El abordaje del cañonero
Un sol pálido, privado de calor, que de cuando en cuando se ocultaba entre cándidas nubes, grávidas de nieve, lanzaba sus rayos a través de las desoladas llanuras de la isla maldita perdida en los confines del Asia habitada.
Un helado viento norte soplaba a largos intervalos, arrancando de las altas montañas del centro masas de nieve, la cual envolvía silenciosamente a los forzados, bien abrigados en sus largos capotes grises.
Bedoff, que conocía palmo a palmo el país, abría la marcha llevando bajo el brazo un fusil. Le seguían el coronel y su hermano Wassili, después los forzados, divididos en seis escuadras, precedidos por el viejo stárosta.
Delante de ellos se extendía una blanca llanura cubierta ya de más de medio metro de nieve; a sus espaldas se alzaban las montañas de la isla, perfilándose caprichosamente sobre el plúmbeo horizonte.
Reinaba un profundo silencio, interrumpido de cuando en cuando por el graznido de alguna ave.
En un cuarto de hora cruzaron la pequeña llanura, y la tropa, silenciosamente, llegó a la zona de arbolado que se extendía a lo largo de la costa y se internó en ella.
Wassili, en cuanto se encontró entre los abedules y bajo los pinos que inclinaban sus ramas por el peso de la nieve, se acercó a Bedoff, que había encendido su pipa.
—Condúceme adonde supones se haya el guardacostas —le dijo.
—Dudo que esté ahora fondeado —respondió el carcelero—; todos los días, cuando la mar no está malísima, cruza la costa desde Pagovi a Rilliavo y no regresa hasta después de puesto el sol. No oigo al mar mugir y de ello deduzco que ha salido afuera.
—No tenemos intención de asaltarlo de día —respondió Wassili—. Intentaremos un abordaje por sorpresa para que sus hombres no tengan tiempo de emplear el cañón. Por ahora me basta con conocer el lugar donde acostumbra a fondear.
—Lo conozco perfectamente, señor. Pero se necesitaría una embarcación para llegar hasta aquel buque.
—La tenemos.
—Entonces todo irá bien —respondió Bedoff lanzando al espacio una espesa nube de humo acre.
Pasaron a través de la zona de arbolado, haciendo huir a algún lobo solitario y a algunos zorros que ya habían cambiado la piel de invierno, y llegaron en poco tiempo a la costa del golfo de Tartaria, en un sitio donde surgían altísimas escolleras que formaban minúsculas ensenadas, naturales y cómodos fondeaderos para naves de poca mole y escaso puntal.
—¿Veis, señor? —dijo Bedoff a Wassili—. El lobo ha abandonado su guarida y ha vuelto a emprender su acostumbrada correría. No volverá hasta después de puesto el sol.
—No tenemos prisa —respondió el viejo—. Haz acampar a los forzados de modo que no les pueda ver desde el mar y no te ocupes de mí por ahora.
Después, volviéndose hacia Liwitz, preguntó:
—¿Tú conoces el sitio donde hemos dejado la chalupa?
—No está a más de un tiro de fusil de aquí —respondió el maquinista—. En cinco minutos estaremos de vuelta. La chalupa es de aluminio y no pesa lo que una canoa.
Wassili espero a que los forzados hubieran vivaqueado bajo las plantas y que sus hombres se hubieran alejado: después tomó por un brazo a Boris y llevándole hacia un tronco de árbol derribado por alguna tempestad y desde donde se veía el mar, le dijo:
—¿Qué piensas de todo esto, hermano?
—Me pregunto si soy presa de alguna pesadilla o si realmente he sido fusilado —respondió el excomandante del Pobieda—. Cierto es que Bedoff me había ya avisado que uno de tus hombres, preso en la penitenciaría, le había dicho que tú habías llegado aquí para salvarme, pero yo no le había prestado gran fe. Me parecía imposible que tú, que estabas sepultado en las minas de Alghasithal, hubieras logrado escaparte y venir aquí.
