El Gavilán
En el momento en que los asaltantes iniciaban el abordaje tan audazmente, los hombres del torpedero estaban dando fondo al ancla.
Al oír aquel grito, el comandante, un joven capitán de navío, se precipitó hacia la popa con el sable desenvainado, creyendo que era cuestión de alguna banda de ainos malamante armada y a los que esperaba volver a arrojar al mar con algunos bastonazos bien asestados.
Al ver saltar por encima del coronamiento de popa a todos aquellos hombres armados de fusiles, quedó tan sorprendido, que por algunos instantes perdió el habla.
Los marineros y los forzados se aprovecharon de aquel momento para apoderarse del cañón de la plataforma de popa, que seguramente estaba cargado, y volverlo hacia proa, donde aún estaba reunida la tripulación, ocupada en hacer correr las cadenas de las anclas por los escobenes[22].
Boris apuntó en seguida con su revólver al capitán del torpedero, diciéndole fríamente:
—¡Ríndase o le mato!
—¿Quién es usted? —preguntó el capitán, recuperando su sangre fría—; seguramente no es un aino.
Boris, en vez de responder, se volvió hacia Liwitz:
—Toma cuatro hombres y ocupa la máquina —elijo—. El barco debe permanecer bajo presión.
Después, mirando al oficial y descubriéndose con la izquierda, le dijo con exquisita cortesía:
—Me ha preguntado usted quién soy. Soy su superior, el excomandante del acorazado Pobieda, barco bien conocido de la marina rusa.
—¡Cállate! —exclamó el oficial, haciendo un gesto de desprecio—. ¡Tú bromeas!… Todavía llevas el uniforme de los forzados.
—Nunca he tenido costumbre de chancear —respondió Boris en tono comedido.
—Tú no eres más que un bribón audaz. Despeja de aquí o te haré arrestar y fusilar.
—¿Arrestar? ¿Por quién?
—Por los cosacos de la penitenciaría.
—A estas horas están durmiendo —respondió Boris con ironía.
—Pero mis marineros están aún despiertos.
—Que avancen y los fusilaremos como a zorras blancas.
El capitán alzó el sable, gritando:
—¡A mí, muchachos!… ¡Arrojemos al mar a estos bribones!
Los marineros del torpedero, a aquella orden se lanzaron a la carrera por la cubierta armados de hachas, espeques y palancas de hierro, las primeras armas que encontraron a mano, creyendo poder dar cuenta fácilmente de aquel grupo de desesperados.
Boris, al que nada se le escapaba inadvertido, dio a su vez una voz de mando seca:
—¡Preparados!
Los seis marineros y los galeotes, con movimiento fulmíneo, se colocaron a derecha e izquierda del coronel, apuntando sus fusiles.
—¿Queréis haceros fusilar? —preguntó Boris—. Mis hombres están dispuestos a mandaros al otro mundo, muchachos, y os aseguro que sus fusiles no tienen bombones en la recámara.
Aquellas palabras detuvieron de golpe el impulso de los marineros del torpedero.
Los catorce fusiles apuntando, dispuestos a hacer fuego, y la pieza de artillería ya girada hacia la cubierta y pronta a vomitar acaso una granizada espantosa de metralla, produjeron aquel efecto.
—Y bien, capitán, ¿por qué se han detenido sus hombres? —preguntó Boris, siempre irónico—. Este era el momento de arrojarlos sobre nosotros y tirarnos al mar… Le advierto, sin embargo, que a lo largo de la playa tengo aún más de ochenta fusiles dispuestos a abrir fuego contra este barco.
Una blasfemia se escapó de los labios del capitán del torpedero.
—En fin, ¿qué desea usted de mí? —preguntó apretando los dientes.
—Ya se lo he dicho; que se rinda. Somos hombres generosos y no les haremos ningún daño. No sufrirán ustedes más molestia que la de embarcar en las dos chalupas que veo suspendidas en los pescantes de babor y estribor, y dirigirse a tierra juntamente con su tripulación.
—¿Y entregaros el barco?
—Sí; ya que no estáis en condiciones de defenderlo. ¿Quiere usted intentarlo? Nosotros estamos dispuestos a aceptar la lucha. Pero no respondo del éxito, al menos por parte de usted.
—¡Te burlas de mí!… —rugió el capitán.
