Un sueño con islas

Una perra abandonada parió entre los cimientos de la casa de Shingo.

«Cachorritos abandonados» es un modo un tanto rudo de designarlos, pero para Shingo y su familia eran eso; de pronto, se encontraron con una camada bajo la galería.

—No vimos a Teru ayer, madre —había observado Kikuko en la cocina aproximadamente una semana antes—. Y tampoco anduvo por aquí hoy. ¿Le parece que estará pariendo?

—Es cierto, no la vimos por ningún lado, ahora que lo dices —dijo Yasuko sin mostrar mayor interés.

Shingo estaba frente al brasero, preparando té. Desde el otoño había adquirido la costumbre de prepararse él mismo los tés más caros por la mañana.

Kikuko había mencionado a Teru mientras se ocupaba del desayuno. Nadie dijo nada más.

—Toma una taza —dijo Shingo, ofreciéndole té a Kikuko en el momento en que le alcanzaba el desayuno.

—Muchas gracias.

Por ser la primera vez que esto sucedía, los modales de Kikuko eran de lo más ceremoniosos.

Shingo observó el cinturón de su nuera.

—¿Todavía llevas crisantemos en el cinto y el chaleco? Si ya ha pasado la temporada. Además, con todo lo de Fusako, nos hemos olvidado de tu cumpleaños.

—El motivo del cinto es el de «Los cuatro príncipes», y se puede llevar durante todo el año.

—¿«Los cuatro príncipes»?

—Orquídea, bambú, cerezo y crisantemo —respondió animada Kikuko—. Ha de haberlo visto por todas partes. Siempre lo emplean en pinturas y quimonos.

—Un diseño codiciable.

—Estaba delicioso —agradeció Kikuko, dejando la taza.

—¿Quién nos regaló el gyokuro[9]? Creo que es un agradecimiento por un pésame. Es por eso por lo que volvimos a tomarlo. Solíamos beberlo siempre, en lugar del bancha[10].

Su hijo ya se había marchado a la oficina.

Mientras se calzaba frente a la puerta de entrada, Shingo todavía intentaba recordar el nombre del amigo por quien había recibido el gyokuro. Podría habérselo preguntado a su nuera, pero no lo hizo. Se trataba de un amigo que había ido con una muchacha a un balneario y había muerto repentinamente.

—Es verdad que no hemos visto a Teru —reflexionó Shingo.

—Ni ayer ni hoy —señaló Kikuko.

A veces la perra, al oír que Shingo se preparaba para salir, iba hasta la puerta y lo seguía hasta la verja.

Hacía unos días recordaba haber visto a su nuera en la puerta palpándole la panza.

—Jadeante y toda hinchada —había dicho ella con el entrecejo fruncido. Pero siguió tocando para sentir los cachorritos.

Teru le dirigió una mirada inquisitiva a Kikuko, mostrándole el blanco de los ojos. Y luego se puso a rodar panza arriba.

—¿Cuántos serán?

No estaba entumecida hasta el grado de resultar repugnante. Hacia la cola, donde la piel era más fina, había una zona de tono rosa desvaído. Estaba sucia alrededor de los pezones.

—¿Tiene diez pares de pezones? —arriesgó Kikuko.

Shingo contaba con la vista. El par más alejado era pequeño y se veía mustio.

Teru tenía dueño y una placa, pero como su amo no le daba de comer se había convertido en una perra vagabunda. Merodeaba por las cocinas del vecindario. Y pasaba cada vez más tiempo en la de Shingo, desde que Kikuko se había acostumbrado a darle las sobras por la mañana y por la noche, con algún añadido especial. Con frecuencia, por la noche la oían ladrar en el jardín. Parecía que se había encariñado con ellos, pero ni siquiera Kikuko había llegado a considerarla de la familia.

Cada vez que iba a tener crías, Teru regresaba.

Su ausencia en ese día y el anterior había sido interpretada por Kikuko como la rutina habitual al tener cachorritos.

La entristecía pensar que tuviera que ir allí para eso, pero esta vez los perros habían nacido debajo de la casa, unos diez días antes, y nadie se había dado cuenta.

Cuando Shingo y Shuichi volvieron de la oficina, Kikuko les anunció:

Teru ha tenido aquí a sus cachorritos, padre.

—¿Dónde?

