CAPÍTULO VII

El Rey del Aire

El Gavilán era realmente una máquina maravillosa de una perfección inaudita, asombrosa, que había resuelto el arduo problema de la navegación aérea que desde hace tantos años turba la mente de los hombres de ciencia.

No era un aerostato, porque el gas no tenía en él nada que hacer, sino que era una verdadera máquina aviadora, una especie de ave que hendía atrevidamente el espacio con la seguridad de un cóndor de la cordillera americana o de un águila europea o africana.

Consistía en un huso de no mayor longitud de diez metros, de cinco de circunferencia en la parte central, construido de un metal casi argénteo, probablemente aluminio, en cuyo seno iba encerrado un extraño motor no impulsado por el carbón ni por el petróleo ni otro aceite o esencia mineral, porque no tenía ninguna chimenea ni se notaba ningún olor.

A sus costados, movidas por aquel órgano misterioso, que funcionaba sin producir el más leve rumor, se agitaban dos inmensas alas semejantes a las de los murciélagos, con una armadura de hierro y una membrana de espesa seda u otro tejido que se le asemejaba.

Un poco por debajo del huso, que servía de puente y de habitación, se extendían a derecha e izquierda tres planos horizontales colocados uno sobre otro, de longitud cada uno de una decena de metros, con una ligera armadura de aluminio recubierta de fuerte tejido, separados casi un metro y que debían, probablemente, actuar como cometas y mantener el aparato entero elevado.

Pero no era todo. En la punta de proa del huso, una hélice inmensa que giraba vertiginosamente, parecía servir para ayudar al movimiento de las alas, mientras a popa se veían dos pequeñas alas que debían servir para dar dirección al tren aéreo.

—He aquí nuestra máquina voladora ideada por mí y construida y modificada por Ranzoff —dijo Wassili a su hermano—. Como ves, no puede ser más sencilla y, a la par, más maravillosa, mi querido Boris. Con ella podremos realizar empresas asombrosas, y si queremos, declarar la guerra, no sólo a todas las naves que el bribón de nuestro primo lanza a través del mundo, sino también a Rusia entera si es preciso.

—El tren aéreo es sorprendente —respondió Boris, que parecía estupefacto en grado extremo.

—Una verdadera obra maestra, querido mío. Nos ha costado a mí y a Ranzoff cinco años de trabajo, pero hemos triunfado por completo en nuestro intento.

—No esperaba semejante sorpresa.

—Nosotros hemos resuelto sencillamente el problema de la navegación aérea[24].

—Pero ¿quién proporciona la fuerza motriz?

—El aire líquido.

—¿El aire líquido? —exclamó Boris.

—Una fuerza descubierta hace un siglo por Tripler y que, bien aplicada, causará algún día una verdadera revolución en el mundo.

«Piensa, querido mío, que el aire líquido tiene cerca de cien veces el poder expansivo del vapor de agua y que comienza a producir su fuerza en el mismo instante en que se expone al aire exterior.

»Para obtener el vapor de agua, es necesario que tenga una temperatura de 212° Fahrenheit, o sea que si el agua entra en la caldera con 50° de calor, se deben aumentar 162° antes de que pueda proporcionar una libra de presión[25].

»El aire líquido, con este aumento, da veinte libras.

«Utilizando, pues, Ranzoff y yo los estudios de Tripler y de otros notables hombres de ciencia, especialmente de Estergren, quien ya ha aplicado el aire líquido a otros sorprendentes ingenios, hemos construido un motor que reúne, a una solidez a toda prueba, una ligereza extraordinaria, el cual nos proporciona una exuberancia de fuerza que nos es necesaria para hacer funcionar a las alas y a la hélice de proa. Como ves, es una cosa sencillísima».

—Sí, para vosotros —dijo Boris sonriendo.

—Además, tenemos otra máquina que Ranzoff ha hecho construir en los talleres de Estergren durante mi destierro en las minas de Alghasithal, la cual nos proporciona el aire necesario con un gasto casi insignificante y en tal cantidad, que siempre contamos con exceso de él, porque en una hora nos proporciona bastante para las necesidades de una semana.

