CAPÍTULO I

Una expedición misteriosa

—¡Alto!… ¡Vista a la costa a proa!

—¡Ah!… ¡Malditos tiburones!… ¡Están por todas partes alrededor de la isla endemoniada!…

—Pues va a ser la tercera noche que nos volvemos al Gavilán con las manos vacías. Pues qué, ¿tienen acaso cien ojos?

—¿Y el bonachón de Bedoff, qué hace?

—Se habrá dormido encima de su botella de aguardiente de centeno[1] mi querido Liwitz.

—Pues a él le han pagado, Ursoff.

—Y espléndidamente; el capitán del Gavilán tiene siempre la bolsa abierta.

—¡Silencio, charlatanes! —dijo una tercera voz—. ¿Creéis que no hay centinelas alrededor de la isla o que ponen sordos para guardar las barracas? Cuidado, porque corremos peligro de que nos fusilen como a salvajes de América.

Un hombre de formas hercúleas, con larga barba rojiza, se levantó a popa de la chalupa, que se deslizaba dulcemente, sin casi producir ningún rumor, sobre las foscas aguas del estrecho de Tartaria[2], aplacadas por la nevasca que caía en abundancia.

Era un hermoso tipo de anciano del norte, entre los cincuenta y los sesenta años, pero sobre el que parecía que el tiempo no hubiera aún hecho destrozos notables.

Tenía todavía hermosos cabellos, la frente espaciosa, aunque es verdad que cubierta de profundas arrugas, los ojos de un azul oscuro que aún no había perdido nada de su esplendor. Viéndole levantarse y hacer una seña con la diestra, los seis marineros que tripulaban la chalupa, seis jóvenes de poderosa musculatura, interrumpieron su conversación.

Todas las miradas se dirigieron hacia levante donde a través de las oleadas de nieve se veía delinearse confusamente una línea oscura que ocupaba todo el horizonte.

—¿Habéis visto, muchachos? —preguntó el viejo, haciendo una seña de inteligencia

—Sí, señor Wassili —respondieron a una los seis remeros.

—Tú, Liwitz, que tienes la vista más penetrante que un albatros, ¿has visto dónde se ha escondido?

—Detrás de aquel islote, señor Wassili.

—¿O en el fondo de la bahía?

—No, señor. Conozco demasiado bien la isla de Sajalin para engañarme. He estado dos artos con los cosacos vigilando a los pobres galeotes.

—Aún nos cerrará el paso el maldito guardacostas —dijo el señor Wassili con sorda rabia—. Sin embargo, es preciso desembarcar y dar el golpe esta noche. ¡Ah! Si mi amigo Ranzoff quisiera, con una de sus terribles bombas enviaríamos por el aire a todas las barracas, a todos los cosacos y a todos los carceleros y, probablemente, mataríamos también al coronel —añadió luego—. Y eso no nos vendría bien. Aquel perro del barón se pondría muy contento si se librara de un adversario tan peligroso, cuando ahora va a empezar la venganza.

—Señor Wassili —dijo un marinero—, ¿lanzo la chalupa a toda velocidad?

—No; esperemos la señal.

—Entonces daremos el golpe sin él. Lo que me preocupa es el maldito guardacostas que maniobra ante nosotros. Si el capitán quisiera, bien podría despacharlo. Apostaría a que le sigue desde lo alto.

—¿Qué hacemos entonces?

—Esperemos un poco aún. Entretanto preparad las armas; probablemente tendremos que hacer uso de ellas.

La chalupa permanecía inmóvil, balanceándose fuertemente, porque las aguas del estrecho, no encontrando salida entre la costa asiática y la isla de Sajalin, estaban muy movidas.

Una profunda oscuridad envolvía a los navegantes, y el viento, soplando de levante con violencia, lanzaba espesas cortinas de nieve, arrancada probablemente de las vecinas montañas de la isla.

Pasaron algunos minutos de angustiosa espera. Wassili, que tenía la diestra apoyada en la barra del timón, escudriñaba atentamente el mar y tendía el oído. No lograba, sin embargo, distinguir más que el rumor de las olas destrozándose contra los escollos de la isla.

—El guardacostas ha desaparecido —dijo por último—. ¿No ves nada, Liwitz?

—No, señor Wassili.

—Entonces podemos avanzar. Si el guardacostas nos quiere dar caza, le haremos correr, ¿no es verdad, maquinista?

—El carbón no vale lo que el aire líquido[3] —respondió Liwitz, sonriendo.

—¡Ahora, muchacho!

Se oyó un ligero silbido, después la chalupa volvió a emprender su carrera, dejando detrás una estela espumante que se alejaba indefinidamente.

