La gaida de los Hoolyganis
La gaida de los Hoolyganis es la sociedad de ladrones más poderosa que existe, no sólo en San Petersburgo, sino en toda Rusia, porque cuenta millares y millares de asociados, en su mayor parte, evadidos de las galeras rusas o de las minas siberianas.
Para inscribirse en aquella triste sociedad es necesario ser astuto, avezado a todas las malas artes, ladrón audacísimo, dispuesto siempre a manejar el cuchillo o la pistola, habilísimo en engaños y disfraces, inteligente en la preparación de golpes e incondicionalmente fiel al jefe de la asociación.
Los tímidos, los honrados, son irremisiblemente descartados. Para inscribirse es necesario tener un pasado: condenas registradas en las estadísticas criminales, porque aquella potente liga no admite en sus filas más que a los últimos y más despreciables detritus de la sociedad, desde el asesino que ha degollado a sangre fría a un viandante para despojarle, hasta el vulgar ladronzuelo.
Entre aquella falange se encuentran personas de todas las clases, no siendo solamente los evadidos de las galeras imperiales los que la forman. Allí se encuentran refugiados, prófugos de la sociedad, extraviados, viveurs[32] caídos en la más escuálida miseria después de haber devorado tierras y palacios y arrojado en el fango, destrozados, el honor de la toga o de la espada: empleados despedidos por infieles, corrompidos o prevaricadores, ladrones de profesión salidos de la hez de la plebe, mendigos profesionales, degenerados por alcoholismo, asesinos y bandidos escapados a la justicia humana; figuras feroces y siniestras, prontos a robar y asesinar, apretados todos en un sucio e inmenso pelotón, como los camorristas[33] napolitanos y sicilianos, y dirigidos por la criminosa voluntad de su jefe.
No es raro el caso de que los polizontes encargados de vigilar aquella peligrosa falange encuentren en ella antiguos compañeros, viejos cómplices expulsados del Cuerpo a causa de una infinita serie de bribonadas.
Las amistades son, no obstante, tan sólidas en Rusia. que los exagentes inscritos entre los Hoolyganis no corren ningún peligro de ser denunciados por sus antiguos colegas, por espíritu de pasado compañerismo y por avidez de dinero, porque una parte del botín pasa también a sus manos, y esto impide una persecución demasiado tenaz.
En cambio, los que una vez afiliados a la gaida pasan a las filas de los polizontes, no pueden esperar el goce de larga vida.
Los Hoolyganis son en esto inflexibles. El traidor, pronto o tarde cae, en una noche de niebla, bajo el tiro de un revólver o de un golpe de boxe de acero, manejado por una mano segura y formidable.
Generalmente, aunque esto no haga mucho honor a la policía rusa, agentes y exagentes se entienden perfectamente y acaso debido a esto ha podido la gaida desarrollarse terriblemente en la capital rusa y continuar tranquilamente sus negocios.
La gaida tiene varias sucursales, compuestas en su mayor parte por mujeres salidas de los bajos fondos de San Petersburgo, que ayudan valiosamente a los Hoolyganis masculinos, bien introduciéndose como domésticas en las casas grandes o engañando a algún rico personaje para arrancarle, después de haberle embriagado, informes preciosos que son necesarios al jefe o a sus satélites para preparar algún buen golpe.
Las domésticas no permanecen en el servicio más que unas cuantas semanas, las precisas para obtener el plano de la casa para entregárselo a los Hoolyganis masculinos, y el lugar donde se custodia la caja de caudales; después se despiden, y, como se comprenderá, no se las vuelve a ver.
Aquellas miserables, que de ordinario están bien pagadas por la sociedad, a veces visten como grandes señoras y frecuentan los bares de lujo para recoger informaciones que de otro modo no podrían obtener.
La gaida está perfectamente organizada, y un verdadero código regula las relaciones entre los socios y sus poderosos jefes.
Todos obedecen ciegamente al rey de aquella gran Camorra y no se osan discutir por ningún motivo las órdenes que de él emanan. Si lo hicieran no saldrían vivos de la Tractir Uglitch, que es la sede nocturna de la sociedad.
