A medida que se aproximaba el otoño y lo invadía la languidez del verano, Shingo se quedaba dormido en su regreso a casa.
Durante las horas punta, en la línea de Yokosuka los trenes partían cada quince minutos. El vagón de segunda clase no iba demasiado lleno.
Mientras cabeceaba, en su mente aparecía una hilera de acacias. No hacía mucho había pasado por debajo de esos árboles que ahora se le hacían presentes, y se había maravillado al comprobar que, en Tokio, todavía había acacias en flor. Había sido en la calle que conducía, al pie del monte Kudan, hasta el foso del palacio, un día húmedo y lluvioso de mediados de agosto. Una sola acacia había dejado caer sus flores sobre la acera. «¿Por qué sólo esa?», se preguntó al volver la vista desde el taxi. La imagen persistía en su mente. Las flores eran delicadas, de un amarillo pálido mezclado con verde. Incluso si estas no hubieran caído al suelo, la hilera de árboles en flor sin duda le habría causado una viva impresión. Volvía del hospital, donde había visitado a un amigo que se estaba muriendo de un cáncer de hígado.
Habían sido compañeros de colegio, pero Shingo y él no se veían con frecuencia. Estaba muy consumido y sólo lo acompañaba una enfermera.
Shingo ignoraba si su mujer vivía o no.
—¿Ves a Miyamoto? —le preguntó su amigo—. O, aunque no lo veas, ¿podrías llamarlo por teléfono y preguntarle eso?
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes. A lo que hablamos en aquella reunión de antiguos alumnos en Año Nuevo.
Shingo lo recordó. Se refería al cianuro de potasio. Seguramente por entonces su amigo ya sabía que tenía cáncer.
En una reunión de hombres de sesenta años, los problemas de la vejez y las enfermedades terminales cobraban importancia en la conversación. Al enterarse de que en la fábrica de Miyamoto se empleaba cianuro de potasio, alguien había dicho que, de tener un cáncer inoperable, desearía que le administrasen una dosis de veneno. Que prolongar una espantosa dolencia sólo llevaría a un sufrimiento absurdo, pues cuando una persona sabe que va a morir, por lo menos debería poder decidir qué hacer con el tiempo que le queda.
Shingo tuvo problemas para encontrar una respuesta.
—Pero si estábamos borrachos —dijo.
—No lo haré, te lo aseguro. Sólo quiero tener la libertad de elección de la que hablábamos. Creo que podría soportar el dolor si sé que me queda esa opción. Me entiendes, ¿no? Es todo lo que tengo: llámalo mi última voluntad, mi único modo de resistir, pero te prometo que no lo haré.
A medida que hablaba, un extraño brillo se intensificaba en los ojos del hombre. La enfermera, que estaba tejiendo un suéter de lana blanca, no dijo nada.
Incapaz de cumplir con lo que su amigo le pedía, Shingo no siguió con el asunto; aunque le producía malestar pensar que un hombre que pronto moriría pudiera depender de él en algún sentido.
A su vuelta del hospital, Shingo llegó hasta la arboleda de acacias y encontró algo de alivio. Ahora, mientras dormitaba, la misma hilera de árboles aparecía en su mente, lo que significaba que no podía quitarse de la cabeza a su amigo enfermo.
Se quedó dormido y, al abrir los ojos, se encontró con que el tren se había detenido.
Pero no en una estación. Con el tren parado, el estruendo que produjo el convoy de Tokio al pasar por su lado resultó más terrible. Probablemente era eso lo que lo había despertado.
El tren de Shingo avanzaba un poco y se detenía; avanzaba y se detenía.
Un grupo de niños corrían calle abajo en dirección al tren.
Muchos pasajeros se asomaban por las ventanillas y miraban hacia afuera.
Del lado izquierdo estaba el muro de hormigón de una fábrica; había una zanja con agua sucia y estancada entre este y el tren, cuyo hedor se colaba por la ventanilla.
A la derecha, en la calle por la que corrían los niños, Shingo vio un perro que olisqueaba la hierba.
En el punto donde la calle llegaba a las vías, había dos o tres pequeñas chozas con grietas tapadas con viejas tablas de madera claveteadas. De una ventana que no era más que un agujero cuadrado, una muchacha que parecía trastornada agitaba un brazo, saludando. Sus movimientos eran suaves y lánguidos.
