Peces otoñales

Sucedió una mañana de octubre. Al hacerse el nudo de la corbata, Shingo sintió que las manos no le respondían.

—A ver, un minuto. —Se detuvo y una expresión de confusión dominó su rostro—. ¿Cómo seguía esto?

Deshizo el lazo y volvió a intentarlo, pero tampoco tuvo éxito esa segunda vez.

Levantó los dos extremos y los miró, intrigado.

—¿Dónde está el problema?

Detrás de él, a un lado, estaba Kikuko, que sostenía su abrigo. Lo rodeó y se colocó delante de él.

—No puedo hacerme el nudo. Es algo muy extraño.

Con lentitud y torpeza, enrollaba una punta en un dedo e intentaba pasarla por el lazo, pero lo que resultaba era una maraña. La palabra «extraño» era la más apropiada para describir su conducta, pero el miedo y la desesperación estaban grabados en su cara.

Su expresión asustó a Kikuko.

—¡Padre! —gritó.

—¿Qué debo hacer?

Shingo estaba de pie como debilitado por el esfuerzo de intentar recordar algo.

Sin poder contenerse, Kikuko se acercó a él con el abrigo enrollado en uno de sus brazos.

—¿Cómo se hace?

Consternada, ella cogió la corbata. Los ojos envejecidos de Shingo veían sus manos borrosas.

—Lo he olvidado.

—Pero si se hace el nudo usted mismo todas las mañanas.

—Así es.

¿Por qué repentinamente esa mañana había olvidado el procedimiento que había repetido a lo largo de cuarenta años de trabajo en la oficina? Sus manos deberían haberse movido de forma automática. Debería haber podido hacer ese nudo sin pensar siquiera.

Shingo sintió que se enfrentaba a un colapso, una pérdida de sí mismo.

—Yo lo observaba todas las mañanas —dijo Kikuko solemnemente, mientras enroscaba la corbata y volvía a estirarla para empezar de nuevo.

De algún modo, entregado a su arbitrio, se veía como un niño pequeño y malcriado que estuviera demandando atención.

El aroma del pelo de Kikuko lo invadía.

—No puedo —dijo ella, sonrojada.

—¿Nunca le has hecho el nudo de la corbata a Shuichi?

—No.

—¿Sólo se la desatas cuando vuelve borracho?

Kikuko retrocedió unos pasos y, con los hombros tensos, fijó la vista en la corbata.

—Madre ha de saber —dijo, recuperando el aliento—. Madre —llamó—, ¿podría venir un momento, por favor? Padre no puede hacerse el nudo de la corbata.

—¿Cómo puede ser? —La cara de Yasuko reflejaba que nunca antes había sido testigo de semejante ridiculez—. ¿Por qué no se la ata él mismo?

—Dice que se ha olvidado cómo se hace.

—No sé qué ha pasado, pero me he olvidado de todo. Es muy raro.

—Y que lo digas.

Kikuko se hizo a un lado y Yasuko ocupó su lugar.

—No sé si recuerdo todo el procedimiento.

Le levantó el mentón y cogió la corbata con las dos manos. Shingo cerró los ojos.

Yasuko obró de tal modo que finalmente obtuvo un nudo.

Tal vez por la presión en la base del cráneo, Shingo sufrió un leve mareo. Un dorado velo de nieve se deslizó por sus ojos cerrados. Una cortina de nieve en avalancha, dorada a la luz del atardecer. Hasta sintió un rugido.

Asustado, abrió los ojos. ¿Estaría teniendo una hemorragia?

Kikuko contenía la respiración y no apartaba la mirada de las manos de su suegra.

Era la misma avalancha que había visto de niño desde su casa en la montaña.

—¿Vas bien?

Yasuko daba los últimos retoques.

—Sí.

Los dedos de Shingo rozaron los de su mujer cuando quiso tocar el nudo.

