CAPÍTULO III

El sentenciado

Un hombre vestido con uniforme de capitán de cosacos y que arrastraba el sable con gran estrépito sobre el pavimento de madera, entró, llevando en la mano una de esas terribles fustas llamadas nagaikas, empleadas por los salvajes jinetes de las estepas del Don.

Tendría unos cuarenta años y, como todos los hombres de su raza, era de alta estatura y formas robustas.

Larga barba rubicunda, algo inculta, le cubría parte del rostro, en el cual sobresalía una nariz encorvada como el pico de un papagayo y dos ojos grises semejantes a los de un halcón.

—Buenas noches, coronel —dijo con acento irónico, quitándose de la boca una pipa monumental—. Estoy seguro de que no esperaríais una visita mía antes de vuestra ejecución.

El hermano de Wassili, oyendo aquellas palabras, se levantó como disparado, fijando sobre el capitán sus ojos de un azul profundo, animados por una llama intensísima.

Fin estatura y en robustez poco tenía que envidiar a su adversario. Era hermoso tipo del norte, fuerte como un abeto, de aspecto imponente y facciones enérgicas.

Aunque ya debía de haber pasado de la cincuentena, su barba, su bigote ni sus cabellos tenían un solo hilo de plata. Únicamente su amplia frente estaba surcada por profundas y prematuras arrugas.

—No —dijo con voz seca—, no os esperaba. Es costumbre dejar en paz, la última noche de su existencia, a los condenados a muerte.

—Vengo a preguntaros si habéis hecho testamento. Tenéis una hija.

Del pecho del coronel salió un verdadero rugido.

—¡Wanda!… ¡Hija mía!… ¡Wanda, que mañana no tendrá padre!…

—¿No lo habéis hecho? —preguntó el capitán, que había permanecido impasible ante aquella explosión de dolor.

El coronel permaneció un momento inmóvil, lanzando sobre el capitán una mirada feroz, y después prorrumpió en una carcajada siniestra, estridente.

—¿Qué quiere usted hacer, maldito inspirador de mi primo el barón Teriosky, con mi testamento? ¿Destruirlo después de mi muerte, no es cierto?

—¡Señor Starinsky!… —exclamó el capitán, palideciendo.

—¡Todo lo sé, miserable! —tronó el coronel con un terrible estallido de cólera.

El capitán había alzado la nagaika, pero la bajó diciendo:

—Si no tuviera ante mí a un superior y a un hombre que al salir el sol dormirá en su huesa, ya le habría golpeado.

—Entonces escuchadme, ya que me consideráis como hombre muerto —dijo el sentenciado con tono irónico.

Dio dos o tres pasos alrededor de la mesa, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la frente borrascosamente fruncida: después se sentó sobre una silla plegable desvencijada y, fijando sobre el capitán una mirada de odio, dijo:

—Yo era coronel de la guardia del Zar, gozaba de la estimación de todos, incluso de la del emperador, era rico y feliz, cuando un boyardo unido a mí por estrecho parentesco juró mi perdición.

«Él, aunque viejo, se había enamorado perdidamente de mi hija, de mi Wanda. Me la pidió por esposa y se la negué, despreciándole.

»Ella era aún una niña, puede decirse, porque no tenía más de dieciséis años, mientras él tenía más de cuarenta y un pasado nebuloso.

»Aquella negativa fue la perdición de mi familia. Era entonces la época en que los nihilistas[13] conspiraban contra el absolutismo.

»¿Qué era necesario para perder a un hombre honrado, respetado y fidelísimo súbdito del Padrecito[14]? Un documento cualquiera, introducido hábilmente por un traidor en su correspondencia, y una delación a la policía, eran cosas más que suficientes para mandar aunque fuera a un almirante o a un generalísimo a las prisiones de San Pedro y San Pablo[15].

»Era, sin embargo, necesario ser un villano, y un villano era precisamente mi primo el barón de Teriosky, el gran armador de Libau[16]».