—Aparentemente el tren que iba delante del nuestro tuvo un accidente en la estación de Tsurumi —les informó el conductor—. Se ha detenido allí. Les pido disculpas por la espera.
Entonces, el extranjero que estaba sentado frente a Shingo sacudió al muchacho japonés que dormitaba a su lado y le preguntó en inglés qué había dicho el conductor.
El muchacho había estado durmiendo con la cabeza recostada en el hombro del extranjero, agarrado a su enorme brazo. Conservando la misma posición después de abrir los ojos, lo miró con coquetería. Sus ojos, circundados por ojeras oscuras, revelaban cierto ardor. Llevaba el pelo teñido de rojo, pero este ya crecía negro en las raíces, lo que hacía que en conjunto se viera de un castaño sucio. Sólo las puntas conservaban ese extraño color rojo. Shingo sospechaba que el joven se dedicaba a la prostitución y que se especializaba en extranjeros.
El chico colocó su mano con la palma hacia arriba sobre la rodilla del extranjero y, mansamente, apretó la suya contra esta, como una mujer satisfecha.
Los brazos del extranjero, con mangas cortas, recordaban un hirsuto oso rojo. Aunque el muchacho no era particularmente menudo, parecía un niño al lado del gigante extranjero. Este tenía los brazos fuertes, el cuello grueso. Tal vez porque le daba pereza volver la cabeza, no hacía caso del chico. Tenía una presencia contundente, y su robustez acentuaba aún más la cualidad opaca de la fatigada cara del joven.
Era difícil adivinar la edad de los extranjeros. Sin embargo, la cabeza calva, las arrugas en el cuello y las manchas en los brazos desnudos hacían sospechar a Shingo que el hombre debía de tener casi su misma edad. Que un hombre así estuviera en un país que no era el suyo en compañía de un muchacho… De pronto Shingo sintió que estaba ante un monstruo. El joven llevaba la camisa de color rojo oscuro abierta, mostrando su pecho huesudo.
«No vivirá mucho», pensó Shingo, desviando la mirada.
La fétida zanja estaba rodeada de maleza. El tren todavía no se movía.
2
A Shingo el mosquitero empezó a resultarle pesado y opresivo. Y dejó de usarlo.
Todas las noches Yasuko se quejaba por ello y hacía aspavientos cada vez que aplastaba algún mosquito.
—Kikuko y Shuichi siguen poniéndolo.
—¿Y por qué no duermes con ellos? —dijo Shingo mirando al techo, libre ahora del tul.
—Eso no estaría bien. Pero estoy pensando en ir a acostarme con Fusako esta noche.
—Bien. Así podrás dormir con una de tus nietas en brazos.
—¿Por qué crees que, con el bebé allí, Satoko tiene que seguir colgada de su madre? ¿No te parece que hay algo anormal en ella? Tiene una mirada de lo más extraña.
Shingo no respondió.
—Tal vez no tener padre la hace comportarse de ese modo.
—Mejoraría si te acercaras más a ella.
—Tú podrías hacer lo mismo. A mí me gusta más la pequeña.
—Y ni una palabra de parte de Aihara que nos permita saber si está vivo o muerto.
—Le mandaste la petición de divorcio firmada, así que eso no debe preocuparnos.
—¿Tú crees?
—Sé a qué te refieres. Pero incluso aunque esté vivo no hay modo de saber dónde puede estar. Tenemos que aceptar que su matrimonio fue un fracaso. Así son las cosas hoy en día. Uno tiene dos niños y luego se separa. Así se pierde la confianza en el matrimonio.
—Si un matrimonio tiene que terminar, los ecos podrían ser un poco más gratos. Fusako no actuó de la mejor manera. Él cometió errores, de acuerdo, pero no creo que ella le brindase demasiada ayuda. Aihara debió de sufrir mucho.
—Hay cosas que una mujer no puede hacer cuando un hombre está desesperado. Imagino que él no querrá que ella se le acerque. Al verse sin Fusako y sin las niñas, debió de sentir que su única salida era el suicidio. Un hombre siempre puede encontrar otra mujer para que lo acompañe en el suicidio. Y en lo que respecta a Shuichi —Yasuko hizo una pausa antes de seguir—, ahora está bien, pero ¿quién puede saber lo que estará tramando? No se portó nada bien con Kikuko.
