CAPÍTULO IV

La venganza de los forzados

Bedoff y Wassili, después de asistir a la conferencia entre el comandante de marina y el brutal capitán Stryloff y haber oído la consigna dada al cosaco de fusilar como un perro a cualquier persona que hubiera intentado entrar en la estancia, se retiraron prudentemente entre los forzados.

De haber querido, hubieran podido fácilmente derribar al cosaco de guardia con un par de tiros de revólver, y después, entrando, libertar al prisionero. Sin embargo, el temor de que las detonaciones hicieran volver al capitán y acudir a los centinelas que vigilaban alrededor de la penitenciaria, les contuvo, a pesar de su intenso deseo de avisar al desgraciado coronel de que nada tenía que temer y que todo estaba dispuesto para salvarle.

—Dejadme a mí hacer, señor —susurró Bedoff al oído de Wassili—. Con esperar no perderemos nada, y vuestro hermano no por eso caerá en la huesa que le han preparado. Los cosacos están llenos como odres, los centinelas son pocos y nosotros somos muchos. Le haremos una buena jugarreta al capitán.

—El será quien comparezca ante un consejo de guerra y será fusilado —le respondió Wassili—. Será la primera víctima de la venganza de mí hermano y también de la mía.

Pasando por otro corredor, llegaron sin ser dormitorio de los forzados.

Los seis marineros de la chalupa se habían ya endosado el lúgubre uniforme de los políticos condenados a cadena perpetua y se estaban colocando en las piernas las cadenas, ayudados por los prisioneros.

En aquel momento comenzaba a redoblar el tambor, golpeado con gran furia por Uska.

—Señor —dijo Bedoff a Wassili, presentándole un uniforme que bien o mal podía adaptarse a su estatura—. Apresúrese usted a vestírselo. Ese redoble de tambor indica la proximidad de la ejecución.

Después, volviéndose hacia los forzados que estaban todos en pie, añadió:

—Vosotros formaréis el cuadro: los que posean revólver que pasen a primera fila: los marineros a segunda para ocultar los fusiles.

—Señor Wassili —dijo el maquinista de la chalupa, adelantándose—. Denos sus órdenes antes de que salgamos de aquí.

—No tengo que dar más que una —respondió el viejo—. Haced fuego sobre los cosacos antes de que tengan tiempo de apuntar al coronel, y fulminadles.

—Está bien, señor Wassili: estaremos preparados.

—Adelante el pelotón —mandó en aquel momento Bedoff.

Los forzados, en grupos de a doce, dejaron el dormitorio con un sordo rumor de cadenas, pasando por el amplio portón que daba salida al patio de la penitenciaría.

Apenas comenzaba a alborear. Era un alba gris, triste, frigidísima; la nevada no había cesado aún de caer y había cubierto todo el patio, incluso la hoya que estaba cavada para el que habían de ejecutar.

Un viento seco soplaba del septentrión, haciendo encogerse la piel de los forzados.

Wassili se había colocado en segunda fila, apretando su revólver por debajo del capote gris. Los seis marineros, tres a cada lado, estaban cerca de él, escondiendo los fusiles detrás de los hombres de la primera fila.

Aquellas precauciones eran, por otra parte, inútiles, porque el patio aún estaba desierto y ningún centinela vigilaba ante las dos puertas de salida.

—El capitán se retrasa —dijo Bedoff—. Apostaría a que está desahogando su bilis contra esos pobres diablos embriagados. Cuando la mosca le pica, se vuelve terrible, y no querría yo ahora encontrarme en el pellejo de aquellos hijos de la estepa. ¡Bah! ¡Tienen la piel muy dura los salvajes del Don! No…

Una seca voz de mando le interrumpió:

—¡Adelante!

Un portillo se había abierto, y siete cosacos, todos los que en aquel momento estaban útiles en la guarnición de la penitenciaría, aparecieron llevando en medio al coronel Starinsky.

El capitán les seguía con el sable desnudo y el revólver en la siniestra mano.

