El rumor de la montaña

Ogata Shingo —el ceño fruncido, los labios entreabiertos— tenía un aire pensativo. Quizá no para un extraño, que habría pensado que estaba más bien apenado. Pero su hijo Shuichi sabía lo que sucedía y, como veía así a su padre con frecuencia, ya no le daba importancia. Para él era evidente que no estaba pensando, sino que intentaba recordar algo.

Shingo se quitó el sombrero, lo sostuvo con aire ausente en la mano derecha y lo depositó sobre sus rodillas. Shuichi lo cogió y lo colocó en el portaequipajes.

—Veamos. ¿Cómo se llamaba…? —En momentos como ese, a Shingo le costaba encontrar las palabras—. ¿Cómo se llamaba la criada que nos dejó el otro día?

—¿Te refieres a Kayo?

—Kayo, eso es. ¿Cuándo se fue?

—El jueves pasado. Hace unos cinco días.

—¿Cinco días? ¿Hace sólo cinco días que nos abandonó y ya no puedo recordarla?

A Shuichi la reacción de su padre le pareció algo teatral.

—Esa Kayo… creo que fue unos dos o tres días antes de que nos dejara. Salí a dar un paseo y me salió una ampolla en el pie. Ella me dijo que yo padecía por «una lastimadura»[1]. Me gustó eso, porque parecía un modo amable y anticuado de decirlo. Me gustó mucho. Pero ahora que lo pienso, creo que pronunció mal. Hubo algo equivocado en cómo lo dijo. En realidad, quiso decir que las cintas del calzado me lastimaron[2]. A ver, repite:

Ozure.

—Ahora di «Hana o zure».

Hana o zure.

—Ya me parecía a mí. Lo pronunció mal.

Por su origen provinciano, Shingo desconfiaba de la pronunciación estándar de Tokio. En cambio, su hijo se había criado en la capital.

—Al decirlo sonaba muy elegante, muy bonito y elegante. Ella ya estaba en el vestíbulo y, mira, ahora que entiendo lo que dijo realmente, soy incapaz de recordar su nombre. No recuerdo cómo iba vestida ni tampoco su rostro. Supongo que estuvo con nosotros unos seis meses, ¿no?

—Algo así.

Habituado a ese tipo de situaciones, Shuichi no era muy paciente con su padre.

El propio Shingo también se había acostumbrado a esos episodios, pero todavía sentía la punzada de algo cercano al miedo. Sin embargo, por más que lo intentaba, no lograba recordar a la muchacha. Había momentos en que intentos tan fútiles como ese se contaminaban con sentimentalismo. Como ahora, que le parecía que Kayo, inclinada en reverencia en el vestíbulo, lo consolaba por su dolor de pies.

Ella había estado en su casa durante seis meses y lo único que él podía recordar era esa frase. Shingo presentía que una vida estaba a punto de desaparecer.

2

Yasuko, la esposa de Shingo, tenía sesenta y tres años, uno más que su marido. Tenían un hijo, una hija, y dos nietas por parte de esta, que se llamaba Fusako.

Yasuko no aparentaba su edad. Nadie le habría echado más años que a su marido, y no porque Shingo pareciera particularmente viejo. Formaban una pareja armoniosa: él era lo suficientemente mayor como para que juntos no desentonaran. Aunque era muy pequeña, su esposa gozaba de buena salud.

Ella no era una belleza. De joven aparentaba más edad, y le disgustaba que la vieran con él en público.

Shingo no recordaba cuándo ella había comenzado a parecer más joven que él. Tal vez había sido en algún momento ya bien entrada en los cincuenta. Por lo general, las mujeres envejecen más rápido que los hombres, pero en este caso había sucedido lo contrario.

Cierto día, el año anterior, al entrar en la segunda etapa de sus sesenta, Shingo escupió sangre, aparentemente de los pulmones. No se sometió a ninguna revisión médica, pero el problema desapareció pronto y no volvió a repetirse.

Este episodio, sin embargo, no le provocó un envejecimiento repentino. Al contrario, después de eso, su piel se volvió más firme y, en las dos semanas que pasó en cama, el brillo de sus ojos y el color de sus labios mejoraron.

