Los misterios de San Petersburgo
Siete días después de su partida de Sajalin, y de atravesar con la velocidad de una golondrina o de una paloma mensajera toda la Siberia y la Rusia septentrional, el tren aéreo se encontraba sobre San Petersburgo.
Era una noche frigidísima y con niebla; sin embargo, a través de aquella espesa masa de vapores, se filtraba una extraña claridad, producida por millares y millares de luces de gas y eléctricas, que iluminaban las interminables arterias de la capital rusa y los soberbios paseos a lo largo del Neva y de las tres líneas de canales concéntricos derivados del helado río.
El Gavilán seguía, a pesar de la niebla, con precisión matemática la Perspectiva Nevsky, la larga y magnífica vía que toma su nombre del monasterio de Alejandro Nevsky, bellísimo templo consagrado a guardar las reliquias de los héroes nacionales y que hoy sirve de panteón a las más aristocráticas familias de San Petersburgo.
Dos líneas de faroles que parecían dos cintas de fuego prolongándose durante tres kilómetros, hasta el grandioso edificio del Almirantazgo, sobre la orilla del Neva, indicaban al capitán del Gavilán el camino que debía seguir.
A través de la niebla, desgarrada de cuando en cuando por resplandores extraños lanzados por los poderosos faroles de los estrechos trineos sin respaldos, llamados por los rusos egoístas, arrastrados por poderosos caballos lanzados a carrera desenfrenada, salían mil fragores: restallidos de fustas, galopar de animales, gritos humanos mezclados con el rumor siniestro de las aguas del Neva, aún no completamente helado.
El capitán, el excomandante del Pobieda y Wassili, inclinados sobre la balaustrada de proa, seguían aquella línea que flameaba bajo la niebla, ora brillantísima, ora opaca.
Una profunda emoción parecía haberse apoderado de los dos hermanos. En cambio Ranzoff conservaba una impasibilidad maravillosa.
El Gavilán, favorecido por los espesos vapores, avanzaba invisible, lentamente, dirigido por Liwitz y por uno de los cinco marineros. Como no producía ningún ruido y llevaba los faroles apagados, nadie advertía su presencia. De pronto, aquella doble tira de luces desapareció casi bruscamente.
—Ya estamos —dijo Ranzoff indicando un grupo de lucecitas que brillaban a lo lejos—. Aquella es la posada de Dvor, donde encontraremos al capitán Rokoff y a su inseparable amigo. Apenas son las once y hasta media noche no le dejarán. Liwitz, prepara una escalera de cuerda. Estamos sobre uno de los islotes del Neva y descenderemos en uno de sus bosquecillos. Las troikas no pasan por aquí debajo.
—Primero dé usted sus órdenes —dijo el fiel maquinista.
—¿Has visto desde lo alto el lago Ladoga?
—Nunca, señor.
—Allí hay hermosos salmones y soberbias truchas, que valen tanto como las famosas que hemos pescado en Karakorum y que asombraron tanto al señor Rokoff —respondió el capitán, riendo—. ¿Te acuerdas?
—Sí, señor.
—¿Te gusta la pesca?
—Mucho.
—Pues entonces ve a esconder el Gavilán en medio de uno de aquellos pinares y dedícate exclusivamente a la pesca. Todas las noches, a las doce, sigue a gran altura el camino que tenemos ahora debajo y que tú, amigo habitante de la capital, conoces acaso mejor que yo.
—La Nevsky me es familiar, señor.
—Perfectamente: cuando veas elevarse por el aire, desde uno de esos bosquecillos que la flanquean, tres cohetes, uno blanco, otro azul y otro verde, desciendes sin temor con el Gavilán y nos recogerás. ¿Me has entendido bien?
—Perfectamente, señor.
—Haz arriar la escalera de cuerda. La niebla es espesa y nadie notará nuestro descenso.
—Puede haber algún guardia escondido en el bosquecillo, señor —observó Liwitz.
—Pues bien, le mataremos —respondió fríamente el capitán—; así no irá a contar a nadie que ha visto en el aire una cosa sospechosa. Señores, ¿llevan ustedes armas?
—Llevamos dos revólveres cada uno y un puñal —respondió Wassili.
La escalera de cuerda, de más de cincuenta metros, fue descolgada lentamente por si hubiera alguien en el bosquecillo; después descendieron uno a uno, los dos rusos, dos marineros y el capitán, que se ocultaron entre la niebla que a grandes oleadas surgía del vecino Neva, entenebreciendo las luces de los faroles.
Una fuerte sacudida dada a la escalera avisó a Liwitz que todo había salido bien y que debía alejarse en seguida.