—Ya hace seis meses que estoy libre —dijo Wassili—. Hubiera venido antes a liberarte si no me hubiera preocupado el pensamiento de tu hija.
El rostro del excomandante del Pobieda se había alterado espantosamente,
—¡Wanda! ¡Mi Wanda!… —exclamó con voz destrozada por la emoción—. ¿Qué habrá sido de ella?
—Ya lo sabremos cuando estemos en San Petersburgo —respondió Wassili—. Hay personas que se interesan asiduamente por nuestra suerte: un capitán de cosacos y uno de los más ricos negociantes de Odesa, a quien mi amigo Ranzoff salvó en Pekín en el momento en que los chinos, por una equivocación, iban a decapitarle.
—¿Ranzoff? ¿Quién es ese hombre? —preguntó el excomandante del Pobieda con extrañeza.
—Ya creo que te he contado alguna vez, cómo en otros tiempos me había ocupado en la fabricación de una máquina aérea, destinada a anular los globos aerostáticos,
—En efecto; me parece que antes de nuestro arresto habíamos hablado algo de eso.
—Estaba estudiando asiduamente el proyecto, cuando un día, por suerte, hice el conocimiento de un ingeniero polaco a quien comuniqué mis proyectos y mis esperanzas.
«Mi arresto interrumpió mis estudios y mis experiencias, pero no las del generoso polaco en cuyo cerebro había surgido la idea de arrancarme de las minas de Alghasithal mediante la máquina voladora que íbamos a construir.
»Lo consiguió con ayuda de un valiente maquinista, ese joven que yo he llamado Liwitz, que ahora manda el pelotón de marineros, y me arrancó de la miseria de las minas aprovechándose de una afortunada combinación».
—¿Con su máquina voladora?
—Sí Boris, y es con ella precisamente con la que hemos venido aquí a salvarte a ti. El Rey del Aire, como nosotros le llamamos, es un hombre que cumple lo que ofrece.
«Ha jurado rehabilitarnos y vengarnos y no dudo de sus promesas. Con su máquina puede lograrlo todo, basta destruir todos los buques que nuestro primo el infame barón lance orgullosamente a través de los océanos.
»Será una guerra implacable que no cesará hasta que le hayamos vuelto a quitar tu hija a aquel miserable y le hayamos reducido a la última miseria».
Un relámpago terrible había brillado en los ojos del excomandante del Pobieda.
—¿Nos vengará el Rey del Aire? ¿Me devolverá mi hija? —gritó
Todo lo obtendremos por él, Boris, y por sus dos amigos que ahora trabajan en San Petersburgo para proporcionarnos a nuestro retorno preciosos informes Sobre nuestro primo y Wanda.
—¿Dónde está ese hombre extraordinario? ¡Házmelo ver Wassili!
El viejo levantó la vista y a través del desgarrón del bosque apuntó con el dedo a su hermano Boris un punto brillante que iba a desaparecer entre las nubes cargadas de nieve.
—¿Lo ves? Está allí arriba y vela sobre nosotros sin perder de vista las costas de la isla. Si él quisiera, con una de sus formidables bombas de aire líquido haría esta noche saltar al guardacostas y a todos los que lo tripulan y nos abriría el camino para unirnos a él Pero tenemos que pensar en poner a salvo a todos estos desgraciados que han impedido tu fusilamiento y hay que proporionarles los medios necesarios para llegar a Japón o a China.
—Sería una inhumanidad dejarles aquí a merced de ellos mismos, en esta tierra que no produce más que nieve —respondió Boris, que miraba fijamente al punto brillante que desaparecía entre las nubes. ¡Es maravilloso! ¿Cómo será esa máquina?
—Una verdadera obra maestra de mecánica, hermano —respondió Wassili. Ese hombre ha vencido con su portentoso descubrimiento a los globos, los albatros, las águilas y al cóndor. Ni siquiera las ágiles fragatas marinas podrían competir con el Gavilán… ¿Sabes que en cinco o seis días podremos con esa máquina atravesar toda Siberia y caer sobre las orillas del Neva[20]?