«Pero no es esto todo, hermano. El aire líquido que utilizamos nos presta otros servicios a cual más importante.

»¿Hace demasiado calor? Ponemos en acción los ventiladores y logramos en nuestros pequeños, pero cómodos camarotes una temperatura hasta polar, si así nos agrada.

«¿Queremos conservar las provisiones? Las metemos en los refrigeradores y las congelamos, de tal modo, que podemos comer pescado de hace seis meses, frutas recolectadas en los trópicos o en las regiones ecuatoriales, o un bisonte cazado en las praderas del Far-West.

»¿Hay enemigos que nos molestan? Disparamos el cañoncito cargado con aire líquido, que nos permite lanzar sin el menor peligro una granada con un kilogramo de dinamita.

«¿Queremos hacer saltar un grupo de casas, un castillo, una fortaleza o un buque? No hacemos más que empapar un pedazo de lana en aire líquido, y éste, inflamándose, explota con la terrible violencia del algodón-pólvora».

—¿Has dicho un barco también? —preguntó Boris con voz terrible.

—Sí.

—He aquí nuestra venganza.

Wassili se enderezó ante su hermano con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos llameantes y las facciones alteradas.

—Sí, nuestra venganza —dijo con voz profunda—. Ningún barco que lleve la enseña de Teriosky escapará a nuestros golpes. ¿Sabes que las veinte naves que tenía antes de nuestro destierro las ha aumentado hasta cincuenta? ¿Sabes tú con qué dinero las ha adquirido? Con el nuestro, porque toda nuestra fortuna ha sido confiscada en provecho de aquel miserable que había librado al Imperio de dos nihilistas peligrosos como nosotros, que conspiraban contra la vida del Zar; ¿comprendes, hermano? ¡Te ha robado la hija y te ha despojado hasta del último rublo!

Una especie de rugido salió de los labios contraídos del excomandante del Pobieda.

Una voz, la del capitán del Gavilán, se dejó oír en aquel momento detrás de Boris.

—Calmaos, señor. Yo estoy aquí para vengaros y somos los reyes del aire Volveréis un día a ver a vuestra hija, y a nuestra vez reduciremos al barón de Teriosky a la más completa miseria, porque no le dejaremos ni una verga de sus cincuenta buques.

«De las riquezas perdidas, no os preocupéis. En mis correrías a través del mundo, he descubierto lo que muchos han buscado en vano años y años, y si lo deseáis, daremos a vuestra hija como dote un río de oro.

»Vayan ustedes a descansar, señores. Mañana cuando despierten correremos con la velocidad de las golondrinas por encima de Siberia

»Liwitz conduce a estos señores al camarote que les he resignado».

El maquinista, que al parecer era el personaje más importante y necesario a bordo del tren aéreo, descolgó un farol que estaba suspendido de la amura, y precedido de los dos rusos, se internó en el huso.

De proa a popa lo atravesaba un corredor tan estrecho que apenas permitía el paso de una persona corpulenta. A derecha e izquierda se abrían pequeñas puertas pertenecientes a sendos camarotes amueblados con una literita, una mesita y un servicio de toilette, iluminados por una lámpara suspendida del techo.

Liwitz introdujo a los dos rusos en dos camarotes contiguos, les dio las buenas noches y volvió a cubierta.

El capitán paseaba fumando un cigarrillo y cambiando de cuando en cuando alguna palabra con uno de los seis marineros, que estaba sentado detrás de a máquina para regular la velocidad del tren aéreo.

—¿Qué ordenes da usted, señor? —dijo Liwitz.

—Esta noche yo dirigiré —dijo el capitán—. Mañana tú nos darás la máxima velocidad.

«Tengo prisa de llegar a San Petersburgo y volver a ver a nuestros antiguos amigos, el original Rokoff y su simpático amigo Fedor».

«Estoy seguro de que nos darán inapreciables noticias del barón de Teriosky».

—Puedo impulsar al Gavilán hasta a cien kilómetros por hora, señor.

—No os pido más. Ve ahora a descansar valiente muchacho. Has trabajado hoy bastante y debes estar cansado.

—No digo que no.