Rápidas y tortísimas pulsaciones producidas por una máquina que no daba humo y que no esparcía el desagradable y penetrante olor del carbón, hacían vibrar sonoramente el casco de la ballenera con un rumor metálico.

A popa turbinaba velocísimamente la hélice, imprimiendo al pequeño barco un impulso irresistible.

Los marineros, sentados en los bancos, callaban, teniendo entre sus rodillas fusiles de retrocarga[4]. Aquella carrera duró unos diez minutos; después Wassili, que tenía siempre la barra del timón, dijo brevemente:

—Basta, Liwitz.

Se dejó oír el mismo silbido que al principio, después la chalupa se paró casi de pronto, levantando ante sí una oleada superficial.

—¿Qué hay de nuevo, señor Wassili? —preguntó el maquinista.

—La señal.

—¿Dónde?

—Delante de nosotros.

—¿Se habrá despertado al fin ese animal de Bedoff?

—Así parece.

El maquinista miró; luego, volviéndose hacia uno de los cinco marineros, preguntó:

—El verde era la señal de peligro, ¿no es verdad, Ursoff?

—Sí —respondió el interrogado.

—Entonces la ejecución del coronel debe ser mañana por la mañana.

—Si se les da tiempo —dijo Wassili—. El Gavilán, aunque nosotros no lo veamos, debe estar siempre sobre nosotros. En caso desesperado hará saltar las murallas y las prisiones. Creo, sin embargo, que no habrá necesidad de hacer saltar, al mismo tiempo que las construcciones, a los pobres diablos que hay encerrados dentro de ellas. No debemos matar a ciento por salvar a uno, y, además, se les ha avisado, ¿no es así, Ursoff?

—Sí, señor Wassili —respondió el marinero—. Y están dispuestos a ayudarnos eficazmente: lo han jurado.

—¿Estás seguro de ello?

—Todos son presos políticos, es decir, hombres que tienen palabra de honor.

Wassili estuvo un momento silencioso, después miró a lo alto. El cielo estaba cubierto de espesas nubes y la nevada era abundantísima, pero le pareció, no obstante, al viejo, que distinguía vagamente, suspendida entre el mar y la atmósfera, una masa oscura de forma oblonga, provista de dos enormes alas.

—Está ahí encima —murmuró—. Seguramente observa los movimientos del guardacostas.

Miró una última vez hacia la isla, que únicamente estaba alejada unos cuantos cables. Entre la profunda oscuridad brillaba, a cierta altura, un punto verdoso, semejante a una farola de vigía.

—No perdamos más tiempo amigos —dijo volviéndose a los marineros siempre impasibles—. Si perdemos también esta noche, mañana habrá muerto el coronel… Del guardacostas ya se encargará el capitán del Gavilán… Liwitz, un poco de presión.

La chalupa reanudó, casi de pronto, su marcha, pero no demasiado velozmente. Había ante la playa escollos, y encallar con aquel mar tan movido podía producir consecuencias desastrosas, incalculables.

Saghalien o Sajalin, o mejor Tarrakai, porque éste es su nombre indígena verdadero, es la mayor isla que se extiende cerca de las costas de la Siberia meridional, y no es otra cosa que la continuación del vasto archipiélago japonés, del cual la separa el estrecho de La Perouse.

Tiene una longitud no menor de mil kilómetros, una anchura de cerca de ciento setenta, tiene bahías abrigadas y profundas como las de Extanig y de Langhe y altas montañas que llevan nombres en su mayoría franceses, como Lamanou, Mouger y Lamartiniére[5], y fue explorada por primera vez por La Perouse[6] el infortunado navegante francés que más adelante había de morir devorado, justamente con su tripulación, por los caníbales de Vanikoro.

Rica en minería y con bosques inmensos, los rusos, después de haber destruido con ferocidad moscovita las pequeñas colonias japonesas establecidas alrededor de la bahía de Tuina y haber sistemáticamente diezmado a los insulares, los pacíficos ainos, crearon allí un lugar de deportación para sentenciados políticos, una especie de Nueva Caledonia francesa, para quitar a aquellos desgraciados toda esperanza de volver a la patria a través de la inmensidad de la Siberia [7].

La chalupa, hábilmente dirigida por Wassili, quien parecía tener mucha práctica de aquellos lugares, atravesó felizmente una doble línea de escollos y entró a poca velocidad en una profunda bahía cuyas orillas estaban cubiertas por altísimos abetos que se inclinaban bajo el peso de la nieve que blanqueaba sus ramas.

