CAPÍTULO XI

El documento inapreciable

Mientras los Hoolyganis satisfacían en el administrador su espantosa venganza. Ranzoff y sus compañeros, que habían comprendido que otra tentativa para arrancar a aquel miserable de las manos de los bandidos hubiera podido traerles consecuencias que no se podían prever, se encerraron en et saloncillo del pabellón, cerrando puertas y ventanas, ansiosos por conocer el contenido de la carta.

Olga, que ya debía de haber entrado en calor, había abandonado la chimenea para esperar a los miembros de la gaida en la puerta de jardín.

—No nos entrometamos en sus asuntos —dije Ranzoff, después de poner a los tres marineros del Gavilán de guardia en las puertas—. Ademas, merecida tenía la muerte el hombre que les ha hecho a ustedes pasar largos meses de martirio en las minas y en las penitenciarías siberianas. Dejemos que se las arreglen como puedan aquellos bribones y ocupémonos de nuestros asuntos. Señor Boris, hacednos conocer el contenido de la carta. Acaso encontremos en ella inapreciables noticias le vuestra hija.

—Ya la he leído —dijo el excomandante del Pobieda, con voz profundamente alterada.

—¿A qué se refiere al tratar de las islas de Tristán de Acuña? —preguntó Wassili.

—El miserable se ha refugiado allí

—¿Teriosky?

—Sí, hermano, y con él mi hija,

—¿Es posible?

—La carta es terminante.

—¿A quién va dirigida?

—Al administrador.

—¿Y por qué se habrá refugiado allí? —preguntó Ranzoff, que no estaba menos asombrado que Wassili.

—¿Por temor a nuestra venganza?

—Sí. según dice a Stossel.

—Pero nosotros no habíamos escapado aún; mejor dicho, aún no te habíamos libertado —dijo Wassili.

—Una aclaración, señores —dijo en aquel momento Rokoff—. ¿Dónde se encuentra Tristán de Acuña?

—Es un grupo formado por dos islas, una habitada y otra inhabitable, perdidas en el Atlántico meridional —respondió Boris.

—¿Tú las conoces, hermano? —preguntó Wassili.

—He tocado en ellas una vez, hace muchos años, cuando era segundo oficial a bordo del Jolina, barco-escuela que daba la vuelta al mundo.

—¿Y Teriosky está allí?

—Dámela.

Boris le entregó la carta, Wassili la leyó atentamente, después se la dio a Ranzoff, el cual, a su vez, la transmitió a Fedor y a Rokoff.

—¿Qué dice usted de esto, Ranzoff? —preguntó Wassili.

—Que sólo hay una cosa que hacer —respondió el capitán del Gavilán, después de meditar unos instantes.

—¿Cuál? —preguntó Boris.

—Atravesar el Atlántico y hacer una visita a esas islas. Si el bribón ha escrito la verdad, allí encontraremos a vuestra hija.

—¿Podrá el Gavilán resistir una travesía semejante?

—¿Por qué no?

—¿Y los huracanes, a veces terribles, que devastan el océano?

—¿No ha observado usted atentamente mi huso, señor Boris?

—Sí.

—Entonces se habrá convencido de que en caso de una desgracia podría navegar como un pequeño buque —respondió Ranzoff—. Si la tempestad le arrancara las alas, no por eso llegaría nuestro fin. Tenemos una hélice de impulsión y otra de remolque y una máquina poderosísima capaz de imprimirle una velocidad variable entre los veinticinco y los treinta nudos, no obstante los planos horizontales. ¿Qué más querríais lograr con una máquina voladora, señor Boris?

—Sé que vuestra máquina es realmente maravillosa —respondió el excomandante del Pobieda.

—En doce días nos pondremos a la vista de aquellas islas, porque impulsaremos al Gavilán con la máxima velocidad, y no teniendo ante nosotros montañas que superar ni ningún otro obstáculo, volaremos con rapidez fulmínea.

—Pero querría saber —dijo Rokoff—, por qué ese bribón ha elegido esas islas para refugiarse.

—El grupo Tristán de Acuña forma como un pequeño mundo aparte —dijo Boris—, un mundo casi olvidado, y Teriosky debe de haberlo elegido con la esperanza de hacernos perder sus huellas, y realmente lo hubiera logrado a no ser por la carta que hemos arrancado al administrador.

—A propósito; ¿qué habrá sido de ese desgraciado? —preguntó Fedor.