Recordó que, al dejar el colegio y cambiar el uniforme de estudiante con su cuello ajustado por un traje de oficinista, había sido la bella hermana de Yasuko quien le había anudado la corbata.

Shingo se volvió hacia el espejo del guardarropa, evitando las miradas de Kikuko y su esposa.

—Bueno, esto hay que tomarlo con calma. Finalmente la vejez ha hecho acto de presencia. No es una sensación agradable descubrir de pronto que uno es incapaz de hacerse el nudo de la corbata.

A juzgar por la facilidad con que la había anudado, daba la impresión de que Yasuko había cumplido con ese papel en los primeros tiempos de casados, pero Shingo no podía recordar cuándo había sido.

O, tal vez, en la época en que había ido a echar una mano en la casa tras la muerte de su hermana, le habría arreglado la corbata a su atractivo cuñado.

Calzada con sandalias, una alarmada Kikuko lo acompañó hasta la entrada.

—¿Qué planes tiene para esta noche?

—No tengo nada previsto. Volveré temprano.

—No se retrase, por favor.

Al pasar por Ofuna, mientras desde el tren observaba el monte Fuji bajo la azulada luz otoñal, Shingo volvió a tocarse la corbata. Se dio cuenta de que el lado derecho y el izquierdo estaban invertidos. Al ponerse frente a él, Yasuko había dejado el lazo izquierdo más largo.

Deshizo el lazo y volvió a anudarla sin esfuerzo.

Que poco antes hubiera olvidado el procedimiento era algo que le resultaba difícilmente creíble.

2

Últimamente no era raro que Shingo y Shuichi tomaran el mismo tren para regresar a casa.

En la línea de Yokosuka los trenes pasaban cada media hora, pero durante las horas punta había uno cada quince minutos. Y a veces, en ese horario, los trenes iban más vacíos que en otras ocasiones.

En la estación de Tokio una muchacha se sentó en uno de los asientos frente a él.

—¿Puede reservarme este, por favor? —le pidió a Shuichi, y dejó un bolso de cuero rojo en la butaca.

—¿Los dos asientos?

Ella masculló una respuesta poco clara. Al dar la espalda y retirarse, no hubo ninguna muestra de confusión en su cara excesivamente maquillada. Los estrechos hombros de su abrigo se alzaron con un gesto atractivo, y el abrigo se deslizó por su figura blandamente elegante.

Shingo estaba intrigado. ¿Cómo había adivinado Shuichi que la joven quería que le reservara dos asientos? Parecía tener un olfato especial para esas cosas, pero ¿cómo se había dado cuenta de que la muchacha esperaba a alguien?

Sin embargo, ahora que su hijo había tomado la iniciativa, Shingo también estaba convencido de que la joven había ido a buscar a su acompañante.

¿Y por qué, si ella estaba sentada del lado de la ventanilla, justo frente a Shingo, había preferido hablarle a Shuichi? Tal vez porque, al levantarse, había quedado frente a él; o quizá porque, para una mujer, Shuichi parecía el más accesible de los dos.

Shingo observó el perfil de su hijo, que leía el periódico.

La joven volvió a entrar en el vagón. Agarrada del marco de la puerta abierta, miraba hacia el andén. Aparentemente la persona con la que debía encontrarse no había llegado aún. Cuando regresó a su asiento, su abrigo de color claro flotaba rítmicamente de los hombros al dobladillo. Un gran botón lo sostenía en el cuello. Tenía unos bolsillos con una extraña forma en la parte delantera. Al regresar por el pasillo hasta su asiento, la chica se balanceaba con una mano metida en un bolsillo. El abrigo, si bien era un tanto peculiar, le sentaba muy bien.

Tomó asiento, esta vez frente a Shuichi, y comenzó a mirar insistentemente en dirección a la puerta. Parecía que había elegido ese asiento porque permitía la mejor vista.

Su bolso seguía en el asiento frente al de Shingo; era una especie de cilindro aplastado con un cierre grande.