Shingo no había observado con anterioridad síntomas de tuberculosis, pero escupir sangre a su edad se convirtió en el más oscuro de los presentimientos. En parte fue por eso por lo que se negó a ser examinado. Para Shuichi, tal conducta no era más que el rechazo terco de un anciano a enfrentarse a los hechos. Su padre tenía otra explicación.

Yasuko solía dormir profundamente. A veces, en mitad de la noche, Shingo culpaba a los ronquidos de su esposa de su insomnio. Roncaba y, según contaban, cuando era una joven de quince o dieciséis años, sus padres habían intentado infructuosamente corregir ese defecto, que se había interrumpido al casarse. Luego, una vez pasados los cincuenta, había comenzado de nuevo.

Cuando empezaba con los ronquidos, Shingo le apretaba la nariz en un intento por detenerlos. Si este recurso no surtía efecto, la cogía por el cuello y la sacudía. Las noches en que no estaba de humor, sentía repulsión por la imagen de ese cuerpo envejecido con el que había convivido tanto tiempo.

Esa noche estaba de malhumor. Encendió la luz, miró a Yasuko de soslayo y la tomó por el cuello. Estaba levemente sudada. Sólo cuando roncaba se atrevía a tocarla, y eso le resultaba infinitamente deprimente.

Cogió una revista que estaba cerca de su almohada pero, agobiado por el calor que hacía en la habitación, se levantó, deslizó la puerta corredera y se sentó.

La luna brillaba.

Uno de los vestidos de su nuera estaba colgado fuera, desagradablemente sucio. Tal vez había olvidado llevarlo a la tintorería o quizá había dejado a la intemperie la prenda manchada de sudor para que el rocío nocturno la humedeciera.

Del jardín llegaba el chirrido de los insectos. Había cigarras en el tronco del cerezo que estaba a la izquierda. Le llamaba la atención lo áspero del sonido, pero no podían ser sino las cigarras.

Shingo se preguntó si a veces ellas también sufrirían pesadillas.

Una de ellas entró en la habitación y chocó contra el tul del mosquitero. No profirió ningún sonido cuando la atrapó.

—Muda.

No sería una de las que oía entre los árboles.

Para que no volviera, atraída por la luz, la lanzó con fuerza en dirección a la copa del árbol. Cuando la soltó no hubo ninguna resistencia contra su mano.

Shingo se agarró a la puerta y observó. No podía decir si la cigarra se había posado en el árbol o si se había ido volando. Esa noche de luna, una vasta profundidad se extendía sin límites por los cuatro costados.

Aunque apenas se había iniciado agosto, los insectos propios del otoño ya estaban allí cantando; hasta se oía el goteo del rocío de una hoja en otra.

Entonces oyó la montaña.

No era el viento. Con la luna casi llena y la humedad en el aire bochornoso, la hilera de árboles que dibujaba la silueta de la montaña estaba borrosa, inmóvil.

En la galería, ni una hoja del helecho se movía.

En los retiros de montaña de Kamakura, algunas noches se podía oír el mar. Shingo se preguntó por un momento si habría sido el rumor del mar. Pero no estaba seguro de que había sido la montaña.

Era como un viento lejano, pero con la profundidad de algo que retumbara en el interior de la tierra. Sospechando que podía tratarse de un zumbido en sus oídos, Shingo sacudió la cabeza.

En ese instante, el sonido se interrumpió y, de repente, tuvo miedo. Sintió un escalofrío, como un anuncio de que la muerte se aproximaba. Quería preguntarse, con calma y determinación, si había sido el sonido del viento, el rumor del mar o un zumbido dentro de sus oídos. Pero había sido otra cosa, de eso estaba seguro. Había sido la montaña.

Como si un demonio a su paso la hubiera hecho sonar.

La empinada colina, envuelta en las húmedas sombras de la noche, era como una pared negra. Tan pequeña que habría entrado por completo en el jardín de Shingo; era como un huevo cortado por la mitad.

Había otras montañas detrás y a su alrededor, pero el sonido parecía provenir de esa colina en el jardín trasero de la casa de Shingo.

En la cima, las estrellas brillaban entre los árboles.

Al cerrar la puerta, un extraño recuerdo se le hizo presente.