—Debajo de la habitación de la criada.

—¡Oh!

Como no había criada, la habitación destinada al servicio, pequeña y estrecha, se usaba como almacén.

—A menudo veía a Teru meterse ahí abajo. Así que fui a mirar y allí me encontré con los cachorritos.

—¿Cuántos son?

—Está demasiado oscuro para contarlos. Están muy al fondo.

—Así que los tiene allí.

—Madre me contó que Teru se estaba comportando de un modo muy extraño, rondando por el cobertizo y escarbando el suelo. Al parecer, buscaba un lugar para dar a luz. Si le hubiéramos preparado paja, los habría tenido en el cobertizo.

—Serán un problema cuando crezcan —contestó Shuichi.

A Shingo le complacía que Teru hubiera decidido tener allí sus cachorritos, pero un pensamiento desagradable le vino a la mente al entrever el día en que, incapaces de quedarse con los perritos mestizos, se vieran obligados a deshacerse de ellos.

—Me he enterado de que Teru ha tenido cachorritos —dijo Yasuko.

—Ya lo sé.

—Y de que los ha tenido debajo del cuarto de la criada, la única habitación deshabitada. Teru pensó muy bien las cosas.

Todavía junto al brasero, Yasuko frunció levemente el entrecejo al mirar a su marido.

Shingo también se acercó al brasero. Después de tomar una taza de té, le preguntó a su hijo:

—¿Y qué pasó con esa criada que iba a conseguirnos Tanizaki?

Se sirvió otra vez.

—Padre, eso no es una taza.

Había vertido té en el cenicero.

2

—Ya soy mayor y todavía no he escalado el monte Fuji.

Shingo estaba en la oficina.

Eran palabras dichas sin pensar, pero que le parecieron significativas. Las musitó una y otra vez.

La noche anterior había soñado con la bahía de Matsushima y sus islas. Tal vez eso explicara la frase.

Esa mañana le extrañó haber soñado con ese lugar, pues nunca había estado allí. Comprobaba que, a su edad, sólo había estado en una de las «tres grandes vistas de Japón». No conocía Matsushima ni la costa de Amanohashidate. Cierta vez, a su regreso de un viaje de negocios a Kyushu, había visto el templo de Miyajima, pero no en la estación apropiada, sino en invierno.

Por la mañana, sólo tenía presentes algunos fragmentos del sueño, pero el color de los pinos y del agua persistía claro y fresco. Estaba seguro de que era Matsushima.

En un prado cubierto de hierbas, a la sombra de los pinos, tenía a una mujer entre sus brazos. Se estaban escondiendo, atemorizados. Aparentemente, se habían alejado de sus compañeros. La mujer era muy joven, una muchacha. Él ignoraba su propia edad. Debía de ser muy joven, a juzgar por el vigor con el que corrieron entre los pinos. No sentía diferencia de edad cuando la tomaba en sus brazos. La abrazaba como lo haría un hombre joven. Sin embargo, no se sentía como alguien que hubiera sido rejuvenecido, ni le resultaba un sueño de tiempos pasados. Era como si a los sesenta y dos tuviera todavía veinte. En ese hecho residía la rareza.

La lancha de motor en que habían llegado surcaba el mar. Una mujer estaba de pie, agitando su pañuelo sin cesar. El pañuelo blanco, en contraste con el mar, seguía vívido en su mente incluso después de despertarse. Ambos habían sido abandonados en la isla, pero ningún temor los invadía. Sólo se decía a sí mismo que ellos podían ver el bote en el mar y que su escondite no sería descubierto.

Con la imagen del blanco del pañuelo se despertó.

Al despertarse no sabía quién era esa mujer. No podía recordar ni su cara ni su figura. No le había quedado ninguna impresión táctil. Lo único nítido eran los colores del paisaje. No podía explicar por qué estaba seguro de que se trataba de Matsushima ni por qué había soñado con ese lugar.

Nunca había estado allí ni había cruzado el mar hacia una isla desierta.

Por un momento se le ocurrió preguntarle a alguien si ver colores en un sueño era señal de agotamiento nervioso, pero al final prefirió guardar silencio. No le agradaba pensar que en sus sueños había abrazado a una mujer. Pero no le desagradaba haberse sentido joven a su edad.

La contradicción lo confortó.