—¿Te refieres a lo del bebé?
Las palabras de Shingo hacían referencia a dos asuntos distintos: el hecho de que Kikuko se había negado a tener el niño y también que Kinu estaba decidida a tener el suyo. No obstante, Yasuko no sabía esto último.
Kinu le había dicho que el niño no era de Shuichi y que no permitiría ninguna intromisión de Shingo. Aunque no podía estar seguro, sentía que la mujer le mentía.
—Después de todo, quizá tenga que dormir con Shuichi y Kikuko. No sabemos qué tipo de discusiones pueden darse entre ellos.
—¿A qué te refieres?
Yasuko, que estaba acostada boca arriba, se volvió hacia él. Estuvo a punto de cogerle la mano, pero Shingo no se la tendió.
Rozó suavemente el borde de su almohada. Luego, como si musitara un secreto, dijo:
—Es probable que ella esté embarazada de nuevo.
—¡Cómo!
—Creo que es un tanto prematuro decirlo, pero Fusako tiene sus sospechas.
El modo en que lo decía era totalmente diferente del que había utilizado para anunciar en otros tiempos su propio embarazo.
—¿Fusako te ha dicho eso?
—Es demasiado pronto —repitió Yasuko—. Pero dicen que es normal un embarazo después de que haya habido un aborto.
—¿Kikuko o Shuichi han hablado con Fusako?
—No, son sólo deducciones de Fusako.
—Deducciones… qué palabra tan extraña.
Al parecer, Fusako, que había abandonado a su propio marido, se mostraba particularmente curiosa con los asuntos de su cuñada.
—Esta vez debes decirle algo —prosiguió Yasuko—. Tienes que persuadirla de que lo tenga.
Shingo notó un nudo en la garganta. La novedad de que Kikuko pudiera estar encinta otra vez hizo que el embarazo de Kinu pesara sobre él de forma más opresiva.
Quizá no era tan sorprendente que dos mujeres quedaran embarazadas simultáneamente del mismo hombre. Pero que ese hombre fuera su hijo le provocaba una peculiar inquietud. Había algo de infernal en ello, como si se tratara de una maldición.
Si bien cualquier otra persona podría considerar esos sucesos como evidencia de los procesos fisiológicos más saludables, de momento una opinión tan magnánima no cabía en Shingo.
Para Kikuko sería su segundo embarazo. Kinu había quedado encinta en el momento del aborto. Y antes de que esta última hubiera dado a luz, la primera ya estaba nuevamente embarazada. Kikuko no sabía nada de la situación de Kinu. Pronto esta concitaría las miradas de la gente y empezaría a sentir los movimientos del bebé dentro de ella.
—Si Kikuko se entera de que lo sabemos, entonces no podrá hacer lo que le venga en gana.
—Supongo que no —dijo Shingo con voz apagada—. Deberías hablar con ella.
No pudo conciliar el sueño.
Lo atormentaban pensamientos siniestros mientras se preguntaba con irritación si la violencia no podría hacer desistir a Kinu de tener el niño.
Ella había asegurado que el bebé no era de Shuichi. Quizá si Shingo investigara un poco sobre su vida privada llegaría a enterarse de algo que pudiera tranquilizarlo.
Se oía un zumbido de insectos en el jardín. Eran las dos pasadas. El zumbido no era el claro y peculiar chirrido de los grillos; era indefinido y confuso. A Shingo le hacía pensar en un sueño sobre una tierra oscura y desagradablemente húmeda.
Desde hacía algunos meses soñaba a menudo, y ese día tuvo un sueño particularmente largo hacia el amanecer.
No sabía por qué calle había llegado allí. Al despertar todavía podía ver los dos huevos blancos de su sueño. Estaba en un páramo desértico, con arena por todas partes. Había dos huevos colocados allí, el uno al lado del otro; uno grande, con aspecto de huevo de avestruz, y el otro pequeño, como de serpiente. La cáscara de este último estaba cuarteada y una cautivadora serpiente, muy pequeña, meneaba la cabeza hacia adelante y hacia atrás. A Shingo le parecía fascinante.
No cabía duda de que había estado pensando en Kikuko y en Kinu. Ignoraba cuál de los niños correspondía al avestruz y cuál a la serpiente. Y entonces se le ocurrió preguntarse si las serpientes eran ovíparas o vivíparas.