Los desafueros que los Hoolyganis cometen con una audacia increíble son infinitos. Aquellos bandidos no retroceden ante ninguna dificultad y efectúan temerarias agresiones hasta en los sitios más frecuentados.
Con frecuencia se disfrazan con habilidad teatral, hasta de polizontes o de oficiales del ejército y asesinan indistintamente a un muchacho, una mujer o un viejo desvalido, si el éxito del golpe lo exige.
El jefe recibe todo el botín recabado en la siniestra expedición, y él sólo tiene el derecho de repartirlo. Está, sin embargo, ligado por deberes ineludibles con los asociados. Ante todo debe, sea buena o mala la marcha de los negocios, mantenerles siempre y lograrles, en las innumerables tabernas de la capital, crédito para que beban lo que necesiten, siempre que el asociado se encuentre sin dinero.
Las infracciones, poco frecuentes por otra parte, que ya hemos señalado, son rigurosamente castigadas con la muerte. El que se ha inscrito entre los Hoolyganis no puede salir de la asociación sino muerto, porque sus compañeros temen las delaciones.
Así, esta sociedad extraña y peligrosa se ha afianzado potentemente y continúa, hoy más que nunca, atemorizando a los buenos y tranquilos petersburgueses.
La policía no se ocupa gran cosa en lar caza a aquellos formidables bandidos, también porque una gran parte de la policía adquiere por ello ventajas económicas.
Cuando los Hoolyganis dan un buen golpe en perjuicio de algún influyente personaje que puede hacer valer sus derechos por el cargo que ocupa, entonces la policía se mueve y logra casi siempre descubrir al ladrón y recuperar a veces lo robado; pero en los robos cometidos en perjuicio de burgueses o de colegiantes, no se afana tanto por cumplir. La denuncia está condenada a dormir en los archivos y no se habla más de ella.
Los Hoolyganis tienen también por enemigos a los socios de otras gaidas menos numerosas y peor organizadas, y con frecuencia sangrientos choques manchan de sangre las estrechas y sombrías vías de los barrios populosos.
Otras veces en las más ínfimas tascas, se libran verdaderas batallas entre ladrones de diversas gaidas, y las estrechas y sucias paredes sofocan las detonaciones de los revólveres y los gemidos largos y desgarrados de las víctimas.
***
El atman, o sea el jefe de los Hoolyganis, después de ser presentado, hizo seña a los recién llegados para que se acomodaran en torno de la mesa.
Un mozo de la posada, que hasta ahora había estado durmiendo en un ángulo, se había va llevado los vasos conteniendo la vodka y las tazas.
Hubo entre aquellos hombres un largo silencio.
El atman, con sus ojillos grises que tenían el brillo del acero, como si quisiera, antes de hablar, convencerse de que no había delante ningún agente de la policía, observaba a todos atentamente uno por uno.
Fedor fue el primero en romper el silencio.
—Éstas —dijo indicando a Wassili y Boris— son las personas de quien os he hablado y que fueron acusadas de estar inscritas en vuestra gaida, ademas de pertenecer a un círculo nihilista. Uno es ingeniero, su hermano, no hace aún un año, era el comandar te del acorazado Pobieda.
El bandido hizo una profunda reverencia.
—¿Les ha visto usted alguna vez figurar en las filas de los suyos? —preguntó Rokoff.
—¡Nunca! Nosotros solamente hemos tenido el honor de contar entre nuestros compañeros a Savin[34], exoficial de la guardia y un verdadero talento.
—Luego han sido condenados injustamente —dijo Fedor.
—Por lo menos, en lo que se refiere a la acusación de ser afiliados de la gaida —respondió el atman—. Aseguro que el miserable que haya hecho pasar a estos caballeros por Hoolyganis pagará su calumnia. Yo he prometido interesarme en este asunto y cumpliré mi promesa. Durante vuestra ausencia he recibido inapreciables noticias por Olga
—¡Olga! ¿Quién es ella?
—Una muchacha inteligentísima y que a su belleza une una astucia extraordinaria. A ella es a quien debo todo.
—Será espléndidamente recompensada —dijo el capitán del Gavilán.
