Un hombre helado vivo
Del otro lado del pequeño muro, porque en aquel sitio la verja ya había terminado, se oía crujir la nieve bajo los pesados pasos de un hombre.
Debía de ser el criado del administrador del barón, que se acercaba a la puerta.
—Preparado, Puño de Hierro —susurró Olga.
El gigante se arremangó las mangas de la chaqueta y afirmó sus piernas abiertas, dispuesto a caer sobre su víctima.
Un momento después introducían una llave en el ojo de la cerradura, que se descorrió fragorosamente.
Un hombre, con una linterna en la mano, compareció envuelto en un pesado gabán.
—¿Es usted? —preguntó con aire molesto.
—Sí —repuso Olga.
—Viene usted demasiado tarde.
—¿Está el administrador?
—Creo que ya está borracho perdido.
—Sin embargo, me espera.
—Si no la esperase, haría ya que se habría acostado cuatro o cinco horas —respondió el doméstico—. Allí se está bien en este tiempo de nieblas. Ande usted aprisa: esta noche hace frío.
Olga entró abriendo de par en par la puerta para dejar sitio a los que la seguían, y que el criado, semidormido y a causa de la niebla, no había podido percibir.
Puño de Hierro, rápido como el rayo, se desplomó sobre el desgraciado y le aferró fuertemente por el cuello impidiéndole lanzar un grito: después le dejó caer sobre la nieve, casi estrangulado.
Los cuatro miembros de la gaida, que le habían seguido inmediatamente, se apoderaron del prisionero, lo amordazaron, le ataron fuertemente y le condujeron al trineo, para confiarlo a la custodia de los cocheros.
—Ya está la vía libre —dijo Puño de Hierro, completamente satisfecho de su obra. Esa corneja ya no graznará.
—Guíanos —dijo el atman a Olga.
La joven, que había asistido impasible a aquella escena como si no tuviera que ver en ella, se recogió las faldas y avanzó tranquilamente bajo los grandes árboles del parque goteantes de agua.
Entre la niebla se distinguía un vago resplandor que parecía proyectado por una lámpara eléctrica.
—¿Está ahí el pabellón? —preguntó el atman.
—Sí —respondió Olga.
—Vamos pronto.
Atravesaron el parque, caminando con precaución para no hacer crujir la helada nieve, y se detuvieron ante un edificio de forma cuadrada, de arquitectura pesada, con grandes ventanas en el piso bajo, cerradas con dobles vidrios cubiertos de una capa de hielo.
El interior estaba iluminado, y en el exterior un globo de luz eléctrica producía vivo resplandor sobre la nieve.
El atman se acercó a una ventana, arañó ligeramente, sin producir el menor rumor, la corteza de hielo que cubría el cristal, y miró al interior.
Un hombre con larga barba rojiza, anchas quijadas y pómulos salientes, como todos los tártaros, vestido con un pesado gabán de grueso paño aceitunado, estaba sentado ante una mesa, hundido en una cómoda y blanda butaca de terciopelo azul. Ante él había varias botellas con el cuello cubierto de carta de oro y algunas copas de cristal de Bohemia, semillenas.
Fumaba en una monumental pipa de porcelana, semejante a la que usan los tudescos de Pomerania, y lanzaba con fuerza hacia el dorado techo del salón bocanadas de humo.
—¿Es él? —preguntó el atman, cogiendo entre sus brazos a Olga y levantándola hasta la ventana.
—Sí —respondió la muchacha.
—Entra, pues; nosotros llegaremos en el momento oportuno.
—Está bien.
Dio vuelta al pabellón hasta encontrar una puertecilla, la cual empujó ligeramente, y entró diciendo:
—Llego un poco tarde, ¿verdad, Stossel?
—¡Ah!… ¿Eres tú, pequeña? —respondió el administrador con voz ronca—. Estaba harto de esperarte.
—Con champagne y sliwowitz delante, si no me equivoco —respondió Olga, riendo—. ¿No tenía usted bastante para consolarse?
—¡Ah!… Esas cosas comienzan ya a fastidiarme.
—Pruebe usted el Kummel[36] Stossel. Eso es más fuerte.
El administrador dejó la enorme pipa y miró a la graciosa muchacha con sus ojos grisáceos, ya nublados por las copiosas libaciones.