El capitán le despidió con un gesto casi brusco, y después continuó su paseo, parándose en el castillo de proa ante la pequeña pieza de artillería.

En el fondo del tenebroso horizonte brillaban algunos puntos luminosos que ora aparecían ora se ocultaban tapados acaso por la nieve que cor: semejante noche debía caer en abundancia en las costas de la Siberia oriental.

—Aquellas luces indudablemente alumbran Alexandrovsk —murmuró el capitán—. Vamos bien.

Volvió hacia popa, cogió al pasar junto a la máquina una pesada capota de fieltro casi impermeable, que se echó sobre la espalda, y después se inclinó sobre la brújula, que estaba iluminada por debajo, y observó con atención.

—Perfectamente —murmuró después, sentándose en una banqueta y volviendo a encender el cigarro que se le había apagado—. Haremos una primera bordada hacia el Baikal y luego otra hacia Tomsk.

«Nunca estará de más. En la Vladimirka[26] se puede siempre encontrar alguna columna de políticos que libertar».

Se envolvió apretadamente la capota en torno al cuerpo, se caló el gorro de pelo y quedó al parecer sumergido en profundos pensamientos.

El Gavilán, dirigido por el marinero de guardia, continuaba en tanto su fulmínea carrera con un rumor sonoro.

El huso atravesaba el espacio con la seguridad de un cóndor, volando entre espesas nubes de nieve. De cuando en cuando alguna racha violenta y frigidísima le embestía, haciéndolo desviarse e inclinándolo a babor, pero pronto readquiría su equilibrio y su rumbo, remolcado enérgicamente por la gran hélice de proa y empujado poderosamente por las dos inmensas alas.

El golfo de Tartaria había sido superado y ahora el magnífico y maravilloso tren aéreo enfilaba sobre las ilimitadas llanuras siberianas, dirigiéndose velozmente hacia la gigantesca cordillera del Yablonoi, que separa la provincia de Amur de la Transbaikalia y de Irkutsk. Cuando el alba rompió las tinieblas, ya no se veía el golfo de Tartaria. Bajo el Gavilán sólo se percibían llanuras cubiertas de nieve, interrumpidas sea y acullá por bosques de pinos, de abetos y de abedules, por alguna minúscula aldea de miserables isbas[27] o algún ancho curso ce agua, entonces casi completamente helado.

Nevaba aún y el frío era intensísimo. La provincia del Amur es muy fría en el invierno y tiene muy poco que envidiar a las playas septentrionales de Siberia, lamidas por el océano Ártico.

El capitán, que en toda la noche no se había separado de la brújula, iba a reanudar su paseo en espera de una buena taza de té, cuando Wassili y Boris aparecieron sobre el puente envueltos también en pesadas capotas torradas interiormente de pelo.

—¿Ya no se ve la mar? —preguntó el primero, después de un vigoroso apretón de manos.

—Sabes que el Gavilán vuela como una golondrina marina—-respondió el capitán, ofreciendo a los rusos algunos cigarrillos—. Corremos hacia los montes Yablonoi. Espero cruzarlos después del mediodía.

—Esta maravillosa máquina va con la velocidad de un tren americano —dijo Boris, que contemplaba con vivo interés la inmensa llanura que se extendía bajo a: Gavilán basta perderse de vista

—Es aún más rápida, coronel —respondió Ranzoff——, y eso se lo debemos a su hermano.

—Y yo se lo debo a Kaufman, que me dio la primera idea —respondió Wassili—. El mérito principal te corresponde a ti, sin embargo, mi querido Ranzoff, porque tú eres el que la ha construido cuando yo me encontraba en el fondo de las minas de Alghasithal.

—Con tus planos.

—Dejemos eso y dividámonos el mérito por partes iguales —dijo Wassili, riendo—. Lo importante es que la máquina voladora haya resultado buena, y como ves, hermano, nuestro objetivo se ha alcanzado por completo.

«¿Qué otra máquina podría competir con la nuestra en velocidad, potencia y seguridad? ¿Qué enemigo, por poderoso que sea, podrá competir con nosotros y disputarnos el imperio de las aves? ¡Oh! Asombraremos al mundo, y, sobre todo, haremos temblar hasta el fondo de su alma al miserable que ha urdido nuestra perdida.