Nadie había advertido, efectivamente, el descenso de aquellas cinco personas. La noche era demasiado fría y húmeda para invitar a los buenos habitantes de San Petersburgo a pasear a aquella hora avanzada bajo la oscura sombra de los jardines y de los bosquecillos que flanquean el Nevsky.
El capitán del Gavilán se detuvo un momento para convencerse de si se podía distinguir su máquina voladora: después, tranquilizado plenamente, atravesó el bosquecillo, cuyas plantas saturadas de niebla goteaban por todas partes como si lloviese, y desembocó en la magnífica vía aparatosamente iluminada por dos filas de lámparas eléctricas que en vano intentaban dar cuenta de la niebla que subía del río cada vez más espesa, agrandándose como un frío sudario.
Aunque habían dado ya las once, reinaba viva animación sobre la Nevsky, por ser los grandes señores rusos, los boyardos, verdaderamente noctámbulos.
Ocurre, especialmente, que aquellos hijos del frío y de la humedad se divierten mayormente cuando nieva o hay niebla.
Pasaban en gran número rápidas como saetas, las estrechas y ligeras egoístas, arrastradas por bellísimos trotadores completamente negros, que hacían volar, hecha polvo, la nieve, desmenuzada por sus patines de acero, guiados por gigantescos cocheros de larga barba, envueltos en grandes capotes y con la cabeza cubierta por altos birretes de forma cuadrada, de terciopelo rojo o azul, y sujetando fuertemente con sus puños formidables las riendas sutiles como alambres.
Después desfilaban las elegantes troikas con sus tres caballos, y la duga tintineando sonoramente, lanzadas a carrera desenfrenada, con extraordinaria seguridad, cruzándose con los modestos trineos de alquiler, arrastrados por humildes rocines.
Señoras envueltas en ricas pellizas, sostenidas por el talle por sus maridos, para sujetarlas mejor y resguardarlas de golpes imprevistos, ocupaban aquellos elegantes y pintorescos vehículos, riendo y charlando alto, insensibles al frío y a la humedad.
Por las aceras, una multitud variadísima, compuesta n su mayor parte de oficiales de la guardia, se dirigía hacia Gostinnyi Dvor. el gran bazar de la arcada oriental, deteniéndose bajo los pórticos a admirar los escaparates de los orífices, chispeantes aún de luces y de joyas, a pesar de lo avanzado de la hora.
El capitán, que al parecer conocía al dedillo la gran ciudad, condujo a sus compañeros y a los dos marineros hasta cerca del imponente palacio del Almirantazgo; después se dirigió hacia la Gran Morskaia, que es el paseo de los elegantes, la vía frecuentada de la capital, la que posee mayor número de comercios y los restaurantes de moda.
—Unos pocos pasos más y ya estaremos —dijo el capitán del Gavilán volviéndose hacia Wassili y Boris, que caminaban a sus costados—. La posada de Dvor no está lejos.
Recorrieron otros tres o cuatrocientos metros, abriéndose paso fatigosamente entre la muchedumbre que obstruía la gran vía, deslumbrante de luces eléctricas; después se detuvieron ante una especie de cervecería cuyos salones estaban ocupados por gran multitud de bebedores.
Ranzoff, como hombre práctico, entró resueltamente y examinó con atención las personas sentadas ante las mesillas de mármol.
—¡Qué puntuales son! —dijo de pronto.
En el ángulo de un salón había dos hombres charlando tranquilamente, sentados ante dos monumentales jarras de cerveza ya medio vacías.
Uno era un guapo joven de poco más de treinta años, blanco y sonrosado como una muchacha, con ojos azulados, bigote rubio y frente ancha y espaciosa. En cambio, el otro tenía el aspecto de un verdadero oso.
Cara larga y un poco aplastada, nariz grande y roja como la de los grandes bebedores, quijadas muy pronunciadas, ojos negros y vivísimos, piel bronceada y barba y cabello de un rojo de luego.
Mientras el compañero tenía el aspecto algo afeminado y una estatura apenas superior a la mediana, el segundo tenía torso de bisonte, pecho de oso gris, miembros macizos y hasta las manos vellosas, casi como las de un mono.
—Hace mucho que no nos veíamos, queridos amigos, ¿no es cierto? —dijo el capitán del Gavilán acercándose con rapidez a la mesilla.
Los dos hombres saltaron rápidamente en pie, exclamando:
—El señor Ranzoff…
—¿Y a este señor le conocéis? —dijo en voz baja el capitán, señalando a Wassili.
—Sí —respondió el hombre rudo y rojo, sonriendo—. Es el misterioso personaje que vimos después de la famosa pesca de truchas en el desierto de Gobi. Es el señor…
—¡Silencio! —dijo el capitán con voz imperiosa—. Hay aquí demasiados oídos.