El atman de los Hoolyganis frunció la frente, y después dijo con cierta tranquilidad:
—Nosotros somos ladrones, esto es cierto; pero, cuando se trata de hacer justicia, somos honrados. Vuestros amigos han sufrido las galeras por culpa de los Hoolyganis, aun cuando haya sido involuntariamente. A los Hoolyganis corresponde reivindicarles sin exigir por ello recompensa. Además, Olga es una afiliada, y la caja de la gaida pagará sus gastos.
—Al menos aceptará algún regalo —dijo Wassili.
—Eso es cuestión de ustedes y de ella; la gaida no interviene en eso.
—Entonces díganos cuanto sepa de nuestro asunto —dijo Boris.
El atman, antes de contestar, se volvió hacia el mozo de la posada y dijo:
—Sirve a estos señores champagne y cuida de que sea de la mejor marca si no quieres que haga cortar las orejas a tu amo.
Dicho esto, extrajo de una magnífica petaca de oro macizo con cifras de brillantes, seguramente de procedencia ilícita, un magnífico cigarro habano auténtico, y lo encendió, arrojando al aire tres o cuatro bocanadas de aromático humo.
—He aquí cuál es la situación, señores míos —dijo luego, entornando los ojos—. El barón de Teriosky hace seis semanas que ha desaparecido de San Petersburgo, después de haber despedido a toda su servidumbre, sin que hasta ahora hayamos podido averiguar hacia qué playas haya podido desplegar sus velas.
—¿Desaparecido? —exclamó Boris. poniéndose palidísimo—. ¿Sólo o con una muchacha?
—Hemos sabido que embarcó en Riga en uno de sus transatlánticos, llevando consigo una bellísima muchacha.
—¿Se sabe quién era? —preguntó Boris, cuyo corazón latía con violencia.
—Se dice que era la hija… ¿acaso sería la de usted? Su padre era un hombre perteneciente a la marina de guerra rusa —respondió el atman de la gaida.
El excomandante del Pobieda se pasó un pañuelo por la frente empapada de sudor; después, haciendo un supremo esfuerzo para dominar su dolor, dijo:
—Continuad.
—Hasta ahora no he logrado saber para dónde ha partido, aunque he lanzado sobre las huellas del barón a mis más inteligentes afiliados. Sin embargo, todavía no desespero. Su administrador aún no ha hablado, pero Olga, entre una botella de champagne y otra de Tokay[35], ha logrado arrancarle alguna noticia. Ese hombre era el confidente del barón y debe de saber muchas cosas. Sólo se trata de hacerle una visita y recurrir a los grandes medios. Si ustedes hubieran tardado en venir, ya habría yo decidido ir a desenmascararle.
—¿Dónde habita? ¿En el palacio del barón? —preguntó Fedor.
—No, señor: después de la marcha del barón, se ha reducido a un espléndido pabellón que se eleva en medio del jardín.
—¿Vive solo?
—De noche le acompaña únicamente un antiguo servidor —respondió el atman—. ¡Oh!… No nos dará mucho que hacer ese hombre.
Sacó del bolsillo un reloj y lo miró.
—Apenas son las doce —dijo después—. Tenemos, por tanto, aún una hora, porque Olga le ha ofrecido ir a verle entre una y una y media. Señores, ¿tienen ustedes trineos?
—No —respondió Fedor.
—Entonces yo me ocuparé de hacerles venir. Nosotros tenernos siempre algunos preparados para nuestras expediciones, y son rápidos, se lo aseguro, porque me cuido de que tengan buenos caballos.
Con una seña llamó al mozo.
—Que dentro de media hora tengamos preparadas cuatro troikas —dijo—. Las mejores y más veloces, ¿me entiendes?
—Sí, atman.
—¿Qué hace Olga?
—Está bebiendo champagne con Dimitri
—Hazla que Venga en seguida y manda a Dimitri a dormir. Esta noche no le necesito.
—Está bien, atman.
El jefe de la gaida volvió a encender el cigarro que había dejado apagar; después, y a lentos sorbos, vació un vaso, haciendo filtrarse el espumoso líquido entre los dientes para saborearlo mejor.
Apenas labia dejado la copa, cuando se abrió una puerta de la vasta sala y entró, ligera como un pájaro, una joven que se aproximo a la mesa haciendo resonar una explosión de risa argentina.