3
El día siguiente era domingo. Shingo estaba cansado, por lo que se quedó en la cama hasta las nueve.
Ahora, a la luz de la mañana, tanto el huevo de avestruz como la cabecita de la serpiente parecían vagamente siniestros.
Se cepilló los dientes sin ganas y se dirigió al comedor.
Kikuko estaba atando los periódicos viejos, sin duda para vendérselos a un trapero.
Para beneficio de Yasuko, entre sus deberes estaba el tener ordenados los diarios matutinos y vespertinos.
Su esposa fue a prepararle el té a la cocina.
—¿Ha leído ya las noticias sobre los lotos? —Kikuko puso dos diarios sobre la mesa delante de él—. Dos artículos. Los separé para usted.
—Me parece que leí algo sobre el tema.
Cogió los periódicos.
Unas semillas de loto de dos mil años de antigüedad habían sido encontradas en una excavación en un túmulo de la era Yayoi. El «doctor loto», un especialista en botánica, había logrado hacerlas germinar. Las noticias sobre su florecimiento habían aparecido de inmediato en los diarios, que Shingo había llevado a la habitación de Kikuko. Ella estaba descansando, por haberse sometido al aborto hacía poco.
Desde entonces volvieron a publicarse dos artículos más sobre los lotos. Uno de ellos describía cómo el «doctor loto» había dividido las raíces y transportado algunas de ellas al lago Sanshiro, en los terrenos de la Universidad de Tokio, en la cual se había graduado. El otro artículo tenía que ver con América. Un científico de la Universidad de Tohoku había encontrado semillas de loto, aparentemente fosilizadas, en una capa de marga en Manchuria y las había enviado a América. Las cáscaras, duras como una piedra, habían sido separadas de la semilla en el Jardín Botánico Nacional, y estas últimas, envueltas en guata de algodón humedecida, fueron colocadas bajo campanas de cristal.
El año anterior habían echado unas delicadas raíces. Ese año fueron lanzadas a un lago y de ellas habían brotado dos matas de las que habían salido flores rosas. El servicio del parque anunció que las semillas tenían entre mil y cincuenta mil años de antigüedad.
—Eso me pareció cuando lo leí la primera vez —rio Shingo—. Entre mil y cincuenta mil años de antigüedad, un cálculo bastante laxo. —Y citó la opinión de un estudioso: que, a juzgar por la naturaleza de la capa de marga, las semillas podían remontarse tan sólo a algunas decenas de miles de años. La prueba con carbón radiactivo, que se había realizado sobre las cáscaras en América, reveló que sólo tenían mil años de antigüedad.
Ambos artículos eran informes de corresponsales de Washington.
—¿Ya los ha leído, entonces? —preguntó Kikuko, recogiendo los diarios. Lo que quería saber era si ya podía venderlos al próximo trapero que pasara.
Shingo asintió.
—Mil o cincuenta mil años, ¿qué más da?, una semilla de loto vive mucho. Casi una eternidad, si lo comparamos con una vida humana. —Miró a su nuera—. Estaría bien permanecer bajo tierra mil o dos mil años.
—¡Bajo tierra! —murmuró Kikuko.
—Pero no en una tumba, no muerto. Sólo descansando. Si fuera posible descansar bajo el suelo, uno podría despertar después de cincuenta mil años y encontrarse con todos los problemas, los suyos propios y los del mundo en general, solucionados, y sentirse así como en el paraíso.
—Kikuko, ¿podrías venir a ocuparte del desayuno de padre, por favor? —llamó Fusako desde la cocina, donde estaba dando de comer a las niñas.
Al poco Kikuko volvió con el desayuno.
—Es para usted solo. Los demás ya hemos desayunado.
—¿Y Shuichi?
—Se fue a pescar al estanque.
—¿Y Yasuko?
—Está fuera, en el jardín.
—Creo que hoy no tomaré huevos —dijo, devolviéndole el platito con los huevos. Le desagradaba el recuerdo del huevo de serpiente.
Fusako le llevó lenguado seco tostado. Lo depositó sobre la mesa en silencio y volvió con las niñas.
Al mirar a los ojos a su nuera cuando esta le alcanzaba el tazón con arroz, Shingo le preguntó en voz baja:
—¿Estás embarazada?