—Esa es una novela creada por vuestra fantasía —dijo el capitán, que fustigaba nerviosamente con la nagaika sus altas botas a la ecuyére[17].

—Callad —gritó el coronel—. Aún reservo para usted algo que le hará temblar la piel.

«Una noche la policía asaltó mi palacio, husmeó por todas las habitaciones, derribó todos los muebles y encontró… lo que mi primo había hecho ocultar por alguno de mis criados, sobornado a fuerza de oro. Mi hermano Wassili y yo éramos a los ojos de la policía dos afiliados a las sociedades terroristas rusas, dos enemigos del Zar y del absolutismo. Los documentos hablaban claro; las manifestaciones que hacíamos en nuestra correspondencia no podían dar lugar a dudas, y a pesar de nuestra desesperada defensa, fuimos condenados a deportación perpetua: Wassili a las minas de mercurio de Alghasithal, y yo aquí a esta triste isla perdida en los confines del mundo ruso.

»¿Y de mi hija, que quedó sola, sabéis qué ha sido?».

—¡Yo! Seguramente que no —respondió el capitán, presuntuosamente.

—Desapareció en seguida de nuestra partida para Siberia.

—Se habrá marchado con algún amante.

El coronel saltó en pie como un tigre, con los puños tendidos, pronto a precipitarse sobre el capitán.

—¡Miserable! —le gritó—. Repite esa frase y te estrangularé aunque estés en medio de tus cosacos.

El capitán, acaso arrepentido de aquella frase, dio dos pasos atrás, diciendo:

—Perdonad, coronel, pero no tuve ninguna intención de ofenderos: era una suposición mía y nada más.

—¡Mi Wanda fue raptada y tú sabes por quién! —gritó el coronel con voz terrible.

—¿Yo lo sé?

—Sí, porque tú eres el inspirador del barón de Teriosky.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Lo sabía mi hermano Wassili, que hace seis meses ha logrado escaparse de las minas.

—Pues ha mentido —respondió el capitán, que era presa de vivísima agitación—. Yo no he tenido nunca relación con vuestro primo el barón de Teriosky.

—¡Tú eres quien miente, infame! —gritó el coronel, exasperado—. El te ha hecho mandar aquí para que me vigilases y me atormentases buscando el modo de suprimirme, y lo has encontrado, ¿no es verdad? Rebelión de un político contra el comandante de la penitenciaría, y de ahí el consejo de guerra formado por ti y un sargento, tu siervo, peor aún, tu esclavo, y pronunciación de sentencia de muerte. ¿No es así, capitán Stryloff?

—¡Eso es una acusación infame! —exclamó el capitán, rojo de cólera.

—¿Cuántos rublos te pagará mi primo cuando le anuncies mi muerte? ¿Puedes decírmelo? —preguntó el coronel con ironía.

—Yo no he hecho más que mi deber. Habéis alzado la mano contra mí y el sargento, la rebelión era evidente, y todo forzado, sea político o no, que se atreva a tanto, merece pena de muerte, aunque sea un almirante que haya perdido su grado y que se ha convertido en un simple número como un vor (ladrón) cualquiera.

—¿Has dicho ladrón?…

—Lo he dicho como comparación y nada más —respondió el capitán—. No he querido ofenderos.

—¿Y podrías decirme, capitán, quién me ha impulsado a la rebelión? Tus continuos maltratos, tus incesantes ironías, tus bellaquerías largamente estudiadas para sacarme de quicio y arrastrarme a la desesperación, y tener con ello motivo para suprimirme y hacer a mi primo el servicio que desde largo tiempo espera y que de seguro será pagado con largueza.

—Ya os he dicho que nunca he tenido relación con el barón de Teriosky —respondió el capitán, secamente.

—¡Tu palidez te hace traición, capitán! —gritó el coronel.