—¡Alto! —mandó el viejo.

La chalupa se paró detrás de un elevado escollo que se unía a la isla por medio de un estrechísimo istmo.

—¿Dónde se ha escondido ese maldito guardacostas? —murmuró Wassili, que se había levantado, abandonando la barra del timón—. ¿Lo ves tú, Liwitz?

—No, señor, pero no creo que esté lejos. Hay tantos escollos, que aquí es fácil ocultarse.

—Sin embargo, estoy seguro de que esos hombres han notado algo y que nos vigilan. Que nos den caza si son capaces de regatear con nuestra máquina. ¡Ah!… ¡Por el infierno!… ¡Están explorando!…

Un haz de luz vivísima, proyectado por un foco eléctrico de gran potencia, aparecía por detrás de un escollo, iluminando la playa y el espejo del agua de la bahía.

—¡Bribones! —murmuró el viejo—. Si nos descubren nos largan encima una granizada de metralla.

Afortunadamente el escollo cubría por completo a la chalupa, de modo que el haz luminoso no podía alcanzarles.

El reflector, que debía de estar colocado muy alto, proyectó sus rayos en todas direcciones, hacia el mar, y se apagó bruscamente, volviendo a reinar oscuridad profundísima.

—Listos —dijo Wassili—. Liwitz, fila hacia la peninsulilla. Esconderemos la chalupa entre los abetos y los abedules.

La máquina misteriosa volvió a emprender sus pulsaciones silenciosas, la hélice se puso en movimiento y la chalupa, en un abrir y cerrar de ojos, atravesó la distancia que la separaba de la playa y varó en un bajo donde no había más que treinta o cuarenta centímetros de agua.

El viejo Wassili fue el primero en desembarcar, sumergiéndose hasta las rodillas, pero sin mojarse, gracias a las altísimas botas de mar, de piel de foca, que llevaba.

—Ante todo, los barriles y las armas —dijo a los marineros.

Los seis hombres aferraron sus fusiles, cargaron con cinco o seis recipientes de metal de diez o doce litros de capacidad cada uno y alcanzaron rápidamente la costa.

—Ahora la chalupa —prosiguió el viejo—. Nos es más necesaria que nada, y además, ¡ay de nosotros si el guardacostas la descubriese! Ya que hasta ahora hemos escapado a su vigilancia, cuidémonos de no dejarnos capturar más tarde.

Los marineros volvieron a descender de la orilla, entraron de nuevo en el agua y levantaron con facilidad la barca, que parecía construida de un metal muy ligero, acaso aluminio.

Rodeados de espesísimas plantas a cuyos pies crecían no menos espesas hierbas, les fue fácil esconderla en medio de ellas.

—¿Dispuestos? —preguntó Wassili.

—Dispuestos —respondió por todos Liwitz.

—Os advierto que ahí habrá un centinela y que tenemos que despacharlo sin disparar un tiro.

Los seis marineros desenvainaron los cuchillos y los armaron en los fusiles.

—Un bayonetazo —dijo Wassili—. Probablemente el cosaco estará borracho y dormirá sobre su fusil… Adelante, mis valientes, haremos una buena jugarreta al comandante del fuerte.

—No será el coronel quien deje la piel en esta maldita isla —añadió después con voz amenazadora—. Aquel miserable se las verá conmigo y el barón se quedará con un brazo menos.

La tropa se ocultó en medio de las plantas, hundiendo los pies en una gruesa capa de nieve, y se dirigió hacia donde continuaba brillando, entre la profunda oscuridad, el punto verdoso.

Todos avanzaban en medio del más profundo silencio, llevando en una mano el fusil armado de bayoneta y en otra los recipientes, que exhalaban un agudo olor de vodka.

Una vez atravesada la zona cubierta de arbolado, que tenía poca extensión, se detuvieron nuevamente.

Ante ellos, a una distancia acaso de quinientos pasos, se erguían varias construcciones agrupadas alrededor de una especie de torre cuadrada, de forma maciza, sobre la cual brillaba una gran farola de luz blanca.

Ahora el punto verde brillaba hacia la extremidad meridional de aquella agrupación de barracas.

En aquel momento el haz de luz, eléctrica relampagueó nuevamente tras los escollos, iluminando primero el fortín, después la blanca llanura cubierta de nieve, luego la playa y por último el canal de Tartaria.

—¿Has visto, Liwitz? —preguntó Wassili al maquinista de la chalupa.

—Sí. un hombre vigila bajo la ventana de la caseta ocupada por el coronel. Le he visto perfectamente.

—Un cosaco, ¿verdad?