Después, señalando al excomandante del Pobieda, añadió:
—Y este es su hermano Boris.
Los dos rusos y los dos personajes que estaban ante la mesita se estrecharon cordialmente la mano, observándose al mismo tiempo con vivísima curiosidad.
—Salgamos —dijo Ranzoff en voz alta—. Aquí hace demasiado calor y hay mucho humo.
El hombre rojo tiró sobre la mesa un rublo, y los cinco dejaron el salón, que iba llenándose cada vez más de noctámbulos.
En el exterior, la niebla se había hecho tan espesa, que interceptaba casi completamente las luces de las lámparas eléctricas y hacía casi invisibles los mecheros de gas.
Con la humedad descendían copos de nieve que un viento helado del septentrión arrastraba.
Trineos, troikas y egoístas huían rápidamente envueltos en un polvo centelleante, haciendo tintinear furiosamente las campanillas de las dagas y restallar las pequeñas fustas.
—He aquí al capitán Rokoff del 12° regimiento del Don, de quien ya os he hablado —dijo Ranzoff—. Y he aquí al señor Fedor Mitenko, el riquísimo negociante de té, de Odesa. Ya Wassili les conoce a ambos.
Los cuatro hombres volvieron a estrecharse las manos con mayor efusión que anteriormente.
—Mucho les debemos a ustedes —dijo Wassili—, y no sabemos cómo podremos pagarles lo que por nosotros han hecho.
—¡Por las estepas del Don! —exclamó el capitán de cosacos con su voz gruesa y un poco ronca—. Aún estamos vivos merced a la intervención del señor Ranzoff, que nos arrancó del poder de los chinos en el preciso momento en que iban a decapitarnos como si fuésemos bandidos. ¿Cómo íbamos a negaros a ayudar a sus amigos?
—Y estamos a su entera disposición —añadió el negociante de té—. Conocemos la historia de ustedes, señores; sabemos que fueron condenados siendo inocentes, y mi amigo Rokoff y yo haremos todo lo que podamos por rehabilitarles y hasta por vengarles. Ya nos parece que para ello estamos en buen camino.
—¿Hay entonces alguna novedad? —preguntó el capitán del Gavilán, conduciendo a sus amigos hacia uno de los desiertos bosquecillos flanqueantes del Neva.
—Hemos encontrado durante vuestra ausencia un poderoso aliado.
—¿Quién es?
—Un hombre poco recomendable verdaderamente, pero que nos ayudará eficazmente en nuestros trabajos.
—Lo adivino: el presidente de la mida de los Hoolyganis,
—Ha dado usted en el clavo, Ranzoff.
—Un verdadero canalla, pero que en este momento sera mejor que toda la policía rusa.
—Es verdad, capitán.
—¿Le han dado ustedes a conocer de qué se trata?
—Sí, y cuando ha sabido que dos personas tan distinguidas como los señores Wassili y Boris han sido acusados de ser miembros de la gaida, se han indignado terriblemente. ¿Qué queréis? Esos bribones poseen una caballerosidad que podíamos llamar exclusivamente suya.
—¿Y que ha decidido ese rey de los ladrones?
—Prestarnos su ayuda. Dispone de treinta mil bribones que valen tanto como cien mil polizontes —dijo Fedor.
—¿Le ha contado usted, entonces, toda la dolorosa historia de los hermanos Starinsky?
—Sí, señor Ranzoff,
—¿Se ha sabido algo del barón? —preguntaron a una con viva ansiedad Wassili y Boris.
—Para hablar de él nos ha mandado hoy mismo una carta rogándonos que fuéramos a verle
—¿Y no habéis ido? —preguntó el capitán del Gavilán.
—Todavía no. Nos había usted dicho que le esperáramos todas las noches hasta media noche en la cervecería, y aún faltan diez minutos para las doce.
—No me esperaríais seguramente esta noche, señor Fedor.
¡Pero teníamos un presentimiento! Con vuestra maravillosa máquina podéis atravesar enormes distancias
—Debe de haber sido una carrera furiosa —dijo el capitán de cosacos—. Apenas hace tres semanas que nos dejasteis en las orillas del lago Ladoga. Ningún pájaro podría competir con vuestro tren aéreo. ¡Por las estepas del Don! ¡Vuela usted mejor que el águila o el albatros!
—He atravesado Siberia dos veces sin conceder a mi máquina ni un momento de descanso —respondió Ranzoff—. Sólo he hecho una parada en las cercanías de Tomsk para embarcar a Wassili, con quien me había citado en aquel sitio… ¿De modo que podremos ver esta noche al famoso jefe de la gaida?
—Precisamente no recibe más que de noche —respondió Rokoff—. De día están en suspenso los trabajos de los bribones y él lo emplea en dormir.