—No me fastidiéis más. Lo que he hecho, hecho está y no retiraré la sentencia ya pronunciada.

—Para agradar a mi primo.

—Esa acusación comienza a molestarme.

—Y por eso me suprimís sin darme tiempo a recurrir a la gracia suprema, al Zar. cuando tengo derecho a ello como cualquier oficias de la marina rusa.

—San Petersburgo[18] está demasiado alejado de Sajalin y además os sería negada en vista del informe que yo he expedido. ¿Habéis hecho vuestro testamento? ¿Sí o no?

—No, ni lo haré, porque en tus manos desaparecería o sufriría tales modificaciones, que haría pasar mi fortuna a las manos de ese miserable de Teriosky.

—Os fusilaremos de igual modo —dijo el capitán con voz seca—. Preparaos al gran viaje, porque el sol pronto aparecerá.

—¿Estáis bien seguros de fusilarme?

El capitán, que ya iba a salir, visiblemente poco satisfecho de aquella conferencia, se detuvo bruscamente, mirando al coronel.

—¿Dudáis de ello? —preguntó, no sin cierta inquietud.

—¡Eh! ¿Quién sabe? —dijo el coronel.

—¿Me creéis capaz de bromear?

—No lo se, pero dudo de comparecer tan pronto ante Dios.

—Ya os persuadiréis dentro de veinte minutos. La fosa ya ha sido cavada en el patio… ¡Olao!…

Un cosaco, el ordenanza del capitán, que vigilaba fuera, oyendo aquella llamada, entró, teniendo en la mano el fusil con la bayoneta armada.

—Vigila al prisionero —le dijo el capitán—. Al primero que entre aquí, mátale como a un perro. ¿Me has entendido?

—Sí, capitán —respondió el soldado.

—Yo me encargo de despertar a los cosacos. ¿Tiene tu compañero preparado el tambor?

—Sí. patrón.

El capitán salió sin volver siquiera la cara para mirar al coronel y cerró la puerta con estrépito.

En el corredor contiguo había otro cosaco sentado en una banqueta coja, con un tambor al lado y un fusil entre las rodillas.

—Toca diana —le dijo el capitán—. La hora de la ejecución se aproxima. ¿Han cavado ya la fosa?

—Sí, amo.

—¿Ha escogido el pelotón ya el sargento?

—Seguramente.

—Bien está: toca fuerte. Los forzados asistirán a la ejecución del coronel. ¡Ah! Se cree que yo bromeo. Aquí mando yo, y un número de más o de menos no se advierte. Que recurra después de muerto a la gracia suprema. Los negocios son los negocios, dicen nuestros vecinos del otro lado del estrecho de Behring[19], y yo procuro sacar los míos adelante del mejor modo posible. El barón pagará esta muerte espléndidamente.

El cosaco se colgó el tambor de la bandolera y comenzó a batir diana furiosamente, dirigiéndose hacia la habitación grande que servía de dormitorio a sus compañeros y haciendo retemblar las bóvedas de la penitenciaría.

Aquel furioso redoblar duró cinco minutos, pero con gran sorpresa del capitán, nadie se presentó en el corredor.

—¿Qué harán esos hijos de perra? —gritó enfurecido—. ¿Habrán corrido ayer alguna francachela?

«Otro redoble. Uska».

El cosaco repitió la diana, hiriendo precipitadamente el parche, pero también esta vez permaneció cerrada la puerta del dormitorio.

—Uska. ¿qué quiere decir esto? —preguntó el capitán al tambor.

—Parece que mis compañeros tienen el sueño profundo esta mañana —respondió el cosaco——. Nunca me ha ocurrido un caso igual.

—¿Les has visto tú beber ayer tarde?

—No, amo.

—¡Vive Dios! Tendré yo que ir a despertarles a latigazos de nagaika y les haré chillar como ocas desplumadas vivas —gritó el capitán.