—Al excomandante del Pobieda nadie ha osado aún tratarle de tú, mi querido señor… Pero ahora no tengo tiempo para ocuparme en esas pequeñeces. U os rendís inmediatamente o les barreré a usted y a su tripulación. ¡Abajo las armas y despejad!
—Poco a poco, bribón, porque tengo treinta hombres conmigo.
—¡Llamadme comandante! —gritó Boris con voz airada.
—¡No, bribón!
—¡Abajo, amigos!
Los catorce hombres de la ballenera se lanzaron sobre los marineros del torpedero, mirándoles a la cara y gritando:
—¡Abajo las armas, o disparamos!
El capitán, que se había provisto de un revólver, apuntó contra Boris, pero éste, que estaba en guardia, estuvo pronto a adelantársele.
Resonó un disparo, seguido al momento por otro, y el capitán cayó.
Sus hombres, asustados, dejaron las hachas, los espeques y las palancas de hierro, armas absolutamente inútiles contra los fusiles de retrocarga de los marineros de la chalupa y de los forzados.
—¿Os rendís? —preguntó Boris.
—Estamos en sus manos, señor —dijo el contramaestre, adelantándose—. Pedimos únicamente que se nos respete la vida.
—Botad al agua las dos chalupas del torpedero, embarcad vuestros equipajes si queréis, porque nosotros no somos vulgares bandidos como creía vuestro comandante, y alcanzad la costa. Nadie os molestará.
—Gracias, señor —respondió el contramaestre, no poco sorprendido con aquella inesperada generosidad.
Las dos chalupas fueron pronto puestas a flote y los treinta hombres del torpedero, después de arriar el cadáver de su comandante, se embarcaron, dirigiéndose rápidamente a la playa.
En aquel momento aparecieron sobre la escollera los forzados, dirigidos por Wassili y por Bedoff. Habían cruzado el canal, pasando sobre algunos bancos de arena que habían descubierto, y habían tomado tierra trente al torpedero para apoyar el ataque en caso necesario.
—Liwitz —dijo Boris al maquinista, que había vuelto a cubierta—. Ve a recoger a mi hermano y a sus hombres.
—Y que lo haga pronto —dijo uno de los forzados, que se había izado hasta la pequeña cofa del árbol.
—¿Por qué? —preguntó Boris.
—Ves los puntos negros que corren sobre la nieve de la llanura.
—¿Acaso lobos?
—Más probable es que sean los cosacos de la penitenciaria, señor. A estas horas se habrán evaporado ya los humos de la vodka a través de sus cráneos.
—Les ametrallaremos si quieren asaltarnos —respondió el coronel—. Despachad, Liwitz vosotros estad preparados para rechazar el ataque.
También los forzados que ocupaban el escollo debían de haber advertido alguna cosa, porque algunos de ellos habían comenzado a escalar rápidamente las rocas, tomando posiciones detrás de las puntas extremas.
La ballenera se alejó pronto, tripulada por el maquinista y dos marineros.
Boris, a todo evento, había hecho apuntar el cañón hacia la playa, tomando por blanco las dos chalupas que los marineros del torpedero habían abandonado cerca de la costa
—¡Hermano! —gritó, cuando vio que todo estaba dispuesto para una vigorosa resistencia—. ¿Qué sucede ahora?
—Parece que se aproximan los cosacos —respondió Wassili—. Hay hombres que corren por la llanura.
—Piensa en embarcar cuanto antes a tus hombres, hermano, no te ocupes de los cosacos, que ya nos ocuparemos nosotros.
Subió por la escala de palo, llegó a la cofa y dirigió sus miradas por la blanca llanura.
Aunque a lo largo de la costa se extendía una espesa llanura de abedules, de pequeños pinos, desde aquella altura pudo distinguir perfectamente varios puntos negros que se destacaban claramente sobre la blanca sábana y que se movían rápidamente
—Sí; deben de ser cosacos —murmuró—. Pero están aún muy lejos y no llegarán a tiempo.
El embarque había comenzado, pero no pudiendo la ballenera llevar más de catorce o quince personas a rada vez la operación requería bastante tiempo.
En las dos chalupas abandonadas sobre la costa por los marineros del torpedero, se había que pensar, porque estaban muy lejos de la escollera. Y, además, probablemente las habrían inutilizado para que no se apoderaran de ellas los ainos.
