CAPÍTULO II

La penitenciaría de Sajalin

Un viejo de larga barba blanca, pero que conservaba aspecto marcial, vestido con largo capote de paño gris muy remendado, se había dejado deslizar de su camastro y avanzó hacia Wassili, haciendo resonar lúgubremente sobre el pavimento de madera la cadena sujeta a sus canillas.

El stárosta de las prisiones rusas es una especie de vigilante escogido entre los más viejos y más respetables políticos, encargado de responder de la tranquilidad de sus compañeros de cadena, cargo con frecuencia peligrosísimo, pero que, no obstante, goza de prerrogativas especiales que no son de despreciar en las tristes penitenciarías siberianas y de las islas.

—Heme aquí, señor —dijo el viejo después de saludar militarmente.

—¿Sabes de qué se trata stárosta? —preguntó Wassili, mientras los detenidos abandonaban silenciosamente sus camastros, agrupándose en torno a los marineros de la chalupa.

—Bedoff me ha informado de todo —respondió el viejo—; se trata de arrancar de la muerte al coronel Starinsky.

—Y de vuestra libertad —añadió Wassili—. ¿Están tus compañeros dispuestos a ayudarnos?

—Todos: odiamos a ese bruto de Stryloff tanto como querernos a ese valiente soldado que siempre ha sido para nosotros como un segundo padre.

—La semencia de muerte contra el capitán ya está pronunciada por nosotros y seréis vengados de los tormentos y de los golpes de knut[10] que os ha infligido.

—Pero tus hombres son pocos, señor, y nosotros no tenemos armas —dijo el stárosta con alguna inquietud.

—Antes de que llegue el alba, los cosacos estarán fuera de combate —respondió Wassili—. En todo hemos pensado.

—Entonces estamos dispuestos a ayudarle, señor, aunque tuviéramos que afrontar el fuego del capitán.

—No le daremos tiempo para gastar muchos cartuchos. ¿Es cierto que el coronel ha sido condenado a muerte por haber abofeteado al capitán Stryloff?

—Sí, señor. El capitán había hecho dar de latigazos por los cosacos, hasta saltarle la sangre, a un pobre diablo, e iba a rematarle a sablazos, cuando el coronel intervino, arrojándole al suelo de una bofetada. Ha cometido una imprudencia, porque aquí no hay nadie con autoridad más que el capitán; sólo él manda y, contrariamente a las órdenes dadas por el Zar, condena a su antojo.

—¿Quién se cuida de nosotros? —prosiguió el stárosta con triste voz, después de breve pausa—. Si desaparece un número, nadie se ocupa en averiguar las causas.

—Lo sé demasiado —respondió Wassili—. Felizmente hemos llegado a tiempo y no será el coronel quien caiga bajo el plomo. Hace quince días que acechamos una ocasión para arrebatarle. El momento se ha presentado y obraremos resueltamente.

—¿Habéis venido en algún buque, señor?

—No te lo puedo decir, stárosta. Es un secreto que no puedo revelar, porque no me pertenece a mí solo. Únicamente puedo decirte que mañana seréis todos libres y de esta penitenciaría no quedará piedra sobre piedra.

—¿Entonces, señor, dispones de poderosos medios de ataque?

—Y a lo verás, stárosta —respondió Wassili—. Pero hay un guardacostas que podría molestarnos. ¿Tú lo conoces?

—Sí, señor; vigila todo el año la costa para impedir las evasiones.

—¿Qué clase de buque es?

—¡Oh!… Un antiguo cañonero que apenas se mantiene en el mar y que no creo lleve una tripulación de más de veinticinco hombres.

—¿Con piezas de artillería?

—Una sola.

—Esquivaremos su tiro.

En aquel momento la puerta se abrió y apareció Bedoff.

—Señor —dijo dirigiéndose a Wassili—, que apaguen la linterna y recomienda a todos el más profundo silencio. Los cosacos han mordido el anzuelo sin excluir el sargento, y van a llegar.

—No ahorréis la vodka —respondió Wassili—. Es necesario que mañana por la mañana estén completamente ebrios.

—No cesarán hasta que caigan unos sobre otros, fulminados. Conozco demasiado bien a esos bebedores insaciables.