Unos diez días antes, esperaba a un invitado en un restaurante inaugurado recientemente. Una sola geisha le hacía compañía. Su invitado llevaba retraso, como también las demás geishas.

—¿Por qué no se quita la corbata? —dijo ella—. Debe de tener calor.

Shingo asintió y le permitió que lo hiciera.

No era una geisha con quien tuviera una particular familiaridad, pero después de que le enrolló la corbata y se la guardó en el bolsillo del abrigo, que estaba al lado del tokonoma[3], la conversación derivó hacia temas personales.

Según le contó, dos meses antes ella había estado a punto de suicidarse junto con el carpintero que había construido el restaurante. Pero en el momento en que iban a tomar el veneno la asaltaron las dudas. ¿La dosis sería efectivamente letal?

—Él dijo que era suficiente. Me aseguró que habían calculado tanto la suya como la mía, y que la cantidad era la justa y necesaria.

Pero ella no lo creía. Y su desconfianza aumentaba.

—Le pregunté quién se había encargado de hacerlo. Tal vez el que las había medido lo había hecho sólo para enfermarnos y darnos una lección. Le pregunté por el farmacéutico o el médico que se las había dado, pero no me contestó. ¿No es extraño? Si los dos íbamos a ir juntos hacia la muerte, ¿por qué no me respondía? Después de todo, ¿para qué tanto secretismo si nadie más iba a enterarse?

«Una buena historia», Shingo estuvo tentado de decirle.

Ella siguió relatando que había insistido tanto que lo postergaron hasta encontrar a alguien que repitiera la medición.

—Los tengo aquí conmigo.

A Shingo la historia le sonó muy rara. Todo lo que había retenido era que el hombre era un carpintero y que había construido el restaurante.

La geisha sacó dos paquetitos de su monedero y los abrió ante él. Les echó una mirada, pero no tenía modo de saber si contenían veneno o no.

Al cerrar la puerta, Shingo pensó en ella.

Volvió a acostarse. No despertó a su mujer para hablarle del miedo con que lo había paralizado el rumor de la montaña.

3

Shuichi y Shingo trabajaban en la misma compañía. El hijo era como una especie de apuntador de su padre.

Había otros, Yasuko y Kikuko, la mujer de Shuichi. Los tres trabajaban conjuntamente como un equipo que completaba los fallos de memoria de Shuichi. La secretaria de la oficina era otra «apuntadora».

Al entrar en el despacho de su padre, Shuichi cogió un libro de un pequeño estante que había en una esquina y empezó a hojearlo.

—Bien, bien —dijo. Se acercó al escritorio de la muchacha y señaló una de las páginas.

—¿Qué es eso? —preguntó Shingo, sonriente. Shuichi le acercó el libro.

—«Uno no comprende que el sentido de castidad se ha perdido aquí —decía el pasaje en cuestión—. Conocemos el mecanismo para que el amor perdure. Un hombre incapaz de soportar el dolor de amar a una sola mujer y una mujer incapaz de soportar el dolor de amar a un solo hombre deben partir alegremente en busca de otros compañeros, y así encontrar el modo de fortalecer sus corazones».

—¿Dónde queda ese «aquí»?

—París. Es el relato de un novelista sobre su viaje a Europa.

La mente de Shingo había perdido vivacidad para captar aforismos y paradojas, pero le pareció que la frase no era nada de eso y sí una mera observación perspicaz.

Probablemente no era que su hijo estuviera conmovido con el fragmento, sino que, improvisando con lo que las circunstancias le permitían, había encontrado el modo de insinuarle a la muchacha que quería salir con ella después del trabajo.

Al bajar del tren en Kamakura, Shingo se encontró deseando haber vuelto junto con Shuichi o, tal vez, haber postergado su regreso.

El autobús iba lleno hasta los topes, por lo que decidió caminar.

Cuando se paró delante de la pescadería, el tendero lo saludó con una inclinación de cabeza. Entró. El agua del cubo con langostinos era de un blanco lechoso. Tocó una langosta; estaba viva, pero no se movió. Shingo se decidió por los buccinos, de los que había en abundancia.

Cuando el pescadero le preguntó cuántos quería, sin embargo, se quedó perplejo.

—Bueno, que sean tres. Tres de los más grandes.

—¿Se los limpio, señor?