El segundo grupo de forzados había ya llegado al torpedero, cuando resonaron algunos tiros en lontananza.
Los cosacos, que debían de haberse encontrado con los marineros rusos, habían abierto fuego a larga distancia, apuntado sobre todo a la colina. Seguramente estaban enfurecidos por la jugarreta de Bedoff y no pensaban más que en tomarse una estrepitosa revancha para evitar el comparecer ante un consejo de guerra.
El sargento sobre todo, debía de estar más furioso que un tigre, porque estaban en peligro sus galones fatigosamente ganados quién sabe con cuántos años de servicio.
—Esperemos a que aparezcan entre las plantas —murmuró el coronel descendiendo rápidamente y acercándose al cañón. Somos bastantes y la máquina está bajo presión.
La fusilería se oía de momento en momento mas rumorosa. Los cosacos no economizaban cartuchos, pero sin éxito, porque los forzados que ocupaban la escollera en espera de que sus compañeros transbordasen al torpedero, se guardaban bien de mostrarse.
Había vuelto la ballenera a bordo del torpedero por quinta vez cargada hasta casi hundirse, cuando los cosacos, después de una carrera desenfrenada, llegaron a la linde de la zona de arbolado, abriendo un fuego infernal contra el torpedero y contra el escollo.
Entre ellos estaban también los marineros desembarcados poco antes y que debían de estar impacientes también por tomarse el desquite.
—Este es el momento de dar nosotros también fe de vida —dijo Boris inclinándose sobre la pieza y cogiendo el tirafrictor[23].
El monstruo de bronce retumbó con un estruendo ensordecedor que repercutió largamente entre los escollos, seguido inmediatamente por nutridas descargas de fusilería.
Los cosacos, barridos por la metralla, se refugiaron precipitadamente en el bosque, aullando ferozmente y dejando algunos muertos o heridos sobre la nieve.
—Sostened el fuego, amigos —mandó Boris, mientras los marineros de la ballenera volvían a cargar precipitadamente la pieza. No pido más que diez minutos y después vuestra libertad está asegurada.
No era verdaderamente necesario estimular a los forzados, porque habían probado bastante la nagaika de los salvajes hijos de las estepas del Don, para no vengarse.
En pie sobre la amura como para demostrar a sus antiguos esbirros cuánto les despreciaban, habían abierto un soberbio fuego por descargas, rápido, batiendo todo el frente de la zona arbolada.
De cuando en cuando un cañonazo disparado por el excomandante del Pobieda apoyaba gallardamente sus descargas, destrozando allá y acullá abetos, pinos y alerces.
Los cosacos, escondidos tras los troncos de los árboles, respondían a la casualidad, sin atreverse a avanzar. La metralla, que barría la playa, era demasiado indigesta hasta para los indómitos guerreros de las estepas.
En tanto, continuaba rápidamente el embarque bajo la dirección de Wassili, sin perder ningún hombre, por estar la escollera demasiado elevada para ser batida por los proyectiles enemigos en el lugar donde se efectuaba el transbordo.
A media noche, la chalupa llegaba por última vez al torpedero, sin haber perdido ni un solo hombre.
—¡Levad las anclas! —mandó Boris, descargando una última rociada de metralla sobre la costa.
En un relámpago las dos anclas fueron arrancadas del fondo, y el torpedero, bajo una verdadera granizada de balas (porque los cosacos, viendo escapárseles la presa, habían vuelto a la playa), se movió velozmente hacia la boca de la pequeña bahía, remolcando la chalupa.
Iba a pasar la barra, cuando se percibió en lo alto, entre las nubes, un relámpago rojizo que se deshizo en una miríada de chispas.
—¡El Gavilán! —dijo Wassili a Boris—. Ranzoff debe de estar algo intranquilo oyendo este cañoneo.
—¿Respondes a sus señales?
—Todavía no. No quiero que esta gente sepa cómo hemos llegado aquí ni cómo nos marchamos.
—También habrán notado el relámpago. Observa como todos miran a lo alto.
—Puede ser un bólido —respondió Wassili, encogiéndose de hombros—. ¿Quién va a sospechar que ahí arriba hay una máquina voladora? El secreto ha sido muy bien guardado y nadie sabe nada en Rusia ni en Siberia. Dentro de poco nos separaremos de estos forzados y probablemente ya no les veremos más. ¿Crees que lograrán salvarse?