—Es imposible.
—Ya lo verás, Boris.
—¿No sabe el mundo nada del descubrimiento de esta maravillosa navegación?
—Se habla de ello con vaguedad, porque el Gavilan ha sido visto aquí y allá, en América, en Asía y hasta en Europa, pero nadie ha podido saber de qué se trata.
Se ha supuesto incluso que era un pájaro gigantesco de dimensiones extraordinarias, de aquellos que surcaban los aires antes del diluvio universal.
—¿Y nos recogerá esa máquina?
—No tengo más que hacer una señal con un cohete.
—¿Y el Rey del Aire descenderá hasta nosotros?
—Nos recogerá a flor de agua —respondió Wassili.
—¿Y en San Petersburgo podremos saber lo que ha sido de mi Wanda? —preguntó el coronel con extremada emoción.
—Los hombres que el caballero ha salvado y que ha ido a recoger a Odesa trabajan por ti y por mí,
—¡Oh! ¡Si pudiera un día vengarme del barón y quitarle a mi hija!
—Tendremos una y otra alegría —dijo Wassili—. Respondo yo de todo.
—¿Estará aún Teriosky en San Petersburgo?
—Sobre eso tengo mis dudas. Ya sabes que ese miserable es uno de los más poderosos armadores de Rusia y que sus cincuenta buques surcan todos los mares del globo. Pero por el capitán Rokoff y por Mitenko o por el presidente de la gaida de los Hoolyganis lo sabremos.
—¿Qué tiene que ver en nuestros asuntos ese presidente de los depravados y de los ladrones más inmundos de la capital? ¿No estamos acusados de formar parte de esa sociedad secreta de malhechores?
—Es cierto; Teriosky ha tenido ese valor.
—Y los Hoolyganis nos ayudarán para demostrar ante todo que nunca hemos sido miembros de esa asociación de ladrones, porque en sus filas no admiten gente honrada, y para recompensarnos en cierto modo de lo que liemos debido sufrir por la infame acusación.
—Hermano, será una lucha sin cuartel la que emprenderemos contra aquel miserable —dijo el excomandante del Pobieda.
—Una lucha terrible que no deberá cesar sino con la muerte de aquel bribón —respondió Wassili con voz profunda—. Me pagará todos los tormentos y angustias que yo he pasado en el fondo de las tétricas minas de Alghasithal.
Un concierto de agudos ladridos interrumpió la conversación.
Wassili y Boris se levantaron.
—¿Los rusos? —preguntó el primero.
También los forzados, que estaban acampados a corta distancia bajo los pinos y los abedules, reclinados los unos sobre los otros, esperando impasibles el momento de abordar al guardacostas, se habían puesto en pie con las armas en la mano, observando atentamente el bosque.
—No os dejéis ver —dijo Bedoff—, son los ainos que pescan con sus perros. Esos pobres diablos no nos molestarán y hasta podremos lograr de ellos un buen almuerzo… Coronel, señor Wassili, si no os desagrada, seguidme, porque acaso podamos obtener útiles noticias sobre el guardacostas. Que los demás no se muevan; es mejor que los salvajes no les vean.
Cogieron sus fusiles, aunque no hubiera nada que temer por parte de aquellos isleños, que siempre han sido completamente inofensivos, y se dirigieron a la playa, no sin tomar algunas precauciones.
Entre las rocas que coronaban la orilla, se habían reunido diez o doce individuos de color amarillo oscuro, ojos oblicuos como los chinos y japoneses, con largas barbas incultas, vestidos con pieles de foca y de oso blanco, sucios y hedientes como bestias salvajes.
Eran indígenas de la isla, tipos extraños que parecen ser los antepasados de los modernos japoneses y que han conservado pura, a través de los siglos, su poco envidiable raza.
Iban acompañados de tres o cuatro docenas de grandes canes, de pelo larguísimo y cabeza de zorro.