Volvió a cerrar la puerta, corrió el cerrojo y después se dirigió velozmente hacia el corredor donde estaban los recipientes de vodka.

Apenas había llegado cuando entraron siete u ocho cosacos medio soñolientos, envueltos en sus largos y pesados capotes.

El sargento, un hombretón de larga barba inculta que le cubría casi hasta los ojos, entró con ellos.

—¿Es verdad que das de beber, Bedoff? —preguntó con voz ronca el bebedor impenitente.

—Un río de vodka, sargento —respondió el carcelero—. Tus hombres no se habrán encontrado nunca en medio de tanta abundancia, te lo juro por la Virgen de Kazan. ¡Mira!

El sargento, viendo alineadas junto a la ventana todas aquellas vasijas de metal, se arrojó sobre ellas como un animal sediento, examinándolas una por una.

—¡Esto es verdadera vodka! —exclamó, saltando en pie—. Bedoff, ¿dónde has encontrado ese tesoro?

—Lo he comprado a esos imbéciles de ainos[11] por un miserable rublo.

—¡Todo este licor!

—Parece que debe de haber naufragado algún barco junto a la costa, no sé cuándo. Los ainos han encontrado estos barriles y no sabiendo lo que contenían ni encontrando medio de abrirlos, me los han ofrecido. ¡Figúrate si me habré apresurado a comprárselos! Con una sola mirada me he apercibido de que estaban llenos de vodka, y esta noche, eludiendo la vigilancia de los centinelas, los he hecho traer aquí, después de forzar las rejas.

—¡Y nos los ofreces a nosotros! —exclamó el sargento—. ¡Eres un valiente compañero, Bedoff! ¡Vaya una borrachera que se puede tomar!

—¿Y él capitán?

—Está demasiado entretenido con el sentenciado para pensar en nosotros —respondió el sargento—. Y, además, que bebamos o que durmamos, qué le importa a él. Aún falta tiempo hasta el alba, y antes no ha de ser la ejecución, conque ahora podemos divertirnos… ¡Compañeros! ¡Descorchemos y bebamos!

Otros cosacos habían entrado, arrojando sobre los recipientes miradas de ardiente deseo.

Si el ruso es un formidable bebedor, el hijo de la estepa salvaje no tiene rival ni siquiera entre los americanos del norte que gozan de terrible fama como consumidores de licores.

Es capaz de beber hasta bajo una lluvia de metralla o con el agua al cuello. Una borrachera colosal es su única felicidad.

El sargento tomó una vasija, le dio vueltas entre sus manos y descubriendo la espita la hizo girar, vertiendo en una taza que le había dado Bedoff un chorro de líquido de color de ópalo.

—¡Vodka! ¡Verdadera vodka!… —exclamó, después de catarla—. ¡Compañeros, a beber, que hay para todos! Pero cuidado con embriagarse. Hay que tener mañana el pulso firme para despachar al coronel.

Era como predicar en desierto. Los cosacos se habían arrojado sobre los barriles, haciendo funcionar las espitas, mientras otros traían tazas y vasos de todas formas y dimensiones.

Uno, más glotón que los otros, había traído el caldero del rancho, en cuyo fondo había aún restos de menestra.

¡Oh! ¡No eran muy delicados aquellos hijos de la estepa!

Todos se habían puesto a beber furiosamente, glotonamente, sin contar los vasos.

Nunca habían gozado de una orgía semejante, y por añadidura gratuita, porque Bedoff había solemnemente declarado que el rublo regalado a los ainos se lo había dado él sin pedir por ello ningún resarcimiento.

Los cosacos, unos cuarenta en total, porque la guarnición de la penitenciaría era muy pequeña, se habían dividido en seis grupos, poniendo en medio de cada uno un recipiente.

Bedoff, que cuidaba de no hacer surgir alguna sospecha, pasaba de uno a otro fingiendo vaciar él muchas copas pero con un hábil movimiento arrojaba el licor a su espalda.

El sargento parecía el más encarnizado en vaciar aquellas vasijas, que parecían inagotables.

Como segundo comandante, a falta del capitán Stryloff debía dar ejemplo a sus soldados, ¡y bien lo daba el bribón! No hacía falta. Bedoff le estimulara a asaltar uno después de otro los recipientes.