El sentenciado estaba un poco pálido, pero completamente tranquilo. Acostumbrado a desafiar las tempestades a bordo de un acorazado y mirar con serenidad a la muerte, una descarga de plomo no le asustaba, aunque el recuerdo de su Wanda, de su amada hija, le causara angustias inenarrables.

Sin embargo, no desesperaba. Bedoff le había avisado que había hombres dispuestos a salvarle antes de que los fusiles hicieran fuego.

Su mirada se fijó de pronto sobre los forzados, porque solamente de ellos podía llegar la salvación, no habiendo ningún extraño en el patio.

De pronto tembló y se mordió los labios hasta hacerse sangre, para no dejar escapar un grito. Detrás de la primera fila de galeotes había percibido la imponente estatura de Wassili, de su hermano, cuya cabeza emergía, por así decir, sobre todas las demás,

«¡Él! —murmuró—. Estoy salvado».

Habiéndose detenido un instante, el capitán Stryloff, con su acostumbrada grosería, le empujó adelante, diciéndole:

—Acordaos de que no sois más que un número.

—Sí, el 13 —respondió el coronel con ironía—. Un número que puede atraer la desgracia.

—Sí, a fe mía.

El pelotón se dirigió hacia la fosa que había sido cavada en el centro mismo del patio y que parecía cubierta por un sudario, ya que estaba casi llena de nieve. Uska, delante de todos, redoblaba sordamente el tambor.

—Preparaos, amigos —susurró Wassili a sus marineros—. ¡Ay si nos retrasamos un instante!

Los seis marineros se desabrocharon los capotes, levantando lentamente los fusiles, mientras los forzados de primera fila, que tenían los revólveres, ocultaban sus manos bajo las ropas, fingiendo abrigarse del aire helado y de la nieve que no cesaba de caer.

El capitán miró la hoya, midiendo con la mirada la longitud y la anchura, después se acercó al coronel, que tenía las manos atadas a la espalda y sacó de un bolsillo un pañuelo.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Starinsky con voz ronca,

—Os vendo los ojos.

—¿A mi? Soy un soldado; un hombre de mar que ha visto muchas veces el fuego enemigo para asustarse de seis míseros fusiles. ¡Fuera esa venda!…

—Podría causaros impresión el veros apuntado.

—¡No soy yo un cobarde!

—Como queráis —respondió el capitán, rudamente—. Avanzad hasta el borde de la fosa y volved la espalda a mis cosacos.

—¿Queréis fusilarme como traidor? —gritó el coronel con indignación.

—Habéis sido degradado —dijo con sequedad Stryloff.

—Usted sabe, inspirador de mi primo el barón de Teriosky, que he sido víctima de ese miserable.

—¡Silencio! Uska, redobla fuerte ese tambor. Basta de cháchara.

El cosaco empezó a redoblar furiosamente el instrumento para sofocar la voz del coronel, mientras sus seis compañeros se colocaban a doce metros de la hoya y cargaban sus armas.

—A vuestro puesto, señor Starinsky, si es verdad que sois un valiente —dijo el capitán, haciendo ademán de empujarle.

—¡Abajo las manos, miserable! —gritó el coronel—. Un capitán de navío no necesita ayuda ninguna para afrontar la muerte.

Después, con paso tranquilo y la cabeza alta, teniendo la vista fija en su hermano, que se había puesto espantosamente pálido, se dirigió a la fosa que había de servirle de sepultura.

El capitán Stryloff le seguía armado con el sable y el revólver.

—Volved la espalda al piquete armado que debe ejecutaros en nombre del Padrecito.

—No: ¡en nombre vuestro! —gritó el coronel.

—Silencio: no sois más que un número y no tenéis derecho a responderme a mí, comandante superior de la penitenciaría —tronó el capitán—. Dentro de medio minuto estaréis muerto con seis balas en la espalda.

—¿Estáis seguro de ello?

—¡Vive Dios! Mis cosacos tienen el plomo en sus fusiles y no sois invulnerable. ¡Cosacos! ¿Estáis preparados?

—Preparados —respondieron los seis hombres alzando los fusiles.