Al ver aparecer a los tres extranjeros armados de fusiles, blandieron sus picas, pero una seña amistosa de Bedoff les tranquilizó en seguida.
—La pesca es libre en estas playas —añadió en seguida el carcelero—. Nosotros, no sólo no os molestaremos, sino que os compraremos el fruto de vuestra cacería. Solamente deseo hablar algunas palabras con vuestro jefe.
Un anciano aino que en aquel momento medía la profundidad del agua con el asta de su pica, barbudo hasta casi los ojos, después de titubear un momento, se dirigió a Bedoff, caminando encorvado en señal de respeto.
—Como veis por mi uniforme —les dijo Bedoff, que hablaba correctamente el antiguo idioma japonés—, soy el guardián de una penitenciaría. He venido aquí para comunicar una noticia a aquel animal negro que echa humo y que todas las noches viene aquí a dormir. ¿Tú le has visto?
—Sí —respondió el jefe de los pescadores—. Se ha marchado mar afuera antes de que saliera el sol.
—¿Ha ido hacia el norte o hacia el sur?
—Hacia el norte.
—No necesito que me digas más: continúa tu pesca.
Los perros se habían ya arrojado al agua ladrando alegremente y nadando como nutrías.
Hábilmente adiestrados para aquel extraño género de pesca, avanzaron formando dos columnas separadas, mientras sus amos estaban indolentemente tumbados sobre las rocas, esperando el momento oportuno para entrar en acción.
Los isleños de Sajalin, de igual modo que los habitantes de la Tierra de Fuego, no conocen el empleo de las redes o, si no lo ignoran, al menos no se sirven de ellas.
Bastantes son para ellos los perros, y los resultados que obtienen son tan maravillosos, que llenan de asombro a los más hábiles pescadores rusos. Se comprende que son animales de una raza especial, que no viven más que de peces, siendo muy pobre la fauna de Sajalin.
El modo de trabajar aquellos pescadores de cuatro patas es curiosísimo.
A una primera señal de sus amos, se lanzan al agua, nadando en línea recta y en dos hileras separadas.
A otra señal, que consiste en un grito agudo lanzado por todos los ainos que se encuentran presentes en la pesca, los canes de la columna de la derecha convergen hacia la izquierda y los de ésta hacia la derecha, hasta que las cabezas de las dos hileras se juntan.
Dando entonces una tercera señal, los perros hacen frente con rapidez hacia la playa, describiendo un semicírculo que va disminuyendo sin cesar. Cuando están ya próximos a la tierra, es fácil percibir dentro del agua, que en casi todas partes alrededor de la isla es poco profunda, una gran cantidad de peces que las filas de perros nadadores han espantado y que, empujados por ellos, huyen extraviados hacia la playa.
Los perros, habituados a aquella maniobra, no hacen más que zambullirse, y rápidos como flechas, cada uno aferra su presa, que deposita a los pies de su amo.
La recompensa que espera a los valientes animales, consiste en la cabeza del pez capturado, la cual se apresuran a devorar con avidez, pues siempre están hambrientos.
Bedoff, Wassili y el excomandante del Pobieda esperaron la primera batida, que fue, como siempre, abundantísima, adquirieron una gran parte de ella por algunos puñados de kopeks[21], reparando así la imprudencia de haber dejado la penitenciaría sin proveerse de víveres, y volvieron al campamento, cargados como mulos, mientras los ainos continuaban sus ojeos a lo largo de la costa de la pequeña bahía.
Durante la jornada, constantemente ventosa y nevosa, se percibió dos veces entre las nubes el punto brillante, no advertido más que por Wassili y Boris y los hombres de la chalupa.
La máquina voladora cruzaba sobre la costa, dirigiéndose unas veces a tierra y otras alejándose en espera de la señal para descender y recoger la chalupa. Por la noche, algunas horas después de la puesta del sol, la columna se puso en marcha para sorprender al guardacostas, que ya debía haber regresado a su fondeadero acostumbrado.
Los marineros llevaban la chalupa, que podía serles necesaria para llegar más fácilmente al abordaje.