Los electos de la colosal bebida, porque se trataba de sus sesenta litros de vodka, no debían hacerse esperar mucho tiempo.

No había transcurrido ni media hora, cuando ya varios cosacos, hartos de bebida se habían desplomado al suelo, incapaces de pronunciar ni una palabra.

El sargento había sido de los primeros en caer completamente ebrio sobre el deslucido pavimento.

Los otros, viendo a su jefe fuera de combate, se creyeron en el deber de imitarle por dejar bien puesta la subordinación, y por no perder tiempo en llevar las tazas, arrimaron sin reparo, uno después de otro, los labios a los recipientes, bebiendo directamente.

Bedoff les miraba sonriendo, tambaleándose sobre las piernas, que simulaba poco firmes, sosteniendo entre las manos, que querían parecer temblorosas, una copa de tierra cocida llena de licor hasta el borde.

—¡Ánimo, compañeros! —decía con risa de necio—. ¡Yo pago! Probablemente no os volveréis a encontrar en otra función igual. Aprovechaos de esto, ya que no podemos permitimos el lujo de beber champagne como el capitán.

No hay que decir aquellas esponjas vivientes absorbían el contenido de los recipientes. Era excelente vodka que aquel valiente compañero ofrecía gratis con generosidad de boyardo[12]

Y el licor infernal entraba a caños en aquellos corpachones nunca saciados, nublando sus cerebros con rapidez prodigiosa.

Caían los altivos hijos de la estepa a dos y tres como bajo fuego enemigo. Pero aquello era una muerte mucho más dulce, ninguno hubiera osado ciertamente lamentarse de la generosidad magnánima de aquel envidiable carcelero.

Bedoff, en medio del círculo formado por aquellos borrachos, reía siempre, balanceando y alzando su taza como para beber, pero ni una sola gota pasaba a través su garganta.

—¡Animo, compañeros! —decía—. Vosotros no sois de la fuerza del sargento. ¡Él sólo ha vaciado un barril! ¡Diez litros de vodka por lo menos! Por la Santísima Virgen de Kazan, yo ya habría muerto, pero no soy cosaco, compañeros… ¡A ellos!… ¡Esta noche es de fiesta para todos!…

Seguían bebiendo los cosacos y continuaban cayendo, desplomándose unos sobre otros, formando un montón de cuerpos humanos que roncaban a la vez con fragor de trueno.

Cuando ya el último, que parecía pegado por los labios al recipiente, cayó sobre su espalda, empapándose las ropas de vodka, Bedoff ceso de reír.

Esto parece un cementerio —dijo dejando caer la taza—. Tendrán para un par de días por lo menos. ¿Dónde demonios habrán conseguido esos hombres una vodka tan espléndida? Apostaría que no la bebe mejor un almirante. Estoy asombrado de haber podido resistir a semejante tentación… ¡Alto aquí amigo! Los negocios son los negocios, y los rublos son más preciosos que la vodka.

Dio la vuelta a la masa de borrachos, distribuyendo aquí y allá a la casualidad algunos puntapiés para asegurarse de que todos dormían profundamente, recogió la linterna y volvió al dormitorio de los forzados.

Wassili le esperaba detrás de la puerta, revólver en mano, rodeado de sus marineros, temiendo de un momento a otro alguna desagradable sorpresa.

—Ya está hecho, señor —le dijo Bedoff.

—¿Duermen?

—Todos ebrios, hasta el sargento. Espero tus órdenes, señor.

—¿Cuántos cosacos quedan disponibles?

—Seis o siete. Los que están de centinelas en el recinto exterior.

—¿No se les podría embriagar también a esos?

—Es imposible, señor. La consigna es rigurosa y si sacara solamente la nariz fuera de la puerta, me dispararían encima. Ésos no han bebido nada, señor.

—¿Tienes trajes de forzados?

—Hay algunos en el almacén.

—¿Y cadenas?

—Tampoco faltan.

—Trae siete trajes y todo lo necesario para transformamos nosotros en otros tantos presos. Tenemos que engañar al capitán Stryloff y quitarle hasta la menor sospecha.