—Yeso no está lejana, y en diez o doce horas se encontrarán a salvo sobre las costas japonesas —respondió Boris—. Sólo tienen que atravesar el estrecho de La Perouse.
—¿No serán molestados?
—Ya he pensado en todo.
El torpedero se alejaba rápidamente sin ocuparse en responder al fuego de los cosacos, que la distancia hacía ya completamente ineficaz.
Aunque era una vieja carraca, se mantenía bastante bien en el mar y su máquina no funcionaba del todo mal bajo la dirección de Liwitz y de algunos forzados que parecían tener alguna práctica.
A cinco millas de la costa, Boris, después de convencerse de que ningún buque se percibía en lo que alcanzaba la vista, ordenó detenerse.
Había llegado el momento de la separación. Ya un segundo relámpago, esta vez azulado, había aparecido en el cielo, dejando caer otra nube de chispas.
El capitán del Gavilán, intranquilo por el largo silencio, pedía con insistencia una respuesta a sus señales.
Wassili hizo reunirse sobre cubierta a todos los forzados, después mandó dos marineros a la ballenera que les seguía a remolque, los cuales a poco regresaron cargados con dos pequeños sacos.
—Amigos —dijo el viejo, volviéndose a los políticos—, mi misión está cumplida y tenemos que dejaros.
Entre los forzados hubo un vivo movimiento de sorpresa y de emoción.
—¿Cómo nos abandonarás, señor? —preguntó el stárosta.
—Es un secreto que no me pertenece y, por tanto, no lo puedo revelar. Tú dirigirás el barco hacia la tierra más próxima y desembarcarás a tus compañeros. Debéis preferir el Japón a China; allí, al menos, estaréis más seguros. En este saco hay cincuenta mil rublos, que os repartiréis y que servirán para que sufraguéis los primeros gastos; el otro le pertenece a Bedoff.
—¿Y de este barco, qué debemos hacer?
—Abandonarlo sobre la costa —dijo Boris. adelantándose—. No intentéis venderlo, porque en tal caso seríais tratados como piratas, y no respondo de las consecuencias.
—Haremos lo que mandéis, señor —respondió el stárosta.
—Liwitz, atraca la chalupa —gritó Wassili.
La ballenera fue atracada bajo la popa del torpedero, y los seis marineros, Wassili y Boris, descendieron a ella, mientras los forzados les tendían los brazos y lloraban de emoción.
—Adiós, amigos; sed felices sobre la tierra de la libertad —gritó Wassili.
Un grito se elevó de la toldilla del pequeño buque:
—¡Gracias!
De pronto cortaron el cabo, y la ballenera, impulsada adelante por su misteriosa máquina, que le imprimía una velocidad completamente desconocida, se deslizó sobre las ondas del golfo de Tartaria con la velocidad de una flecha, dejando tras sí una estela blanquísima.
Wassili miraba al espacio, pero la oscuridad era tan profunda, que no se distinguía la máquina voladora.
—No debe de estar muy alejado el Gavilán —dijo a Boris, que mantenía el timón con mano firme—. Esperemos que el torpedero esté más alejado y entonces contestaremos.
—Estoy impaciente por ver esa máquina maravillosa.
—Quedarás asombrado. ¿Qué son en comparación suya los globos más o menos dirigibles? Cascajos dignos apenas de ser relegados a los museos como recuerdo de tiempos pasados,
—¿No corremos el peligro de dar un barquinazo?
—Yo he atravesado en el Gavilán, en compañía del capitán de cosacos y del comerciante de té de Odesa, todo el Asia, desde la Siberia a la desembocadura del Ganges, y nunca hemos sufrido una caída, aunque al atravesar el Tibet nos ocurrieron emocionantes aventuras. Enfilaremos a gran velocidad hacia Europa y dentro de cinco o seis días saludaremos las aguas del Neva.
—Pues, ¿qué motor posee esa máquina?
—Un motor de potencia todavía desconocida, de una economía extraordinaria, porque la fuerza la produce exclusivamente el aire líquido, materia que, como puedes comprender, se encuentra en todas partes.
—Efectivamente, he oído hablar de las maravillas del aire líquido —dijo Boris.