—¿Dónde habita? —preguntó Wassili.
—En la Tractir Uglitch, detrás del mercado de Senil, en la calle de Sadowaia —respondió Fedor.
—¿Y en aquella posada tienen lugar las sesiones del consejo de la gaida?
—Sí, señor
—¿No nos asesinaran?
—¿O no nos abrirán? —dijo Ranzoff.
Tenemos la contraseña del presidente y gozamos de su protección.
—Además llevamos armas y tenemos detrás de nosotros tres robustos marineros dijo Boris, señalando a tres sombras que estaban paradas a breve distancia.
—Ursoff, mi timonel es capaz, de matar a un hombre de un puñetazo —dijo Ranzoff.
En aquel momento pasaban tres trineos de alquiler, tirados por delgados rocines y guiados por mujiks, esos pobres labradores del campo que durante el invierno llueven sobre San Petersburgo en gran número, para ganarse algunos rublos.
Ranzoff les hizo seña de pararse.
Los mujiks, que probablemente no ganaba tanto en dos días de trabajo, saltaron precipitadamente de sus pescantes para ayudar a aquellos grandes señores a subir.
Ranzoff, Fedor y Boris, se acomodaron en el primero, los demás en los otros dos, y los tres trineos partieron bastante velozmente, dirigiéndose hacia la plaza donde dominaba gigantesca la iglesia de Nuestra Señora de Kazan, que imita por sus altísimas columnas la de San Pedro de Roma, que es la mayor y más bella de San Petersburgo, después de la catedral de San Isaac. Atravesando la plaza, los trineos se lanzaron sobre la Gran Morskaia, que estaba desierta, y media hora después corrían sobre la Sadowaia, rodeando el gran mercado de Sennaia.
Una brusca sacudida, que por poco no les hace rodar sobre la nieve, avisó a Ranzoff y a sus compañeros que habían llegado.
Se encontraban ante un gran, edificio de bello aspecto con un amplio pórtico delante. Las puertas estaban cerradas, pero debía te haber gente dentro, porque a través de las rene pasaba resplandor de luces.
Era el Tractir Uglitch, una buena posada, no un indecente tugurio donde el humo del tabaco y el olor del aguardiente hacen el aire irrespirable; era una posada limpísima, frecuentada por el día por pacíficos comerciantes que no se imaginaban que consumían sus modestos refrigerios en un lugar frecuentado por la noche por la peor canalla de San Petersburgo.
Ranzoff pago a los cocheros esperó que los trineos se hubieran alejado, y después se acercó a la puerta del medio seguido por Fedor y los otros.
—Tened preparados los revólveres y los puñales —dijo a los tres marineros—. Entramos en una cueva de ladrones Estad avisados.
—Estamos dispuestos —respondió Ursoff, el timonel del Gavilan.
Fedor acercó un oído a la puerta y escucho unos instantes.
—Hay gente dentro —dijo—. Seran los consejeros de la gaida ocupados en tramar algún buen golpe.
—¡Bah! ¡Todos tenemos armas!
Sacó de un bolsillo un grueso revólver americano y con la culata dio cinco golpes.
El murmullo que antes se oía cesó bruscamente; después una voz ronca preguntó:
—¿Quién llama? Ya es tarde y no se abre a nadie.
—Nuestra Señora de Kazan —dijo Fedor.
—¡Ah! ¡La contraseña!
Se oyó caer a tierra una barra de metal, después la puerta se abrió, dejando escapar una verdadera ola de humo fétido.
Fedor y sus compañeros, uno a uno, entraron en una vasta sala mal iluminada por un mechero de gas, que irradiaba a su alrededor una débil luz amarillenta.
Ante una mesa, sobre la cual se veían algunos vasos que trascendían un fuerte olor de aguardiente de centeno, siete u ocho malos tipos, mal vestidos, demacrados más acaso por las continuas orgías que por el hambre, estaban en pie empuñando revólveres.
Todos eran jóvenes y robustos, excepto uno que tenía una larga barba blanquecina y una estatura mas que gigantesca
—Nuestra Señora de Kazan —repitió Fedor avanzando atrevidamente hacia aquellos bandidos
—¡Tú, señor! —exclamó el viejo haciendo un gesto de sorpresa.
—Te había dicho que vendría a encontrarte —respondió Fedor—. Te traigo los amigos que esperaba.
El viejo hizo una ligera inclinación; después, con un gesto enérgico, señaló a sus compañeros la puerta, diciendo con voz imperiosa:
—No os necesito.
Fedor esperó que aquellas siniestras figuras hubieran salido, y después, volviéndose a Ranzoff, dijo:
—He aquí al presidente de la gaida de los Hoolyganis.