Los pendientes de diamantes eran indudablemente una imitación, pero tenían un hermoso brillo. La nariz ancha se destacaba en el rostro firme de rasgos regulares; la boca era pequeña y bien formada. Las cejas espesas, que se delineaban hacia arriba, estaban cuidadosamente depiladas. El trazo de los grandes ojos también era gracioso y se suavizaba en las comisuras. La mandíbula era firme y fuerte. Todo este conjunto de rasgos aportaba al rostro de la joven una belleza particular.

Su mirada denunciaba cierta fatiga. Shingo no se atrevía a calcular su edad.

De pronto un grupo de personas se reunieron en la puerta y las miradas de la muchacha y de Shingo se dirigieron hacia allí. Cinco o seis hombres, aparentemente de regreso de una excursión, habían subido en el tren con grandes ramas de arce.

Las hojas rojas evocaban un frío lugar montañoso.

Por lo bullicioso de la conversación, Shingo se dio cuenta de que los hombres habían estado en lo más profundo de las montañas de Echigo.

—Los arces de Shinshu están en todo su esplendor —le comentó a Shuichi.

Pero los arces que le venían a la mente no eran los arces silvestres de las montañas de su casa natal, sino el gran arce plantado en una maceta, con sus hojas carmesí, que estaba en el altar funerario de la hermana de Yasuko.

Shuichi, obviamente, aún no había nacido.

Shingo observaba ensimismado las hojas rojas, que tan vívidamente expresaban la estación.

Para cuando volvió en sí, el padre de la joven estaba sentado frente a él.

¡De modo que era a su padre a quien ella esperaba! La constatación alivió a Shingo.

El hombre tenía la misma nariz ancha, tan parecida que el efecto era casi cómico. El nacimiento del cabello guardaba en ambos el mismo trazo. El padre usaba unas gafas de montura negra.

Como dos extraños, padre e hija no se hablaron ni se dirigieron la mirada. El padre se durmió antes de que abandonaran las afueras de Tokio; la hija también cerró los ojos. Hasta sus pestañas eran idénticas.

Shuichi no se parecía ni mucho menos de ese modo a Shingo.

Aunque esperaba que padre e hija intercambiaran alguna observación, Shingo sintió algo parecido a la envidia por su total indiferencia.

Sin duda la suya era una familia armoniosa.

Se quedó aún más atónito cuando, en Yokohama, la muchacha se levantó de su asiento y bajó sola. ¡No eran padre e hija sino dos completos extraños!

Shingo se sintió decepcionado.

Cuando se detuvieron en Yokohama el hombre abrió los ojos y luego volvió a dormirse despreocupadamente.

Ahora que la muchacha se había ido, le pareció que aquel tipo maduro tenía un aspecto muy desaliñado.

3

Shingo le tocó ligeramente el hombro a su hijo.

—No eran padre e hija.

Pero Shuichi no mostró el interés que su padre esperaba.

—Los has visto, ¿no?

Shuichi asintió mecánicamente.

—Muy raro.

A su hijo el asunto parecía no afectarle en lo más mínimo.

—Se parecían mucho.

—Supongo que sí.

El hombre estaba dormido y el ruido del tren probablemente encubría la voz de Shingo; pero, aun así, no era muy apropiado hacer comentarios en voz alta sobre un hombre que estaba justo enfrente de él.

Sintiéndose culpable por mirar, Shingo cerró los ojos y la tristeza lo inundó.

En un primer momento sintió pena por el hombre, y luego por sí mismo.

El tren corría entre Hodogaya y Totsuka. El cielo otoñal se oscurecía.

El hombre era más joven que Shingo, debía de tener algo menos de sesenta. Y la joven, ¿tendría quizá la edad de su nuera? Pero nada en su mirada se asemejaba a la pureza de la de Kikuko.

¿Cómo podía ser —se preguntaba Shingo— que no fuera la hija de ese hombre?