—Ya verás cómo ese genio de Ranzoff ha sabido aplicarlo a su motor. Estamos bastante alejados del torpedero y no se distingue ya. Podemos hacer la señal.
Levantó del fondo de la chalupa una pequeña tapa de aluminio y sacó un envoltorio cubierto con una tela embreada.
—¿Qué es eso? —preguntó Boris.
—Un sencillo cohete —respondo Wassili.
Desenvolvió la tela, se aseguró de que no estaba húmedo, después encendió un fósforo de madera y con él le prendió fuego, haciéndolo subir altísimo hacia el cielo tenebroso.
Estalló a dos o trescientos metros sobre la chalupa, que en aquel momento estaba parada, con una detonación seca, dejando caer una lluvia de chispas azuladas del más hermoso efecto.
Un momento después, entre las nubes, aparecía un chorro de luz pura azulada.
—Han contestado; ya vienen —dijo Wassili.
Después, volviéndose hacia los marineros, que parecían esperar órdenes, añadió:
—Preparad los pescantes: dentro de pocos minutos estaremos sobre el Gavilán.
Una masa negra descendía del cielo, agitando rápidamente dos inmensas alas y llevando a lo largo de sus flancos y dispuestos en sentido horizontal, dos traveses de dimensiones gigantescas.
Parecía un enorme pájaro de una estructura nueva, descendiendo sobre el mar.
—¡Es maravilloso! —murmuraba Boris, que no apartaba sus miradas ni un momento del Gavilán, el cual aumentaba de tamaño a ojos vistas—. ¿Ha logrado Ranzoff arrancar a las aves el secreto de su vertiginosa dirección?
—No te asombres tan pronto —dijo Wassili—. Ya verás más maravillas cuando volemos por encima de Siberia con la velocidad del cóndor o del águila. Preparaos, amigos; enganchad fuerte la chalupa.
La máquina voladora había descendido sobre el mar y avanzaba hacia la chalupa rozando apenas las aguas.
Llegada a diez o doce metros, se paró casi de pronto, dejando caer las enormes alas y los traveses y se acostó dulcemente sobre el agua, dejándose mecer por los pequeños caballones que avanzaban a través del golfo de Tartaria.
Parecía un pequeño navío al pairo, en espera de un golpe de viento favorable para reanudar su carrera, teniendo su parte principal o vital la forma de un huso larguísimo, redondeado en la parte inferior y en condiciones de maniobrar perfectamente sobre las aguas.
La ballenera, empujada adelante, abordó al Gavilán por proa, asegurando los pescantes a robustas anillas.
—Sube, hermano —dijo Wassili que parecía contento por la sorpresa que había invadido al coronel—. Te encontrarás tan seguro como a bordo del Pobieda. Supón que es un acorazado volador de dimensiones más modestas, pero no menos formidablemente armado e infinitamente más veloz.
Un hombre que sostenía en la mano una lámpara de magnesio que lanzaba un intenso haz de luz, apareció sobre el castillo de proa de la máquina voladora, diciendo:
—Buenas noches, señor Wassili, o mejor, buenos días, porque ya es muy tarde. ¿Ha salido bien la comisión?
—Le traigo aquí a mi hermano.
—Al cual tendré mucho gusto en saludar, señor Wassili.
El hombre que así hablaba era un hermoso tipo, de estatura alta y formas elegantes, con la piel ligeramente bronceada, con dos ojos negrísimos y llenos de esplendor y una barbita negra peinada con gran cuidado y recortada a la americana.
Iba vestido completamente de fuerte franela blanca con una faja roja que le ceñía el talle, y calzaba altas botas de piel negra.
—El señor Boris, excomandante del Pobieda —dijo éste extendiendo la mano.
—Muy contento de veros, señor, y de hospedaros en el Gavilán. Ya era tiempo de arrancaros de aquel infierno.
—¿Es usted el señor Ranzoff, el constructor de este maravilloso ingenio? ¿Es cierto? —respondió Boris, estrechándole afectuosamente la diestra.
—Un hombre extraordinario, hermano —dijo Wassili—. Ya tendrás las pruebas.
—No me alabéis demasiado amigo —respondió el capitán del Gavilán, riendo—. Soy un hombre como cualquier otro y que…
Un grito lanzado por uno de los marineros de guardia, que estaba asegurando la chalupa, le interrumpió:
—¡En guardia!…
En el mismo momento un relámpago rompió las tinieblas, seguido de una fortísima detonación y del zumbido metálico de un proyectil.
