—Padre es un hombre muy extraño, ¿no te parece, madre? —dijo Fusako, apilando ruidosamente en una bandeja los platos usados en la cena—. Es más reservado con su hija que con la que vino de fuera.
—Por favor, Fusako.
—Es cierto. Si las espinacas estaban demasiado cocidas, ¿por qué no se ha atrevido a decírmelo? La verdad es que no llegaba al extremo de parecer puré, y todavía podía distinguirse la forma de las hojas. Quizá debería prepararlas en aguas termales.
—¿Aguas termales?
—Cocinan huevos y pasta hervida en las aguas termales, ¿o no? Recuerdo que una vez me diste algo llamado huevos «radio», de un lugar que no recuerdo, con la clara dura y la yema blanda. ¿Y no me contaste también que los preparaban muy bien en el restaurante Calabaza de Kioto?
—¿El restaurante Calabaza?
—Sí, el mismo. Cualquier mendigo lo conoce. Lo que quiero decir es que, a la hora de preparar unas espinacas, no creo que haya diferencias entre la buena y la mala cocina.
Su madre se rio.
Pero Fusako continuó seria.
—Si padre comiera en una posada y controlara el tiempo y la temperatura de cocción meticulosamente, sin duda estaría más sano que el propio Popeye, incluso sin Kikuko velando por él. Por mi parte, ya he tenido suficiente de tanta apatía. —Se dio impulso con las rodillas y salió con la pesada bandeja—. Parece que la cena no sabe igual sin el hijo pródigo y la hermosa nuera.
Shingo levantó la vista. Sus ojos se encontraron con los de su esposa.
—Cómo ha hablado.
—Sí. Y ha contenido palabras y lágrimas a causa de Kikuko.
—Uno no puede evitar que los niños lloren —murmuró Shingo.
Su boca quedó entreabierta, como si fuera a decir algo más, pero Fusako, tambaleándose camino de la cocina, habló primero:
—No se trata de niños, sino de mí. Y decir que los niños lloran es una obviedad.
Oyeron cómo arrojaba los platos a la pila.
Yasuko iba a levantarse cuando oyeron resuellos en la cocina.
Volviendo los ojos hacia Yasuko, Satoko salió corriendo detrás de su madre.
«Con una expresión muy desagradable», pensó Shingo.
Yasuko dejó a Kuniko sobre las rodillas de Shingo.
—Vigílala unos minutos —dijo, siguiendo a las otras dos a la cocina.
El bebé era algo blando entre sus brazos. La acercó hacia sí. Asió sus piececitos. Los hoyuelos de sus tobillos y las pantorrillas regordetas estaban también entre sus manos.
—¿Tienes cosquillas?
Pero Kuniko evidentemente no podía hablar.
Shingo creía recordar que cuando Fusako era un bebé y él la tenía entre sus brazos, o estaba acostada desnuda, cuando le cambiaban la ropa, y él la agarraba de las axilas, ella fruncía la nariz y agitaba los brazos, pero en realidad le costaba recordar.
Shingo rara vez hablaba de lo fea que era Fusako de pequeña. Tocar el tema habría significado traer a escena el rostro de la bella hermana de Yasuko.
La esperanza de que Fusako cambiara antes de crecer no se había cumplido; hasta el deseo se había diluido con el tiempo.
Su nieta Satoko parecía un poco más favorecida que su madre, y había alguna esperanza para el bebé.
¿Acaso perseguía la imagen de la hermana de Yasuko hasta en su nieta? La idea le hizo sentir rechazo por sí mismo.
Pero aun con ese sentimiento de repulsión, se perdía en sus fantasías: ¿no sería la criatura de la que Kikuko se había deshecho su nieta perdida, la hermana de Yasuko reencarnada? ¿No habría sido una belleza a la que se le negó la vida en este mundo? Y entonces se sentía todavía más disgustado consigo mismo.
Al escapársele el piececito de Kuniko, esta empezó a deslizarse de sus rodillas y echó a caminar hacia la cocina, con los brazos estirados y las piernas tambaleantes.
—Te vas a caer —advirtió Shingo. Pero era tarde.
Se había caído de cabeza y había rodado hacia un costado. Durante un instante no lloró.
