteniendo el tiempo.
—El duque de Dorset era uno de los más brillantes y soberbios pares de Inglaterra, que vivía en la corte del rey Eduardo III.
«Tenía una hija bellísima, Ana, la cual estaba enamorada de un joven caballero, Roberto Macham, hombre valeroso y riquísimo, pero falto de títulos de nobleza para poder aspirar a la mano de una duquesa, que su padre tenía destinada a más ilustres desposorios.
»Viendo los dos jóvenes que en Inglaterra sería imposible su unión, decidieron huir al extranjero, y de ser posible, a Francia.
»Encontrándose el castillo del duque a poca distancia del mar, Roberto Macham armó una nave, y, acompañado de algunos fieles amigos, se dedicó a cruzar ante las playas en espera de poder raptar a su amada.
»Un día, un partidario de Roberto, que para ayudarle en su empresa se había colocado junto al duque en calidad de doméstico, guió hacia el mar el caballo que Ana montaba. El animal, al que durante tres días habían tenido sin darle de beber, al ver las olas romper sobre la costa, se precipitó en medio de las aguas.
»A corta distancia habían estacionado una barca tripulada por amigos de Roberto Macham. Recogieron con presteza a la joven, ya desmayada, y la transportaron a bordo de la nave que cruzaba a lo largo.
»Pero la felicidad de los dos amantes, por verse finalmente reunidos, había de ser de breve duración. Una espantosa tempestad sorprendió a la nave cerca de las costas de Francia y la arrastró al medio del Atlántico.
»Durante cinco días estuvo combatida, sin cesar, por las olas y los vientos, con gran espanto de todos, que creyeron llegada su última hora, y cuando la calma volvió se encontraron tan alejados de las costas de Portugal, que perdieron la esperanza de alcanzarlas, porque la nave no era más que un despojo desprovisto de velas.
»Catorce días después se divisó una isla en el horizonte: era Madeira.
»En aquel tiempo, aunque ya conocida por los portugueses, estaba deshabitada. No había más que bosques inmensos que, por una causa accidental, hacía años que estaban ardiendo, preparando así el terreno a los futuros viñedos, y minadas de aves que se dejaban coger con la mano sin ninguna desconfianza.
»Apenas habían desembarcado Roberto, Ana y sus desgraciados compañeros, cuando estalló otra tempestad, sorprendiendo su nave y destrozándola.
»Quedaban desde entonces prisioneros en la isla, sin casi ninguna esperanza de volver a Europa, porque ninguna nave tocaba en aquella isla desierta.
»Ana, presa del terror y del remordimiento, consumida por las privaciones, porque aquellos desgraciados, careciendo de todo, sufrían hambre, cayó en una profunda postración y exhaló el último suspiro entre los brazos de Roberto. Pero tan grande fue el dolor experimentado por el desgraciado joven, que poco tiempo después seguía al sepulcro a su amada.
»Fueron sepultados el uno al lado de la otra, bajo una especie de altar de madera, en el lugar donde precisamente se eleva ahora la iglesia del Salvador, la más hermosa de Macham».
—¿Y a sus compañeros, qué les ocurrió? —preguntó Wassili.
—Algunos años después, cansados de aquella vida de miseria y resueltos a perecer en el océano antes que continuar en la isla, construyeron una chalupa, confiándose a las olas y a los vientos.
—¿Y se salvaron? —preguntó Ranzoff.
—No. porque desembarcados en las costas africanas, fueron hechos prisioneros por los moros y vendidos como esclavos al Sultán de Marruecos —respondió Boris.
—Pues yo creo que la existencia en una isla tan favorecida por la naturaleza debía haber sido hermosa, casi encantadora —dijo Ranzoff, pensando en la pobre Ana y especialmente en los infortunios de un hombre enamorado.
Quince horas más tarde, el Gavilán, después de rehuir el grupo de las Canarias, por estar las islas demasiado frecuentadas por los buques españoles y portugueses que allí encuentran fácilmente óptimo cargamento de vino apreciadísimo, cuya producción se eleva anualmente a cerca de 30 000 bocoyes, por medio de una fulmínea volada llegaba a la altura de las islas de Cabo Verde, gran archipiélago que divide, por así decirlo, el Atlántico meridional del septentrional[44].
Ranzoff que, como siempre, no deseaba mostrar el Gavilán, al menos hasta que hubiese podido arrancar a Wanda de manos del barón, para que el potente armador no pudiese tener alguna sospecha, se dirigió hacia la costa de África, que sabía era muy poco frecuentada, especialmente en aquella estación, a causa de las terribles calmas que aprisionan a veces a los veleros por semanas enteras.