Cuanto más pensaba en ello, más insondable se le hacía.

En el mundo había gente tan parecida entre sí que se los podría tomar por padres e hijos. Pero, en realidad, difícilmente era de ese modo. Tal vez hubiera un solo hombre que pudiera corresponderse con una muchacha y una sola joven que combinara con un hombre. Sólo uno para algún otro; y tal vez en todo el mundo una sola pareja posible. Vivían como extraños, sin ningún tipo de lazo entre ellos, y hasta ignorantes de la existencia del otro.

Por casualidad un día subían al mismo tren, se reunían por primera vez y probablemente nunca volvían a encontrarse. Treinta minutos en el curso de toda una vida. Se separaban sin decirse una palabra. Habiendo estado sentados el uno al lado del otro, sin mirarse, sin darse cuenta del parecido existente entre ambos, se alejaban siendo parte de un milagro del que no eran conscientes.

Y el único admirado por la rareza de todo eso era un extraño que se preguntaba si, al ser un testigo accidental, no estaría participando de un milagro.

¿Qué significaban ese hombre y esa mujer que parecían padre e hija, sentados el uno al lado de la otra durante sólo media hora en el curso de todas sus vidas?

Allí había estado ella, con sus rodillas casi rozando las del hombre que no podía ser otro que su padre, todo porque la persona a quien esperaba no había llegado.

—Así es la vida —fue todo cuanto Shingo pudo musitar.

El hombre se puso en pie atropelladamente cuando el tren entró en Totsuka. Cogió su sombrero del portaequipajes pero este cayó junto al pie de Shingo, que se lo recogió.

—Gracias.

Sin molestarse en sacudirle el polvo, el hombre se lo puso.

—Qué raro —dijo Shingo, finalmente libre para hablar a sus anchas—. Eran dos extraños.

—Se parecían mucho pero no se pusieron en pie del mismo modo.

—¿A qué te refieres?

—La mujer se levantó con cuidado, pero el hombre era muy desmañado.

—Tal como dicen: «Las hijas con sus galas, los padres con andrajos».

—La calidad de su ropa también era completamente distinta.

Shingo volvió a asentir.

—La mujer bajó en Yokohama, y desde el momento en que desapareció tuve la impresión de que el hombre se desmoronaba.

—Ya lo estaba desde el principio.

—Pero todo fue tan repentino; me impresionó. Y era un tipo mucho más joven que yo.

—Eso, sin duda. —Shuichi aprovechó la observación para bromear—. Un viejo siempre se ve mejor acompañado por una mujer joven. ¿Qué tal te verías tú, padre?

—Los jóvenes sois unos envidiosos.

—De ningún modo. Hay algo incómodo en un hombre guapo que está con una muchacha bonita, y también si la acompaña un hombre feo. Hay que dejarles las guapas a los viejos.

Pero el desconcertante efecto de esa pareja persistía en Shingo.

—Tal vez sean realmente padre e hija. Quizá ella sea una hija que él abandonó. Y, como nunca se han visto, ahora no se reconocen.

Shuichi miraba hacia otro lado.

Shingo estaba un tanto sorprendido por su propio comentario. Pero como ya había soltado lo que podía interpretarse como una indirecta, tuvo que seguir:

—Dentro de veinte años, tal vez te suceda lo mismo a ti.

—¿Era eso lo que querías decirme? Yo no soy ningún fatalista sentimental. Las balas que me dispararon silbaron cerca de mis orejas, pero no me alcanzaron. Es probable que haya dejado uno o dos hijos en las islas o en China. No es tan grave encontrarte con tu bastardo y no reconocerlo si tuviste balas silbando cerca; no es algo que amenace tu vida. Además, no sabemos si Kinu tendrá una niña. Por otra parte, si ella asegura que no es mío, eso me basta.

—Los tiempos de la guerra y los de la paz no son lo mismo.