Sintió que la extrañeza se disiparía si llegara a identificar a la mujer. Mientras estaba sentado fumando, alguien llamó a la puerta.

—Buenos días.

Entró Suzumoto.

—No pensaba encontrarte a esta hora.

Suzumoto colgó su sombrero. Tanizaki se apresuró a tomar su abrigo, pero él se sentó sin quitárselo. Su cabeza calva le resultaba cómica a Shingo. Las manchas de la edad eran notorias sobre las orejas. Su piel era opaca.

—¿Qué te trae por aquí tan temprano?

Conteniendo la risa, Shingo se miró las manos. Cierta decoloración aparecía desde la palma de su mano y abarcaba la muñeca para desaparecer después.

—Mizuta. Él sí que tuvo una muerte placentera.

—Ah, sí, Mizuta —recordó Shingo—. Nos enviaron gyokuro, de excelente calidad, por cierto, después del funeral, y pude recobrar el hábito de tomarlo.

—Yo no entiendo de gyokuro, pero lo envidio por cómo murió. He oído hablar de otras muertes, pero la de Mizuta las supera a todas.

Shingo resopló.

—¿No lo envidias?

—Tú eres gordo y calvo, todavía hay esperanzas para ti.

—Pero yo no tengo hipertensión. Me contaron que Mizuta estaba tan preocupado por un ataque que se negaba a pasar ni una noche a solas.

Mizuta había muerto en un balneario. En el funeral, sus viejos amigos murmuraban sobre lo que Suzumoto calificaba de «una muerte placentera». Aunque resultaba también un poco raro, después de todo, concluir que, por el hecho de tener a una mujer joven a su lado, su muerte hubiera sido gozosa. Les intrigaba saber si la mujer estaría presente en el funeral. Estaban los que decían que ella cargaría con desagradables recuerdos durante toda la vida, y otros que aseguraban que, si lo había amado, quedaría agradecida por lo sucedido.

Para Shingo, que por haber sido compañeros de clase en la universidad esos hombres de sesenta se sintieran con derecho a emplear la jerga estudiantil era otra fea señal del paso del tiempo. Todavía se trataban con los apodos y diminutivos de sus días de estudiantes. Desde que eran jóvenes lo sabían todo unos de otros, y este conocimiento generaba intimidad y nostalgia; pero las cortezas fosilizadas de cada ego también se resentían. La muerte de Mizuta, que había bromeado sobre el fallecido Toriyama, a su vez daba lugar a nuevas chanzas.

En el funeral, Suzumoto había insistido en hablar sobre la muerte placentera, pero sus comentarios sólo lograron provocar repulsión en Shingo.

—No es muy digno para un anciano —dijo.

—No. Nosotros ya no vemos mujeres ni en sueños.

El tono de Suzumoto era totalmente desapasionado.

—¿Has escalado alguna vez el monte Fuji?

—¿El Fuji? —Suzumoto se mostró sorprendido—. ¿Por qué el Fuji? No, nunca. ¿Por qué me lo preguntas?

—Yo no lo he hecho. Ya soy un hombre de edad, y todavía no he escalado el monte Fuji.

—¿Qué? ¿Acaso se trata de una broma pesada?

Shingo lanzó una risotada.

Mientras trabajaba con un ábaco cerca de la puerta, Eiko se reía disimuladamente.

—Si lo piensas, ha de haber un sorprendente número de personas que se van a la tumba sin haber escalado el monte Fuji o haber contemplado las tres grandes vistas. ¿Qué porcentaje de japoneses supones que han subido al Fuji?

—Ni un uno por ciento, diría yo. —Suzumoto volvió al asunto inicial—: Dudo que uno entre diez mil, o cien mil, pueda tener la buena suerte que tuvo Mizuta.

—¿Acaso le tocó la lotería? No debió de ser muy agradable para su familia.

—Claro, la familia. A propósito, la mujer vino a verme —dijo Suzumoto, con aire de entrar en el meollo del asunto—, y me preguntó por esto —colocó un paquete envuelto en tela sobre la mesa—: máscaras. Máscaras de Noh[11]. Me pidió que las vendiera. Se me ocurrió venir a verte para que les echaras un vistazo.

—No soy un experto en máscaras. Para mí son como las tres grandes vistas. Sé que existen y que están en Japón, pero no he estado allí para verlas.