Era Olga.
Los allí reunidos, excepto el atman, no pudieron contener un gesto de admiración. Tenían ante sí una bellísima joven, con una espesa cabellera rubia que le caía en pintoresco desorden sobre un corpiño de terciopelo rojo adornado de gruesos alamares de plata y grandes botones de igual metal.
Sus ojos era de un azul oscuro, profundos como el agua del océano e irisados, la nariz un poco respingada, la boquita lindísima, con sus labios rojos como el coral, hermosos y perlinos dientes; su piel era de una blancura tan deslumbradora, que podría competir con la nieve de las inmensas llanuras rusas.
Aunque no contaría más de diecisiete o dieciocho años se advertían ya en aquel rostro las señales de una prematura vejez, provocada, seguramente, por las continuas orgías a que la obligaban los miembros de la gaida.
—Buenas noches, atman, buenas noches, señores —dijo haciendo una graciosa y cortés reverencia.
—Siéntate —dijo el jefe.
—Tengo sed.
—Bebe.
La muchacha tomó una copa llena de champagne y la vació de un sorbo.
—¡Ah! Éste es mejor que el que me ha dado Dimitri —dijo—. Ése no sabe elegir las buenas marcas.
—Calla y responde únicamente a mis preguntas —dijo el atman, rudamente—. No nos hemos reunido aquí para escuchar tus habladurías.
Olga se sentó mirando con ojos bien abiertos e inclinada la cabeza graciosamente sobre su hombro, con cierto aire provocativo, uno a uno a los desconocidos que estaban alrededor de la mesa.
—¿Te aguarda el administrador del barón?
—Entre una y dos atman —respondió la muchacha. Le he avisado que tengo un compromiso.
—¿Está siempre borracho cuando vas a verle?
—Como un boyardo
—Tú no conoces aún a los boyardos para poder hacer esa comparación. Acaso algún día logres también pescar alguno. ¿Hay un solo criado en el pabellón?
—Y además viejo, atman. Es el que nos lleva siempre las botellas de champagne.
—Cuenta a estos señores, mi valiente muchacha, cuanto hayas podido arrancar al administrador del barón durante sus borracheras.
—Yo he hecho lo posible por hacerle hablar acerca de los asuntos que tú me has encargado, atman —respondió la joven, que se había puesto seria—, pero el señor Stossel tiene la fea costumbre de beber demasiado, y cuando está repleto de vodka y de champagne se nubla su cerebro infernalmente y su lengua se traba hasta tal punto, que casi nunca logro entenderle.
—Vamos adelante pronto, muchacha —dijo el jefe de la gaida, haciendo un gesto de impaciencia—. No tenemos tiempo que perder.
—Pues dame de beber si quieres que mi lengua adquiera más elasticidad.
—Tienes un vicio muy feo, muchacha,
—Tú sabes mejor que yo, atman, que el champagne les gusta aún más a las damas rusas que a las francesas.
—Bebe y vamos adelante.
Olga llenó su copa, y, como antes, la vació de un trago, chasqueando la lengua con visible satisfacción.
—Prosigue —dijo el atman con voz imperiosa.
—Pues él me ha contado que su amo el barón de Teriosky ha partido para un largo viaje con una joven lindísima, hija de un alto personaje, y de la cual está locamente enamorado, a la que ha raptado violentamente por medio de sus siervos.
—¿Podrías decirnos dónde la ha conducido? —preguntó Boris, cuyo rostro se había alterado espantosamente.
—Eso no me lo ha querido decir por más que he insistido. Aunque ebrio, no ha querido aquel maldito hombre traicionar el secreto de su amo. Solamente he podido sacar de él, que la joven era hija de un hombre de mar, a quien su amo había hecho desterrar en no sé cuál penitenciaría de la Siberia oriental.
—En Sajalin —dijo Boris.
—Sí; le he oído pronunciar ese nombre.
—¿Y después? —preguntó Wassili, que parecía extremadamente conmovido por el intenso dolor que transparentaba el rostro de su hermano.
—Una noche que estaba más ebrio que de costumbre, me confesó, alabándose, que él había ido al palacio del padre de aquella muchacha a esconder documentos comprometedores, falsificados por no sé cuál bribón, y que luego había avisado a la policía.