—¿Quién dice que no hay otra guerra en camino? Además, tal vez la anterior todavía nos esté atormentando en algún lugar muy dentro de nosotros mismos. —Shuichi hablaba con brusquedad—. Esa chica tenía algo especial, te has sentido atraído y has comenzado a imaginar todas esas cosas. Los hombres solemos sentirnos atraídos por las mujeres que tienen algo especial, que son diferentes de las demás.

—¿Así que eso es todo? ¿Por ser una mujer diferente, la dejas encinta y la abandonas para que críe sola a su hijo?

—No es lo que yo deseo. Es lo que ella quiere.

Shingo guardó silencio.

—La mujer que ha bajado en Yokohama era completamente libre. Absolutamente libre.

—¿Libre?

—No estaba casada. Es una de las que se te acercan si las llamas. Puede darse aires, pero no es decente; se la veía harta de la falta de seguridad.

Estas palabras disgustaron profundamente a Shingo.

—Tan bajo has caído… —dijo.

—También Kikuko es libre. —Shuichi había adoptado un tono desafiante—. No es soldado ni tampoco prisionera.

—¿Qué pretendes al decir eso de tu propia esposa? ¿Se lo has dicho a ella?

—Supongamos que se lo dijeras tú mismo.

—¿Estás insinuando que la eche? —Shingo luchaba por controlar su voz.

—De ningún modo. —También Shuichi intentaba dominarse—. Decíamos que la muchacha que bajó en Yokohama era libre. ¿No has imaginado que eran padre e hija simplemente porque ella tenía más o menos la misma edad que Kikuko?

Shingo se vio cogido por sorpresa.

—Sólo ha sido que, sin ser padre e hija, guardaban tal parecido que he tenido la impresión de que se trataba de un milagro.

—A mí no me parece que sea algo tan impresionante.

—Pues así fue. —Pero ahora que su hijo había adivinado que Kikuko estaba en sus pensamientos, a Shingo se le hizo un nudo en la garganta.

Los hombres con las ramas de arce se bajaron en Ofuna.

—¿Por qué no vamos a Shinshu a ver los arces? —sugirió Shingo al ver cómo las ramas se agitaban en el andén—. Con Yasuko y Kikuko.

—La verdad es que no me interesan demasiado los arces.

—Me gustaría ver otra vez las viejas montañas. Tu madre dice que en sueños ve cómo se desmorona su antigua casa.

—Por cierto, está muy estropeada.

—Habría que repararla mientras estemos a tiempo.

—La estructura es fuerte y todavía resiste. Pero ¿para qué quieres hacer reformas?

—Nos gustaría tener un lugar para descansar. Y así vosotros podríais salir de la ciudad de vez en cuando.

—Yo me quedaré cuidando de la casa. Podríais llevaros a Kikuko con vosotros. Nunca ha estado allí.

—¿Cómo se encuentra últimamente?

—Bueno, la veo un poco aburrida ahora que mi aventura ha terminado.

Shingo sonrió con amargura.

4

Otra vez era domingo y Shuichi había ido de nuevo a pescar al estanque.

Recostado sobre una hilera de almohadones que se estaban aireando en el vestíbulo, Shingo descansaba con la cabeza apoyada sobre un brazo.

Teru, la perra, tomaba el sol tumbada sobre un escalón de piedra, un poco más abajo.

En el comedor, Yasuko revisaba los diarios, algunos de diez días atrás, apoyándolos sobre sus rodillas.

Cuando encontraba algo interesante, llamaba a Shingo. Y lo hacía con tanta frecuencia que las respuestas de su marido eran mecánicas.

—Ojalá algún día termines con esa costumbre tuya de leer todos los periódicos el domingo —le dijo, volviéndose con indolencia.

En el tokonoma de la sala, Kikuko estaba disponiendo un arreglo de calabacines rojos.

—¿Los has recogido en la montaña?

—Sí, me parecieron muy bonitos.

—¿Había más?