—Esperad mi mando.

El capitán Stryloff dirigió una última mirada a la huesa; después, volviéndose aún al coronel, le dijo colérico:

—¿Querríais decirme si habéis hecho testamento y a quién se lo habéis confiado?

—¡No!

—Si me lo decís haré que os fusilen dando la cara a los ejecutores.

—¡No!

—Yo sabré de todos modos descubrirlo, aunque tenga que deshacer la espalda a todos los forzados a golpes de knut o de nagaika.

—Probadlo.

—Lo veréis, o, mejor dicho, no lo veréis. ¿Os negáis todavía?

—Me niego.

—¿Es vuestra última palabra?

—La última.

—Descansad en paz.

El capitán, que reventaba de ira, se volvió hacia los cosacos, que no esperaban más que su orden para apuntar al sentenciado, que se mantenía erguido en el borde de la fosa, sin apartar su mirada de Wassili.

—¡Preparen!… —dijo Stryloff.

Los seis cosacos iban a apuntar sus fusiles, cuando una voz imperiosa, elevándose entre las filas de los galeotes, mandó:

—¡Fuego!

Inmediatamente retumbó una terrible descarga de fusilería, seguida de un verdadero fuego por descargas de revólver.

Los seis cosacos, fulminados con matemática precisión por los marineros de la chalupa y por los forzarlos de primera fila, armados de revólver, cayeron unos sobre otros sin lanzar ni un grito. Hasta Uska. el tambor, cayó desplomado con la cabeza despedazada por las balas.

—¡Arrójate a la fosa, hermano! —había gritado de pronto Wassili.

El coronel, que sabía que se hallaba bajo el tiro del revólver del capitán, con una ligereza inaudita se había precipitado en la nieve.

Wassili se lanzó de inmediato adelante seguido de los seis marineros y de los forzados armados de revólver, gritando:

—¡Ríndete, capitán! ¡Estás en nuestro poder!

Stryloff no osó ni siquiera levantar su revólver. Parecía petrificado por aquel inesperado golpe teatral.

Pálido como un cadáver, casi lívido, quedó en su puesto mirando con ojos dilatados por el terror, ora a los cosacos, que ya no se levantarían nunca, ora a Wassili, que avanzaba hacia él apuntándole, dispuesto a matarle a la primera señal de resistencia.

Los marineros le seguían, apuntando con sus fusiles.

—¡Ríndete! —le gritó Wassili—. Yo soy el hermano de Boris Starinsky, excomandante del acorazado Pobieda.

Stryloff había quedado mudo. Había dejado caer el sable, y con nervioso movimiento se enjugaba con la mano el sudor que le corría por la frente, a pesar del frío intenso que reinaba en aquella hora matutina.

—¿Me has oído? —preguntó Wassili—. ¡Ríndete!

—¿Qué vais a hacer de mí? —preguntó finalmente el capitán, haciendo un esfuerzo supremo.

La respuesta se la dio de modo terrible el excomandante del Pobieda, que en aquel intervalo había saltado fuera de la fosa.

—Tu has celebrado un consejo de guerra, capitán Stryloff, únicamente compuesto de dos individuos. Ahora nosotros te formaremos otro compuesto de cien jueces que pronunciarán tu condena.

—¿Cómo? ¿Os atreveréis?…

—Ya verás a lo que nos atrevemos, capitán, cómplice ya descubierto de mi primo el barón de Teriosky, y atormentador feroz de estos desgraciados prisioneros que no son ladrones, sino políticos, condenados a este desierto de nieve, sólo por haber amado demasiado la libertad de su patria. No esperes perdón de ellos; ¡desarmadle!

Los seis marineros de la chalupa se lanzaron sobre el capitán, como un solo hombre, arrancándole el revólver y rodeándole.

—Adelante ahora los forzados —dijo Wassili.

Las filas de políticos se movieron haciendo resonar rítmicamente las cadenas y formaron alrededor del capitán un vasto círculo, sentándose en el suelo, sobre la nieve que cubría el patio. Stryloff miraba con terror imposible de describir, aquellos preparativos que le anunciaban una próxima sentencia de muerte, ya que no esperaba gracia alguna de las víctimas de su feroz brutalidad.

