Una voz en la noche

Shingo se despertó con el gemido de un hombre.

Dudó de si se trataba de un perro o de un hombre. Al principio le sonó como el quejido de un perro. Podía tratarse de Teru, que agonizaba. ¿La habrían envenenado?

Su corazón se aceleró.

Se llevó la mano al pecho. Era como si estuviera teniendo un ataque.

Pero cuando estuvo bien despierto, se dio cuenta de que no era un perro sino un hombre. Lo estrangulaban; su voz se apagaba. Shingo notó un sudor frío por todo el cuerpo. Alguien estaba siendo atacado.

—Kikooo, Kikooo —parecía implorar la voz—. Contéstame, contéstame.

Había pena en ella, y las palabras quedaban atrapadas en la garganta y se negaban a tomar forma.

—Kikooo, Kikooo.

A punto de ser asesinado, ¿interrogaba a sus agresores por los motivos o tal vez exigía algo?

Shingo oyó que alguien caía contra el portón de entrada. Encorvó los hombros, dispuesto a levantarse.

—Kikukooo, Kikukooo.

Era Shuichi, que llamaba a Kikuko. Se expresaba de un modo embrollado, y la segunda sílaba se perdía. Estaba completamente borracho.

Exhausto, Shingo volvió a hundirse en la almohada. Su corazón todavía estaba acelerado. Se frotó el pecho y empezó a respirar profunda y regularmente.

—Kikukoo, Kikukoo.

Shuichi no estaba golpeando el portón, sino que se había caído contra él. Después de tomarse un instante para reponerse, Shingo se decidió a salir.

Pero en seguida pensó que no era lo mejor. Shuichi parecía clamar con el corazón destrozado por la pena y el dolor. La suya era la voz de alguien que ya no tiene nada. El gemido era el de un niño que llama a su madre en un momento de sufrimiento y tristeza, o de pavor. Parecía provenir de la profundidad de la culpa. Shuichi llamaba a Kikuko, intentando congraciarse con ella, con un corazón que se revelaba cruelmente desnudo. Tal vez, su borrachera era un pretexto: clamaba con una voz que suplicaba por afecto, creyendo que nadie lo oía. Y era como si estuviera reverenciándola.

—Kikukooo, Kikukooo.

La congoja traspasaba a Shingo.

¿Alguna vez él había llamado a su esposa con una voz tan cargada de amor desesperado? Tal vez, inconscientemente, latía en ella la misma desesperanza de cierto momento en un campo de batalla extranjero.

Se quedó escuchando, deseando que Kikuko se despertara, aunque también algo intimidado de que su nuera oyera esa mísera voz. Pensó en despertar a su mujer si Kikuko no se levantaba pronto, pero sabía que sería mucho mejor que acudiera a abrir su nuera.

Empujó la botella de agua caliente hacia los pies de la cama. ¿Sería por seguir usando la botella en primavera por lo que su corazón se alteraba tanto?

Kikuko era la que se ocupaba de ella. A veces él se la pedía. El agua se mantenía caliente durante mucho tiempo cuando la calentaba bien, y la tapa era segura.

Quizá por su terquedad, o tal vez porque era saludable, a Yasuko le disgustaban las botellas de agua caliente. Incluso a su edad tenía los pies calientes. Hasta bien entrados los cincuenta, Shingo todavía se acercaba a ella para entrar en calor, pero ahora dormían sin tocarse.

Yasuko nunca se movía para tocar su botella.

—Kikukoo, Kikukoo.

Otra vez se oía la voz desde la verja.

Shingo encendió la luz junto a su almohada. Eran casi las dos y media.

El último tren de la línea de Yokosuka llegaba a Kamakura antes de la una. Evidentemente, Shuichi se había quedado en alguna de las tabernas de la estación.

Por el tono de su voz, Shingo imaginó que la ruptura entre Shuichi y la mujer de Tokio era un hecho.

Kikuko cruzó la cocina.

Más aliviado, Shingo apagó la luz.

—Perdóname —murmuró Shuichi, dirigiéndose a su mujer.

Ella lo ayudaba a mantenerse de pie.

—Cuidado, me haces daño. —Era Kikuko—. Me estás tirando del pelo con la mano izquierda.

—¿Sí?

Ambos cayeron al suelo al llegar a la cocina.