»¿Qué son para nosotros las ciudades fortificadas, os potentes acorazados y los formidables cañones modernos? Nada, absolutamente nada.

»Bien podemos llamarnos los reyes del aire».

—Es verdad —respondió Boris—. Mi Pobieda, del cual estaba yo tan orgulloso, nada podría hacer contra vosotros: sin embargo de que era, y acaso lo será todavía, uno de los más poderosos acorazados del mundo, orgullo de la marina rusa.

—Unos pocos jirones de lana empapados en aire líquido y una granada cargada de dinamita, y ¡buenas noches tu acorazado!, hermano —respondió Wassili.

—Señores —dijo en aquel momento e: capitán del Gavilán— el te está dispuesto y una buena taza de té caliente no nos tendrá mal con este frío verdaderamente siberiano.

Un marinero había traído en una bandeja de plata algunas tazas llenas de té humeante y las depositó sobre la caja de popa.

—No habrán ustedes probado una cosa tan exquisita, ni en San Petersburgo —dijo el capitán—. Es legítimo shanghiang perfumado con flores de azahar, con rosas tsing-moi y gardenias kwei-hoa. He hecho una buena provisión en China.

Sorbieron la perfumada infusión, encendieron los cigarrillos y se pusieron en observación a proa, mientras Liwitz hacía preparar el desayuno, no teniendo nada que hacer en aquel momento en la máquina, que funcionaba perfectamente e imprimía al tren aéreo una velocidad de ciento treinta o ciento cuarenta kilómetros por hora.

Las llanuras, los bosques, los ríos y las colinas desaparecían con velocidad fulmínea. Apenas eran vistos y ya desaparecían.

A las tres de la tarde, el Gavilán, después de elevarse con una soberbia volada hasta los dos mil metros, pasaba sobre la cadena de los Yablonoi cubiertos de hielo y descendía a las llanuras de la Transbaikalia. El capitán, a mediodía, había tomado exactamente la situación por encontrarse lejos de los lugares habitados.

La tempestad de nieve continuaba con una obstinación verdaderamente siberiana, ocultando al Gavilán a los ojos de los campesinos y contribuyendo a que éste no se hiciera notar.

A la tarde dejaron atrás el Seia, uno de los más caudalosos afluentes del Amur. Liwitz, durante la jornada, no había cesado de impulsar la máquina con toda su fuerza para obtener la máxima velocidad.

Durante la noche, el tren aéreo no se detuvo en ningún sitio, a pesar de que el frío era siempre intensísimo, y se desencadenó una verdadera borrasca de nieve acompañada de ráfagas furiosas.

Ranzoff, que durante el día descansó algunas horas, hizo redoblar las guardias y no abandonó el puente ni un solo instante para vigilar mejor las dos alas gigantescas que sufrían algunas veces vibraciones inquietantes.

Al despuntar el sol, el Gavilán se encontraba sobre ese pequeño mar siberiano que se llama lago Baikal.

El tren aéreo le cortó hacia su extremidad septentrional, por ser en aquella parte muy poco habitado.

El Baikal, por su vasta extensión, puede considerarse como un pequeño mar que mide bien 900 verstas[28] de longitud y casi 100 de anchura, y una profundidad tan extraordinaria, que en algunos sitios no ha sido posible sondarlo[29].

Más de trescientos ríos lo alimentan, en tanto que en él sólo nace un curso de agua, el Angara, que después de pasar por Irkutsk, la bellísima capital de la Siberia oriental, va a afluir al Yenissei, un poco arriba de la ciudad homónima.

Encontrándose aquella enorme masa de agua a una altitud considerable (1700 pies[30] sobre el nivel del mar), durante el invierno se hiela con facilidad y entonces lo cruzan en gran número las caravanas y los trineos para evitar las abruptas montañas que lo rodean, que están formadas por estribaciones de los Tunguses.