—El consejo de guerra está completo y en su puesto —dijo Wassili, con su voz sonora y un poco irónica—. Capitán Stryloff, descubrios.

Liwitz, el maquinista de la chalupa, viendo que el capitán titubeaba, le quitó la gorra y la arrojó con desprecio en medio de la nieve.

—Tú, Boris, hermano —prosiguió el implacable Wassili, que se había sentado en un tronco de árbol—, lanza contra este hombre el primer cargo.

El excomandante del Pobieda avanzó al frente y extendiendo la diestra hacia el capitán, dijo:

—Yo acuso a este hombre de ser un cómplice pagado de mi primo el barón de Teriosky, quien le ha enviado aquí expresamente para suprimirme.

—¿Lo juras por tu honor?

—Lo juro.

—¿Tienes pruebas?

—Tú lo sabes mejor que yo.

—Es cierto, señores —dijo Wassili, volviéndose hacia los forzados, que asistían en silencio a aquella escena—. Yo he tenido las pruebas indudables de que este hombre ha venido aquí expresamente para hacer desaparecer a mi hermano.

—¿Quién os las ha proporcionado? —gritó el capitán con un esfuerzo supremo.

—Dos hombres honrados que han dedicado su existencia al triunfo de mi inocencia, y la de mí hermano Boris —respondió Wassili con voz solemne.

—¿Sus nombres? Decídmelos.

—Dimitri Rokoff, comandante del 12º regimiento de Cosacos del Don, y Fedor Mitenko, uno de los más ricos negociantes de Odesa.

—No les conozco, pero esos hombres honrados no pueden ser otra cosa que unos canallas.

—¡El canalla eres tú! —gritó Wassili.

El capitán se encogió de hombros, sonriendo de modo forzado.

—¿Son esas todas las pruebas que ustedes tienen? —preguntó después irónicamente.

—Sí: a nosotros nos bastan.

—¿Y me vais a sentenciar por ellas?

—Aún no hemos terminado.

—¡Ah! ¡Hay otras aún! —dijo el capitán, que poco a poco recobraba su sangre fría y su valor.

Wassili se volvió de nuevo a los forzados, siempre silenciosos e inmóviles; después continuó:

—Nosotros tenemos un primo, el barón de Teriosky, uno de esos seres malvados que algunas veces se encuentran en el mundo, y que aunque es ya viejo, se enamoró locamente de la hija de mi hermano; de su hija única.

«Rechazado por la muchacha y por nosotros, juró vengarse. Dirigió una denuncia a la policía de San Petersburgo, y nuestro palacio fue un día invadido y nosotros arrestados.

»Un miserable siervo, sobornado por nuestro primo, había escondido en nuestro escritorio proclamas y cartas comprometedoras que habían de hacernos aparecer como afiliados a la infame gaida de los Hoolyganis. Ya comprenderéis: yo, ingeniero de las minas, y mi hermano, comandante de un acorazado, éramos miembros de los Hoolyganis».

Un murmullo de sorpresa y de indignación se elevó entre los forzados.

—Pero aún no es eso todo —continuó Wassili—. Allí se habían añadido todavía otros documentos para hacer creer que estábamos afiliados a la secta de los nihilistas para agravar más aún nuestra situación.

«De nada sirvieron nuestras defensas. Mi hermano, víctima inocente del odio feroz del miserable barón, fue degradado y condenado a deportación perpetua en esta isla maldita, y yo internado en las terribles minas de Alghasithal, de las cuales, por caso milagroso, logré evadirme.

»Ahora, este hombre que tenéis ante vosotros había asumido el encargo de hacernos desaparecer a mí y a mi hermano, valiéndose de su destino de comandante de la penitenciaría del Extremo Oriente. ¿Qué opináis que merece este miserable que sabiendo que somos inocentes, porque tiene las pruebas de ello, deseaba nuestra muerte?».