—Firme ahora, sobre mis rodillas. Tus piernas se aflojan cuando estás borracho.

—¿Mis piernas flojas? Mentirosa.

Kikuko le quitaba las medias, con las piernas de él apoyadas sobre sus rodillas.

Lo había perdonado. Tal vez él no debería haberse preocupado. Tal vez, como su mujer, a ella le gustaba poder perdonarlo a veces. Y tal vez ella había oído bien su voz.

Con las piernas de Shuichi sobre sus rodillas, le quitaba las medias a un esposo borracho que volvía de estar con otra mujer. Shingo sintió la amabilidad que había en ella.

Después de meterlo en la cama, Kikuko volvió para cerrar la puerta trasera y también la de la cocina. Los ronquidos de Shuichi eran tan fuertes que hasta Shingo podía oírlos.

Y allí estaba Shuichi, llevado hasta la cama por su esposa y profundamente dormido. ¿En qué situación habría quedado Kinu, la mujer que hasta ahora había sido su compañera de desagradables borracheras? ¿Acaso no le habían contado que bebía y recurría a la violencia y la hacía llorar?

Y Kikuko: a veces estaba pálida y ojerosa por culpa de Kinu, pero sus caderas se habían vuelto más opulentas.

2

Los ronquidos se detuvieron de golpe, pero Shingo no pudo volver a conciliar el sueño.

Se preguntaba si su hijo habría heredado los ronquidos de Yasuko.

Tal vez no, tal vez roncaba porque había bebido de más.

En esos días, Yasuko no roncaba; dormía mejor con un clima frío.

A Shingo le desagradaban las mañanas en que había dormido mal porque su memoria estaba peor que de costumbre, y se sentía invadido por ataques de sentimentalismo.

Podría haber sido el sentimentalismo lo que le había hecho oír la voz de su hijo como lo había hecho. Probablemente era una voz cascada por la bebida y nada más. ¿Shuichi ocultaba su frustración con el alcohol?

A Shingo también le parecía que el amor y la tristeza que había percibido en aquella voz de borracho eran simplemente lo que había esperado de su hijo.

Por esa voz, lo había perdonado. Y creía que Kikuko también. Shingo tenía instalado el egoísmo de los lazos de sangre.

Se sabía bondadoso con su nuera; sin embargo, en algunos aspectos, estaba de parte de su hijo.

Era un feo cuadro. Shuichi había bebido demasiado en la casa de la mujer de Tokio y había vuelto para derrumbarse contra el portón.

Si el propio Shingo hubiera ido a abrirle, probablemente lo habría mirado con ira, y Shuichi habría mantenido la compostura. Habría sido mejor que acudiera Kikuko, así él pudo volver sosteniéndose de su hombro.

Kikuko, la parte injuriada, era la que absolvía.

¿Cuántas veces ella, que estaba en sus veinte, tendría que perdonar a Shuichi hasta llegar a la edad de Shingo y Yasuko? ¿Habría un límite para su perdón?

Un matrimonio es como una ciénaga peligrosa que succiona sin fin las faltas de los cónyuges. El amor de la amante por Shuichi, el amor de Shingo por su nuera, ¿desaparecería sin dejar rastro en el pantano que era el matrimonio de Shuichi y Kikuko?

A Shingo le parecía muy apropiado que, en la legislación doméstica de la posguerra, la unidad básica hubiera cambiado de padres e hijos a marido y mujer.

—Resumiendo —murmuró para sí—, la ciénaga de marido y mujer debe tener su propia casa.

Con la edad había adquirido el hábito de murmurar todo lo que le venía a la mente.

La expresión «ciénaga de marido y mujer» significaba que marido y mujer, tolerando los errores mutuos, con los años profundizaban un pantano.

Probablemente por eso la mujer despertaba como esposa al enfrentarse con las fechorías del marido.

Shingo se rascó una ceja que le picaba.

Se acercaba la primavera. En primavera, no le molestaba despertarse durante la noche como le sucedía durante el invierno.

Se había despertado de un sueño antes de que la voz de su hijo lo desvelara. En ese instante lo recordaba muy bien, pero al despertarse por segunda vez ya lo había olvidado.

Quizá se había borrado con los violentos latidos de su corazón.

Sólo recordaba que una muchacha de catorce o quince años había abortado, y estas palabras: «Y entonces se transformó en una niña santa por siempre jamás».