Eran dos cajas. Suzumoto sacó las máscaras de sus fundas.

—Esta es la máscara jido, según me dijeron, y esta es la máscara kasshiki. Ambas representan a niños.

—¿Esto es un niño?

Shingo cogió la máscara kasshiki por la cuerda de papel que iba de oreja a oreja.

—Tiene el cabello pintado. ¿Lo ves? Con la forma de una hoja de ginkgo. Es la marca de un joven que no ha alcanzado aún la mayoría de edad. Aquí están los hoyuelos.

—¿Sí? —Shingo la sostuvo a la distancia de su brazo extendido—. Tanizaki, mis gafas, por favor.

—No es necesario, está bien así. Dicen que hay que sostenerlas un poco más arriba del nivel de los ojos con el brazo extendido. Y que para hombres viejos como nosotros es mejor inclinarlas un poco hacia abajo y verlas difusamente.

—Se parece mucho a alguien que conozco. Es muy realista.

—Inclinar ligeramente hacia abajo una máscara de Noh se denomina «nublarla» —explicaba Suzumoto—, pues la máscara adquiere un aspecto melancólico; volverla hacia arriba es «iluminarla», pues su expresión se vuelve brillante y feliz. Dirigirla hacia la izquierda o hacia la derecha se designa como «usar» o «cortar» o algo por el estilo.

—Se parece a alguien que conozco —repitió Shingo—. Me resulta difícil ver que representa a un niño. Me parece más bien un joven.

—Los niños eran precoces en esa época. Y el rostro realista de un niño no sería adecuado para el Noh. Pero obsérvala con más atención, es un niño. Me dijeron que el jido es una aparición. Algo así como el símbolo de la eterna juventud.

Shingo fue inclinando la máscara según le indicaba Suzumoto. Esta llevaba el característico flequillo infantil.

—¿Por qué no te la quedas? —sugirió Suzumoto.

Shingo depositó la máscara sobre la mesa.

—Tú las compraste. Ella quería que las tuvieras tú.

—En verdad tiene cinco. Yo compré dos máscaras de mujer e hice que Unno se quedase con otra. Pensé que te gustaría conservar las demás.

—¿De modo que me tocan las sobras? Tú saliste ganando al comprar las máscaras de mujer primero.

—¿Las preferirías?

—¿Qué importa, si ya no están disponibles?

—Te las puedo traer si quieres. Me ahorro el dinero si te las quedas. Lo que sucedió es que sentí pena por ella por el modo en que Mizuta murió. No pude negarme. Aunque me dijo que estas eran mejores que las de mujer. ¿Acaso no te atrae la idea de la eterna juventud?

—Mizuta está muerto; y también Toriyama, que las observaba con tanto detenimiento en la casa de Mizuta. Tus máscaras provocan malestar.

—Pero la máscara jido es un símbolo de eterna juventud. ¿La idea no te impresiona?

—¿Fuiste al funeral de Toriyama?

—No recuerdo por qué, pero no fui. —Suzumoto se puso de pie—. Bueno, te las dejo. Estúdialas con cuidado. Si no las quieres, busca a alguien a quien le gusten.

—No se trata de que me gusten o no. No significan nada para mí. No dudo de que sean buenas máscaras, pero ¿acaso al apartarlas del Noh no las estaré privando de vida?

—No debes preocuparte por eso.

—¿Son muy caras? —preguntó Shingo en tono inquisitivo.

—Sí, me temo que debo olvidarme del asunto y escribirle. Ahí, en la cuerda, está indicado el precio, pero estoy seguro de que puedes regatear.

Shingo se puso las gafas, empezó a desatar la cuerda y, en el momento en que pudo verlas con toda claridad, el cabello y los labios de la máscara jido lo impresionaron como algo tan bello que tuvo que contener un grito de asombro.

Una vez que Suzumoto se hubo retirado, Eiko entró en el despacho.

—¿No es hermosa?

Eiko asintió en silencio.

—Póntela un momento.

—No dará resultado. Voy vestida con ropa occidental.

Pero Shingo le alcanzó la máscara de todos modos, y ella se la colocó y la sujetó con la cuerda.

—Mueve la cabeza muy suavemente.

De pie ante él, Eiko movió la cabeza en distintas direcciones.

—Bien, muy bien.