Aquella es la mejor ocasión para el tráfico, porque el pequeño mar, cuando está deshelado, es con frecuencia peligrosísimo. Batido por los vientos que descienden de la gran cadena de los Altai, se enfurece con facilidad y echa a pique cada año un gran número de buques, pramas y almadías, causando bastantes víctimas humanas.

¡Es tan temido por los navegantes que, de miedo que se ofenda, no le llaman el lago Baikal, sino «el señor» lago!…

Cuando el Gavilán llegó encima, toda la parte septentrional estaba ya cubierta de un espeso estrato de hielo y las pocas aldeas formadas por grupos de cabañas de troncos de árboles estaban casi completamente sepultadas bajo la nieve.

Algunos mujiks atravesaban el hielo empujando delante de ellos pramas, o sea grandes barcas, que habían sido sorprendidas por el hielo en medio del lago y aprisionadas antes de haber podido alcanzar la orilla.

Estaban tan ocupados en aquel fatigoso trabajo, que no advirtieron el paso del tren aéreo; bien es cierto que lo hizo a quinientos metros de altura, y la nieve, que caía abundantísima, lo hacía poco visible.

A la caída de la tarde tampoco se veía ya el Baikal. El Gavilán, que avanzaba siempre a la máxima velocidad, descendió hacia las grandes llanuras del oeste, cubiertas de bosques sin fin, acaso muchos no explorados aún por ningún ser humano.

Habiendo aclarado el tiempo y aparecido una espléndida luna, iba el capitán a buscar un sitio donde pasar la noche, no queriendo agotar demasiado a su pequeña tripulación, cuando resonó una detonación, seguida inmediatamente de otra, hacia el lindero de un bosque de abedules y de pinos.

—¿Dispararán contra nosotros? —dijeron Wassili y Boris, que en aquel momento estaban fumando junto a la máquina.

—No —respondió Ranzoff, que en seguida se había inclinado sobre el parapeto de proa.

—¿Será algún cazador? —preguntó Wassili.

—Las detonaciones eran muy débiles para ser de carabina, ¿no es verdad, señor Boris?

—Han sido dos tiros de revólver o de pistola —dijo el excomandante del Pobieda, que entendía de armas más que los demás—. Pero ¡calla!…, esa es la campanilla colgada de una duga, ¿la oís?

—Y también oigo otra cosa —dijo el capitán—. Escuchad bien y entretanto acortemos la marcha. Acaso hay ahí personas que salvar.

Todos callaron, tendiendo el oído y conteniendo la respiración.

Habiendo cesado casi por completo el viento, se oía, en el silencio de la noche, el tintineo de una campanilla y lejanos aullidos que aumentaban rápidamente de intensidad.

—¿Sabéis ya ahora de qué se trata? —preguntó el capitán.

—Sí —respondió Wassili—. Es un trineo que huye ante los lobos.

—Pero esos malditos animales no han contado con nuestra aparición aquí —dijo Ranzoff—. En ese trineo irá acaso algún pobre campesino o algún leñador y no le dejaré devorar ante mi vista sin probar arrancarle de los dientes de esos glotones.

—Dadnos fusiles —dijo Boris.

—Es inútil molestarnos, coronel. Poseemos una buena colección de granadas cargadas con nitroglicerina, que estallan perfectamente al choque con la superficie helada y durísima de la llanura… Liwitz, bajemos y demos una vuelta por encima de ese bosque.

El tintineo de la campanilla se oía más claramente y también los aullidos aumentaban espantosamente.

Debía de haberse reunido un buen número de aquellas fieras.

El Gavilán descendió hasta doscientos pasos del suelo y después partió en línea recta hacia la cándida selva cubierta de nieve.

En aquel momento otros dos disparos resonaron bajo los árboles y después se oyó distintamente el galope desenfrenado de algunos caballos.

El trineo debía de atravesar alguna laguna helada, porque se oía el golpeteo de zapatos o herraduras para hielo.

—Dadnos fusiles —dijo Wassili—. Las bombas las emplearemos en el último momento, Ranzoff. Un ruso no puede estar inactivo cuando se encuentra ante los lobos y tiene un arma en la mano.

—Como queráis, señores míos —respondió el capitán—. Siempre es una cacería emocionante hasta para los polacos de la Lituania.