Había estado leyendo una novela, y esas eran las palabras finales.

Había leído la novela como literatura y había concebido el argumento como una película o una obra de teatro. Él no aparecía para nada, se limitaba a ser un observador.

Una muchacha que abortaba a los catorce o a los quince y que al mismo tiempo era una niña santa era algo muy extraño, pero era una larga historia. En el sueño, Shingo había leído una obra maestra sobre el amor puro entre un muchacho y una joven. Las emociones permanecían en él cuando despertó, una vez finalizada la lectura.

¿La joven no sabía que estaba embarazada, no lo había pensado como un aborto y anhelaba al muchacho de quien se había distanciado? Una vuelta de ese tipo al sueño sería poco natural y confusa.

Un sueño olvidado no podía ser convocado nuevamente. Y sus emociones sobre la lectura de la novela eran parte del sueño.

La joven debía de tener un nombre y él seguramente había visto su cara, pero sólo su porte, o mejor dicho, su pequeñez, persistía vagamente en su mente. Creía que iba vestida con un quimono. Se preguntó si había sido una imagen de la bella hermana de Yasuko, pero decidió que no.

La fuente del sueño era un artículo en el diario de la noche anterior.

Una muchacha da a luz a mellizos. Un desafortunado despertar de primavera en Aomori. —Bajo el largo titular venía el artículo—: Según una encuesta del Servicio de Salud Pública de la Prefectura de Aomori sobre abortos legales, por cumplimiento de la Ley de Eugenesia, cinco muchachas de quince años, tres de catorce y una de trece fueron sometidas a abortos. Hubo cuatrocientos casos de abortos entre jóvenes en edad escolar (entre dieciséis y dieciocho años), de las cuales el 20 por ciento eran estudiantes. Hubo un caso de embarazo en Hirosaki, otro en Aomori y cuatro en el distrito de Tsugaru sur, así como uno en el distrito norte. A pesar de que las muchachas habían acudido a especialistas, una falta de información sexual dio lugar a terribles resultados mortales en un 2 por ciento de los casos y serias consecuencias en el 2,5 por ciento. La idea de que algunas acudían directamente a morir a manos de médicos sin titulación hace que uno se estremezca pensando en las «jóvenes madres».

Posteriormente, cuatro nuevos casos se sumaron a la lista. En febrero del año pasado, una estudiante de segundo grado de la escuela secundaria, de catorce años de edad, en el distrito de Tsugaru norte, sintió repentinamente los dolores del parto y dio a luz a mellizos. La madre y los niños se encontraban en buen estado de salud, y la muchacha regresó al colegio. En este momento es una estudiante de tercer grado. Sus padres no sabían que estaba embarazada.

Otra estudiante de Aomori, tras prometerse a un compañero de clase, quedó encinta el verano anterior. Los padres de ambos, considerando que aún estaban en edad escolar, se decidieron por un aborto. Pero los jóvenes replicaron: «No estábamos jugando. Nos casaremos».

El artículo había impresionado a Shingo, y por eso al acostarse había soñado con un aborto.

Pero en su sueño no sucedía nada desagradable con el muchacho y la joven. Era una historia de amor puro, y la chica se convertía en una «niña santa». Antes de irse a dormir no era así como veía el asunto.

La impresión se había convertido en algo hermoso. ¿Por qué se había producido tal transformación? Tal vez en el sueño él había rescatado a la muchacha, y a sí mismo también. De todos modos, el sueño emanaba benevolencia.

Shingo reflexionaba, preguntándose si, en su caso, la bondad surgía en sueños.

Se puso un poco sentimental. ¿Un momentáneo estremecimiento juvenil le había regalado un sueño de amor puro siendo un viejo?

El sentimentalismo, que persistió después del sueño, tal vez le había permitido celebrar con benevolencia la voz de Shuichi —que era como un suave quejido—, haciéndole percibir en ella amor y tristeza.

3

Todavía acostado, Shingo oía cómo Kikuko intentaba despertar a Shuichi.

Shingo se levantaba demasiado temprano esos días. Yasuko, que era dormilona, lo retaba: «Los viejos no caen simpáticos cuando hacen el ridículo y se levantan al despuntar el alba».

A él también le parecía incorrecto levantarse antes que su nuera. Por eso iba sin hacer ruido hasta la puerta de entrada para recoger el diario y leerlo en la cama.