Las cuatro regresaron al comedor. Satoko colgada de la manga de Fusako, y Yasuko con Kuniko en brazos.
—Padre está muy distraído últimamente —le dijo Fusako a su madre mientras limpiaba la mesa—. Esta tarde, cuando se cambiaba de ropa, era digno de ver. Había empezado a ceñirse el cinto, y tenía el quimono y el juban[20] cruzados sobre la izquierda. ¿Te lo imaginas? Creo que nunca le había sucedido algo así. Está senil.
—Ya me pasó una vez. Crucé la ropa sobre la izquierda, y Kikuko me dijo que en Okinawa eso no tendría ninguna importancia.
—¿En Okinawa? ¿Será eso cierto? —Fusako ya estaba otra vez con el ceño fruncido—. Desde luego, Kikuko sabe cómo complacerte. Es muy hábil en eso. ¿Así que en Okinawa?
Shingo controló su irritación.
—La palabra juban proviene del portugués. No sé si en Portugal la visten sobre la izquierda o sobre la derecha.
—¿Otro dato aportado por Kikuko?
Yasuko intervino tratando de quitar hierro al asunto:
—Padre siempre se pone los quimonos de verano del revés.
—Una cosa es ponerse accidentalmente un quimono del revés y otra muy distinta estar de pie como un tonto insistiendo en colocar el lado derecho sobre el izquierdo.
—Deja que tu hija Kuniko intente ponerse un quimono. Y dudará sobre el lado que debe superponerse.
—Ya es tarde para una segunda infancia, padre —replicó Fusako, incansable—. ¿No te parece excesivo, madre? Que la nuera se marche durante un día o dos no es pretexto para olvidar qué lado del quimono debe ponerse encima. ¿No se han cumplido ya acaso seis meses desde que su hija volvió a casa, madre?
Así era: había transcurrido medio año desde aquella lluviosa víspera de Año Nuevo. Desde entonces, no habían tenido noticias de su marido, Aihara, y tampoco Shingo había ido a verlo.
—Seis meses —asintió Yasuko—. Pero no hay ninguna relación entre lo tuyo y Kikuko.
—¿No? Pues yo creo que ambas tenemos algún vínculo con padre.
—Ambas sois sus hijas. Estaría bien que él pudiera encontrar una respuesta.
Fusako bajó la vista.
—Bien, Fusako, ahora es tu oportunidad. Desahógate. Di lo que tengas que decir. Te sentirás mejor. Kikuko no está.
—Me he portado mal, lo admito, y no voy a quejarme. Pero creo que bien puedes comer las cosas aunque no las prepare Kikuko. —Fusako sollozaba de nuevo—. ¿Acaso no tengo razón? Te sientas ahí, con mala cara, menospreciándolo todo. Me haces sentir mal.
—Fusako. Debe de haber muchas otras cosas que quieras decir. Cuando fuiste a la oficina de Correos el otro día, imagino que fue para enviarle una carta a Aihara, ¿no?
Un temblor recorrió el cuerpo de Fusako, pero ella negó con la cabeza.
—Supongo que se trata de Aihara, porque no conozco a nadie más a quien tengas motivos para escribirle. —La voz de Yasuko pocas veces adquiría tonos tan agudos—. ¿Le mandaste dinero?
Shingo sospechó que su esposa le había dado dinero a Fusako.
—¿Dónde está Aihara? —Shingo miró a Fusako demandando una respuesta—. Aparentemente no está en la casa. He enviado a alguien de la oficina más o menos una vez al mes para que echase una mirada al lugar. Y no tanto por eso, sino para llevarle algo de dinero a la madre. Si tú estuvieras allí, deberías hacerte cargo de ella.
Yasuko estaba con la boca abierta.
—¿Enviaste a alguien de la oficina?
—No te preocupes. Es una persona de confianza. Alguien que no divulgará secretos ni hará preguntas. Si Aihara estuviera allí, yo mismo iría y hablaría con él sobre tu problema, pero no vale la pena hablar con una anciana inválida.
—¿Qué está haciendo Aihara?
—Según parece, vende drogas o algo por el estilo —explicó Shingo—. Me imagino que estaba acostumbrado a ofrecer esas sustancias de puerta en puerta, y que sólo ha tenido que pasar de la bebida a las drogas.