—Alégrame esta noche, hija mía —dijo luego.
—¡Confío en ello! Esta noche se está bien aquí con la niebla que reina ahí fuera.
—Siéntate cerca de la chimenea si tienes frío.
—Y deme usted de beber, Stossel. Supongo que será champagne finísimo.
—Es del mismo que bebía el barón.
—Pues cuando vuelva seguramente ya no lo hallará.
—Si vuelve —respondió el administrador, sonriendo.
—¿Ha naufragado acaso el buque?
—¡Oh. no!
—¿Ha desembarcado ya?
—¡Bah!… Así parece.
—¿Dónde?
—Eres demasiado curiosa, hija mía.
Vació un vaso de sliwowitz: después, mirando a Olga, le preguntó:
—¿Sabes que empiezo a estar intranquilo?
—¿Por qué, Stossel?
—Querría saber por qué me hablas tanto de mi amo. ¿Te interesa o le conoces por casualidad?
—¡Yo!… Nunca le he visto.
—¿Y por qué me pides siempre noticias de él?
—Pues por simple curiosidad. Me interesa esa muchacha que se ha llevado.
¿Por qué motivos?
—Yo soy también una muchacha
—No entiendo —murmuró el administrador—. Mejor sera beber
—Ya ha bebido usted bastante, me parece —dijo Olga, que se calentaba ante una chimenea elegantísima en la cual llameaban grandes troncos de pino.
—¡Oh! Apenas algunos vasos —dijo el administrador—. Los suficientes para alejar un poco el aburrimiento. Comienzo a estar bastante fastidiado de esta vida de oso gris y no tener trato más que con algunos cretinos campesinos. Cuando estaba aquí el amo, era una vida muy distinta.
—Ya os resarciréis cuando regrese.
—Sí, ¿cuándo? Ha ido lejos, muy lejos.
—¿Y por qué? ¿Acaso no se encontraba a gusto en San Petersburgo?
—Oh. sí. mucho. Pero tenía un miedo endemoniado al padre de la chica. Un miedo insuperable, aunque sabía que yo había hecho las cosas perfectamente. Ya nunca, nunca, volverá del destierro.
—¿Y, adónde ha escapado?
—Lejos, ya te lo he dicho.
—Ya sabréis que país.
—¡Yo!… Yo no se nada.
—¿No le escribe usted?
—No sé nada —contestó el administrador, bruscamente.
—Mejor dicho, no quiere usted decirlo —dijo Olga, levantándose.
—¿Y a ti qué te importa?
—A ella no; pero a nosotros sí —dijo una voz amenazadora.
El administrador, asustado, se había vuelto. Un hombre había entrado silenciosamente en el saloncillo, merced a la puerta que había dejado Olga sin cerrar, y se había colocado detrás de la butaca; era el atman.
A dos pasos de él, medio oculto detrás de un jarrón de alabastro, se encontraba Puño de Hierro, pronto a caer sobre el desgraciado Stossel.
—¿Quienes sois vosotros? —preguntó el administrador, levantándose con gran trabajo, porque las piernas se negaban a sostenerle a causa del espanto y del champagne bebido.
—El jefe de la gaida de los Hoolyganis —respondió el atman, apuntándole con dos revólveres.
—Ho…o…o… —balbuceó Stossel con voz temblorosa.
—Hoolyganis, te he dicho.
—¡Los ladrones!…
—Si así te place llamarnos, sea así —dijo el atman fríamente.
El administrador, que debía de estar dotado de algún valor, tiro la butaca y se arrojo a un lado gritando desgarradoramente:
—¡Samara! ¡Samara!
Es inútil que te sofoques —dijo el atman—. Tu siervo está en nuestro poder y por ahora no vendrá en tu auxilio. Mejor será que te entregues sin hacer tanto alboroto, que, por otra, sería totalmente inútil. Pero no temas por tu dinero ni por el de tu amo: la caja de la gaida no necesita, al menos por esta noche.
El administrador, que sabía que casta de ladrones eran los Hoolyganis, respiró fuerte.
—¿Queréis de mí, entonces? —preguntó titubeando ¿Beber el champagne o el sliwowitz de mi amo? Tendré mucho gusto en poderos ofrecer las botellas más viejas.
—Ésas las beberemos más tarde —respondió el atman—. Ahora, querido Stossel tenemos que tratar asuntos más importantes.