El pescadero y su hijo extrajeron la carne con sus cuchillos. A Shingo le desagradaban los crujidos que estos producían al rozar las conchas.

Mientras el hombre lavaba y cortaba la carne, dos muchachas se detuvieron delante de la tienda.

—¿Qué desean? —les preguntó, al tiempo que seguía con los cortes.

—Arenques.

—¿Cuántos?

—Uno.

—¿Uno?

—Sí.

—¿Sólo uno?

El arenque no era lo más pequeño que se ofrecía, pues había unos pescaditos de un peso menor. No obstante, la joven no se mostró particularmente afectada por la demostración de desagrado del tendero.

El hombre envolvió el arenque en un pedazo de papel y se lo alcanzó.

—Pero si no necesitábamos pescado —dijo la otra, acercándose a su compañera y dándole un codazo.

—Me pregunto si habrá este sábado —dijo la primera mirando las langostas—. A mi novio le encantan.

Su amiga no respondió.

Shingo, sorprendido, se atrevió a observarlas.

«Una nueva clase de prostitutas —pensó—, con las espaldas desnudas, zapatos de tela y buena figura».

El pescadero reunió la carne troceada en el centro de la tabla y, dividiéndola en tres, empezó a colocarla dentro de los caracoles.

—Cada vez serán más frecuentes —señaló—. Incluso aquí en Kamakura.

La rudeza del pescadero le chocó a Shingo como algo muy desagradable.

—Creo que se han comportado con bastante corrección —replicó, indignándose no sabía muy bien por qué.

El hombre colocaba la carne en las conchas con indiferencia. «Toda mezclada, sin respetar la procedencia», pensó Shingo, consciente de los detalles más nimios.

Era jueves. Faltaban más de dos días hasta el sábado, y con seguridad la muchacha conseguiría langostas en cualquier pescadería. Le intrigaba cómo esa joven tan ordinaria se las prepararía a su amigo norteamericano. Una langosta resultaba un plato sencillo, común, tanto frita como hervida o asada.

Shingo no había sentido ninguna animosidad hacia las muchachas, pero después lo invadió un difuso desaliento.

Aunque eran cuatro en casa, había comprado sólo tres buccinos. No lo había hecho por desconsideración hacia su nuera, si bien sabía, por supuesto, que Shuichi no estaría para la cena; simplemente se había olvidado de su hijo.

Un poco más adelante compró frutos de ginkgo en un almacén.

4

No era usual que Shingo comprara comida de camino a casa, pero ni Yasuko ni Kikuko hicieron comentarios. Tal vez para disimular la ausencia de Shuichi, que debería haber vuelto con él.

Le entregó la compra a su nuera y la siguió hasta la cocina.

—Un poco de agua, por favor, con una pizca de azúcar. —Sin esperar, él mismo se dirigió al grifo.

En la pila había langostinos y langostas. A Shingo le sorprendió la coincidencia. Los había visto en la pescadería, pero no se le había ocurrido comprarlos.

—Un buen color —dijo. Los langostinos tenían un brillo fresco.

Kikuko partió un fruto de ginkgo con el revés de la hoja de un cuchillo.

—Sí, pero me temo que no son buenos.

—¿No? Sospeché que podían estar fuera de temporada.

—Llamaré al almacén para quejarme.

—No te molestes. Aunque estos buccinos, mi contribución, no representan mucho.

—Podríamos abrir una marisquería. —Kikuko mostró la punta de la lengua en un suave gesto de burla—. Veamos. Podemos hervir los caracoles. Asar las langostas y freír los langostinos. Puedo comprar setas. Mientras me ocupo de todo esto, ¿usted podría traer unas berenjenas del jardín?

—Por supuesto.

—Que sean pequeñas. Y tráigame también un poco de salvia. ¿Será suficiente sólo con los langostinos?

Kikuko llevó dos buccinos a la mesa.

—Debería haber otro —dijo Shingo, un tanto sorprendido.

—Sí, pero como los abuelos no tienen la dentadura demasiado bien, pensé que preferirían compartir uno.

—Ah, ¿sí? Pues yo no veo a ninguna de mis nietas por aquí.

Yasuko bajó la vista y se rio tontamente.