Yasuko lo observaba, asombrada. Menos por lo que oía sobre Aihara que por su propio marido, que había guardado el secreto durante tanto tiempo.
Shingo continuó.
—Pero parece ser que la anciana ya no está allí. Alguien ha ocupado su lugar. En otras palabras, Fusako ya no tiene casa.
—¿Y qué ha pasado con sus cosas?
—Mis cajas y baúles estaban vacíos desde hacía mucho tiempo, madre.
—Comprendo —asintió Yasuko—. Eras un blanco fácil para él y volviste aquí sólo con lo que pudiste meter en ese pañuelo.
Shingo se preguntaba si Fusako sabía dónde estaba Aihara, y si estaría en contacto con él.
Mientras dejaba vagar la mirada por el jardín, que iba siendo invadido por la oscuridad, se le ocurrió pensar quién podría haber impedido la caída de Aihara, si Fusako, él mismo o el propio Aihara. O tal vez nadie en absoluto.
2
Shingo llegó a su oficina aproximadamente a las diez y se encontró con una nota de Tanizaki Eiko.
Quería hablarle sobre la joven señora. Volvería más tarde.
La señora a la que se refería sólo podía ser Kikuko.
Shingo interrogó a Iwamura Natsuko, que sustituía a Eiko como su secretaria.
—¿A qué hora vino Tanizaki por aquí?
—Yo acababa de llegar y estaba limpiando el polvo de las mesas. Supongo que poco antes de las ocho.
—¿Me esperó?
—Sí, un rato.
A Shingo le molestó el modo apagado y pesado en que Natsuko había dicho «sí». Tal vez por culpa de su dialecto.
—¿Se cruzó con Shuichi?
—Creo que se fue sin verlo.
—Ah… —Shingo musitaba para sí—. Entonces fue poco después de las ocho…
Probablemente Eiko había ido a la oficina de camino a su trabajo. Y tal vez volviera a pasar por la tarde.
Después de releer una nota diminuta en el borde de una hoja grande de papel, miró por la ventana.
Observó el cielo despejado de ese día de mayo, que era exacto a como debía ser un día de mayo. Shingo lo observaba desde el tren. Por las ventanillas abiertas, todos los pasajeros miraban hacia afuera.
Los pájaros que se lanzaban planeando sobre la brillante corriente que marcaba el límite de Tokio también adquirían un fulgor propio. Parecía mucha casualidad que precisamente en ese momento un autobús con una franja roja cruzara el puente hacia el norte.
—«En los cielos, un gran viento». —Sin ninguna razón en particular, Shingo repetía el lema de su falso Ryokan.
¡Por fin! La arboleda de Ikegami aparecía ante sus ojos, y él se asomó como dispuesto a saltar sobre ella. Quizá los pinos no se encontraran en ella.
Esa mañana los dos pinos se veían más próximos. ¿Sería que con la lluvia y la niebla primaveral la perspectiva se alteraba?
Se quedó pensando, intentando convencerse de eso. Los veía todas las mañanas y se le ocurrió que debía ir e inspeccionar el lugar.
Pero aunque veía la arboleda a diario, hacía poco que había descubierto esos dos pinos. Había mirado distraídamente hacia allí durante años, sólo sabiendo que se trataba de la arboleda del templo Hommonji de Ikegami.
Hoy, con el claro cielo de mayo, había descubierto que los pinos no pertenecían a esa arboleda. De modo que, por segunda vez, los dos pinos que se inclinaban el uno hacia el otro como abrazándose eran un hallazgo.
La noche anterior, cuando había hablado de acudir a la casa de Aihara y brindar una modesta ayuda a su vieja madre, Fusako había permanecido en silencio.
Y entonces sintió pena por su hija. Creía haber descubierto algo en ella, pero de ningún modo algo tan evidente como lo que había hallado en la arboleda Ikegami.
Unos días antes, mientras observaba la misma arboleda, al interrogar a Shuichi se había enterado del aborto de Kikuko.
Los pinos ya no eran simplemente pinos; ahora estaban relacionados con el aborto. Seguramente se acordaría de eso cada vez que pasara por delante de ellos para ir al trabajo y al volver a casa.