Después, alzando la voz, dijo:
—¡Señores, entrad!
Ranzoff, Boris, Wassili, sus compañeros y los cuatro Hoolyganis del trineo invadieron el elegante gabinete.
El administrador había quedado inmóvil, apoyado en la mesa, mirandolos uno a uno con ojos dilatados por el espanto.
—No te inquietes —dijo el atman con voz irónica—. Éstos son todos conocidos míos y también de la linda Olga.
Stossel miro maquinalmente a la muchacha y la vio sentada tranquilamente ante la chimenea crepitante, y entretenida en calentarse al fuego las manos.
—¡Ah! ¡Criatura miserable!… —gritó, intentando lanzarse a ella.
Puño de Hierro, que se había colocado detrás, le obligó a plegarse bajo la terrible presión de su brazo.
—Sé bueno si no quieres que te divida en dos pedazos —dijo el gigante—. Es peligroso chancearse de los miembros de la gaida de los Hoolyganis.
El administrador se había apoyado en la mesa, pálido como un muerto y jadeando afanosamente.
—¿Qué queréis entonces de mí? —preguntó con voz quebrantada.
—Te lo dirán esos dos señores —dijo el atman, señalando a Boris y a Wassili.
El administrador fijó su mirada en el ingeniero, después en el excomandante del Pobieda, y se pasó una mano por la frente como intentando despertar lejanos recuerdos. Le parecía haber visto alguna vez aquellos rostros, ¿pero dónde?
—¿Nos reconoces? —preguntó Wassili.
—Me parece haberles visto —respondió el administrador.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—Entonces yo te lo diré: en el palacio de los Starinsky, en el palacio de los primos de tu amo.
Stossel sufrió una sacudida como si hubiera recibido una descarga eléctrica, y sintió correr por su rostro un sudor frío.
—¡Ellos! ¡Starinsky!… —balbuceó con voz afanosa.
La embriaguez había pasado y comenzaba a comprender algo. Conocía por instinto que alguna cosa terrible iba a acaecer.
Puño de Hierro, al verle tan aniquilado, casi anonadado, tan extraviado, levantó la butaca y le obligó a sentarse, diciéndole irónicamente:
—¿Quieres un vaso de agua?
—No; dadle champagne —dijo Olga, sin volverse, continuando sentada ante la chisporreteadora lumbre de la chimenea—. No tiene costumbre de beber agua y le haría daño.
Stossel no rechazó aquella atroz ironía, acaso porque ni la oyó siquiera a causa del espanto que le dominaba.
—Señores, sentaos —dijo el atman, haciendo seña a Puño de Hierro y a los cuatro Hoolyganis de que trajeran sillas.
Ranzoff, sus amigos y los seis marineros del Gavilán se sentaron en torno a la mesa, poniendo ante sí puñales y revólveres, mientras los asociados de la gaida se ponían de guardia en las puertas para que nadie pudiese entrar.
—Se abre la sesión —dijo el atman con voz grave—. Ustedes, señores.
Wassili fue el primero que tomó la palabra.
—Hemos venido aquí, administrador, para tener noticias de tu amo. Este señor y yo —señalando a Boris— somos los primos del barón, aquellos primos que el granuja hizo desterrar para apoderarse de sus riquezas. Tú no nos conocías, pero nosotros a ti sí.
—Ustedes… los primos.
—Sí, de tu infame dueño. ¿Dónde está ese miserable? Piensa bien tus palabras, porque estamos dispuestos a arrancarte la verdad a la fuerza.
—Yo… señores —respondió el administrador, que temblaba como presa de intensísima fiebre.
—Ten cuidado, porque estás en nuestras manos —dijo el atman—, y acuérdate de que, aunque estos señores te perdonen, no encontrarás gracia entre los Hoolyganis si te obstinas en permanecer mudo o intentas engañarnos. Tu siervo es nuestro prisionero; de modo que no pienses en recibir auxilio. Ahora responde a las preguntas de estos dos señores. Bebe antes un vaso de champagne o de sliwowitz para tranquilizarte. Nosotros te lo permitimos.
—No tengo sed en este momento —contestó el administrador castañeteando los dientes.
—Entonces, más tarde beberás. Ahora responde.
—No puedo responder, porque no sé nada. Mi amo ha partido y no me ha confiando el sitio adonde iba.