El elogio nació espontáneamente. Incluso con un mínimo movimiento, la máscara cobraba vida. El vestido de Eiko era de color castaño, y su cabello caía a los costados de la máscara, pero ella había adquirido tal encanto que Shingo estaba cautivado.

—¿Suficiente?

—Sí.

De inmediato, Shingo mandó a Eiko a comprar algún libro sobre máscaras de Noh.

3

Cada máscara llevaba la firma de su artesano. El libro informaba de que no entraban en la categoría de «máscaras antiguas», o sea, del período Muromachi, pero eran trabajos de maestros de la siguiente era. Al tocarlas, hasta un novato como Shingo percibía que no eran falsificaciones.

—Me dan escalofríos —dijo Yasuko al colocarse sus gafas bifocales.

Kikuko se rio delicadamente.

—¿Puede ver con los anteojos de padre?

—Las bifocales son algo promiscuo —le espetó Shingo a su mujer—. Le sirven a cualquiera.

Ella estaba usando las gafas que él solía llevar en el bolsillo.

—En la mayoría de las casas el marido las usa primero, pero como en este caso la mujer es un año mayor… —Sin quitarse el abrigo, Shingo se había sentado de muy buen humor cerca del brasero—. El problema es que no puedes ver lo que estás comiendo. Eres incapaz de ver la comida que tienes delante. Y si está troceada en pedazos muy pequeños, a veces ni sabes lo que estás comiendo. Te pones las gafas, tomas un tazón de arroz como este y los granos se ven borrosos, hasta tal punto que no los distingues. Al principio resultan tremendamente incómodas.

Shingo tenía la vista clavada en las máscaras.

Entonces se dio cuenta de que Kikuko, que sostenía un quimono, esperaba a que él se cambiara de ropa. Y también se dio cuenta de que otra vez su hijo faltaba en casa.

Al ponerse de pie para cambiarse siguió con la vista fija en el brasero. Era una forma de evitar mirar a Kikuko a la cara.

Sintió una opresión en el pecho. Tal vez como Shuichi no había regresado a casa, Kikuko se acercó pero no quiso mirar las máscaras. Como si nada importante hubiera sucedido, ella se ocupaba de su ropa.

—Son como cabezas cercenadas de un tajo. Realmente me dan escalofríos —dijo Yasuko.

Shingo regresó junto al brasero.

—¿Cuál prefieres?

—Esta —respondió Yasuko sin dudar, y tomó la máscara kasshiki.

—¿De veras? —Shingo estaba un poco intimidado por la resolución de Yasuko—. Corresponden a artesanos diferentes, pero del mismo período. De los tiempos de Toyotomi Hideyoshi[12].

Shingo hizo coincidir el contorno de su cara con el de la máscara jido y la observó desde arriba.

La kasshiki era masculina, con las cejas propias de un hombre; pero la jido era ambigua. Las cejas estaban muy separadas; estas, graciosamente arqueadas, y los ojos eran los de una muchacha.

Al acercar su cara, la piel, luminosa como la de una muchacha, se suavizó ante sus envejecidos ojos y la máscara cobró vida, cálida y sonriente.

Contuvo el aliento. A unos seis u ocho centímetros de sus ojos, una doncella llena de vida le sonreía, límpida y bellamente.

Los ojos y la boca estaban verdaderamente vivos. Las cuencas vacías estaban ocupadas por pupilas negras. Los labios rojos se habían vuelto sensualmente húmedos. Conteniendo la respiración, Shingo se aproximó rozando la nariz de la máscara con la suya. Las pupilas negras flotaron hacia él y la carne del labio inferior palpitó. Tuvo la tentación de besarla, pero se apartó con un suspiro.

Le dio la impresión, a cierta distancia, de que todo había sido mentira. Por un instante jadeó con pesadez.

Apesadumbrado, metió la máscara jido dentro de su bolsita de brocado dorado con fondo rojo y le extendió la máscara kasshiki a Yasuko.

—Guárdala.

Había escrutado hasta el fondo mismo del labio inferior de la jido, allí donde el antiguo rojo se diluía en el interior de la boca. Una boca apenas abierta, pero sin dientes alineados detrás de los labios. Como el capullo de una flor sobre un montículo de nieve.