—¿Quién? ¿El administrador del barón? —exclamó Boris, saltando en pie.
—Sí. señor mío.
—¡Y ese miserable que ha arruinado a dos hombres honrados, a mí y a mi hermano, vive todavía!…
—¿Por cuanto tiempo, señores? —dijo el jefe de la gaida—. Los Hoolyganis se han comprometido a vengaros y pronto os demostraremos cómo, aunque ladrones y granujas, castigamos a los malvados que son peores que nosotros. ¿Tienes más que decir, hija mía?
—Que Stossel me espera entre una y dos, como ya te he dicho, y que esta mañana ha marchado fuera de San Petersburgo.
—Nos conducirás adonde esté.
—¿Quieres matarle?
—Eso es cosa mía, jefe supremo de la gaida, y no tuya: ¿acaso le amas?
La joven se encogió de hombros y se rió cínicamente.
—Yo estoy afiliada a la gaida —dijo luego—. Le pertenezco por completo.
—He ahí una respuesta discreta —dijo el atman, que había fruncido la frente—. Los Hoolyganis tienen la mano siempre dispuesta para castigar a los que no obedecen las órdenes del Consejo.
Se volvió hacia el muchacho, que estaba de pie detrás de la silla del terrible jefe y le preguntó:
—¿Están preparados los trineos?
—Sí. atman.
—¿Está puesto alrededor de la posada el servicio de vigilancia? No tengo gana de que la policía me estorbe esta noche.
—Todos están en sus puestos.
—Que un trineo montado por cuatro de los nuestros y guiado por Puño de Hierro nos preceda, despejando el camino en caso de peligro. Quiero estar completamente en libertad.
El muchacho, que debía de tener al jefe de ladrones un miedo endiablado, desapareció para ir a cumplir sus órdenes.
—Señores——dijo entonces el atinan—, podemos partir. El palacio del barón está lejos y faltan sólo veinte minutos para la una, ¿tienen todos ustedes armas?
—Todos —respondió Ranzoff—. Y estamos dispuestos a hacer uso de nuestros revólveres y de nuestros puñales.
El atman tiró la colilla del cigarro, sorbió hasta el poso de su taza, y condujo a Ranzoff y a sus compañeros al patio de la posada.
Cuatro troikas, con los faroles encendidos, tirada cada una por tres vigorosos caballos y guiadas por cocheros de gigantesca estatura, esperaban.
El atman subió a la primera con Olga; los demás tomaron sitio en las que seguían.
—¿Ha marchado ya Puño de Hierro? —preguntó el jefe al cochero.
—Hace un minuto —respondió el coloso.
—Recoge las bridas.
El portón del patio estaba ya abierto.
Restallaron las fustas y las troikas partieron a carrera desenfrenada, sumergiéndose entre la niebla que se había hecho más espesa que nunca. Delante, a no mucha distancia, se oía el galope de otros caballos. Era el trineo guiado por Puño de Hierro y montado por los cuatro Hoolyganis encargados de las estafetas y de despejar el camino a las troikas.
—Tengo curiosidad por saber cómo acabará esta extraña aventura —dijo Ranzoff, que iba junto con Wassili Y Boris—. Nunca hubiera creído poderme aproximar a esta formidable banda de ladrones y asesinos.
—Sin embargo, mi querido Ranzoff —respondió el ingeniero—, estos bribones nos darán el hilo de la enredada madeja, y solamente por medio de ellos podre-nos saber alguna cosa.
—No sospechaba, ni siquiera remotamente, que estuvieran tan perfectamente organizados. Había oído hablar vagamente de los Hoolyganis, pero no les había concedido importancia.
—Cuando ya ves que son más poderosos que la policía secreta rusa.
—Ya lo veo; pero me extraña una cosa.
—¿Cuál?
—Que estos granujas tienen, por decirlo así, un fondo de honradez.
—¿Porque se han interesado en nuestra suerte?
—Sí, Wassili.
—Todos los bribones tienen su lado flaco. Nos han acusado de formar parte de la sociedad de los Hoolyganis, y ellos se han empeñado en demostrar que no alistan en su filas personas honradas, y así nos vindican.