—¿Con quién ha marchado? —preguntó Wassili.
—Con una joven.
—¿Quién es?
—Nunca lo he sabido.
—¿Le acompañaba voluntariamente?
—La muchacha iba dormida cuando salió del palacio. Supongo que iba bajo la acción de algún narcótico.
—¿Dónde se ha embarcado el barón? —preguntó Wassili.
—En Riga.
—¿En uno de sus buques?
—Sí.
—¿Cómo se llama el vapor?
—No lo sé.
—Lo sabes y no quieres decirlo —dijo Boris—. Pero te obligaremos a ello.
—Puño de Hierro —dijo el atman—, colócate detrás de ese hombre y si titubea al responder a nuestras preguntas, rómpele el cráneo.
El intendente lanzó un grito de espanto al oír la orden.
—¡No!… ¡No!… ¡Perdón! ¡No me matéis! —gritó—. ¡Yo soy un pobre hombre!
—Que por agradar a su amo envía a las minas de Siberia a dos hombres honrados, ¿no es eso señor Stossel? —dijo Wassili irónicamente.
—¿Qué quiere usted decir, señor?
—Que estamos enterados de que tú eres el que se introdujo en nuestro palacio para esconder allí proclamas nihilistas y papeles comprometedores para enviarnos a la galera, ¡miserable! —gritó Boris, poniéndose en pie—. ¡Niégalo si te atreves!
El administrador quedó como herido por un rayo.
Intentó hablar, rebatir la acusación, pero sólo logró que de sus labios secos y contraídos se escapara un ronco sonido.
El atman llenó un vaso de champagne y se lo ofreció diciéndole:
—Bebe o no podrás hablar.
El administrador lo tomó ávidamente y lo vació de un sorbo.
—Te advierto que semejantes emociones suelen ser peligrosas —dijo el atman.
—Continuemos —dijo Wassili—. De modo que insistes en decir que no sabes el nombre del barco.
—No; no insisto.
—¿.Cornos se llama, pues?
—El Tunguska.
—¿De dónde ha zarpado?
—Le juro, señor, que lo ignoro.
—Después de la partida de tu amo ¿no has vuelto a tener noticias de él?
—Sí, una vez.
—¿De dónde?
—De Lisboa.
—Enséñanos la carta —dijo Boris.
—No la tengo ya.
—¿Qué has hecho con ella? —preguntó Wassili.
—La he roto.
—No te creo.
—Lo juro.
—Cuidado, porque Puño de Hierro tiene el brazo levantado —dijo el atman.
—Le aseguro que la he roto.
—¿Insistes en ello? —preguntó Wassili, mirándole fijamente.
El administrador titubeó en responder y miró a Puño de Hierro, que estaba detrás de la butaca con el brazo en alto.
—No me asesinéis —dijo.
—Entonces habla. ¿Dónde está la carta?
—La he escondido.
—¿Dónde? —preguntó Wassili.
—En el fondo de una pila de baño, juntamente con otros documentos.
—¿Qué decía?
—No lo he entendido.
—¿Decía el lugar donde tu amo se ha refugiado?
—No lo sé; se refería a una isla que yo no he oído nombrar nunca.
—Pronto lo sabremos nosotros —dijo Boris—. Explícanos por qué tu amo, rico, poderoso, estimado en la Corte imperial, ha huido de San Petersburgo.
—Porque temía encontrarse cualquier día enfrente de sus primos y perder entonces a la joven que amaba con locura.
—Sin embargo, él sabía que estábamos desterrados en la Siberia y hasta más allá de la Siberia.
—Pero tenía miedo de verles a ustedes reaparecer.
—¿Cuándo raptó a la joven?
—Dos semanas después de vuestro arresto.
—¿Por quién?
—Por algunos siervos del barón.
—¿Quién los dirigía?
Stossel no respondió.
—Tú, ¿no es cierto?, ¡miserable! —gritó Boris.
—Yo no he dicho tal cosa —balbuceó el administrador.
—Pero lo leemos en tus ojos.
—Yo no tenía más remedio que obedecer a mi amo.
—Y para obedecerle nos mandaste a nosotros a las minas —dijo Wassili.