—Perdón. —Kikuko se puso de pie con presteza y fue a la cocina en busca del tercer caracol.

—Deberíamos hacer lo que nos aconseja tu nuera —dijo Yasuko—. Compartir uno entre los dos.

A Shingo las palabras de Kikuko le habían parecido bellamente oportunas: era como si su dilema de comprar tres o cuatro buccinos se hubiera diluido. Su tacto y su habilidad no eran de despreciar.

Otra posibilidad podría haber sido que dijera que dejaba uno para Shuichi o que ella y Yasuko compartirían uno. Tal vez había considerado todas las combinaciones.

—Pero ¿sólo había tres? —insistió Yasuko, poco sensible a tales sutilezas—. Has comprado tres y nosotros somos cuatro.

—No necesitamos otro. Shuichi no ha venido.

Su esposa esbozó lo que sería una amarga sonrisa, pero tal vez por su edad terminó siendo algo menos que eso.

Ninguna sombra cruzó el rostro de Kikuko y tampoco preguntó qué podría haberle sucedido a Shuichi.

Kikuko era la menor de ocho hermanos. Los otros siete estaban también casados, y todos tenían hijos. A veces Shingo pensaba en la fertilidad que ella había heredado de sus padres.

Su nuera se quejaba de que él todavía no hubiera aprendido el nombre de sus hermanos y hermanas. Y le costaba aún más recordar los nombres de los sobrinos y las sobrinas.

Ella había nacido en un momento en que su madre no quería más hijos o ya no se sentía capaz de tenerlos. Además, la mujer se avergonzaba de estar embarazada a su edad y había considerado la posibilidad de abortar. Fue un parto difícil; aplicaron fórceps a la cabeza de Kikuko.

Su nuera le contó a Shingo que se había enterado de todo de boca de su madre.

A Shingo le costaba entender cómo una madre podía hablarle de tales cosas a su hija, o que una joven se las revelara a su suegro. Kikuko se había echado el cabello hacia atrás para mostrarle una tenue cicatriz en la frente.

Después, cada vez que por casualidad y fugazmente se le hacía visible, esa cicatriz de algún modo lo atraía hacia ella.

A pesar de todo, aparentemente, Kikuko había sido criada como la protegida de la familia. No la habían mimado, precisamente, pero parecía haber recibido afecto. Había algo delicado en ella.

La primera vez que la había visto, ya como novia de su hijo, Shingo había notado el modo ligero y gracioso que tenía de mover los hombros, insinuando una luminosa y fresca coquetería.

Algo en su tenue figura le recordaba a la hermana de Yasuko.

Cuando era muy joven, Shingo se había sentido fuertemente atraído por su cuñada. Después de su muerte, Yasuko había ido a hacerse cargo de sus sobrinos y se había consagrado a los quehaceres domésticos, como deseando suplantar a su hermana fallecida. Era cierto que sentía un gran afecto por su cuñado, un hombre muy atractivo, pero también mucho amor por su hermana, una mujer tan bella que costaba creer que ella y Yasuko hubieran nacido de la misma madre. Yasuko consideraba a su hermana y a su cuñado como seres pertenecientes a un mundo de ensueño.

Ella trabajaba con empeño por su cuñado y los niños, pero el hombre se mostraba indiferente hacia sus sentimientos y se extravió en placeres, mientras para Yasuko su sacrificio se convertía en un apostolado.

Fue entonces cuando Shingo se casó con ella.

Ahora habían pasado treinta años. Para Shingo su boda no había sido un error. Un largo matrimonio no necesariamente queda sometido a su origen.

Sin embargo, la imagen de la hermana permanecía en la mente de ambos. Ninguno la mencionaba, pero ninguno la había olvidado.

No había nada especialmente malsano en el hecho de que, una vez instalada Kikuko en la casa, los recuerdos de Shingo se vieran atravesados por destellos como haces de luz.

Menos de dos años después de su boda, Shuichi ya había encontrado a otra mujer, lo que sorprendió mucho a Shingo.

A diferencia de él, que se había criado en el campo, su hijo no daba ninguna pista sobre sus aventuras. El padre ignoraba cuándo se había iniciado sexualmente.

Shingo estaba seguro de que, fuera quien fuese la que concitara la atención de su hijo, debía de ser una mujer que manejara dinero, algo parecido a una prostituta.