Se acercó a la puerta del dormitorio, la abrió con un terrible puntapié y se precipitó sobre los camastros, haciendo restallar la terrible fusta, pero a los pocos pasos se paró, dejando escapar de su boca una blasfemia.

—Los camastros están vacíos —exclamó palideciendo—. ¿Habrán huido para no fusilar a ese imbécil de Starinsky? ¡Oh, no! ¡No lo creería nunca!

—Amo, no veo a nadie —dijo Uska, dejando rodar por tierra el tambor.

—¡Pedazo de canalla! —aulló el capitán—. ¿Qué has hecho tú esta noche?

—He vigilado constantemente ante la habitación del sentenciado, juntamente, con Olao —respondió el cosaco, temblando.

—¿Y no has visto a nadie salir del dormitorio?

—No capitán.

—Entonces habrán salido por la otra puerta.

—Es probable.

Deja el tambor, toma tu fusil y sígueme.

Empuñó el revólver y atravesó con paso rápido la gran habitación, dirigiendo alrededor miradas feroces.

Todos los lechos, incluso el del sargento, estaban desocupados.

Blasfemando y agitando de modo amenazador la nagaika, entró en el corredor. Un fuerte olor de alcohol 1c llegó de pronto a la nariz.

—¡Ah! ¡Canallas! —exclamó—. ¡Se han embriagado con vodka! ¡Os haré pedazos, hijos de perra!

Guiado por aquel penetrante olor, pasó a otra galería y vio una masa de hombres desplomados unos sobre otros en todas las posturas imaginables y roncando con un estruendo ensordecedor, como oíros tantos tubos de órgano.

Eran sus cosacos, tan hábilmente embriagados por aquel tuno de Bedoff.

—¡Ah, miserables! —aulló el capitán, furibundo—. ¡Tres veces animales! ¡Salvajes del Don! ¿Por qué no tendré veinte hombres para haceros colgar a todos?

Viendo al sargento que dormía como un lirón, abrazado aún a un recipiente de vodka, se le echó encima como una fiera, descargándole una tempestad de puntapiés y golpes de nagaika.

¡Trabajo inútil! Era como si golpease un leño o un cuerpo muerto.

El digno sargento continuó roncando plácidamente como si le dieran aire con un abanico.

El capitán, que estallaba de ira, la desahogó entonces contra los otros, mientras Uska. que no podía contenerse, se aprovechaba de la cólera de su jefe para echarse al cuerpo, a escondidas, algunas tazas medio llenas que había descubierto en un rincón de la estancia.

La nagaika restallaba, golpeando sin compasión aquella masa humana, no logrando más éxito que un rumor, pero un rumor completamente inútil, como el redoble del tambor poco antes golpeado.

El capitán, convencido, por último, de que su nagaika, aunque manejada furiosamente, no lograría abrir los ojos a aquellos borrachones que no cesaban de roncar bravamente, se volvió a Uska, que en aquel momento vaciaba la quinta taza, descubierta tras una columna de la estancia.

—¿Quien ha traído aquí estas vasijas? —le preguntó con rabia.

—No lo sé, amo —respondió el cosaco con aire de idiota, porque el licor precipitadamente tragado comenzaba a producir sus efectos—. Yo estaba de guardia delante de la prisión del sentenciado.

—¡Ya lo sé, triple bruto! —gritó el capitán.

—Yo no sé nada: os lo juro por la Santísima Virgen de Kazan.

—Alguien debe de haberlos introducido ocultamente.

—Ciertamente, alguien.

—¿Pero, quién?

—¿Estás tú también borracho?

—No amo; yo estoy de guardia…

—¡Calla, hijo de perra! ¡Por cien mil osos blancos! Aquí se ha urdido una infame traición… Ahora comprendo por qué el coronel ponía en duda la ejecución de la sentencia… ¡Oh! ¡Me vengaré de estos animales! ¡Bedoff! ¿Dónde está Bedoff?