El administrador tuvo una explosión de ira, y volviéndose hacia Olga, que no se había separado de la chimenea, le gritó con voz enfurecida:
—¡Eres una criatura vil! ¡Tú has causado mi ruina!…
La muchacha respondió con una risotada argentina y un encogimiento de hombros.
El atman se levantó.
—Guíanos a la pila —dijo—. Ya hemos perdido demasiado tiempo.
—Hace ahora demasiado frío.
—¡Bah! Los buenos rusos no tienen nunca miedo a la nieve. Si quieres puedes calentarte el estómago con un buen vaso de sliwowitz. Nosotros haremos otro tanto.
A una seña suya, los cuatro Hoolyganis que guardaban la puerta abrieron un gran armario de nogal tallado que se encontraba en un ángulo del gabinete, y sacaron algunos vasos de cristal de Bohemia, que colocaron ante las personas sentadas en torno a la mesa.
El aúnan tomó una botella llena de espirituosa bebida y llenó los vasos, mientras decía:
—Bebed, señores; esto les preservará del frío; acaso tengamos que permanecer un poco al aire libre.
Vaciadas las copas. Puño de Hierro pasó un brazo por debajo del administrador, que estaba más muerto que vivo, y todos le siguieron, mientras Olga se quedaba ante la chimenea sin dignarse dirigir una mirada al desgraciado a quien había hecho traición.
Fuera hacía un frío verdaderamente siberiano y la niebla no se había aún desvanecido. Los altos pinos del parque apenas eran visibles en su base: las cimas desaparecían entre aquellos grávidos vapores extendidos sobre la tierra como fúnebre sudario.
Únicamente la lámpara eléctrica suspendida de una pequeña columna erigida ante el pabellón rompía débilmente las tinieblas.
—¿Dónde está esa pila? —preguntó el aúnan al administrador.
—Cerca de la lámpara.
—¿Venía tu amo a bañarse cuando nevaba?
—En el verano.
—Se vé que tiene gustos refinados.
Stossel no respondió.
Se acercó a la columna que sostenía la lámpara, arrancó con rabia una tela impermeable cubierta por la nieve, y puso al descubierto una amplia pila de mármol blanco, ele unos tres metros de profundidad, provista en un lado de dos grifos de metal.
—¿Es ahí debajo donde está escondida la carta? ——preguntó Wassili.
—Sí —repuso Stossel con despecho.
—¿No nos engañarás?
—¿Acaso no estoy en vuestras manos? —preguntó rabiosamente el administrador.
—¿Está escondida en el fondo de la pila?
—Bajo la piedra de desagüe.
—¿Quién va a bajar por ella? —preguntó Wassili al atman.
El jefe de los Hoolyganis estaba tan ocupado en abrir los dos grifos, que por el pronto no respondió.
—¿Quién va a bajar? —repitió Wassili.
—El administrador —dijo finalmente el atman.
Después, como hablando consigo mismo, añadió:
—El agua de las cañerías aún no está helada. Se le puede dar una buena broma.
—Baja ahí —dijo Wassili al administrador—. Nosotros no nos iremos hasta que tengamos en nuestras manos la preciosa carta.
—¿Y después qué haréis conmigo?
—De eso se ocupará el jefe de los Hoolyganis.
Stossel se quitó el largo cinturón de cuero que le ceñía el talle con dos vueltas, y después de asegurarlo a la columna de la luz eléctrica, descendió a la pila, gruñendo y blasfemando.
Llegado al fondo, agarró un anillo de hierro y levantó una losa de mármol, haciendo saltar la ligera capa de hielo que la cubría.
Apareció debajo un ancho agujero de forma circular, en el cual metió la mano, buscando a tientas por algunos instantes.
—Aquí está —dijo con rabia, mostrando un grueso sobre—. ¡Malditos seáis!
Boris lo cogió ávidamente, en tanto que el atman, sin que nadie lo notase, quitaba de pronto el cinturón de cuero de que se había servido el administrador para descender a la pila.
El excomandante del Pobieda dirigió una mirada a los papeles y se le escapó un grito que reflejaba una profunda sorpresa.
—¡Fechada en Tristón de Acuña! —exclamó—. ¡A bordo del Lepa!
Un alarido respondió a aquella exclamación: un alarido espantoso.
El atman había abierto los grifos, y dos chorros de agua terriblemente fría caían encima del administrador.