Un marinero llevó al puente tres fusiles Mauser y un cajón de cartuchos.

Los dos rusos y el capitán cargaron precipitadamente las armas y se situaron sobre la caseta de proa, dispuestos a abrir un fuego infernal contra los feroces depredadores de las nevadas llanuras.

El fragor producido por el golpear de los caballos había cesado. El trineo debía de huir ahora a través de la capa de nieve, la cual apagaba el galope.

En cambio, la campanilla de la duga sonaba furiosamente y ora parecía aproximarse al lindero del bosque ora parecía alejarse.

Los caballos, espantados por los aullidos de las famélicas alimañas, no conservaban una dirección constante.

—¿Cómo no se decidirán a abandonar el bosque? —preguntaba Wassili, que tenía impaciencia por comenzar el fuego.

—Adivinó la causa —respondió Boris—. Los árboles, en caso de extremo peligro, siempre pueden ofrecer un refugio

—¡Hum!… No les dejarían tiempo, hermano.

—Otros dos disparos —dijo en aquel momento el capitán—. Ésos son de revólver… Liwitz, modera la velocidad.

El Gavilán iba a lanzarse por encima del bosque, cuando se oyó la campanilla como a quinientos o seiscientos pasos de los primeros árboles.

El trineo iba por lo visto a dirigirse a la llanura obligado acaso por alguna hábil maniobra de los lobos.

—¡Virad de bordo! —gritó el capitán.

El Gavilán describió una gran curva y volvió atrás, volando lentamente, para dejar tiempo a los dos rusos a que hicieran precisas descargas.

Los aullidos de los lobos resonaban profundamente en el silencio de la noche, propagándose bajo los árboles, por el alboroto que producían se comprendía que debían de ser muchísimos.

De pronto apareció el trineo corriendo con fulmínea velocidad a través de la llanura. Iba tirado por un vigoroso caballo central, enganchado en el arco de madera llamado duga, del cual pendía una campanilla, y dos caballos trotadores laterales con balancines. Dos personas solas montaban el ligero vehículo: un hombre que guiaba los caballos fustigándolos sin cesar, y una mujer, la cual, de cuando en cuando, hacía disparos de revólver y, al parecer, con pulso seguro, porque no todos los proyectiles se perdían.

Detrás aparecieron dos gruesas columnas de lobos grises, los más peligrosos de la especie, porque son los más grandes, los más vigorosos y también los más valientes.

Los astutos animales galopaban casi detrás unos de otros para no exponerse demasiado al fuego de la mujer, e intentaban atacar a los caballos laterales para debilitar al del medio y obligarlo pronto o tarde a rendirse.

—Son lo menos un centenar —dijo Boris.

—Dejad pasar primero al trineo —dijo Ranzoff—. Atacaremos a los lobos por la espalda.

Ni el hombre ni la mujer que ocupaban el vehículo, demasiado ocupados, el uno en animar furiosamente a los caballos, y la otra en hacer fuego con los dos revólveres que tenía en las manos, contra los animales que se mostraban impetuosos, se habían apercibido de la presencia del Gavilán, aunque éste se mantenía a unos ciento cincuenta metros de la superficie de la llanura.

—Esa mujer posee una sangre fría y un valor verdaderamente maravillosos —dijo Boris—. No puede ser más que la mujer o la hija de un mujik.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó el capitán

—Dispuestos —respondieron Boris y Wassili, bajando los mausers.

El trineo había pasado y huía precipitadamente envuelto en una nube de nieve, arrastrado en una carrera desenfrenada.

—¡Fuego!

Tres disparos se mezclaron con los aullidos lúgubres y espantosos de los lobos y las pisadas de los caballos.

Tres lobos de la fila de la derecha rodaron abrasados, porque los dos rusos y el polaco eran tiradores extraordinarios.

Las fieras de las llanuras siberianas, al oír aquellos disparos que retumbaban en las alturas, se pararon de pronto mirando a aquel gigantesco monstruo que revoloteaba encima de ellos.

Pero su sorpresa tuvo sólo la duración de un relámpago: el hambre, que atenazaba sus estómagos, venció en el acto su terror y volvieron a emprender carrera velocísima, aullando desgarradamente y reanudando la cacería.