—Pero yo no querría encontrarme en la piel del administrador del barón.
—Ni yo, porque apostaría mil rublos contra un solo kopek a que ese desgraciado no estará vivo mañana ni beberá más champagne de su amo.
—Señor Ranzoff —dijo en aquel momento Boris. que hasta ahora había permanecido silencioso, absorto en su dolor—. ¿Qué haremos después?
—La guerra al barón, señor Boris —respondió el capitán del Gavilán, con voz tranquila—. Él os ha arruinado, os ha despojado de vuestros bienes, os ha raptado la hija y nosotros le arruinaremos a él y no cesaremos hasta que la muchacha vuelva a vuestros brazos… ¿Qué nave podrá competir con mi máquina voladora? ¿Quién podrá asaltarla o cañonearla a cinco mil o a diez mil metros de altura? ¿A quién temeremos nosotros? Allí donde ondee la bandera de Teriosky, nosotros hundiremos millones en el mar. Lo que me preocupa es la muchacha. ¿Dónde la habrá llevado aquel bribón? ¿En qué buque la habrá embarcado? Aún no he perdido la esperanza, señor Boris. Acaso por el administrador sabremos alguna cosa.
Mientras hablaban, las troikas devoraban el camino hendiendo la niebla intensísima que el Nevu lanzaba a grandes oleadas en todas direcciones.
Los velocísimos vehículos seguían ahora la orilla derecha del río, dirigiéndose a las islas que surgen hacia la desembocadura y donde se encuentran las casas de recreo de los boyardos rusos.
Llegados a cierto sitio, se internaron sobre la superficie congelada del Neva y la atravesaron. Los gigantescos cocheros contenían con gran trabajo a los caballos, que parecía llevaran fuego en sus venas.
De pronto aquella vertiginosa carrera cesó casi bruscamente ante un imponente palacio que se erguía en medio de un espeso bosquecillo de pinos y de abedules.
El atman en seguida echó pie a tierra y ayudó a Olga.
—Aquí es, ¿no es cierto?
—Sí —respondió la muchacha, que castañeteaba los dientes por el intenso frío—. ¡Ah! Qué ganas tengo de una buena piel y un alegre fuego.
—Pronto los tendrás —repuso el jefe de la gaida—. ¿Qué hay que hacer para entrar?
—Ven conmigo, atman.
—¿Quién viene a abrir?
—El criado.
—¿Dónde está Puño de Hierro?
De un trineo que había parado a breve distancia, descendió un hombre de estatura gigantesca.
—Aquí estoy, jefe —respondió—. Te esperábamos.
—¿Están dispuestos tus hombres?
—Siempre.
—¿Armados?
—No es necesario preguntarlo —respondió el gigante.
—Tendrán que apoderarse de un hombre.
—¿Y matarle con un coup de poign americain?
—De ningún modo. Ese pobre diablo no habrá, probablemente, hecho ningún daño a la gaida y no merecerá, por tanto, probar la robustez de tus puños ni de tus brazos. No deseo sino que sea amordazado y atado. No es él quien ha de pagar el pato… ¡Todos a tierra!
Los Hoolyganis del trineo, los marineros del Gavilán y sus jefes saltaron a la nieve, empuñando los revólveres.
—Guíanos —dijo el atman a Olga.
La muchacha recogió su falda de terciopelo rojo para no mojarla demasiado, sumergió en la nieve sus altas bolitas de piel, también rojas, y siguió la verja que se extendía ante el grandioso palacio de piedra.
Llegada ante una puertecita de hierro que debía de dar al jardín, alzó con la enguantada mano un pesado llamador de bronce y después lo dejó caer bruscamente produciendo un golpe sonoro.
—Estad atentos y seguidme —dijo—. Yo tendré la puerta abierta.
—Tú el primero. Puño de Hierro —dijo el atinan—. Cuida de que el hombre que venga a abrir no tenga tiempo de lanzar un grito.
—Sí, amo —respondió el gigante, poniéndose detrás de la muchacha—. Ya estoy acostumbrado a estos pasos.
—Silencio —dijo Olga—. El criado se aproxima.