—Sólo unos pocos. Cinco o seis.

Tres de ellos colgaban de la rama que sostenía con una mano.

Todas las mañanas, desde el baño, Shingo podía ver los rojos calabacines sobre las cortaderas. En el salón adquirían una tonalidad todavía más espectacular.

También Kikuko le mereció una atenta mirada. La línea que se dibujaba entre su mandíbula y su cuello era de una indescriptible tersura. Y no era resultado de una sola generación, pensó Shingo, algo abatido.

Tal vez por el peinado, que destacaba el mentón y el cuello, su cara se veía más delgada.

Shingo siempre había admirado la belleza de esa línea, y su cuello largo y delicado. ¿Sería por la distancia y el ángulo desde el que la miraba por lo que todo en ella destacaba más que lo habitual?

Quizá también la luminosidad del otoño ponía de su parte.

La línea del mentón al cuello era propia de una frescura juvenil. Sin embargo, había empezado a engrosarse un poco, como un anuncio de que esa lozanía pronto desaparecería.

—Sólo una más —anunciaba Yasuko—. Aquí dice algo muy interesante.

—¿Qué?

—Es sobre Norteamérica. En un lugar llamado Buffalo, en Nueva York, un hombre perdió su oreja izquierda en un accidente de automóvil. Fue al médico y este corrió al lugar del accidente, encontró la oreja que goteaba sangre y volvió a cosérsela. Ahora le funciona perfectamente.

—También aseguran que pueden volver a implantarte un dedo si te operan en seguida.

Yasuko siguió leyendo durante unos instantes; entonces pareció recordar algo.

—Supongo que lo mismo podría suceder con un marido y su mujer. Si los pegas pronto, volverán a unirse. Pero eso lleva su tiempo.

—¿Qué quieres decir? —contestó Shingo, sin tener verdadera intención de hacer una pregunta.

—¿No te parece que eso podría ocurrir con Fusako?

—Aihara ha desaparecido —replicó Shingo con ligereza—. Ni siquiera sabemos si está vivo o muerto.

—Podríamos buscarlo. ¿Qué crees que sucedería?

—Así que todavía lo lamentas… Déjalos. Enviamos la respuesta a la petición de divorcio hace mucho.

—Estoy acostumbrada a resignarme desde que era pequeña. Pero lo que sucede es que la veo con las dos niñas aquí, delante de mis ojos, y me pregunto qué será de ellas.

Shingo no sabía qué decirle.

—Fusako no es una belleza. Pero supongamos que volviera a casarse; creo que sería demasiado para Kikuko tener que ocuparse de las pequeñas.

—Para entonces, Kikuko y Shuichi estarán viviendo en otro lugar, así que serás tú la que tenga que hacerse cargo de ellas.

—No creo que nadie pueda calificarme de holgazana, pero ¿cuántos años crees que tengo?

—Haz lo que puedas y deja el resto a los dioses. ¿Dónde está Fusako?

—Fueron a ver el Buda. Las niñas se comportan de un modo muy raro allí. A Satoko una vez casi la atropellaron en el camino de regreso y, sin embargo, le encanta el lugar. Siempre pide volver.

—No sé si es precisamente por el Buda.

—Eso es lo que parece.

—Sigamos.

—¿No crees que Fusako podría volver al campo? —sugirió Yasuko—. Podrían hacerla su heredera.

—No necesitan una heredera —replicó Shingo, cortante.

Yasuko volvió a entregarse a la lectura de los diarios en silencio.

—Esa historia de la oreja de la que ha hablado, madre, me ha recordado algo. —Esta vez era Kikuko la que hablaba—. ¿Se acuerda, padre, de que una vez dijo que le gustaría dejar su cabeza en un hospital para que la limpiaran y la restauraran?

—Sí, mirábamos los girasoles en la calle. Creo que me iría muy bien precisamente ahora, que olvido de cómo se hace el nudo de una corbata. Dentro de poco leeré el periódico del revés y no me daré cuenta.