—Ya no lo oigo gritar.

—Probablemente esos terribles bandidos habrán dado fin de él —dijo el oficial de cosacos.

—¡Bah! Un granuja menos.

—Que habríamos podido perdonar —dijo Wassili, levantándose—. Casi me había olvidado de él. Amigos, vamos a ver si podemos arrancarle de las manos de esos miserables. Yo le perdono las terribles torturas que por tantos meses me ha hecho sufrir, con su infame delación, en las tétricas minas de Alghasithal.

—Espero que habrá muerto —murmuró Rokoff, quien, como verdadero cosaco, no tenía el alma muy sensible.

Todos se habían levantado, presas de viva agitación.

Los tres marineros del Gavilán abrieron la puerta que habían atrancado sólidamente para impedir cualquier desagradable regreso de los miembros de la gaida.

Fuera, la niebla se cernía constantemente, espesándose con especialidad alrededor de la lámpara eléctrica de la columna.

—No veo a nadie alrededor del baño —dijo Rokoff, que por precaución empuñaba el revólver, pues no tenía ninguna confianza en los Hoolyganis.

—¿No se habrán siquiera dignado despedirse? —preguntó Fedor.

—Ahí hay un muerto —respondió el cosaco.

Se acercaron con precaución a la pila, dentro de la cual daba de lleno la luz proyectada por la lámpara.

Efectivamente; allí había un cadáver. El administrador, completamente incrustado en el hielo que le había cubierto del todo, no mostraba más que la cabeza inclinada y espantosamente alterada. Los Hoolyganis habían desaparecido.

—Esos bribones son hombres de palabra —dijo Rokoff, tranquilamente—. No me gustaría tenerles por enemigos.

—Vámonos de aquí, amigos —dijo Wassili, volviendo la vista a tura parte—. No nos sorprendan y nos veamos envueltos en un crimen que no hemos cometido. ¿Tienes algún alojamiento que ofrecernos, Fedor?

—Rokoff y yo tenemos alquilada una habitación en la extremidad meridional de la Nevsky y tiene capacidad bastante para cobijarnos a todos.

—Seguramente no podremos partir esta noche, Ranzoff.

—Liwitz ha ido a pescar truchas al lago Ladoga —respondió el capitán del Gavilán, y con seguridad no estará de regreso hasta mañana por la noche. ¿Hay alguna terraza en ese alojamiento, Fedor?

—Sí, y a nuestra disposición.

—Entonces todo va bien. Despejemos antes que llegue alguien. Ya son las dos de la madrugada.

Permanecer allí más tiempo no era prudente, efectivamente. La policía debía de haber notado aquellas troikas que salían tan tarde de una posada sospechosa y habrían seguido sus huellas, porque no todos temían a los Hoolyganis. D ese modo no hubiera tenido nada de extraño una sorpresa.

El grupo atravesó el parque casi a la carrera, y encontrando la puertecilla abierta, salieron a la calle.

Como ya se habían imaginado, trineos y troikas habían desaparecido juntamente con el atman, con Olga y con los miembros de la gaida.

Afortunadamente, la Nevsky no estaba muy lejana.

Fedor y Rokoff, que conocían perfectamente San Petersburgo, llegaron en pocos minutos al palacio Anitchoff, lugar preferido de Alejandro II y que contiene la famosa biblioteca imperial instituida a expensas de la emperatriz Catalina, donde se muestran con orgullo a los extranjeros, y especialmente a los franceses, los manuscritos de Diderot, los libros registros de la Bastilla, la biblioteca de Voltaire y la celebre estatua del gran filósofo, reproducida en doble copia por Hoodon, y los italianos los planos del Kremlin de Moscú, construido por un arquitecto de esa nacionalidad en 1534, por orden de Iván el Terrible, quien ordenó después sacarle los ojos como a un pinzón, para que no pudiese proyectar otro monumento semejante para ninguna otra nación.

Se detuvieron ante un enorme edificio de siete u ocho pisos, como son casi todos los que se elevan en la Nevsky, que es una de las principales arterias de la capital rusa.

—Procuraremos no llamar la atención del portero —dijo Fedor—. Esos bribones son todos espías de la policía.

—A esta hora estará lleno como un odre —dijo Rokoff—. Tengo costumbre de regalarle cada noche una botella de vodka para que se quede completamente ciego y sordo.