Shuichi había ido a lavarse.

Se lo oyó vomitar. Evidentemente le habían entrado arcadas al cepillarse los dientes.

Kikuko se precipitó hacia la cocina.

Shingo se levantó. En la galería se cruzó con su nuera, que salía de la cocina.

—Padre.

Casi a punto de chocar con él, ella se detuvo y se sonrojó. Algo se derramó de la taza que llevaba en la mano. Parecía sake frío, un paliativo para la resaca de Shuichi.

A Shingo le pareció muy hermosa, con ese rubor en el rostro pálido, sin maquillaje, con la timidez en sus ojos todavía adormecidos, y los bellos dientes que asomaban entre los labios puros, sin pintar, en los que se insinuaba una sonrisa vergonzosa.

¿Todavía conservaba esa cualidad infantil? Shingo recordó su sueño.

No era raro que jóvenes como las que se mencionaban en el artículo se casaran y tuvieran niños. En otros tiempos era lo habitual.

Cuando no era mayor que esos muchachos, el propio Shingo se había sentido fuertemente atraído por la hermana de Yasuko.

Al verlo entrar en el comedor, Kikuko abrió los postigos con cierta prisa. El sol de primavera se filtró en la estancia.

Kikuko quedó deslumbrada con la luminosidad. Shingo la observaba de espaldas. Ella se llevó ambas manos a la cabeza y se arregló el pelo, todavía enmarañado.

El gran ginkgo del templo aún no había echado brotes. Sin embargo, con la luz de la mañana y entre las primeras impresiones que captaba el olfato, había algo similar al aroma de las yemas de las plantas.

Tras acicalarse con premura, Kikuko le alcanzó su gyokuro.

—Aquí tiene, padre. Estoy algo lenta esta mañana.

Al levantarse, Shingo siempre tenía preparado su gyokuro con agua muy caliente. Y como cuanto más caliente estaba el agua más difícil era preparar la infusión, Kikuko se esmeraba todo lo que podía. Aunque Shingo no dejaba de preguntarse si no resultaría mejor aún preparado por una joven soltera.

—Estás muy ocupada —le dijo con jovialidad—. Sake para el borracho, gyokuro para el viejo chocho.

—¿Se enteró?

—Me despertó. Al principio pensé que era Teru.

—¿De verdad? —Kikuko permaneció sentada con la cabeza baja, como incapaz de moverse.

—Yo me desperté antes que tú, Kikuko —dijo Fusako desde la habitación contigua—. Fue muy desagradable. Supe que era Shuichi porque Teru es mucho más silenciosa.

Todavía con su quimono de dormir, y con su hija más pequeña al pecho, Fusako entró en el comedor. Su aspecto desaliñado contrastaba con sus pechos blancos y notablemente plenos.

—Vas hecha un desastre —dijo Shingo—. Cúbrete con algo.

—Aihara es muy descuidado, y yo me he vuelto como él. No hay remedio. Cuando te casas con un hombre desidioso… —Fusako pasó a Kuniko de su pecho derecho al izquierdo—. Si no te gusta, deberías haberlo pensado mejor antes de mandarme casar —le espetó a su padre.

—Los hombres y las mujeres son distintos.

—Son iguales. Mira a Shuichi.

Se levantó para ir al baño. Kikuko cogió al bebé. Fusako se la pasó con tanta rudeza que empezó a llorar y ella, sin hacer caso, se retiró.

Yasuko, que venía de lavarse la cara, tomó a la criatura.

—¿Qué pensará hacer el padre de esta niña? Fusako volvió a casa en la víspera de Año Nuevo. Hace ya más de dos meses. Dices que nuestra hija es una descuidada, pero yo creo que tú lo eres en el asunto que más importa. La víspera de Año Nuevo dijiste que era conveniente una ruptura clara, y desde entonces no has hecho nada. Y no hemos tenido ninguna noticia de Aihara. —Miraba al bebé mientras hablaba—. De Tanizaki, esa muchacha que trabaja en tu oficina, Shuichi siempre dice que es una viuda a medias. Supongo que entonces Fusako es una divorciada a medias.

—¿Qué quiere decir una «viuda a medias»?

—Que no se casó, pero al hombre a quien amaba lo mataron en la guerra.