Sospechaba que las relaciones con mujeres de la oficina no iban más allá de ir a bailar después del trabajo, y que podían tener como propósito distraer la atención de su padre.

De ninguna manera esa mujer sería una joven reservada como la que tenía ante él. De algún modo, Shingo lo sentía más por la propia Kikuko. Desde el inicio de la aventura se había producido una maduración en la relación de su nuera con Shuichi. Shingo percibía un cambio en el cuerpo de ella.

Al despertarse durante la noche en que habían cenado el marisco, Shingo se percató de un nuevo tono en la voz de Kikuko.

Sospechó que ella desconocía que Shuichi tenía una amante.

—Y padre se ha disculpado con un buccino —murmuró para sí.

¿Era como si, aun ignorando lo de la otra mujer, ella sintiera emanaciones que llegaban como a la deriva hasta su persona?

Shingo se adormeció y repentinamente se hizo de día. Fue en busca del periódico. La luna todavía brillaba en lo alto. Echó una mirada a las noticias y se durmió de nuevo.

5

Shuichi se abrió camino por el interior del tren y le cedió el asiento a su padre, que lo seguía.

Luego le alcanzó el diario de la mañana y sacó de su bolsillo las gafas bifocales de Shingo. Su padre tenía otro par, pero solía olvidárselo, así que el hijo era el depositario del par de repuesto.

Shuichi se inclinó sobre el diario.

—Tanizaki me ha dicho hoy que una antigua compañera de colegio está buscando trabajo. Como sabes, necesitamos una criada, así que le dije que la cogeríamos.

—¿No te parece un poco imprudente tener a una amiga de Tanizaki con nosotros?

—¿Imprudente?

—Podría enterarse de cosas a través de Tanizaki y luego contárselas a Kikuko.

—¿Cosas? ¿A qué clase de cosas te refieres?

—Bueno, lo que creo es que nos conviene tener una criada que venga con buenas referencias. —Shingo volvió a su periódico.

—¿Tanizaki te ha estado hablando de mí? —preguntó Shuichi cuando bajaron en Kamakura.

—No me ha contado nada. Me imagino que le pediste discreción.

—Bien, supongamos que algo está sucediendo entre tu secretaria y yo. ¿Crees que permitiría que fueras el hazmerreír de la oficina?

—Desde luego que lo sería, pero, si no te importa, asegúrate de que Kikuko no se entere de nada.

Shuichi no era muy dado a las confidencias.

—De modo que Tanizaki te contó algo.

—Sabe que tienes a otra. Y me parece que ella quiere salir contigo.

—Es probable. Tal vez por celos.

—Magnífico.

—Voy a romper. Estoy tratando de terminar con eso.

—No te entiendo. Pero espero que me lo cuentes todo alguna vez.

—Cuando termine.

—No dejes que Kikuko se entere.

—Tal vez ya lo sepa.

Shingo se sumió en un silencio malhumorado.

Que continuó durante la cena. Se levantó de la mesa bruscamente y se fue a su habitación.

Kikuko le llevó melón.

—Has olvidado la sal —dijo Yasuko, entrando tras ella.

Las dos se sentaron en la galería.

—Kikuko te ha llamado varias veces. ¿No la oías?

—No. No sabía que había melón en la nevera.

—Él no te oía —dijo Yasuko—. Y tú lo llamabas una y otra vez.

—Porque está molesto por algo —le contestó Kikuko a su suegra.

Shingo guardó silencio un momento.

—Tengo problemas con los oídos últimamente. El otro día deslicé la puerta para dejar entrar un poco de aire y oí rugir a la montaña. Tú seguías roncando.

Yasuko y Kikuko miraron hacia afuera.

—¿Las montañas rugen? —preguntó Kikuko—. Pero, madre, usted dijo algo una vez, ¿lo recuerda? Dijo que, poco antes de que su hermana muriera, padre oyó el rumor de la montaña.

Shingo estaba consternado. No se perdonaba no recordar. Había oído la montaña; ¿por qué el recuerdo no se hacía presente?

Aparentemente, Kikuko se arrepintió de haber hecho esa observación. Sus bellos hombros estaban inmóviles.