—Sí, un cosaco, señor Wassili.

—¿Inmóvil?

—No le he visto moverse. Con este frío ya se habrá metido en el cuerpo una botella de sliwowitz[8]. Esos brutos no montan la guardia si no están bien repletos.

Wassili permaneció un momento silencioso, después dijo:

—¡A ver; un voluntario que no tema dar un buen bayonetazo! ¡Aquel cosaco debe desaparecer!

Con rápido movimiento adelantaron al frente los seis hombres como para decir:

—Escoged; estamos dispuestos.

El viejo les pasó revista, después señaló con su diestra a Ursoff, diciéndole:

—Tú, que pareces el más apto para ejecutar esta empresa: sólido y ágil como un caballo trotador.

—Gracias, señor Wassili —respondió el marinero.

—¿Llevas el revólver bajo el capote?

—Sí.

—No lo emplees: una alarma echaría todo por tierra y no salvaría al coronel. Acuérdate de que la ejecución está anunciada para mañana por la mañana y que en tus manos tienes la vida de ese hombre.

—Únicamente emplearé la bayoneta o la culata del fusil. Tenga usted completa confianza en mí, señor Wassili.

—Nosotros, por nuestra parte, estaremos dispuestos a ayudarte.

—Espero que no será necesario,

—Cuida de no hacer crujir la nieve. Tienes que sorprenderle y aniquilarle antes de que tenga tiempo de lanzar un grito. Anda, nosotros te seguiremos. Liwitz, toma su barril. Para dar este golpe se necesita llevar las manos libres.

Ursoff se desabrochó el capote para tener mayor libertad de movimientos, se aseguró de que la bayoneta estaba bien sujeta y después se puso en marcha agachado.

Era un hermoso joven de veinticinco o veintiocho años, robusto como un toro, con brazos que parecían las gruesas ramas de un árbol, unas espaldas de bisonte joven y manos tan poderosas como tenazas.

Wassili y los otros cinco marineros se echaron sobre la nieve, arrastrándose como culebras.

Ursoff avanzaba con cautela, cuidando de no hacer crujir la nieve helada para no atraer la atención del centinela, que distinguía perfectamente, aunque el guardacostas hubiera apagado su proyector eléctrico.

Estaba, sin embargo, seguro de que aquel centinela estaba ebrio y que no pensaba en bayonetazos.

Él, que había pasado varios años en la penitenciaría de Sajalin, conocía demasiado bien la sed bestial, nunca apagada, de aquellos salvajes hijos del Don.

Avanzando siempre despacio, deteniéndose detrás de los pequeños arbustos cubiertos de nieve que encontraba en su camino, pudo finalmente llegar a pocos pasos del centinela.

El cosaco dormía tranquilamente con la espalda pegada al muro de la barraca y el fusil apretado entre sus manos. Se oía perfectamente su ronquido sonoro.

—Toma, animal salvaje del Don —murmuró Ursoff, saltando rápidamente en pie y lanzándose adelante con la bayoneta calada.

La hoja penetró por completo en el pecho del cosaco en dirección del corazón. El pobre hijo de las estepas salvajes, que dormía profundamente, entumido por el frío y adormecido por quién sabe cuántos vasos de vodka, balbuceó apenas algunas palabras, dejó escapar el fusil y cayó en medio de la nieve como un árbol descuajado por furiosa racha.

Wassili y los cinco marineros, que se encontraban a breve distancia escondidos tras algunas pequeñas malezas, avanzaron en seguida velozmente.

—¿Muerto? —preguntó el viejo.

—No se moverá más —respondió Ursoff, retirando el arma y sepultándola en la nieve para limpiarla—. Como ha visto usted, señor Wassili, se trataba de una cosa sencillísima.

El viejo no contestó, pero suspiró, mirando con ojos algo húmedos al pobre hijo de la estepa, que ya enrojecía la nieve con su sangre.

Liwitz, en tanto, se había aproximado a una ventana provista de gruesos barrotes de hierro, apenas a dos metros de altura del suelo, ante la cual vigilaba el cosaco pocos momentos antes.

En la última grapa estaba colgada una linterna con el vidrio verde. La descolgó. La apagó rápidamente y después, con el cañón de su fusil, dio tres golpes sobre la ventana.

Un momento después se oyó una voz apagada que murmuraba:

—¿Estáis aquí, por fin? ¿Queréis hacerme fusilar?

—¿Están cortados los barrotes? —preguntó Ursoff, que también se había acercado a la ventana.

—Sí.

—Arráncalos en seguida: el cosaco que vigilaba está muerto; pero de un momento a otro puede pasar la ronda.