—Pero Tanizaki sería apenas una niña.

—Tendría unos dieciséis o diecisiete, según el viejo sistema de contar la edad. Lo suficiente para enamorarse de un hombre al que no puedas olvidar.

Viniendo de Yasuko, la expresión «un hombre al que no puedas olvidar» le sonó muy extraña a Shingo.

Shuichi se marchó sin desayunar. Iba con retraso, y seguramente no se encontraba bien.

Shingo se quedó en casa haciendo tiempo hasta que llegó el correo de la mañana. Entre las cartas que trajo Kikuko había una para ella. Él se la entregó. Aparentemente, su nuera se las había dado sin revisarlas. Era raro que recibiera cartas. Tampoco las esperaba.

Kikuko leyó la carta en el comedor.

—Es de una amiga. Tuvo un aborto y no se ha sentido bien desde entonces. Está en el Hospital Universitario de Hongo.

—¿Sí? —Él se quitó las gafas y la miró—. ¿Cayó tal vez en las garras de alguna comadrona sin licencia? Es algo muy peligroso.

«El artículo del periódico de la noche anterior y la carta de Kikuko», Shingo estaba impresionado con la coincidencia. Además, había soñado con un aborto.

Estuvo tentado de contarle su sueño a Kikuko. Pero, al observarla, no se atrevió. Percibió como un aleteo de algo joven que lo condujo de inmediato a otro pensamiento: Kikuko estaba embarazada y estaba pensando en abortar.

4

—Mire cómo florecen los ciruelos —exclamó Kikuko, maravillada, mientras el tren cruzaba el valle de Kamakura norte.

Un gran número de ciruelos se sucedían muy cerca de la ventanilla del tren. Shingo siempre los veía, pero no les prestaba mucha atención.

Los ciruelos blancos ya habían dejado atrás su esplendor. A la luz del sol empezaban a verse deslucidos.

—Los nuestros están también en plena floración —dijo Shingo. Lo cierto es que eran sólo dos o tres, y quizá esa era la primera vez que su nuera veía tal cantidad.

Era raro que ella recibiera cartas, y también era raro que saliera, salvo para hacer compras por Kamakura.

Había salido con Shingo para ver a su amiga en el Hospital Universitario. La casa de la amante de Shuichi quedaba cerca de la universidad, y la coincidencia lo perturbó.

Durante el viaje quería preguntarle a Kikuko si estaba embarazada. La pregunta era difícil, y era muy probable que perdiera la oportunidad de hacerla.

¿Hacía cuántos años había dejado de preguntarle a Yasuko por sus procesos fisiológicos? Desde que había entrado en la menopausia, Yasuko no le contaba nada. ¿Sería una cuestión no relacionada con la salud, sino con la decadencia?

Shingo había olvidado que su esposa había dejado de contarle cosas.

Con la idea de interrogar a Kikuko, le vino a la mente su esposa. Tal vez si Yasuko hubiera sabido que su nuera iba a la consulta de un obstetra, le habría aconsejado una revisión.

A veces Yasuko le hablaba de tener niños. Pero a Shingo le parecía que su nuera consideraba el tema como algo prohibido.

Sin duda Kikuko le habría dicho algo a Shuichi. Hacía mucho, Shingo había oído, sorprendido, de un amigo la teoría de que para una mujer el hombre a quien hacía confidencias lo era todo. Y que, si tenía otro hombre, se guardaba el secreto de su condición para sí misma.

Una hija no se lo contaría a su padre.

Shingo se negaba a hablarle a Kikuko de la amante de su hijo, y lo mismo hacía ella.

Si estaba encinta, sería por la madurez provocada por la existencia de la amante de Shuichi. Una consecuencia incómoda pero muy humana; a Shingo le parecía que había una crueldad embozada en la insistencia de hablarle a Kikuko de tener niños.

—¿Te contó madre que el abuelo Amamiya vino ayer?

—No.

—Vino para decirnos que lo han transferido a la casa central en Tokio. Nos trajo dos bolsas de bizcochos y pidió que fuéramos buenos con Teru.

—¿Los bizcochos son para Teru?

—Madre piensa que sí. Aunque quizá algunos sean para nosotros. Se lo veía muy contento, al abuelo Amamiya. Dijo que los negocios del joven Amamiya iban bien y que se estaba construyendo una casa.