Esa mañana, claro, le había sucedido lo mismo.
La mañana en que Shuichi se lo contó todo, los pinos se ocultaron entre los otros árboles, en lo profundo del viento y la lluvia. Pero hoy, destacando entre los demás, se asociaron en su mente con el aborto de Kikuko y de algún modo Shingo los vio sucios. Tal vez hacía demasiado buen tiempo.
«A veces, cuando hace buen tiempo, el tiempo interno es malo», se dijo con cierta necedad. Apartándose del cielo despejado que enmarcaba la ventana de la oficina, se volcó a organizar su día de trabajo.
Poco después del mediodía llamó Eiko. Como estaba muy atareada con los vestidos de verano, no podía ir a su despacho.
—¿Tan buena eres que estás tan ocupada?
—Eso parece. —Eiko guardó silencio.
—¿Estás en la tienda?
—Sí, pero Kinu no está aquí. —Pronunció el nombre de la amante de Shuichi con voz queda—. Espero que ella lo abandone.
—¿Cómo?
—Me pasaré de nuevo por ahí mañana por la mañana.
—¿Mañana? ¿Otra vez a las ocho?
—Lo estaré esperando.
—¿Se trata de un asunto tan urgente?
—Bueno, sí y no. Digamos que prefiero hablar de ello cuanto antes. Es algo que tengo bien pensado.
—¿Pensado? ¿Sobre Shuichi?
—Se lo contaré cuando lo vea.
No le inquietaba que «hubiera pensado», pero estaba intrigado por su afán de querer verlo hasta el punto de estar dispuesta a ir a la oficina dos días seguidos.
Su inquietud crecía. Aproximadamente a las tres llamó a la casa de la familia de Kikuko.
Atendió la llamada la criada de los Sagawa. Mientras esperaba que Kikuko se pusiera al aparato, pudo oír una música.
Desde que su nuera había vuelto con su familia, no había hablado con Shuichi de ella, y su hijo parecía eludir el asunto. Shingo también había evitado ir a averiguar sobre ella, porque eso sólo habría dado un énfasis innecesario a la cuestión.
Conociéndola, Shingo imaginaba que no habría dicho nada a su familia sobre Kinu ni sobre el aborto. Pero no estaba seguro.
La voz de Kikuko se impuso a la sinfonía que se oía por el teléfono.
—¿Padre? —Había afecto en su voz—. Esperaba su llamada.
—Hola. —Una oleada de alivio lo invadió—. ¿Cómo te encuentras?
—Ya estoy bien. Parezco una niña mimada.
—No digas eso… —A Shingo le costaba seguir.
—Padre —dijo ella con voz alegre—, quiero verlo. ¿Puede ser ahora?
—¿Ahora? ¿Tú crees?
—Sí, cuanto antes lo vea, más rápidamente podré volver a casa.
—Te espero, entonces. —La música continuaba—. Hola… —Shingo no quería colgar el teléfono—. Es una música preciosa.
—He olvidado apagarla. Es música de ballet. Las sílfides, de Chopin. La cogeré prestada y la llevaré conmigo a casa.
—¿Vienes ya?
—Sí, pero déjeme pensarlo un minuto. La verdad es que no quiero ir a la oficina.
Le sugirió que se encontraran en el parque Shinjuku.
Shingo rio, un poco desconcertado por la propuesta.
Pero Kikuko parecía convencida de haber tenido una excelente idea:
—El verde lo hará revivir.
—¿El parque Shinjuku? Sólo he estado allí una vez. Por alguna razón fui a una exhibición canina.
—Vamos, esta vez me exhibiré yo.
Después de su risa, Las sílfides seguía sonando.
3
Shingo cruzó el portón principal del parque Shinjuku.
Junto a la entrada, un cartel anunciaba que había cochecitos disponibles por treinta yenes la hora, y esteras de paja por veinte.
Delante de él caminaba una pareja de norteamericanos. El marido llevaba a una niña en brazos y la mujer paseaba a un pointer. Había otras personas, todos matrimonios jóvenes. Los únicos que caminaban despreocupadamente eran los norteamericanos.
Shingo fue tras ellos.