—¡La muerte! —respondieron a una voz los forzados.

—¿Vosotros de qué le acusáis?

—De crueldad inaudita —respondió por todos un viejo galeote—. Ha hecho morir a mi hijo bajo la nagaika.

Otra voz más terrible se elevó:

—Ha matado de un tiro de revólver a mi hermana, que me seguía en el doloroso viaje a través de Siberia, porque intentó defenderme contra su brutalidad de comitre enfurecido. ¡Merece dos veces la muerte!

—¿No hay quien le defienda? —preguntó Wassili.

Nadie respondió.

—¿Nadie recuerda una buena acción, un destello de generosidad de parte de este hombre?

También esta vez todas las bocas quedaron ferozmente cerradas.

—Capitán Stryloff —dijo entonces Wassili—, te hemos juzgado y sentenciado: prepárate a morir. La huesa que debía servir para mi hermano, servirá para ti, y tu sudario será la nieve de la isla de Sajalin.

—Yo no reconozco jueces en vosotros, miserables galeotes —dijo el capitán.

—En este momento no somos forzados, sino hombres libres —dijo Wassili—. Por tanto, podemos juzgar y condenar.

—Yo niego ese derecho —dijo el capitán con ímpetu de cólera.

—Más tarde, si queréis, podéis apelar a la justicia del Padrecito —respondió Wassili con voz burlona.

—¡Esto es un asesinato!…

—No; es una sentencia perfectamente legal. Vuestra sentencia era un asesinato, porque la pronunciasteis únicamente vos y un sargento ebrio, que con seguridad ignoraba los motivos recónditos que os empujaban a suprimir a mi hermano,

—¡Protesto!

—Más tarde lo haréis si os damos tiempo.

—¡Sois unos miserables! —rugió el capitán.

—Te hemos juzgado y sentenciado y hasta. Traed una silla y atad a ese hombre —continuó el implacable Wassili—. Yo asumo completamente la responsabilidad de la muerte del capitán Stryloff, en mi calidad de presidente del consejo de guerra que se ha reunido para juzgar a un hombre indigno de pertenecer al ejército ruso.

Los seis marineros de la chalupa ataron al capitán los brazos a la espalda, mientras el stárosta llevaba una silla y la colocaba en el borde de la fosa.

Stryloff, viendo aquellos lúgubres preparativos, se puso extremadamente pálido. Acaso hasta aquel momento había esperado que se tratara de una comedia representada para hacerle pasar un mal rato, pero nada más.

Los seis marineros, aprovechándose de su estupor, que le paralizaba las fuerzas y la lengua, le empujaron hacia la silla, le hicieron sentar a horcajadas y le ataron al respaldo.

—¿No tiene nada que disponer, capitán Stryloff, antes de desaparecer de la superficie de la tierra? —preguntó Wassili—. ¿Querréis al menos decirnos dónde ha escondido el barón de Teriosky a Wanda, la hija de mi hermano?

—¡No tengo que decir más sino que sois unos asesinos! —gritó el capitán.

—Morirás con nuestra estimación.

—No necesito la estimación de bandidos de vuestra especie.

—Mi hermano y yo hemos sido víctimas de una intriga infernal.

—Sois unos miserables.

—¿Es vuestra ultima palabra?

—La última.

—Cúmplase la justicia de los hombres.

A una señal suya, los seis marineros se colocaron en una fila a doce metros del capitán, avanzando luego silenciosamente algunos pasos.

El capitán, que les volvía la espalda, no se había apercibido de nada. Acaso tenía esperanza todavía.

Wassili intentó aún una última tentativa.

—Capitán Stryloff —le dijo—. ¿Queréis antes de comparecer ante Dios decirnos dónde ha escondido el barón a Wanda? Es imposible que lo ignoréis.

—¡No!…

—Esa respuesta os ha perdido.

Alzó una mano.

Seis disparos de fusil retumbaron casi de pronto, formando una sola detonación.

El capitán, atado a la silla, cayó en la fosa sin lanzar un gemido.