El trineo tuvo tiempo entretanto para adelantar un centenar de metros. Dos gritos, uno de hombre y otro de mujer, se elevaron, llegando claramente a los oídos de los navegantes aéreos.

—¡Auxilio!

Ranzoff descolgó de la amura una bocina de aluminio y, embocándola, contestó en el acto:

—¡No temáis, señora! Nosotros nos encargamos de librarles de los lobos.

Después los tres hombres reanudaron el fuego, un fuego terrible que no cesaba un instante, porque habían llevado a cubierta otros mausers, y los marineros los cargaban sin cesar, recambiándoselos a los tres habilísimos cazadores.

Los lobos caían en gran número, pero los supervivientes no cesaban en su persecución y no se detenían ni a devorar a los muertos o heridos, como suelen hacer de ordinario.

Enfurecidos por las pérdidas que sufrían e impotentes para atacar al Gavilán, parecía que se hubieran juramentado para vengarse al menos sobre el hombre y la mujer que montaban el trineo.

Con un esfuerzo supremo lo habían nuevamente alcanzado, mientras los caballos, que acaso hacía muchas horas que galopaban, daban muestras visibles de cansancio.

—Basta, señores —dijo Ranzoff— que temía ver a las malditas fieras arrojarse sobre el trineo como una avalancha—. Ya no bastan nuestros fusiles, ¡vengan las bombas!

Un marinero llevó un cajoncito dividido en dos compartimientos, donde se encontraban, en medio de una blanda capa de algodón en rama, dos balas no más grandes que un puño.

El capitán tomó una de ellas con muchas precauciones, esperó el momento en que el Gavilán se encontraba nuevamente sobre la jauría aulladora y la dejó caer, al tiempo que Liwitz, que estaba atentísimo, abría del todo la palanca, imprimiendo a la máquina voladora una velocidad fulmínea.

Se oyó un estallido horrible. La capa de nieve, que debía de tener un espesor de algunos metros, fue destrozada con espantosa violencia.

Por algunos instantes todo lo envolvió una espesa nube de nieve que flotaba en el aire, después pudieron verse diez o doce lobos escapando a todo correr con la cola entre piernas, en dirección al bosque. Los demás debían todos de haber sido destrozados por la violencia de la explosión.

Los caballos, oyendo detrás de ellos aquel estruendo, se entregaron a una carrera loca, relinchando rumorosamente; pero el hombre, que debía ser un cochero de primera fuerza, después de algunos minutos logró hacerse dueño del mando de los corceles y los contuvo.

El tren aéreo, que nuevamente había moderado su marcha, bien pronto se colocó sobre el trineo, haciendo actuar dos hélices horizontales para gobernarse y, en cambio, parando la hélice de tracción.

—¡Señores! —gritó el hombre que guiaba, quitándose el altísimo gorro a la cosaca y agitándolo vivamente—. Mi hermana y yo les debemos la vida.

—¿Quiénes sois? —preguntó Ranzoff.

—El hijo de un comandante de Finlandia, condonado a deportación perpetua en Verehobusko, por haber amado demasiado la libertad[31] —respondió el joven, con voz profundamente conmovida.

—¿Y vais a reuniros con él?

—Sí, señores.

—Entonces tenemos doble satisfacción por haber salvado a los hijos de un desterrado. ¿Necesitan ustedes algo? ¿Armas, víveres o municiones?

Gracias, señores; estamos provistos de todo. Decidnos a vuestra vez si, en compensación de vuestra preciosa intervención, podemos prestaros algún servicio.

—Sí, uno; el de no contar a nadie que han encontrado nuestra máquina voladora.

—Os doy mi palabra de honor de que mi hermana y yo guardaremos el secreto.

—Buen viaje.

—¡Gracias, señores! —gritaron a una los dos jóvenes, saludando con la mano.

El Gavilán describió una gran curva, volviendo a tomar la dirección occidental y la carrera a través de las desoladas llanuras de la Siberia, mientras el trineo se alejaba velocísimo en sentido opuesto.