Se oyó un ligero rumor de hierros; después la voz del principio, que decía:

—El camino está libre: subid despacio. Si nos descubren nos fusilarán mañana con el coronel.

—Seremos prudentes, Bedoff —dijo Ursoff—; hemos traído con nosotros con qué adormecer a esos perros de cosacos. No te preocupes.

Pasaron a través de la ventana, ante todo, los recipientes: después, uno a uno, saltaron por el alféizar.

Se encontraron así en una especie de corredor, de bóveda muy baja, alumbrado apenas por una linterna que daba más humo que luz, apestando a aceite de foca o de pescado.

Wassili examinó atentamente a Bedoff, que era un hombrón barbudo como un mujik[9] que parecía tallado a hachazos en algún tronco de pino; después, sacando de debajo del chaquetón un revólver y un bolsillo bien repleto, le dijo con voz cortada:

—Esto o lo otro; o plomo o rublos.

—Ya le he dicho por Ursoff, señor, que prefiero la plata al plomo. Ya le he dado una prueba de mi fidelidad exponiendo la luz verde. Además, también yo he sido político como el coronel Starinsky, y cuando he podido ayudar a alguno a huir, no he pensado en las consecuencias.

—¿Cuándo es la ejecución?

—Al salir el sol, señor.

—¿Cuánto cosacos hay?

—Treinta dentro y ocho fuera, de centinela.

—Siete —corrigió Wassili—, a uno lo hemos despachado ahora para llegar aquí sin ser vistos. ¿Los otros políticos están dispuestos a ayudarnos?

—Todos, con tal que tú, señor, no te olvides de ellos.

—Todos serán libres —respondió Wassili—. ¿Cuántos son?

—Unos setenta.

—¿Beberán los cosacos? Hemos traído con nosotros unos cincuenta litros de vodka.

—Cuando un hijo de la estepa huele el alcohol, no resiste —respondió el carcelero—. No se detienen ni ante la metralla. Yo me encargo de ofrecerles una colosal borrachera que les dejará como muertos durante cuarenta y ocho horas.

—¿Y el coronel, dónde está?

—En la celda de condenados a muerte.

—¿No se podría intentar un golpe de mano?

—¿Con cosacos que aún no han bebido? No, señor; además de que el capitán vela en una estancia contigua y creo que se dispone a interrogarle, porque ha dado orden de despertar al sentenciado.

—¿Quién ha formado el consejo de guerra?

—El capitán y el sargento.

—¡Canallas!… ¡Y se mata a un valiente de ese modo! —exclamó Wassili con voz sorda—. El capitán Stryloff es el demonio inspirador del barón… También nosotros hemos pronunciado una sentencia de muerte y la ejecutaremos, ¿no es verdad, amigos?

—Sí, señor Wassili —respondieron a una los seis marineros.

—Condúcenos al aposento de los políticos —prosiguió el viejo, volviéndose a Bedoff—. Después, en seguida, te ocuparás de los cosacos… ¿Hay centinelas en la puerta?

—Ninguno, señor. Las paredes son demasiado sólidas y las rejas bastante gruesas para intentar una fuga; además que con esta noche tan fría y barrida por el viento… Dejad aquí los barriles y seguidme.

—Vosotros empuñad los revólveres —dijo Wassili a sus hombres—. No hagáis fuego más que por orden mía, suceda lo que quiera.

Bedoff descolgó la humosa linterna, abrió con precaución una puerta que estaba cerrada por una sola cadena, avanzó de puntillas y atravesó un segundo corredor más estrecho y más bajo que el primero.

Wassili y sus marineros le siguieron empuñando los revólveres y llevando en la siniestra los fusiles, de los cuales aún no habían quitado las bayonetas.

Atravesaron sucesivamente otras puertas, algunas cerradas; después Bedoff se detuvo ante una puerta, más sólida que las demás y asegurada con una fuerte barra de hierro.

—Que nadie hable ahora —susurró a los que le seguían.

Empujó la puerta e introdujo a Wassili en una amplia habitación, estrecha y muy larga, alumbrada sólo por dos faroles y atestada de lechos formados por un sencillo tablado de madera apoyado en dos caballetes, en cada uno de los cuales dormía un hombre envuelto en una gruesa manta de lana oscura.

Bastó un ligero silbido de Bedoff para que todos los prisioneros, que probablemente fingían dormir, se levantasen y se sentaran.

—He aquí al hombre que os libertará —les dijo Bedoff, señalando a Wassili—. Adelante, stárosta, y entiéndete con él. Yo voy a encargarme de los cosacos.