—La justicia está hecha —dijo Wassili—. Este hombre no era un honrado oficial del ejército ruso, sino un esbirro. Dios acoja su alma.

Después, volviéndose a los forzados que habían asistido impasibles a aquella siniestra ejecución, añadió:

—Vosotros sois libres: Bedoff, entrega a estos hombres todas las armas que haya en la penitenciaría. Nosotros debemos pensar en su salvación.

El stárosta avanzó al frente.

—Señor —dijo—, ¿qué pensáis hacer de nosotros?

Si nos dejas en esta isla, no tardaremos en volver a ser aprehendidos y fusilados o aniquilados a golpes de knut.

—Ya lo sabemos, valiente —respondió Wassili—; pero la libertad requiere sus sacrificios.

—¿Qué quieres decir, señor?

—Al desembarcar aquí hemos visto un guardacostas que podría serviros para atravesar el golfo de Tartaria y refugiaros en China o en Japón. Manchuria y la isla de Yeso no están lejos. No se trata más que de conquistar ese barco, y nosotros estamos dispuestos a ayudaros con todas nuestras fuerzas.

—¿Dónde está ese guardacostas?

—Se oculta en la bahía.

—¿Tú nos dirigirás el ataque, señor?

—Mi hermano, que es hombre de mar, dirigirá el abordaje. ¿No es así Boris?

—Estoy dispuesto a exponer mi vida por la salvación de estos hombres —respondió el excomandante del Pobieda.

—Marchad y armaos —dijo Wassili.

Los forzados, que ya estaban rompiendo sus cadenas con un hacha que les dio Liwitz, el maquinista de la chalupa, siguieron a Bedoff, quien sabía mejor que nadie dónde se encontraban los revólveres, los fusiles y las municiones de la penitenciaría.

Cinco minutos después reaparecieron todos formidablemente armados.

—¿Continúan durmiendo los cosacos? —preguntó Wassili a Bedoff.

—Roncan a quien más puede señor —respondió el carcelero—. Antes de cuarenta y ocho horas, como os he dicho, no despertarán. Han empapado demasiado vodka esas esponjas vivientes.

—Entonces tenemos tiempo para tomar el guardacostas que nos deberá servir para sustraer a estos desgraciados a la venganza de los jefes de las penitenciarías. ¿Tú conoces ese buque?

—Sí, señor.

—¿Qué tripulación tiene?

—Lo más una treintena.

—¿Sabes su fondeadero nocturno?

—Se refugia siempre detrás de las escolleras de Jawine. El oleaje es siempre fuerte en estas playas y un golpe de mar puede surgir de improviso y deshacer la nave que ose afrontar las costas de esta maldita isla.

—¿Es posible una sorpresa?

—Sólo hay que atravesar un pequeño paso donde el agua llegará apenas a la cintura de un hombre.

—No creía que fueses un hombre tan útil. Tendrás doble paga de la que te había señalado tu antiguo pensionista Ursoff.

—Es usted demasiado generoso, señor.

—¿Están preparados los forzados?

—Y todos armados.

—Daremos un abordaje fulminante tan pronto como se oculte el sol.

—¿Vendrás tú con nosotros a Yeso, señor?

—No te preocupes por mí ni por mi hermano, ni por mis hombres. Japón no es nuestra meta. Tenemos negocios importantes que resolver y tenemos que ir muy lejos.

—No insisto, señor.

—No es prudente permanecer aquí. Los cosacos, a pesar de tu aserto, podrán despertar y podría llegar cualquier oficial inspector. Iremos a acampar entre los bosques de abetos y de abedules que cubren la playa; así podremos observar mejor al guardacostas y tomar nuestras disposiciones para el abordaje.

—Como queráis, señor.

—Haz que se reúnan los forzados y vámonos en seguida. No estoy tranquilo entre los muros de la penitenciaría.

Pocos minutos después todos salían al exterior, mientras la nieve, que continuaba cayendo insistente, cubría con blanco sudario los cadáveres de los cosacos y llenaba por completo la huesa en el fondo de la cual, atado a la silla, dormía para siempre el capitán.