Kikuko fue la primera en leer el diario esa mañana.
La lluvia había entrado en el buzón y tuvo que secar el papel sobre el fuego mientras preparaba el desayuno.
A veces, cuando se despertaba temprano, Shingo iba a buscar el periódico y se lo llevaba a la cama; pero ahora esa era una de las tareas de Kikuko.
Generalmente lo leía cuando Shuichi se iba para la oficina.
—Padre, padre —lo llamó Kikuko en voz baja desde la puerta.
—¿Qué sucede?
—Si está despierto, ¿podría venir un minuto?
—¿Sucede algo malo?
Alarmado por el tono de su voz, se levantó de inmediato.
Kikuko estaba en la galería con el periódico en la mano.
—¿Qué pasa?
—El diario habla del señor Aihara.
—¿Lo ha detenido la policía?
—No. —Retrocedió un escalón y le entregó el periódico—. Todavía está un poco húmedo.
Shingo lo cogió con desconfianza. Como lo dejó colgando de su mano, Kikuko se lo sostuvo.
—No veo bien. ¿Qué ha pasado con Aihara?
—Quiso suicidarse junto con una mujer.
—¿Está muerto?
—Dicen que probablemente se salve.
—Espera un minuto. —Comenzó a alejarse, dejándole el periódico a Kikuko—. Supongo que Fusako está en casa, ¿no?
—Sí.
No era posible que Fusako, que se había acostado tarde con las niñas la noche anterior, fuera la mujer que había acompañado a Aihara en su suicidio, y menos aún que la mencionara el diario.
Con la vista puesta en la lluvia a través de la ventana del baño, Shingo trató de calmarse. Las gotas se sucedían en veloz continuidad desde las hojas de las cortaderas al pie de la montaña.
—Es un aguacero tremendo. Algo inusual en junio.
En el comedor, cogió el periódico, pero antes de que pudiera empezar a leer, sus anteojos se deslizaron de la nariz. Resoplando, se los quitó y se frotó con impaciencia el hueso de la nariz, que estaba desagradablemente húmeda.
Sus gafas volvieron a deslizarse mientras leía el breve artículo.
El hecho había tenido lugar en la posada Rendaiji, en la península de Izu. La mujer había muerto. Tenía veinticinco o veintiséis años y el aspecto de una criada o una camarera; todavía no había sido identificada. El hombre era drogadicto; era probable que se salvara. Por su adicción y por no existir una nota de suicidio, se sospechaba que él había planeado un juego e inducido a la mujer a participar en él.
Shingo cogió las gafas, que habían vuelto a deslizarse hasta la punta de su nariz. No sabía si estaba enojado porque Aihara había intentado suicidarse o porque sus anteojos no se quedaban donde debían.
Restregándose la cara, se dirigió al lavabo.
El diario decía que, en la posada, Aihara había dado una dirección de Yokohama. No se mencionaba a Fusako. El artículo no hablaba de la familia de Shingo.
Tal vez el registro fuera falso y Aihara de hecho no tuviera un domicilio. Tal vez Fusako ya no fuera su mujer.
Se lavó la cara antes de cepillarse los dientes.
¿Era sólo por sentimentalismo por lo que se había sentido alterado y confundido ante la idea de que Fusako todavía pudiera ser la esposa de Aihara?
«¿Es a esto a lo que se refieren cuando hablan de que las cosas sigan su curso?», se dijo.
¿Finalmente el tiempo ponía un punto final a lo que Shingo había ido aplazando?
¿Sería que no le cabía otra cosa más que desear una acción desesperada de Aihara?
Ignoraba si Fusako había empujado a su marido a la destrucción o si había sido él quien la había conducido a la miseria. Sin duda había personas cuya naturaleza era conducir a sus parejas a la miseria y la destrucción, y otras que eran llevadas a eso por sus propias características.
—Kikuko —dijo al volver al comedor, mientras sorbía un té caliente—. Sabías que Aihara nos envió una petición de divorcio hace cinco o seis días, ¿no?
—Sí. Usted estaba furioso.
—Lo estaba. Y Fusako dijo que había un límite para las humillaciones que alguien podía tolerar. Pero tal vez él se estaba preparando para el suicidio. No fingía, quería matarse. Imagino que se llevó a la mujer consigo para estar acompañado.
Kikuko enarcó sus bellas cejas sin atinar a decir nada. Llevaba un quimono de rayas.
—¿Podrías despertar a Shuichi, por favor?
La figura que se alejaba parecía más alta que de costumbre, probablemente a causa de las rayas verticales.
—¿De modo que Aihara lo hizo? —Shuichi cogió el diario—. ¿Fusako ha mandado ya la petición?