Los hijos del aire, que poseían la llave del portón, subieron silenciosamente hasta el último piso y entraron en un departamento elegantemente amueblado, cuyas ventanas daban sobre una vasta terraza cubierta por espesa capa de nieve.

—He aquí lo que necesitábamos —dijo Ranzoff, que había abierto un ventanal—. El Gavilán descenderá sin que nadie se aperciba. Si la policía quiere prendernos, tiene que darnos caza por el aire.

Ninguno podía ya tenerse en pie por el excesivo cansancio. Afortunadamente el departamento era bastante grande y no faltaban en él camas ni divanes.

—Es de esperar que mañana la niebla será menos espesa y que Liwitz podrá ver mis señales —dijo Ranzoff, después de desear a todos las buenas noches—. El maquinista es un hábil pescador y probaremos las truchas del Ladoga.

Nada turbó su sueño. En todo el día siguiente se guardaron bien de abandonar la habitación para no despertar las sospechas del portero y sufrir una probable visita de la policía, siempre a caza de nihilistas, después del bárbaro asesinato de Alejandro II[37].

Por la noche, la niebla, contra su costumbre, no se extendió sobre la tierra. El día había sido frigidísimo, habiéndose helado completamente el Neva, lo que impedía todo principio de evaporación.

Los hijos del aire esperaron hasta las once de la noche antes de salir a la amplia terraza. Uno de los tres marineros del Gavilán llevaba los cohetes para hacer las señales.

La luna había surgido por detrás de las cúpulas de Nuestra Señora de Kazan y las estrellas parpadeaban a millones de millones en el cielo.

Era, por tanto, fácil distinguir un pájaro de las dimensiones del Gavilán.

Ranzoff, provisto de un anteojo de Fedor, interrogaba con ansiedad todos los puntos del horizonte.

Liwitz debía de haber ya terminado a aquellas horas la pesca de las truchas y volar a gran velocidad hacia la capital rusa manteniéndose seguramente a gran altura para no dejarse ver por los noctámbulos, siempre numerosos, no obstante el intenso frío que durante el invierno reina en las orillas del Neva.

Habían transcurrido dos horas y ya los hijos del aire comenzaban a lamentarse de la cruda temperatura, cuando Ranzoff, que de nuevo había explorado el horizonte, dijo:

—Helo allí. Veo allá arriba, en lo alto, un punto negro que se mueve con extremada rapidez. No puede ser más que mi Gavilán, ese Liwitz es verdaderamente un bravo muchacho de una puntualidad maravillosa.

—¿Podrán verle? —preguntó Rokoff,

—¿Quién se ocupará en mirar a lo alto a una hora tan tardía? Entre las estrellas no galopan las t roikas ocupadas por las bellas de la capital —respondió Ranzoff, que no perdía de vista ni un instante el punto negro que engrosaba rápidamente.

—¡Ursoff! ¡Haz la señal!

El marinero que tenía aquel nombre poco simpático desenvolvió un trozo de tela impermeable y sacó de ella tres cohetes, mientras otro compañero encendía un pedazo de mecha.

—Mirad si hay alguien debajo de nosotros —dijo Ranzoff.

Rokoff y Fedor se inclinaron sobre la balaustrada mirando a la calle y escudriñando todas las ventanas de las casas vecinas,

—Hace mucho frío esta noche para pasear —dijo el oficial de cosacos—. Apostaría que hasta los guardias de policía se han metido en sus cuarteles por no ver cómo se les helaban las barbas.

—Enciende, Ursoff —dijo Ranzoff.

El marinero dio fuego al primer cohete, que subió altísimo, dejando detrás una estela flameante de reflejos verdosos.

A aquél siguieron otros dos de diversos colores, disparados con cinco minutos de intervalo.

En lo alto, en dirección de la mancha negra, que ya era muy grande, se vio brillar una luz roja que en seguida se apagó.

—Liwitz ha contestado —dijo Ranzoff—; dentro de pocos instantes el Gavilán estará aquí a recogernos. La maquina voladora avanzaba con velocidad fulmínea.

—Otro cohete —dijo Ranzoff—. Podría extraviarse entre tantas casas ese bravo Liwitz.

Ursoff, que ya tenía otro cohete en la mano, disparó.

El Gavilán planeaba en aquel momento sobre la terraza, buscando el lugar conveniente para posarse.