Apenas habían atravesado el bosque de pinos y abedules cuando Bedoff, que abría la marcha por conocer el terreno mejor que los demás, se detuvo diciendo:
—¡Helo ahí!
—¿Quién? —preguntaron a una Wassili y Boris.
—El guardacostas. Aún no está parado y ejecuta alguna maniobra misteriosa alrededor de la escollera.
—Arrojaos todos a tierra y no moveos hasta que yo lo ordene —dijo Wassili a los forzados.
Tres puntos luminosos brillaban sobre el mar, más allá de la línea formada por las escolleras que sirven de barrera a las olas en el estrecho de Tartaria; uno blanco en alto y, más abajo, uno rojo y otro verde.
—Es el mismo, precisamente —dijo Wassili—. ¿Qué crees que hace, hermano?
—Explora —respondió el coronel—. Se diría que busca alguna cosa.
—Ahora comprendo —dijo Wassili—. Alguien debe de haber avisado a la tripulación de que ayer había aquí una chalupa: la mía.
—Y la busca —añadió Boris.
—¿Qué aconsejas que haga? ¿Asaltarlo en seguida?
El coronel observó las escolleras que se destacaban claramente sobre el mar tenebroso, estando todo cubierto de nieve; después preguntó:
—¿Cuántos hombres puede embarcar tu chalupa?
—Una docena.
—Embarca los mejores y a los demás hazles tomar posiciones entre los escollos. Serán fáciles de alcanzar.
—¿No nos verán?
—Las rocas son bastante más altas que el buque. Yo tomaré el mando de la embarcación.
—¿No serán poco doce?
—Bastarán para un ataque por sorpresa, y además, ¿no estarán ahí los otros para apoyarnos con un buen fuego de fusilería? La tripulación de ese barco no tendrá tiempo de descargar más de una vez su cañón… Adelante, despachemos; los cosacos podrían despertar y atacarnos por la espalda.
—Es verdad —respondió Wassili—. Me había olvidado de aquellos borrachones.
Volvió atrás e hizo avanzar a doce hombres, entre los cuales estaban los seis marineros que llevaban la chalupa.
El coronel les revistó rápidamente, después hizo botar al agua la embarcación, mientras el buque continuaba su exploración, pasando y repasando ante las escolleras.
—¿Qué tengo yo que hacer? —preguntó Wassili a Boris, mientras los doce hombres se embarcaban sin producir el menor ruido.
—Intenta hacer que los demás ganen la escollera. El agua está baja aquí, y un baño, aunque helado, no hará daño a estos galeotes acostumbrados ya a los grandes fríos. Acaso no tendremos necesidad de vuestra ayuda porque intentaremos dar el golpe por sorpresa. Adiós, hermano.
Saltó con ligereza a la chalupa y tomó la barra del timón, mientras la máquina misteriosa, puesta en movimiento por Liwitz, comenzaba a funcionar sin producir rumor alguno.
Poco a poco —ordenó Boris al maquinista—. Estas escolleras que surgen aquí son todas peligrosas.
En aquel momento los tres puntos luminosos que se destacaban vivamente sobre el fondo oscurísimo del cielo, cubierto siempre de grandes nubes cargadas de nieve, habían cambiado de situación, moviéndose lentamente de mediodía a septentrión.
El guardacostas, a lo que parecía, no se había decidido aún a dar fondo a sus anclas y continuaba explorando, con una obstinación que azoraba a la tripulación de la chalupa, el espacio de agua entre la escollera y la lengua de tierra que protegía de las furias del océano la pequeña bahía.
Sin duda, algún grave motivo impulsaba al comandante de aquel buque a recorrer un espacio tan limitado mientras había tantas ensenadas que guardar. Seguramente alguien debía de haberle avisado de la presencia de la pequeña chalupa llegada de lejos.