—A veces pienso cómo sería dejar la cabeza en un hospital.

Shingo la observó.

—Bueno, sería como dejarla allí para que le hicieran una cura de sueño todas las noches. Será porque estoy viejo por lo que sueño tan a menudo. «Sufro y tengo sueños que prolongan mi realidad». Creo que leí este poema en alguna parte. Pero no estoy diciendo que mis sueños sean una continuación de la realidad.

Kikuko estaba dando los últimos retoques a su arreglo floral.

También Shingo miraba los calabacines.

—Kikuko, ¿por qué no os vais tú y Shuichi a vivir a algún otro lugar?

Su nuera levantó la vista, sorprendida, y se acercó a él.

—Lo pasaría muy mal. —Su voz era demasiado baja para que Yasuko pudiera oírla—. Él me preocupa.

—¿Lo abandonarías?

—Si lo hiciera, podría ocuparme de usted con mayor dedicación —dijo en tono serio.

—Una desgracia para ti.

—Lo que se hace con gusto nunca puede serlo.

Shingo estaba sorprendido. Por primera vez vio una expresión apasionada en el rostro de su nuera, y presintió el peligro.

—Eres muy amable al ocuparte de mí, pero ¿no me estarás confundiendo con Shuichi? Creo que así sólo conseguirás apartarlo de ti.

—Hay muchas cosas de él que no puedo comprender. —El pálido rostro de Kikuko parecía suplicarle algo—. A veces, de repente, me entra el pánico y no sé qué hacer.

—Lo entiendo. Volvió muy cambiado de la guerra. Algunas veces actúa de tal modo que soy incapaz de adivinar qué le pasa por la cabeza. Pero creo que si te pegaras a él como esa oreja que chorreaba sangre, tal vez las cosas podrían solucionarse.

Kikuko lo observaba.

—¿No te ha dicho que te considera libre?

—No. —Ella lo miró con curiosidad—. ¿Libre? ¿Qué quiere decir?

—Eso mismo me pregunté yo cuando le oí decir eso de su propia mujer. Imagino que quiso decir que debías liberarte. Que yo debía permitir que fueras más independiente.

—¿Respecto de usted?

—Sí. Me dijo que debería aclararte que eres libre.

En ese instante se oyó un aleteo procedente de arriba. Para Shingo fue como un sonido celestial.

Cinco o seis palomas cruzaban el jardín en vuelo rasante, trazando una diagonal.

Kikuko también las vio y se aproximó al borde de la galería.

—¿Soy libre, entonces? —repitió, con voz temblorosa, mientras veía cómo se alejaban las palomas.

La perra Teru se incorporó del escalón para correr tras las aves por el jardín.

5

Los siete miembros de la familia estaban presentes en la cena.

Fusako y las dos niñas sin duda ya eran miembros de la familia.

—Sólo quedaban tres truchas en la pescadería —dijo Kikuko—. Una es para Satoko. —Y las dispuso delante de Shingo, Shuichi y Satoko.

—Los niños no merecen comer truchas. —Fusako adelantó su mano—. Dásela a la abuela.

—No. —Satoko se aferró a su plato.

—Qué trucha tan grande —observó con calma Yasuko—. Las últimas del año, imagino. Probaré un poquito de la que le ha tocado al abuelo, así que no te preocupes por la tuya. Kikuko puede picar de la de Shuichi.

Los siete se organizaron en tres facciones distintas que tal vez deberían vivir en tres casas independientes.

La atención de Satoko estaba puesta en el pescado.

—¿Está buena? —preguntó Fusako con la frente arrugada, y la reprendió—: Pero qué feos modales tienes para comer. —Retiró las huevas y se las ofreció a Kuniko, la más pequeña, sin recibir ninguna objeción por parte de Satoko.

—Huevas —murmuró Yasuko, arrancando otro pedazo de la trucha de Shingo.