—Todavía no.
—¿Todavía no? —Shuichi levantó la vista—. ¿Por qué no? Enviadla esta misma mañana. No queremos un consentimiento de divorcio de parte de un cadáver.
—¿Y qué sucederá con las niñas? Aihara ni las menciona, y son demasiado pequeñas para decidir por sí mismas con quién quieren estar.
La petición de divorcio, con el sello de Fusako, había ido y venido, dentro del portafolio de Shingo, de la casa a la oficina.
Cada tanto, Shingo le mandaba dinero a la madre de Aihara. Y había pensado que el mismo mensajero llevara el documento a la oficina del distrito, pero el caso es que había ido postergándolo.
—Bueno, ahora ya no se puede hacer nada al respecto. Imagino que vendrá la policía.
—¿Para qué?
—A buscar a alguien que pueda ayudar a Aihara.
—No lo veo probable. Por algo fue él quien inició los trámites de divorcio.
Todavía con su quimono de dormir, entró Fusako, chocando contra la puerta.
Sin mirarlo siquiera, rasgó el periódico y lo arrojó al suelo. Aunque lo hizo con mucha fuerza, el papel no se esparció. Fusako cayó de rodillas y sacudió los fragmentos con furia.
—Cierra la puerta, Fusako, por favor —dijo Shingo.
Podía ver a las niñas durmiendo a través de ella.
Con manos temblorosas, Fusako continuó rompiendo el diario en pedazos todavía más pequeños.
Shuichi y Kikuko guardaban silencio.
—Fusako, ¿quieres ir a ver a Aihara?
—¡No! —Incorporándose apoyada sobre un codo, se volvió hacia Shingo, con los ojos inyectados en sangre—. ¿Qué sientes por tu hija, padre? Eres un cobarde. Ves a tu propia hija en esta situación y ni te inmutas. Trágate tu orgullo y ve tú por él. Tú eres el responsable de todo esto. ¿Quién me obligó a casarme con un hombre como él?
Kikuko se retiró a la cocina.
Shingo había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza, aunque en el fondo estaba convencido de que si Fusako iba en busca de Aihara en esa situación, podía producirse una reconciliación y un nuevo comienzo para ambos. Los seres humanos eran capaces de hacer cosas como esa.
2
En el diario no apareció ninguna otra noticia que les permitiera saber si Aihara vivía o había muerto.
Puesto que la oficina del distrito había aceptado la petición de divorcio, se podía suponer que no estaba registrado como difunto.
¿O quizá habría muerto y aún no lo habían identificado? No era probable. Y su madre estaba inválida. Aun cuando no hubiera visto el periódico, alguno de entre sus conocidos o parientes sin duda la habría avisado. Por todo ello, Shingo dedujo que Aihara se había salvado.
Pero ¿acoger a las dos niñas bastaba para darlo todo por terminado? Para Shuichi todo estaba claro, pero Shingo tenía sus dudas.
Las dos niñas eran ahora responsabilidad de Shingo. Y aparentemente, Shuichi no tenía en cuenta que con el tiempo lo serían también de él.
Dejando de lado la preocupación por criarlas y educarlas, ¿podrían Fusako y las niñas ser felices con sus posibilidades mermadas? ¿Eso también entraría dentro de las responsabilidades de Shingo?
Al mandar la petición de divorcio, Shingo se acordó de la mujer que estaba con Aihara.
Una mujer había muerto, eso era cierto. ¿Qué suponía la vida y la muerte de esa mujer?
—Vuelve y muéstrate —murmuró para sí. Sobresaltado, agregó—: ¡Qué estúpida ha sido tu vida!
Si Aihara y Fusako hubieran vivido juntos como un matrimonio normal, la mujer no habría muerto. Desde ese punto de vista, hasta era posible considerar a Shingo como un asesino indirecto. ¿No deberían asomar en su pensamiento reflexiones piadosas respecto de la muerta?
Pero por más que la conjurara, la imagen no se mostraba. De repente vio al bebé de Kikuko. Evidentemente, no podía ver la cara de un niño al que tan pronto se había privado de su nacimiento, pero imaginó una variedad de bellos rostros de bebé.
El bebé no había llegado a nacer; ¿no era él entonces un doble asesino indirecto?
Los espantosos días de humedad ya habían hecho su aparición, y hasta sus anteojos estaban húmedos y pegajosos. Sintió una opresión en el pecho.
El sol brilló en un intervalo de las lluvias de junio.