Las islas se perfilaban a la izquierda de la máquina voladora, destacándose vivamente sobre el luminoso horizonte, dorado por un sol ardentísimo, porque aquel archipiélago está situado precisamente en el Ecuador.
Aquellas tierras diseminadas en un vasto espacio a cerca de cuatrocientos ochenta kilómetros de la costa africana, son en número de catorce; pero solamente dos tienen una extensión considerable: Santo Tomé, con dieciocho mil habitantes, y el Príncipe, con tres mil.
Gozan una pésima fama por su clima, por lo que se las ha llamado la tumba de los europeos, porque los hombres de raza blanca difícilmente pueden soportar aquella temperatura ardentísima que, de noche, cosa extraña, se hace muy fría, exponiendo a gravísimas enfermedades a los que cometen la imprudencia de dormir al aire libre sin haber por lo menos extendido antes una tela encima de ellos.
Aunque las lluvias son rarísimas, gozan de una fertilidad prodigiosa y las viñas producen dos cosechas al año.
Algunos días después, el Gavilán comenzaba a encontrar los primeros sargazos, los cuales se hallan en grandes masas en el Atlántico central, arrastrados por la corriente del Gulf-Stream.
Estas algas, que tanto habían espantado a las tripulaciones de las carabelas españolas citando Colón navegaba hacia el descubrimiento de América, son marañas herbosas destacadas, que tienen una longitud que varia de los treinta a los ochenta centímetros, compuestas de una amalgama de hojas lanceoladas y sostenida por vejiguillas.
Unas veces se encuentran en masas esparcidas, y otras, en cambio, forman verdaderos campos, que si bien no pueden detener a los buques, sí pueden acortar su marcha.
Estas plantas crecen y se multiplican extraordinariamente dentro del círculo formado por las corrientes del Gulf-Stream, ocupando una extensión de doscientas sesenta millas cuadradas, con una anchura de cincuenta a ciento cincuenta millas y una longitud de mil doscientas.
En medio de aquellas algas viven numerosos peces, sobre todo minadas de antennanus, pequeños, planos, deformes, de bocas anchísimas, no más largos de cuarenta milímetros: además se encuentran grandes cantidades de cefalópodos, de minúsculos oclopus rojizos y grandes y voraces cangrejos que, emboscados entre las hierbas, hacen verdaderos estragos en sus vecinos.
—¡Qué efecto produce nuestra máquina voladora en medio de estas hierbas! —dijo Wassili a Boris y a Ranzoff, que observaban con atención los cangrejos, que se movían a miliares entre las hojas de los sargazos—. Se diría que se desliza sobre un inmenso prado.
—Querrás decir sobre los prados de la Atlántida —dijo el excomandante del Pohicda—. En este momento pasamos sobre el continente sumergido.
—¡La Atlántida! —exclamó Ranzoff—. Yo he oído hablar mucho de ella. Boris. ¿Pero usted cree que sea otra cosa que una leyenda?
—No parece así si se ha de dar crédito a las nuevas investigaciones hechas por los hombres de ciencia en estos últimos tiempos. Parece que, en efecto, la inmensa isla se extendía en un tiempo entre África y Europa, y que era conocida por los fenicios.
«La tradición, transmitida por Platón y por él recogida de los sacerdotes instruidos de Babilonia. Grecia y Egipto, tiene toda la apariencia de la verdad.
»D’Avezac, por ejemplo, un erudito que conquistó gran fama en el mundo científico, la ha admitido después de haber encontrado las pruebas de la destrucción en los cráteres volcánicos de las islas que se extienden desde las costas del África meridional a la línea equinoccial.
»Las Azores, las Canarias, el grupo de Madeira, todas islas altísimas, no son más que las cimas de las montañas del continente sepultado en el Atlántico».
—¿Y cuándo ocurriría la catástrofe?
—¿Quién puede decirlo? Probablemente antes de que el Atlántico y el Mediterráneo se uniesen.
—¿Cómo? —exclamó Wassili asombrado——. ¿No ha existido siempre el estrecho de Gibraltar?
—La historia lo niega.
—Sería inmenso aquel continente.
—Seguramente —respondió Boris—. Debió de extenderse hasta América, y se supone que las Antillas no son más que estribaciones de la Atlántida.
—¿No escaparía nadie al tremendo desastre?