—¿Qué hacéis? —preguntaron Boris, Ranzoff y Wassili estupefactos.
—Los Hoolyganis satisfacen una de sus venganzas —respondió tranquilamente el jefe de la gaida—. Ese miserable les mando a ustedes a galeras sabiendo que eran inocentes, por ciar gusto a su amo y por justificar alguna suma, y para colmo de infamias les echó encima la acusación de formar parte de una banda de ladrones. Tales granujas no tienen derecho a vivir.
—¿Y vais a matarle? —preguntó Wassili.
—La gaida le había condenado antes de ahora.
—Le pedirnos a usted su perdón —dijo Boris.
—Es inútil, señor; nosotros le hemos prestado a usted un servicio inapreciable: deje usted que los Hoolyganis satisfagan su venganza, sin entrometeros en los asuntos de la gaida. Además, si yo, por atención a ustedes, le perdonase, mañana por la noche la sentencia de muerte sería ejecutada igualmente por Puño de Hierro. ¡Vuelvan ustedes al salón, señores! Toda relación entre nosotros ha terminado desde este momento. Para nosotros son ustedes unos extraños.
La voz del jefe se había hecho de pronto amenazadora y dura. Sus satélites miraban ya de soslayo a los hijos del aire, y empuñaban con resolución sus revólveres.
Boris y Wassili miraron con ansiedad a Ranzoff.
—Son asuntos que a ellos les competen —respondió el capitán del Gavilán, que no quería altercados con aquella canalla peligrosa—. Vamos a leer esta carta, que puede darnos preciosos informes.
Wassili hizo, sin embargo, una última tentativa.
—Nosotros que somos las víctimas de ese hombre, le perdonamos. Sea usted también generoso.
El atman hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Yo tengo que responder de mis actos al Consejo de la gaida —dijo luego—. Este hombre está sentenciado y morirá. Si le perdonase, mañana yo no estaría vivo. Marchaos, señores; todo ha concluido entre nosotros.
—Vamos, amigos —dijo Ranzoff—. Perderíais inútilmente el tiempo.
Volvieron la espalda al baño y entraron nuevamente en el saloncito, sin que los Hoolyganis les dijeran ni una palabra.
El agua continuaba deslizándose dentro de la vasta pila de mármol con un rumor fúnebre.
El desgraciado administrador, que la sentía descender, aullaba desesperadamente, se agitaba de modo furioso, pero sin lograr agarrarse a las llaves de los grifos para cerrarlos.
El atman, Puño de Hierro y los cuatro Hoolyganis asistían impasibles a la desgarradora agonía, sin que se moviese un solo músculo de sus caras.
No debía ser la primera vez que asistían a una venganza tan espantosa.
El agua se elevaba siempre, y en torno del desgraciado administrador se formaban agujas de hielo, y vistas sus inútiles tentativas para conmover a los terribles vengadores, se refugió en una esquina de la pila, rugiendo como bestia feroz cogida en un lazo.
No se movía ya: el frío intenso paralizó sus miembros; los ojos, que tenían fulgores fosforescentes, se fijaron espantosamente en los del atman, aunque sin producir ningún efecto sobre el ánimo del terrible bandido.
De pronto Puño de Hierro, obedeciendo a una seña del jefe, cerró los grifos.
El administrador tenía el agua hasta el cuello.
El témpano se formaba rápidamente, encerrando al desgraciado como en un estuche.
Los grifos cesaron: solamente se oía la afanosa respiración del agonizante.
Los seis Hoolyganis, siempre impasibles como bloques de granito, miraban tranquilamente cómo se solidificaba el agua.
De cuando en cuando el cristal se rompía bajo una brusca sacudida de Stossel, pero en seguida el frío intensísimo que reinaba aquella noche nebulosa volvía a soldarlo.
Transcurrieron cinco minutos largos como siglos. Después la cabeza del administrador se plegó sobre el hombro izquierdo, y la mirada fulgurante se apagó de improviso.
—La venganza de la gaida está cumplida —dijo el atman—. Vamos.
Atravesaron el jardín silenciosamente y llegaron a la puertecilla. Olga estaba allí esperando.
—¿Concluido? —preguntó la muchacha con indiferencia.
—Concluido —respondió el atman.
Subieron a las troikas, y los caballos, enérgicamente fustigados, se perdieron rápidamente entre a niebla.