—En la casa en la que había los girasoles el verano pasado —dijo mientras se ponía los pantalones— este año hay unas flores blancas, cuyo nombre desconozco, y que son como crisantemos occidentales. Cuatro o cinco casas seguidas tienen el mismo tipo de flor. Deben de haberse puesto de acuerdo, pues el año pasado en todas había girasoles.
Kikuko estaba de pie ante él, sosteniendo su abrigo.
—Supongo que los girasoles fueron arrasados por las lluvias.
—Es probable. ¿No has crecido un poco, Kikuko?
—Cuando vine a esta casa crecí un poco, y últimamente también; Shuichi está muy sorprendido.
—¿Desde cuándo?
Sonrojándose, Kikuko se ubicó detrás de él para ayudarlo a ponerse el abrigo.
—Te veía más alta, y no era sólo por el quimono. Está bien poder seguir creciendo después de casada.
—Era demasiado baja. Es un estirón tardío.
—De ningún modo, a mí me parece maravilloso. —Shingo sentía algo espléndidamente fresco en ese nuevo florecer. ¿Tanto habría crecido Kikuko que Shuichi había percibido la diferencia al estrecharla entre sus brazos?
Al salir de casa, a Shingo se le ocurrió que la vida perdida del bebé crecía con la propia Kikuko.
Acuclillada en el borde de la acera, Satoko observaba a unas niñas vecinas que jugaban a las casitas.
Shingo se detuvo para observar él también. Se maravilló al ver los montoncitos de hierba cuidadosamente apilados en espiral y con las hojas de yatsude que usaban como platos.
Pétalos de dalias y margaritas, también cortados en tiras finitas, añadían la nota de color.
Todo ello estaba disperso en una estera sobre la cual las margaritas arrojaban su sombra.
—Margaritas. De eso se trata —dijo Shingo, pensativo.
Habían plantado margaritas delante de varias de las casas en las que el año anterior había girasoles.
Satoko era demasiado pequeña para ser admitida en el grupo.
—Abuelo —dijo, y lo siguió.
Fueron de la mano hasta la esquina de la calle principal. Había algo muy veraniego en la figura que volvía corriendo a casa.
Natsuko, con los blancos brazos desnudos, limpiaba las ventanas de la oficina.
—¿Ha visto el periódico de hoy? —le preguntó Shingo con suavidad.
—Sí. —La respuesta fue, como de costumbre, breve y cortante.
—¿Qué periódico ha leído?
—¿Qué periódico?
—No recuerdo en cuál, decía que unos sociólogos de las universidades de Harvard y de Boston enviaron un cuestionario a mil secretarias para averiguar qué les provocaba mayor placer. Y todas respondieron que recibir elogios cuando alguien estaba cerca para oírlos. Todas y cada una de ellas. Me pregunto si serán iguales las muchachas en Asia y en Occidente. ¿Cómo es usted?
—Bueno, esto es algo embarazoso…
—Las cosas placenteras y las embarazosas muchas veces coinciden. ¿No le sucede eso cuando un hombre le hace una propuesta amorosa?
Natsuko bajó la vista y no respondió. «No es el tipo de muchacha con la que uno suele toparse en estos días», pensó Shingo.
—Supongo que sucedía lo mismo con Tanizaki. Debería haberla alabado más a menudo cuando había gente delante.
—La señorita Tanizaki ha estado aquí —dijo Natsuko con torpeza—. A eso de las ocho y media.
—¿Y?
—Ha dicho que volvería más tarde.
Shingo presintió la cercanía de la infelicidad. No salió a almorzar.
Eiko estaba de pie en la entrada; respiraba con dificultad y parecía al borde del llanto.
—¿Hoy no traes flores? —Shingo ocultó su inquietud.
Ella se aproximó solemne, como reprochándole su falta de seriedad.
—¿Quieres que me libre de ella de nuevo? —Pero Natsuko ya había salido a almorzar y él estaba solo.
Eiko le comunicó la sorprendente noticia de que la amante de Shuichi estaba embarazada.
—Le dije que no debía tener el bebé. —Los delgados labios de Eiko temblaban—. Ayer la abordé camino de casa y se lo dije.
—Ya veo.
—¿Acaso no hice bien? Es una situación horrible.
Shingo no sabía qué decir. Tenía el ceño fruncido.
Eiko había hablado pensando también en Kikuko.
Kikuko, la esposa de Shuichi, y Kinu, su amante, habían quedado encinta una después de la otra. La secuencia no era imposible, pero Shingo no concebía que su hijo fuera el responsable. Ni que su nuera hubiera abortado.
3
—¿Quieres ir a ver si Shuichi está por allí, por favor? Y pídele que venga aquí un minuto.