—Hace muchos años, cuando vivía en el campo, la hermana de Yasuko despertó mi interés por la práctica del haiku. Hay un montón de expresiones referidas a las truchas: «truchas de otoño», «truchas en la corriente», «truchas herrumbrosas». Las que van por las corrientes y las herrumbrosas son las que han desovado; totalmente exhaustas, se dejan llevar hacia el mar.

—Igual que yo —fue la inmediata respuesta de Fusako—. Aunque nunca me he visto a mí misma como a una trucha saludable.

Shingo se hacía el desentendido.

—Una trucha en otoño, abandonándose a la corriente. «Truchas lanzadas a la corriente, ignorantes de su muerte». Así decía un viejo poema. Supongo que me va que ni pintado.

—Y a mí —dijo Yasuko—. ¿Mueren tras desovar, al llegar al mar?

—Creo que sí. Pero luego están las que pasan el invierno en remansos profundos; se las llama «truchas en retaguardia».

—Tal vez yo pertenezco a ese grupo.

—Yo no me veo como una que pueda quedarse mucho tiempo en el mismo sitio —declaró Fusako.

—Pero desde que estás en casa, has subido de peso —dijo Yasuko, mirando a su hija—. Y tienes mejor color.

—No quiero engordar.

—Estar en casa equivale a ocultarse en un profundo remanso —dijo Shuichi.

—No me gustaría permanecer mucho tiempo en un sitio así. Preferiría ir al mar. Satoko —y alzó la voz—: sólo quedan espinas. Deja ya de escarbar.

—Esta charla sobre las truchas no nos ha permitido disfrutar de nuestro manjar —dijo Yasuko con expresión burlona.

Fusako, con la vista baja y un temblor en la boca, estaba reuniendo fuerzas para hablar:

—Padre, ¿por qué no me ayudas a abrir una pequeña tienda? De cosméticos, o de artículos de escritorio, de cualquier cosa. No me importa en qué zona de la ciudad. Tampoco me importaría que fuera un puesto callejero. O un bar.

—¿Te sientes capaz de llevar ese tipo de comercio? —preguntó Shuichi, sorprendido.

—Sí. Los clientes que beben no se fijan en la cara de quien los atiende. Van a tomar sake. ¿O acaso me estás comparando con tu hermosa mujer?

—Esa no ha sido en absoluto mi intención.

—Está claro que puede hacerlo —declaró Kikuko, para sorpresa de todos—. Y si ella lo intenta, yo seré la primera en ofrecerme para ayudarla.

—Me parece un proyecto magnífico —dijo Shuichi.

La mesa quedó en silencio.

Solamente Kikuko se había sonrojado. Estaba roja hasta las orejas.

—¿Qué tal si vamos al campo el próximo domingo, a ver los arces? —propuso Shingo.

—Es una idea estupenda. —Los ojos de Yasuko brillaron—. Y que venga Kikuko, que no conoce nuestra vieja casa —añadió.

—Me encantaría —dijo ella.

Shuichi y Fusako guardaban un silencio perverso.

—¿Y quién cuidará esta casa? —preguntó finalmente Fusako.

—Yo —contestó Shuichi.

—No, lo haré yo —repuso su hermana—, pero antes de que os vayáis, me gustaría contar con una respuesta, padre.

—Ya sabrás mi decisión —dijo Shingo. Pensaba en Kinu, de quien le habían contado que había abierto un pequeño taller de costura en Numazu, con el niño todavía en su vientre.

Cuando terminaron de comer, el primero en abandonar la mesa fue Shuichi. Y luego Shingo, que se frotaba un calambre en la cintura. Con mirada ausente recorrió la sala y encendió la luz.

—Los calabacines de tu arreglo se están encorvando —le advirtió a Kikuko—. Pesan demasiado.

Pero aparentemente el ruido que hacía al fregar los platos impidió que ella pudiera oírlo.