A la izquierda del sendero había lo que parecían unos pinos caducos que resultaron ser cedros. La vez que había ido a la exhibición canina, en beneficio de una sociedad protectora de animales, había visto una gran cantidad de cedros, pero no podía recordar dónde.
A la derecha había carteles de identificación de árboles y arbustos, como el árbol de la vida oriental, el pino utsukushi y otros ejemplares por el estilo.
Caminó con placer, convencido de haber llegado antes que su nuera; pero la encontró en un banco debajo de un ginkgo, cerca del estanque al que conducía el sendero.
Volviéndose hacia él y buscando apoyo en los pies para incorporarse, Kikuko se inclinó levemente.
—Has llegado con mucha antelación. Todavía faltan quince minutos para las cuatro y media. —Shingo miró su reloj.
—Me puse tan contenta con su llamada que salí corriendo. —Ella hablaba de prisa—. No puedo expresar lo feliz que me sentí.
—¿De modo que estabas esperándome? ¿No deberías haberte abrigado un poco más?
—Tengo este suéter desde mis tiempos de estudiante. —Un velo de timidez se insinuó en su voz—. Ya no quedaba ropa mía en la casa, y no me atrevía a pedirle un quimono a mi hermana.
Kikuko era la menor de ocho hijos y todas sus hermanas estaban casadas. Seguramente se estaba refiriendo a una cuñada.
El suéter verde oscuro era de manga corta. A Shingo le pareció que esa era la primera vez en todo el año que la veía con los brazos desnudos.
Kikuko se disculpó con mucha formalidad por haber vuelto a casa de sus padres.
—¿Vas a regresar ya a Kamakura? —le preguntó él con suavidad, sin saber qué le respondería ella.
—Sí —dijo sacudiendo la cabeza con naturalidad—. Tengo muchas ganas de volver.
Los hermosos hombros de Kikuko se agitaron cuando miró a Shingo. Él no pudo capturar el instante exacto de ese movimiento pero su cuerpo desprendió un delicado aroma y lo sorprendió.
—¿Fue a visitarte Shuichi?
—Sí, pero si usted no hubiera llamado…
¿Le habría costado a ella volver…?
Tras esa observación inconclusa, Kikuko salió de la sombra.
El verdor de los árboles gigantes, tan rico que se volvía opresivo, se derramaba sobre el delicado cuello de la figura que se retiraba.
El lago era estilo japonés. En la pequeña isla, con los pies apoyados sobre una linterna de piedra, un soldado extranjero bromeaba con una prostituta. Había otras parejas en los bancos que rodeaban el lago.
Shingo siguió a su nuera entre los árboles a la derecha del lago.
—¡Es inmenso! —exclamó, sorprendido ante la extensión que se desplegaba ante sus ojos.
—Lo ha devuelto a la vida, padre —dijo ella, notoriamente complacida—. Sabía que sería así.
Shingo se detuvo delante de un níspero que había junto al sendero. No se lanzó de inmediato al campo que se extendía frente a él.
—Un magnífico ejemplar de níspero. Se expande a sus anchas, hasta la culminación de su copa. —Shingo se sentía conmovido por la forma que el árbol había adquirido con su crecimiento libre y natural—. Hermoso, claro que sí. Cuando vine por la exhibición canina había una hilera de cedros que crecían a su manera, extendiéndose cuanto podían, hasta su cima. Yo sentía que crecía junto con ellos. Pero ahora no recuerdo dónde estaban.
—Por el lado de Shinjuku.
—Tal vez, puesto que vine de allí.
—¿Me contó por teléfono que había venido a ver perros?
—Bueno, no había muchos. Era a beneficio de una sociedad protectora de animales. Eran más los extranjeros que los japoneses. Diplomáticos y gente de la ocupación, imagino. Era verano. Las muchachas de la India eran las más hermosas, ataviadas con gasas de seda rojas y azules. Había puestos de la India y de Norteamérica. No teníamos tantas distracciones entonces.
Era algo que había sucedido dos o tres años antes, pero Shingo no recordaba con exactitud cuándo.
Mientras hablaba, iba alejándose del níspero.
—Tenemos que eliminar el yatsude que está al pie del cerezo. Recuérdamelo cuando estemos en casa.