—Sí, señor. —Eiko sacó un espejito—. No me gustaría que me viera así —agregó, vacilante—. Y que Kinu sepa que voy por ahí contando chismes.
—Comprendo.
—No es que me importe dejar la tienda…
—No lo hagas.
Shingo hizo algunas averiguaciones por teléfono. En ese momento no quería tener que enfrentarse a Shuichi delante de otros empleados. Su hijo había salido.
Invitó a Eiko a almorzar a un restaurante de comida occidental que quedaba cerca y ambos salieron de la oficina.
Eiko, que era bajita, caminaba junto a él y lo miraba a los ojos.
—¿Recuerda? —le dijo, imperturbable—. Cuando trabajaba en la oficina, un día me llevó a bailar.
—Sí, y llevabas un lazo blanco en el cabello.
—No. —Ella negó con la cabeza—. Llevaba un moño blanco el día siguiente al tifón. Me acuerdo porque estaba trastornada. Fue la primera vez que usted me preguntó por Kinu.
—¿De veras?
Había sido ese día y lo recordaba. Eiko le había contado que Kinu tenía una voz ronca muy erótica.
—En septiembre pasado. Realmente te causé muchas molestias.
Shingo había salido sin sombrero y el sol daba de lleno en su cabeza descubierta.
—No resulté en absoluto de ayuda.
—Porque no había nada de lo que tú pudieras ocuparte. Salvo de una familia vergonzosa.
—Lo admiro. Y más desde que me fui de la oficina. —Su voz se quebraba y sonaba artificial. Un momento después, Eiko continuó—: Cuando le dije a Kinu que no debía tener el bebé, me soltó un rapapolvo, como si fuera un niño que mereciera una reprimenda; me dijo que yo no entendía nada, que era incapaz de entender, que me ocupara de mis asuntos. Y al final dijo que era ella quien lo llevaba en sus entrañas.
—¿Y…?
—Que quién me mandaba darle consejos estúpidos. Que si se hubiera tratado de separarse de Shuichi, ella no habría podido hacer nada en caso de que él hubiera decidido dejarla. Pero que el niño era asunto suyo y de nadie más. Que nadie podía entrometerse. Y añadió que si yo tuviera un bebé dentro de mí, tampoco me importaría que juzgaran que tenerlo era algo incorrecto. Como soy más joven, se burlaba de mí. Dijo que yo todavía no tenía ese derecho. Recordó que con su marido no había tenido hijos, y que a él lo habían matado en la guerra.
Caminando a su lado, Shingo asentía.
—Quizá dijo eso porque estaba furiosa. Quizá no era eso lo que quería decir.
—¿De cuánto está?
—De cuatro meses. Yo no me di cuenta, pero los otros empleados sí. Dicen que oyeron que el dueño le aconsejaba no tenerlo. Kinu es muy eficiente, y sería una gran pérdida para la tienda. —Se llevó una mano a la cara—. No sé qué hacer. Pensé que si se lo contaba a usted, podría hablar con Shuichi.
—Sí, claro.
—Creo que debería hablar con ella cuanto antes.
Shingo pensaba exactamente lo mismo.
—La mujer que vino contigo la otra vez a la oficina… ¿todavía vive con ella?
—La señora Ikeda.
—Sí. ¿Quién es mayor?
—Creo que Kinu es dos o tres años menor que ella.
Eiko lo acompañó hasta su edificio. Si bien sonreía, tenía los ojos enrojecidos.
—Gracias.
—Gracias a ti. ¿Regresas a la tienda?
—Sí, últimamente Kinu se marcha antes. La tienda sigue abierta hasta las seis y media.
—No pretenderás que vaya allí.
Le pareció que Eiko lo urgía a ver a Kinu, pero ese pensamiento era más de lo que él podía tolerar. Además, cuando volviera a Kamakura le costaría mirar a su nuera a los ojos.
Era obvio que, por preservar su pureza, por su enojo de verse encinta mientras Shuichi estaba con otra, Kikuko había decidido abortar. Sin duda ni en sueños imaginaba que la otra también estaba embarazada.
Kikuko había pasado unos días con su familia después de que Shingo se enteró del aborto, y desde entonces parecía más unida a Shuichi. Él regresaba a casa más temprano todos los días y mostraba una consideración que no había tenido antes. Pero ¿por qué?
La interpretación más plausible era que Shuichi, preocupado por la resolución de Kinu de tener el bebé, se había alejado de ella, al tiempo que buscaba disculparse con Kikuko. Un tufo de vulgar decadencia y falta de principios comenzaba a inundar la nariz de Shingo.
No importaba de quién proviniera, esa vida embrionaria era demoníaca.
—Y cuando nazca será mi nieto —musitó.