—Estemos en guardia —murmuró el coronel que ni por un momento perdía de vista los tres puntos luminosos—. Si lanza un haz de luz eléctrica, podría descubrirnos, y ahora estamos bajo la acción de su cañón. La chalupa, en tanto, continuaba se marcha a poca velocidad hacia la gran escollera. Todos los hombres llevaban el fusil en la mano esperando una alarma de un momento a otro.
Después de un brevísimo respiro en una pequeñísima ensenada, volvió a emprender la marcha adelante para rodear la escollera y sorprender al guardacostas por la popa.
La resaca era realmente fuerte en aquel sitio y sacudía vivamente la ligera embarcación, ora alzándola, ora arrojándola violentamente en lo profundo. Las olas que llegaban de afuera se precipitaban en la bahía con un estruendo ensordecedor y monótono, formando una amplia faja de espuma que brillaba vivamente en medio de aquella oscuridad profunda.
Los tres puntos luminosos habían virado de bordo y parecía que en aquel momento se dirigían a la salida de la bahía, donde se alzaba en medio del canal de salida una altísima roca cortada a pico sobre el mar.
Pero el rojo y el verde se veían tan bajos, que parecía como si rozasen las olas.
También el farol blanco que primero parecía tan alto, había descendido considerablemente.
—Señor Boris —dijo de pronto Liwitz que se había colocado a proa para observar mejor los movimientos de la nave—. Hemos tomado gato por liebre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el coronel.
—Que el barco que tenemos delante no es el guardacostas de ayer. Es un torpedero, señor.
—Lo había sospechado —respondió Boris—. Las luces están demasiado bajas.
—¿Y el guardacostas? ¿Explorará mar afuera, señor? Me parece que nuestra empresa comienza a complicarse.
—¿Y por qué, amigo?
—¿Y si se presenta en lo mejor del abordaje?
—Le cañonearíamos con la pieza del torpedero: eso sería todo.
—¡Qué demonio de hombre! —murmuró Liwitz—. Vale tanto como el señor Wassili.
—¡Alto! —dijo en aquel momento el marinero de punta—. Hay escollos por todas partes a nuestro alrededor y la costa está cortada a pico.
—Y la resaca es fuerte —añadió otro.
Boris se levantó para examinar la escollera y pronto pudo ver que los marineros de la chalupa habían visto bien.
Las olas que llegaban de afuera se estrellaban con furor contra una multitud de escollitos agudos como puntas de peines, saltando y retrocediendo con formidables mugidos. Impulsar la chalupa al medio de aquellos obstáculos era como exponerse a una pérdida casi segura.
—Es preciso rodear la escollera —murmuró Boris—. Con tal de que no enciendan el foco eléctrico, todo irá bien.
Se inclinó hacia Liwitz, que estaba cerca de la misteriosa máquina regulando las válvulas.
—Acelera —le dijo—. Avanzaremos rectos sobre el torpedero, porque me parece que por último se ha decidido a dar fondo.
Después, volviéndose hacía los marineros y los forzados, añadió:
—¡Preparaos: vamos a abordar!
—Estamos preparados —respondieron todos, empuñando los fusiles.
Bajo poderosos golpes de la hélice, la chalupa avanzaba rapidísima, rodeando la escollera.
El fragor producido por las olas rompiendo sobre el fondo de la bahía ahogaba el ruido de la hélice, mientras la profunda oscuridad, hecha más espesa por la masa de vapores que el viento polar empujaba el sur impetuosamente, ocultaba la chalupa, haciéndola invisible para los hombres de guardia en el torpedero.
A quinientos pasos del pequeño buque que al fin había fondeado del otro lado del escollo, el excomandante del Pobieda volvió a levantarse empujando en su siniestra un revólver de grueso calibre.
—¿Estamos, amigos? —susurró—. ¡Prepárelos a saltar sobre el puente!
La ballenera, hábilmente guiada, abordó al torpedero por la popa, del lado donde estaba emplazado el cañón sobre su plataforma baja, y en un relámpago, marineros y forzados invadieron la cubierta apuntando con sus fusiles y gritando desgarradamente.
—¡Quietos todos, o hacemos fuego!