—Lo haré.
—Nunca hemos podado el cerezo. Me gusta tal y como está.
—Tiene todas esas ramas diminutas cargadas de flores. Oíamos las campanas del templo cuando estaba en plena floración, ¿lo recuerda? Fue el mes pasado, durante el festival.
—¿Cómo puedes acordarte de algo tan insignificante?
—Lo recuerdo perfectamente. El milano estaba allí entonces.
Ella se acercó a él. Se desplazaron de la sombra del gran keyaki[21] hacia el campo abierto.
La vasta extensión verde le transmitió a Shingo una sensación de libertad.
—Uno siente que se expande aquí. Es como estar fuera de Japón. Nunca me hubiera imaginado que existía un lugar como este en medio de Tokio. —Y miró el horizonte que trazaba el verde hacia Shinjuku.
Prestaron gran atención a la vista[22]. Da la impresión de ser mayor de lo que realmente es.
—¿A qué se refiere con «vista»? —Kikuko empleó la palabra italiana.
—A una línea de visión, diría yo. Mira cómo los senderos y los parterres están trazados formando curvas.
Una vez, Kikuko había ido allí de excursión con la escuela y su maestra se lo había explicado todo sobre el jardín. El extenso campo, con los árboles diseminados, era estilo inglés, según le habían contado.
Había muy poca gente, aparte de las jóvenes parejas, recostadas, sentadas o que paseaban. Sólo se veían niños y grupos de cinco o seis muchachas con sus uniformes de colegio. Shingo estaba asombrado y le pareció poco apropiado que el parque fuese un paraíso para los enamorados.
¿Tal vez la escena confirmaba que la juventud de su país se había liberado, del mismo modo que había habido cambios en la Casa Imperial?
Nadie les prestaba atención mientras caminaban por el campo, sorteando aquí y allá la presencia de las jóvenes parejas. Shingo se mantenía tan lejos de ellas como podía.
¿Qué pensaría Kikuko? Un hombre viejo paseaba con su joven nuera por el parque, era sólo eso, pero había algo en la situación que lo ponía nervioso.
Cuando Kikuko le había propuesto por teléfono que se encontraran en el parque Shinjuku no se había detenido a pensar en el asunto, pero ahora que estaban allí todo le parecía extraño.
Shingo se sintió atraído por un árbol particularmente alto. Al aproximarse y alzar la vista, la dignidad y el volumen de la masa verde se desplomó sobre él, y borró su melancolía y la de Kikuko. Ella estaba en lo cierto al creer que el parque lo haría revivir.
El árbol era de los que en Japón llaman «árbol lirio». Cuando estuvo cerca, se dio cuenta de que en realidad se trataba de tres ejemplares. El cartel explicaba que, como las flores se asemejaban tanto al lirio como al tulipán, también era conocido como «árbol tulipán». De crecimiento rápido, era originario de Norteamérica. Y esos ejemplares debían de tener unos cincuenta años.
—¿Cincuenta años? Son más jóvenes que yo. —Shingo alzó la vista, sorprendido.
Las ramas cargadas de hojas verdes se extendían como para envolverlos y ocultarlos a ambos.
Shingo tomó asiento en un banco, pero no se sentía tranquilo.
Cuando se puso en pie otra vez, Kikuko lo miró sorprendida.
—Vayamos por allí a echarles una mirada a las flores —propuso él.
En el campo, a cierta distancia, había un parterre con flores blancas frescas casi a la misma altura que las ramas inclinadas del árbol tulipán.
—Una vez hubo una recepción aquí para los victoriosos generales de la guerra ruso-japonesa. Yo era un muchacho que todavía vivía en el campo.
Los árboles se sucedían en hileras junto al parterre de flores. Shingo eligió uno de los bancos que estaban en medio de ellos.
Kikuko se quedó de pie ante él.
—Volveré a casa mañana por la mañana. Avise a madre, y procure que no me regañe. —Se sentó a su lado.
—¿Hay algo que quieras decirme primero?
—¿Decirle? Muchas cosas, pero…
4
Shingo esperó ansiosamente durante la mañana siguiente, pero Kikuko todavía no había llegado cuando salió para la oficina.
—Me pidió que no la regañaras.