—La cosa ha pasado con tanta facilidad, que creo que no tenga ninguna.

—Pero la prudencia nunca está de sobra.

—¡Ah! Eso es verdad.

—¿Crees que el capitán está ya despierto?

—Sé que había dado orden a su criado de despertarle a media noche.

—¿Qué va a hacer?

—Parece que desea tener una última conferencia con el coronel.

Wassili sacó de un bolsillo un magnífico cronómetro de oro y le dirigió una mirada.

—Sólo faltan cinco minutos —dijo después—; ¿cómo podría asistir a la conferencia sin cierto?

—La cosa es facilísima, porque hay una reja que da a la estancia del prisionero. El corredor central pasa a su lado.

—¿No correremos peligro de ser descubiertos?

—Ninguno, señor, ahora que los cosacos duermen. Los que vigilan fuera no dejarán sus puestos antes del redoble de tambor.

—Condúceme.

Liwitz, al oír aquellas palabras, avanzó.

—Señor Wassili —dijo—, no os expongáis solo a un peligro tan grande. El capitán del Gavilán nos ha recomendado velar sobre usted y no dejarle solo ni un momento.

—Tengo seis cartuchos en mi revólver y con cada uno se mata a un hombre —respondió el viejo—. Yo tengo costumbre de no errar mis tiros. ¿Qué se puede temer si los cosacos están borrachos? Permaneced aquí con los políticos y esperad mi regreso. Entretanto déjame tu revólver. A vosotros os bastan los fusiles. Guíame. Bedoff. Tengo prisa por asistir a ese coloquio que, seguramente, ha de ser interesantísimo para mí. Te daré una gratificación de cincuenta rublos, además del premio fijado por tus servicios.

—Pagas mejor que un boyardo, señor —respondió el carcelero—. Mi cuerpo y mi alma te pertenecen.

—Por ahora me basta con tu discreción. Más adelante veré si necesito alguna otra cosa.

Hizo a sus hombres una seña amistosa y siguió a Bedoff, que ahora no llevaba linterna.

—Agárrate a mi chaqueta, señor Wassili —dijo—. La luz podría denunciarnos.

Se internaron a tientas a través de algunos corredores, todos estrechos, y tan bajos, que Wassili, que era alto de estatura, a veces tocaba la bóveda con su gorro de piel a la cosaca; después Bedoff se detuvo bruscamente, haciendo deslizarse las manos sobre una puerta que parecía cubierta con láminas de hierro.

Descorrió lentamente, con infinitas precauciones, un cerrojo y después empujó a Wassili adelante, diciéndole en voz baja:

—Mira, señor, ahí tienes al coronel.

Por una ventana cubierta con una reja, penetraba una escasa luz que se reflejaba en la pared opuesta de la estancia, dentro de la cual habían entrado los dos hombres.

Wassili, avanzando de puntillas, se acercó a la ventana y vio en la otra habitación, iluminada por una lámpara, un hombre que paseaba nerviosamente alrededor de una vasta mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada.

—¡Hermano mío —murmuró Wassili, palideciendo—, y quieren fusilarte!… ¡Matarle antes de que haya encontrado a su Wanda y se haya vengado del infame barón que le ha encerrado a él en una prisión y a mí en otra, donde acaso estaría aún sin el auxilio de Ranzoff y del Gavilán!

Iba a precipitarse sobre la reja, gritando:

—¡Hermano! ¡Aquí estoy para protegerte!

Bedoff, notando a tiempo aquel movimiento que podía comprometerles a todos, como un relámpago se le echó encima, agarrándole fuertemente por la espalda.

—Señor —le dijo—. ¿Qué haces? ¿Quieres perdernos?

Wassili, vuelto a su acuerdo prontamente, se detuvo.

—Gracias, amigo —le dijo—. Tú me has impedido cometer una imperdonable ligereza. Pero ése es mi hermano, a quien no veía hace más de dos años, ¿me comprendes?

—Unas cuantas horas son nada en comparación con un tiempo tan largo. Más tarde le abrazaréis.

—¿Y si le matasen?

Iba Bedoff a responder, cuando se oyó descorrer una cerradura, y después el crujido de una puerta.

—Silencio, señor —murmuró el carcelero—. He ahí al capitán.