—Así son las cosas. Un buen hombre de negocios vende su casa y empieza de nuevo y, antes de que te des cuenta, está levantando otra. Para personas como yo, diez años pasan tan de prisa como un día. Hasta este viaje en tren es para mí todo un trajín. El otro día estuve en una cena, todos los presentes eran viejos como yo. Es curioso cómo pasamos año tras año haciendo las mismas cosas. Estábamos fastidiados y aburridos, y nos preguntábamos cuándo vendrían a «buscarnos».

Kikuko no pareció entender la última observación.

—Alguien dijo que cuando estemos ante el tribunal debemos contestar que los restos no cometen pecados. Eso es lo que somos, sobras de la vida. Y mientras estemos vivos, ¿no debería la vida ser grata para nosotros?

—Pero…

—Es cierto. Dudo de que haya alguien, no importa la edad que tenga, que pueda afirmar que ha vivido plenamente. Piensa en el hombre que se encarga de tus zapatos en el restaurante. Lo único que hace día tras día es poner y quitar zapatos. Uno de los viejos tenía su propia teoría: que las cosas son más simples para este tipo de sobras. Pero la camarera no estuvo de acuerdo. «El viejo que se ocupa de los zapatos también tiene una vida dura», dijo ella. «Tiene que trabajar en un agujero con estantes llenos de zapatos, y allí está, sentado cerca de un brasero, lustrando calzado. En la entrada hace frío en invierno y calor en verano». ¿Te has dado cuenta de cómo le gusta hablar a la abuela de asilos de ancianos?

—¿Madre? Pero no lo dice en serio. Es como los jóvenes que se pasan el día diciendo que quieren morirse.

—Es cierto, supongo. Está segura de que va a sobrevivirme. Pero ¿a qué jóvenes te refieres?

—Gente joven. —Kikuko se mostró dubitativa—. En la carta de mi amiga…

—¿La carta de esta mañana?

—Sí, ella no está casada.

—¡Vaya!

Shingo se quedó callado. Kikuko no pudo continuar.

El tren dejaba atrás Totsuka. Hodogaya, la siguiente estación, quedaba un poco lejos.

—Kikuko, he estado pensando. ¿Tú y Shuichi no querríais vivir aparte?

Su nuera lo miró, esperando que dijera algo más. Entonces, con un tono suplicante en su voz:

—¿Por qué, padre? ¿Es porque ha vuelto Fusako?

—No tiene nada que ver con Fusako. Sé que es duro para ti, teniendo una divorciada a medias viviendo en casa; pero incluso si se separara de Aihara, probablemente no se quedase mucho con nosotros. No, no tiene nada que ver con ella. Tiene que ver con vosotros dos. ¿No te parece que sería lo mejor?

—No, ustedes son muy buenos conmigo, y yo preferiría seguir con ustedes. Creo que no se imaginan lo sola que me sentiría si estuviera lejos.

—Eres muy amable.

—No, yo soy la que me aprovecho de ustedes. Yo soy la niña, la consentida de la familia. Siempre fui la preferida de mi padre y me gusta estar con ustedes.

—Comprendo perfectamente por qué tu padre te prefería, y es bueno tenerte con nosotros. No sería feliz si te viera marchar. Pero Shuichi es como es, y ni una vez he hablado del problema contigo. Soy un padre un poco inútil para convivir. Si los dos estuvierais solos, ¿no encontrarías la solución por ti misma?

—No, usted no me ha dicho nada pero yo sé que está preocupado por mí y que me tiene afecto. Con eso intentaré seguir adelante. —Sus grandes ojos estaban llenos de lágrimas—. No estaría tranquila si nos pidiese que viviéramos aparte. No soportaría esperar sola en una casa. Me sentiría muy triste, tendría miedo.

—Ya veo. Esperarlo sola. Pero creo que no son cosas que haya que hablar en un tren. Olvídalo.

Kikuko parecía atemorizada. Sus hombros se agitaban.

Shingo la llevó hasta Hongo en un taxi.

Tal vez por haber sido mimada por su padre, o tal vez porque estaba nerviosa, sus atenciones no le parecieron anormales.

Era muy improbable que la amante de Shuichi estuviera caminando por allí y, sin embargo, Shingo estaba preocupado. Esperó hasta que Kikuko estuviera a salvo dentro del hospital.