—¿Regañarla? —El rostro de Yasuko brillaba con alegría—. Somos nosotros los que debemos disculparnos.
Shingo sólo le contó que había telefoneado a Kikuko.
—Tienes una gran influencia sobre ella. —Su esposa lo acompañó hasta la puerta—. Pero está bien.
Eiko llegó poco después que él a la oficina.
—Estás más guapa —le dijo con amabilidad—. Y has traído flores.
—No me dejan salir una vez que ya estoy en la tienda, así que estuve caminando para matar el tiempo. El puesto de flores fue una tentación.
Se fue poniendo seria a medida que se aproximaba al escritorio. «Líbrese de ella», escribió con un dedo sobre la mesa.
—¿Qué? —Shingo estaba atónito—. ¿Podría dejarnos un minuto a solas? —le pidió a Natsuko.
Mientras esperaba que ella se retirara, Eiko buscó un florero y metió las tres rosas en él. Llevaba un vestido de corte muy sencillo que le daba el aspecto de alguien que trabajaba con una modiste. A Shingo le pareció que había aumentado un poco de peso.
—Siento lo de ayer. —Sus maneras eran tremendamente tensas—. Venir dos días seguidos, y todo eso.
—Toma asiento.
—Gracias. —Eiko se sentó con la cabeza inclinada.
—Hago que llegues tarde al trabajo.
—No importa. —Levantó la vista, respiró profundamente, como si fuera a sollozar—. No sé si hago bien en hablar con usted. Me siento sobrepasada y hasta un poco histérica.
—Oh.
—Es sobre la joven señora. —Las palabras le salían entrecortadas—. Creo que le practicaron un aborto.
Shingo no dijo nada.
¿Cómo podía saberlo? Shuichi era incapaz de hablarle sobre eso. Pero Eiko trabajaba con la amante de su hijo. Y Shingo se preparó para algo desagradable.
—No tiene nada de malo que haya abortado. —Eiko vacilaba.
—¿Quién te lo ha contado?
—Shuichi pagó el hospital con dinero de Kinu.
Shingo sintió una opresión en el pecho.
—Me pareció un ultraje. Realmente demasiado ofensivo, demasiado insensible. Sentí tanta pena por su esposa que me dieron ganas de llorar. Le entregó el dinero de Kinu, y supongo que creería que era suyo, pero no hizo algo correcto. Él pertenece a otra clase social muy distinta de la nuestra y podría reunir esa suma de cualquier manera. ¿Que tenga otra posición le da derecho a hacer cosas como esa? —Eiko se esforzó por evitar que sus delicados hombros temblaran—. Y después está Kinu, que permite que él use su dinero. No puedo entenderla. Me pone de los nervios. Necesitaba contárselo, aunque eso signifique que no pueda trabajar más con ella. Sé que le estoy contando más cosas de las que debo.
—Gracias.
—Usted se portó muy bien conmigo aquí. Sólo vi a la joven señora una vez, pero me gustó. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Haga que se separen, por favor.
—Sí.
Se refería a Shuichi y a Kinu, por supuesto, y sin embargo la observación podía interpretarse como referida a Shuichi y a Kikuko.
En tales abismos había caído su hijo.
A Shingo lo dejaban atónito la parálisis y la decadencia de su hijo, pero sentía que también él estaba atrapado en el mismo obsceno lodazal. Un miedo oscuro lo bañaba.
Una vez que hubo terminado, Eiko se preparó para marcharse.
—No te vayas. —Intentó detenerla, pero sin mucho entusiasmo.
—Volveré. Hoy sólo sollozaría y me pondría en ridículo.
Shingo percibió un sentido de responsabilidad y benevolencia en ella.
Le había parecido algo tremendamente grosero que fuera a trabajar a la misma tienda que Kinu; pero cuánto peor habían obrado Shuichi y él mismo.
Fijó la vista ausente en las rosas silvestres que le había llevado Eiko.
Shuichi había dicho que Kikuko había evitado a un niño por melindrosa, «con las cosas como estaban». ¿No la estaba pisoteando con sus remilgos?
Ignorante de todo eso, Kikuko estaría ya de vuelta en Kamakura.
Sin querer, Shingo cerró los ojos.