Acercarle la cara, casi rozándola, quizá sea para una máscara de Noh la perversión más imperdonable; el modo de verla no previsto por el artesano. Shingo tomó conciencia del secreto de amor de su hacedor al comprobar que la máscara, completamente viva contemplada desde el escenario del teatro, también adquiría vida, como en ese momento, observada sin guardar la menor distancia.

Shingo había sentido una pulsación casi celestial con esa emoción. Pero también estuvo tentado de reírse al comprobar que sus viejos ojos habían percibido como más tentadora esa piel que la de una mujer real.

Se quedó pensando si esa secuencia de extrañas coincidencias —haber abrazado a una joven en un sueño, haber encontrado cautivadora a Eiko con la máscara, haber casi besado la jido— no significaría que algo estaba a punto de sacudir los cimientos de su casa.

No había aproximado su cara a la de una muchacha desde que había empezado a usar bifocales. Para sus ojos ya viejos, ¿resultaría más tersa ahora?

—Pertenecían a Mizuta. Ya sabes, aquel por quien recibimos el gyokuro. El que murió en el balneario.

—Me dan escalofríos —repitió Yasuko.

Shingo le echó un poco de whisky a su té. En la cocina, Kikuko cortaba cebollas para una sopa de pescado.

4

La mañana del 29 de diciembre, mientras se lavaba la cara, Shingo vio que Teru estaba al sol con toda su camada.

Aunque ya los cachorritos habían empezado a salir de su refugio bajo la habitación de la criada, no sabía a ciencia cierta si eran cuatro o cinco. A veces Kikuko se abalanzaba sobre alguno y lo llevaba dentro de la casa. En sus brazos se comportaban con docilidad, pero corrían otra vez a esconderse si veían que alguien se aproximaba. En ningún momento salían todos. Kikuko había asegurado que eran cuatro, pero en otro momento dijo que había contado cinco.

Shingo contó cinco tomando el sol.

Estaban al pie de la montaña, donde había visto a los pinzones mezclados con los gorriones. En un lugar donde había tierra apilada, de un pozo excavado como refugio antiaéreo que durante la guerra había sido una huerta de verduras. Ahora era el rincón donde los animales se tumbaban al sol.

Las cortaderas entre las que los gorriones y los pinzones revoloteaban se habían secado, pero unas malezas resistentes y muy enhiestas cubrían un costado del montículo. La parte superior estaba cubierta con hierbas. Shingo se sentía admirado por la sagacidad que había demostrado Teru al elegir ese lugar.

La perra había llevado a sus cachorritos a un buen sitio antes de que la gente se levantara, o mientras la atención estaba puesta en el desayuno, y allí estaba, alimentándolos y dejando que se calentaran al sol. Disfrutaban de un momento en que nadie los molestaba. Así lo vio, y sonrió ante la escena que se le presentaba bajo los cálidos rayos del sol. Ya era bien entrado diciembre, pero en Kamakura el sol calentaba tanto como en primavera.

Al observarlos más de cerca vio que los cinco cachorros se empujaban y forcejeaban en una lucha por atrapar los pezones. Las patas delanteras accionaban contra el vientre de la perra como pistones y daban rienda suelta a su juvenil fuerza animal; Teru, tal vez porque los cachorros ya eran lo suficientemente fuertes para escalar la colina, los amamantaba de mala gana. Se retorcía, daba media vuelta y se tumbaba sobre el vientre, enrojecido por las marcas de las patas inquietas.

Finalmente se puso de pie, los echó y bajó la colina. Un cachorrito negro que se había colgado de un pezón con particular tozudez fue rechazado y cayó dando tumbos. La pendiente tenía casi un metro de altura. Alarmado, Shingo contuvo la respiración. El cachorrito se levantó como si nada hubiera pasado y, después de uno o dos segundos de aturdimiento, echó a andar olisqueando la tierra.

—¿Qué es esto?

Sintió que veía esa figura por primera vez y también que ya la había visto antes. Durante un instante se quedó pensativo.

—Claro, la pintura de Sotatsu[13]… —murmuró—. Qué extraordinario.

Al ver la pintura de Sotatsu de un cachorrito, lo había juzgado algo estilizado, como de juguete. Ahora estaba admirado de verlo reproducido al natural. La dignidad y la elegancia del cachorrito negro eran exactamente las que tenía el de Sotatsu.