—¡Ah!… ¡Bribones! —exclamó el capitán del Gavilán, dando un salto atrás—. ¡No me esperaba esta sorpresa!
—Es el maldito guardacostas —gritó Wassili.
—¡Liwitz! ¡A la máquina! —mandó Ranzoff.
El maquinista, en un salto, atravesó el pequeño puente, desapareciendo en un oscuro hueco.
—¿Está la ballenera asegurada? —preguntó Ranzoff, que conservaba admirable sangre fría.
—Sí, capitán —respondieron los marineros.
—¡Fuerza, Liwitz!
Un segundo cañonazo resonó en aquel momento, y una bala pasó silbando roncamente entre las dos alas del Gavilán, que se habían vuelto a alzar.
—Quieren deshacernos —dijo Wassili.
—No tendrán tiempo de disparar el tercer tiro —respondió Ranzoff, siempre impasible—. ¿Estás preparado, Liwitz?
—Sí. capitán —respondió el maquinista desde el interior del buque volador.
—¡Apagad la lámpara!
Una profunda oscuridad envolvió en seguida la máquina voladora. Casi en el acto las inmensas alas se pusieron en movimiento; las hélices comenzaron a girar vertiginosamente, y el Gavilán, después de haber tomado impulso, se levantó oblicuamente con una velocidad fulmínea, mientras bajo él pasaba una tercera bala.
—Un momento de retraso y alguna ala o los planos horizontales hubieran sido tocados —dijo Ranzoff con su calma acostumbrada—. Tienen la desgracia de no hacer fuego a tiempo. Se ve que los artilleros rusos se retrasan. Un polaco probablemente habría disparado antes.
—Eso es lo que yo quería ver, mi querido Ranzoff —dijo Wassili.
—¿Qué quieres decir?
—Que es necesario inutilizar la máquina del guardacostas con tu cañón de aire líquido.
—¿Por qué?
—Porque hay cien forzados que en este momento se esfuerzan por llegar a la isla de Yeso para que no les vuelvan a prender los rusos de Sajalin y que montan un torpedero desquiciado que no podrá huir del guardacostas si se pone en su persecución. Prestemos también ese último servicio a aquellos desgraciados.
—Si eso te ha de agradar, amigo, estoy dispuesto a darte una prueba de cómo tiran los polacos.
Se inclinó sobre la balaustrada de la máquina voladora y examinó atentamente el mar. Quinientos metros por debajo humeaba terriblemente el guardacostas, intentando seguir al Gavilán.
—Estamos a buen tiro —murmuró Ranzoff—. ¡Liwitz!
—Señor —respondió el maquinista, reapareciendo en el puente.
—¿Está dispuesta la pieza?
—Siempre y con una buena granada.
—Bien va.
El comandante se dirigió a proa, donde se veía un pequeño cañón de acero montado sobre un perno que permitía el giro de la boca en todas direcciones, la bajó hacia la superficie del mar y apuntó atentamente, en tanto que la máquina voladora, girando con sus hélices en sentido inverso, mantenía el aparato casi inmóvil.
—¿Está cargado con pólvora? —preguntó Boris a Wassili.
—Eso es una antigualla para nosotros —respondió el viejo, riendo—. Aquí sólo impera el aire líquido.
En aquel momento se oyó un ligero silbido. El proyectil había partido sin producir la horrible detonación de los cañones de guerra.
Transcurridos pocos segundos, se oyó un estampido espantoso y una gigantesca llamarada se elevó sobre el guardacostas.
La amura del buque cayó destrozada al mar, juntamente con los dos palos y la caseta, y en la toldilla se abrió una vorágine llameante.
—La máquina ha volado —dijo el capitán del Gavilán—. La granada llevaba un kilogramo de dinamita. La mía es una pieza de artillería admirable. Liwitz, elevémonos. A toda velocidad. Quiero saludar el Neva dentro de seis días.
El Gavilán describió una gran curva; después, llegado a los quinientos metros de altura, se lanzó a carrera desenfrenada por encima del golfo de Tartaria, dirigiéndose hacia el Amur.
—Ven, hermano —dijo Wassili tomando por una mano a Boris—. Ahora voy a mostrarte esta máquina maravillosa.