—Sí. los guanches, que ahora habitan las Azores y las Canarias.
—¿Serán descendientes de aquel pueblo sumergido en el Atlántico?
—Se supone y con razón, porque si se ha de creer a la tradición, los habitantes de la Atlántida tenían una civilización tan adelantada como la de los babilonios, los fenicios y los egipcios. Cuando los primeros europeos llegaron a las Azores y a las Canarias, quedaron estupefactos al encontrar entre los guanches una civilización acaso superior a la que existía en Europa en aquella época. Esto quiere decir que, a pesar de la destrucción del continente, la habían conservado.
—¡Terrible catástrofe debió de ser aquella! —exclamaron Rokoff y Fedor. que asistían al coloquio.
—Afortunadamente tales catástrofes no ocurrirán más —dijo Wassili.
—Te equivocas, hermano —repuso Boris—. Los fuegos de la tierra no están aún extinguidos y el fondo de los mares aún no está calmado. Hay otra gran isla que está destinada a desaparecer un día por obra de los volcanes.
—¿Cuál es, comandante? —preguntó Ranzoff.
—Islandia, que lentamente va sumergiéndose. El fuego la mina por todas partes, los terremotos la quebrantan constantemente y los mares avanzan sobre ella amenazadores por todas partes, excavando inmensas cavernas en su subsuelo.
«Se necesitarán probablemente muchos siglos, pero la Islandia sufrirá igual infortunio que el que destruyó la Atlántida, y acaso no será la única. Mirad las islas de la Malasia, que con frecuencia son sacudidas y destrozadas. ¿Quién no recuerda las espantosas erupciones del Krakatoa? Tampoco Java puede creerse segura con sus dieciséis volcanes que de cuando en cuando tienen despertares terribles, y otros muchos inactivos ahora, pero que antes o después podrían rebelarse».
—Volcanes que con frecuencia producen desastres espantosos, ¿no es cierto? —preguntó Wassili.
—Sí —respondió el coronel—. Aquella isla, que es un paraíso, sufre erupciones tremendas y sacudidas formidables que, poco a poco, la destruyen, modificando sus costas.
«La lista sería larga, pero para dar una idea de los daños que pueden causar los terremotos, citaré algunos hechos que pueden también probar cómo Java puede correr el peligro de ser sumergida de igual modo que la Atlántida.
»Una erupción de las menos antiguas es la de 1772. El Papandayang, encendido de improviso, cubrió en una sola noche catorce millas cuadradas de terreno, con una capa de cenizas de altura de cincuenta pies, sepultando bajo aquella enorme masa cuarenta florecientes poblaciones y más de tres mil personas».
—¡Buen hueco debió de dejar en las entrañas de la tierra! —exclamó el capitán de cosacos.
«A su vez, en 1822, el Galungong vomitó tanto fango, tanta agua y tantos pedruscos, que cubrió veinte millas cuadradas; el monte, después se descuartizó, formando nuevas colinas y valles, cambiando el curso de los ríos y destruyendo ciento catorce pueblos, juntamente con sus cuatro mil habitantes.
»En 1848 le llego su vez al Guntuo, que vomitó doce millones de toneladas de lava. En 1861 tuvo lugar el terremoto que destruyó casi toda la ciudad de Yogyakarta, sepultando mil habitantes, y, finalmente, despertó el Krakatoa, que al estallar produjo un movimiento en el mar, tan formidable, que arrastró cien mil personas, sepultándolas en el mar e hizo desaparecer un gran trozo de costa, juntamente con las ciudades y pueblos construidos en ella.»
—Pues algo semejante debió ocurrir con la Atlántida —dijo Wassili.
—Sí, hermano; pero seguramente mas tremendo, y hasta hay quien supone que aquel continente, al sumergirse, produjo el diluvio universal, ¡figuraos qué oleada más enorme tuvo que arrojarse sobre Europa. África y América!
—Una ondulación capaz de cambiar la faz del mundo. ¿Habrá el peligro de que se reproduzca?
—Seguramente no en tales proporciones —respondió Boris—, porque los fuegos interiores de la tierra han perdido hoy ya mucho de su intensidad y quedan pocos volcanes en actividad.
—Podría ocurrir que la inmersión de Islandia, por ejemplo, produjera enormes daños sobre las costas septentrionales y hasta en las occidentales de Europa, pero como entonces no viviremos, no es cosa para preocuparnos por dio. ¡Es cosa que se refiere a nuestros descendientes muy lejanos, y ya pensaran ellos en prevenirse del peligro!