Pensó otra vez en cuán realista era la máscara kasshiki, y cuánto le recordaba a alguien.

Sotatsu y el autor de la máscara eran del mismo período.

Sotatsu había pintado lo que hoy se designaría como perro mestizo.

—Vengan a verlos. Todos los cachorritos están fuera.

Aferrándose asustados al suelo, los otros cuatro iniciaron el descenso.

Shingo los observó expectante, pero ninguno adoptó la figura Sotatsu.

Se había sorprendido al ver cómo en la máscara cobraba vida una joven mujer y, ahora, en el cachorrito negro, que era la suma de gracia y refinamiento, veía exactamente una pintura.

Shingo había colgado la máscara kasshiki, pero había guardado en el fondo de un armario la máscara jido.

Yasuko y Kikuko, al oír su llamada, fueron al baño para ver a los cachorritos.

—¿No os habéis dado cuenta?

Kikuko, mirando hacia afuera, puso su mano suavemente sobre el hombro de su suegra.

—Una mujer está demasiado atareada por la mañana. ¿No es así, madre?

—Exactamente. ¿Y Teru?

—¿Adónde habrá ido? Los dejó rondando como vagabundos —dijo Shingo—. Odio la idea de tener que deshacernos de ellos.

—Yo ya he conseguido colocar dos —dijo Kikuko.

—¿Has encontrado a alguien que quiera tenerlos?

—Sí. El dueño de Teru quiere uno. Me pidió una hembra.

—¿En serio? ¿Ahora que se ha convertido en una vagabunda quiere cambiarla por una cachorrita?

—Eso parece. —Kikuko se dirigió entonces a Yasuko—: Teru se ha ido a buscar algo para comer por ahí.

Luego, para cambiar de tema, se explayó sobre su última observación dirigiéndose a Shingo.

—Todos en el vecindario están sorprendidos con lo inteligente que es Teru. Sabe cuándo come cada uno y aparece en el momento preciso.

—¿De verdad? —Shingo estaba un poco desconcertado. Había creído que, por tomar su alimento por la mañana y por la noche en esa casa, Teru la consideraba su hogar; ¿y andaba por el vecindario con el ojo puesto en las sobras?

—Para ser más exactos —agregó Kikuko—, no son los horarios de las comidas lo que conoce, sino el momento en que la gente pone y recoge la mesa. Todo el mundo habla sobre el nacimiento de los cachorritos, y recojo todo tipo de informes sobre las actividades de Teru. Cuando usted no está, padre, los niños vienen y me piden ver a los cachorritos.

—Parece que es muy popular.

—Claro que sí —dijo Yasuko—. Una señora hizo un comentario interesante. Dijo que ahora que Teru ha tenido cachorritos aquí, nosotros tendríamos un bebé. Dijo que Teru nos estaba urgiendo. ¿Acaso no sería un motivo de felicidad?

—Por supuesto que sí, madre. —Kikuko se sonrojó y retiró la mano del hombro de su suegra.

—Sólo repito lo que una vecina dijo.

—¿Quieres decir que hay alguien que sitúa a los humanos y a los perros en la misma categoría?

A Shingo la observación le pareció carente de tacto.

Pero Kikuko levantó la vista.

—El viejo Amamiya está preocupado por Teru. Vino a preguntarme si podíamos cuidarla. Hablaba de ella como si fuera una criatura y no supe qué responderle.

—¿Por qué no nos quedamos con ella? —sugirió Shingo—. De todos modos, está aquí todo el tiempo.

Amamiya había sido vecino del dueño de Teru pero, al fracasar en sus negocios, vendió su casa y se mudó a Tokio. Sus ancianos padres, que vivían con él, hacían recados ocasionales por el barrio. Como había muy poco espacio en Tokio, se habían quedado a vivir en una habitación alquilada.

El anciano era conocido en el vecindario como «el viejo Amamiya», y era uno de los que más encariñados estaba con Teru. Incluso después de mudarse a la habitación alquilada había ido a preguntar por ella.

—Iré de inmediato a contárselo —dijo Kikuko, entrando a la casa—. Se sentirá muy aliviado.

Atento a los movimientos del cachorrito negro, Shingo vio un cardo roto bajo la ventana. La flor se había caído, pero el tallo, curvado en la base, se conservaba todavía verde.

—Los cardos son plantas muy resistentes —sentenció.