Viendo elevarse la línea incandescente, el maquinista dejó bajar casi de pronto la máquina, gritando:

—Heme aquí, capitán.

La escalera de cuerda fue arriada. Los siete hombres subieron rápidamente uno tras otro, mientras el Gavilán agitaba febrilmente sus inmensas alas, manteniéndose casi inmóvil, haciendo girar al mismo tiempo todas sus hélices.

Iba ya el último marinero a saltar la balaustrada de aluminio que corría por la borda del puente, cuando se oyó debajo una voz que gritaba:

—¡A las armas!

Detrás resonaron sucesivamente hasta seis disparos de revólver.

—Imbécil —dijo Ranzoff—. Los salvajes de la Polinesia no obrarían de otro modo que estos agentes de policía. Abre todo Liwitz.

El Gavilán describió una especie de espiral, elevándose a mil quinientos metros; después, volviendo la popa al Ladoga y hacia la capital, se lanzó a carrera desenfrenada hacia el golfo de Finlandia.

—¿Adónde vamos, capitán? —preguntó el maquinista, después de estrechar calurosamente las manos que le tendían Fedor y el capitán de cosacos, a quienes había conocido hacía un año en la China.

—Ah, querido, por ahora atravesamos Europa hacia el cabo Finisterre.

—¿Entonces vamos a España?

—¡Oh! Algo más allá. Por ahora nos contentaremos con ver ese peligroso promontorio, tumba de naves europeas y americanas.

Después, volviendo a sus amigos, les dijo:

—Id, pues, a reposar, señores. La noche es muy fría y se está mejor encerrado en los camarotes.

—¿Y usted? —preguntó Wassili.

—Tengo esta noche mucho que hacer, y además, y mientras nos encontremos sobre países europeos, quiero guiar yo mismo mi máquina. No quiero que por ahora se descubra el Gavilán ni que se sepa que hemos resuelto el problema aéreo. Cuantío ya hayamos visitado Tristán de Acuña, haremos llegar al inundo noticias nuestras y palidecerán las tripulaciones de todos los barcos que llevan la enseña de ese bandido de barón. Primero procuraremos poner en seguro a Wanda; vuestra revancha y rehabilitación vendrán después. Ahora ya podemos esperar con tranquilidad, porque la policía rusa no ha de prendernos. Buenas noches; Ursoff les espera para ofrecerles a ustedes una taza de té caliente.

Dicho esto, el capitán se dirigió a popa e inclinado sobre la brújula que estaba iluminada interiormente, la observó atentamente, confrontándola con otra más pequeña que un marinero le había llevado.

—No hay desviación —murmuró con aire satisfecho—. Todo va bien.

Se envolvió en un pesado capote con capucha, encendió un cigarro y se sentó detrás de la bitácora, con la vista fija en la rosa de los vientos.

El Gavilán continuaba su fulmínea carrera, hendiendo la helada atmósfera con la velocidad de un proyectil.

Las inmensas alas y las hélices funcionaban furiosamente, imprimiendo al huso una trepidación sonora y haciendo oscilar los planos horizontales a través de cuyas membranas silbaba el viento con variados tonos.

Al día siguiente el Gavilán, que se sostenía a mil quinientos metros de altitud, volaba por encima del Báltico, cubierto de densísima niebla.

En los siguiente días continuó su velocísima carrera atravesando la Dinamarca meridional, rozando las costas de Alemania y de Holanda, pasando siempre inadvertido, porque mares y tierras estaban constantemente cubiertos por la niebla.

El canal de la Mancha fue salvado con igual fortuna y solamente en el golfo de Gascuña los hijos del aire vieron un par de veleros y un vapor que humeaba, dirigiéndose, al parecer a la desembocadura del Loire, pero el capitán anduvo listo en esconder el Gavilán entre las nubes y desaparecer.

Veinticuatro horas después, hacia la puesta del sol, avistaban el temido cabo de Finisterre y doblaban casi en seguida hacia el sur, siguiendo a gran distancia, paralelos a las costas de Portugal.

También divisaron algunos buques en aquellas aguas, pero iban a tal altura, que no podían distinguir si eran veleros o transatlánticos, porque no parecían mayores que una canoa.

Treinta y seis horas más tarde, también la costa occidental de África desaparecía en el horizonte, y el Gavilán se internaba en el inmenso océano Atlántico, dirigiéndose hacia las Canarias.