—No le he visto, amo. Acaso este debajo de estos borrachos.

—¡Es imposible! Bedoff es un ruso que no se embriaga tan inconscientemente como tus compatriotas… Ve a buscarle. Acaso le encuentres en la estancia de los forzados… ¡Sangre del demonio! ¡Espera!

—Estoy a tus órdenes, amo.

—¿Cuántos hombres hay fuera de centinela?

—Seis: es el número acostumbrado.

—Seis, y vosotros dos, que hacen ocho: el pelotón para la ejecución estará completo. ¡Ah! ¡Por cien mil diablos desencadenados! ¡Coronel Starinsky, te haré fusilar de todos modos! Ve a reunir los centinelas; después anda a buscarme a Bedoff.

El cosaco, contento por haber librado sin algún golpe de nagaika conociendo el humor irascible del amo partió corriendo a cumplir la orden.

El capitán había quedado en la antesala, paseando nervioso y mirando ferozmente aquel enorme cúmulo de borrachos que roncaban. Sus ojos inyectados de sangre se fijaban especialmente en el sargento, que continuaba abrazado al barril que no había logrado vaciar.

De cuando en cuando se detenía para descargar sobre aquellos cuerpos insensibles una tempestad de fustazos, jurando y blasfemando,

—¡Haré colgar lo menos a diez! —voceaba—. Al sargento le mandaré a las minas del Baikal o del Anzar; pero no, mejor será enviarle al archipiélago de Nueva Siberia, para que reviente de frío entre los osos blancos. ¡Brigantes! ¡Aún no sabéis quién soy yo!… ¡Me vengaré como un rayo!

Y golpeaba con furia, girando como una bestia feroz en torno de aquella masa humana, sobre la que descargaba patadas en increíble abundancia. Pero apenas algún gruñido respondía a aquella tempestad de golpes: los cosacos habían bebido demasiado para sentir los efectos.

Cinco minutos después regresaba Uska acompañado de cinco cosacos con los gorros de piel y los capotes cubiertos de nieve, y tiritando de frío.

—Aquí están los centinelas, amo —dijo.

El capitán los contó.

—¡Cinco! —exclamó—. ¿No me habías dicho que eran seis? ¿Cómo es esto? ¿Hay otro borracho que añadir a los otros?

—El que falta, amo, no se despertará nunca.

—¿Qué quieres decir, bribón?

—Le han matado de un gran bayonetazo en el corazón.

—¿Quién?

—No lo sé.

—¡Hablad vosotros, colección de asnos! —gritó el irascible capitán, lanzando miradas feroces sobre los cosacos.

—Le hemos encontrado muerto, señor —se atrevió a decir el más viejo de la pequeña tropa.

—¿Pero quién le ha matado?

—Acaso los ainos.

—¡Tú eres un cretino! ¿Desde cuándo esos salvajes se atreven a asaltarnos? Son los seres más estúpidos de la tierra. ¿Habéis visto a alguno acercarse a la penitenciaría?

—A nadie —respondieron a una los cinco centinelas.

—Entonces dormíais, canallas.

Los cosacos hicieron apenas una señal de protesta, temiendo desencadenar la cólera del terrible capitán.

—Aquí se ha urdido una traición —prosiguió el comandante de la penitenciaría, con voz formidable—. Se intenta salvar a ese perdulario de Starinsky. ¡Vive Dios, que lo veremos! ¿Están cargados vuestros fusiles?

—Sí, capitán.

—Id a coger al prisionero y traedle ante la fosa. Le fusilaremos por detrás como a un traidor… Uska, ve a buscar a Bedoff y conduce los forzados al patio. Es necesario un escarmiento y lo haré: así aprenderán a temerme, Mañana, cuando los vapores de la vodka hayan pasado, ajustaré las cuentas a estos bribones que han preferido embriagarse a plantar una docena de balas en la carroña del coronel. ¡Ya veréis quién es el capitán Stryloff!