—No —le respondió ella de inmediato. Y sólo después, sorprendida, añadió—: No, de ningún modo. —Y sacudió la cabeza.
—De modo que no es cierto.
—No.
Ella lo observó, intrigada, y se sonrojó.
—Espero que al próximo bebé lo trates mejor. Tuve una discusión con Shuichi por esto. Le pregunté si podía garantizarme que habría otro y me dijo que sí; como si fuera tan sencillo. Le advertí que debía ser un poco más piadoso. Le pregunté si alguien era capaz de garantizar que seguiría vivo al día siguiente. El niño será tuyo y de Shuichi desde el primer momento, pero también será nuestro nieto. Un bebé tuyo sería algo demasiado precioso para perderlo.
—Lo siento —dijo Kikuko, bajando la vista.
Shingo presentía que le estaba diciendo la verdad.
¿Por qué habría imaginado Fusako que estaba embarazada? Evidentemente, las conclusiones de su hija habían sido excesivas. Difícilmente podía ser consciente de una situación que la propia Kikuko ignoraba.
Shingo miró a su alrededor, temeroso de que Fusako oyera su conversación, pero parecía estar concentrada en la atención de sus hijas.
—¿Shuichi había estado ya antes en el estanque?
—No. Creo que supo del lugar por un amigo.
Para Shingo, esa conducta inusual era la prueba de que su hijo había abandonado definitivamente a Kinu, pues en algunas ocasiones aprovechaba los domingos para visitarla.
—¿Te gustaría ir a ver qué hace?
—Sí, claro.
Shingo avanzó hacia el jardín. Yasuko observaba la copa del cerezo.
—¿Algún problema?
—No, pero ha perdido la mayoría de sus hojas. Me pregunto qué pudo habérselas comido. Los grillos todavía cantan, pero ha perdido casi todo su follaje.
Incluso mientras hablaban, unas hojas amarillentas caían una tras otra del cerezo. En el aire calmo, caían sobre la tierra trazando una límpida línea recta.
—Me he enterado de que Shuichi ha salido a pescar. Voy a llevar allí a Kikuko para que conozca el lugar.
—¿A pescar? —Yasuko volvió la cabeza, sorprendida.
—Le he preguntado sobre el tema y me ha dicho que no era cierto. Las deducciones de Fusako eran totalmente erróneas.
—¿Te has atrevido a preguntárselo? —A veces Yasuko podía ser un poco lerda—. ¡Qué vergüenza!
—¿Por qué tenía que ir tan lejos Fusako con sus suposiciones?
—¿Por qué será?
—Soy yo el que está haciendo las preguntas.
Al entrar en casa, se encontraron con Kikuko, que ya se había puesto un suéter blanco y estaba esperando. Se había maquillado las mejillas con un toque de colorete y parecía sorprendentemente vivaz y feliz.
4
Un día, de improviso, a lo largo de las vías aparecieron flores rojas. Eran lirios, y estaban tan cerca de la ventanilla que se estremecían con el paso del tren.
Shingo también se deleitaba con los lirios que crecían entre las hileras de cerezos en el terraplén de Totsuka. Recién florecidos, su color rojo resultaba refrescante.
Era una de esas mañanas en que las flores hacen sentir la tranquilidad de las praderas otoñales.
Las cortaderas empezaban a echar brotes.
Shingo se descalzó, llevó su pie derecho hasta la altura de la otra rodilla y se frotó el empeine.
—¿Te molesta? —preguntó Shuichi.
—Me pesa. A veces, al subir escaleras en la estación, mi pie se vuelve pesado. Este no ha sido un buen año. La vida me va abandonando.
—Kikuko está preocupada. Dice que pareces cansado.
—Es que le digo cosas como que me encantaría descansar bajo tierra durante cincuenta mil años.
Shuichi lo miró con curiosidad.
—Había un artículo en el periódico acerca de unos viejos lotos, ¿lo recuerdas? Unas antiquísimas semillas de loto que echaron raíces y que finalmente florecieron.
—¿Sí? —Shuichi encendió un cigarrillo—. Le preguntaste si iba a tener un bebé. Quedó muy afectada por ello.
—Bueno, pero ¿está o no embarazada?
—Sería demasiado pronto, me parece a mí.
—¿Y qué me dices entonces de Kinu? Eso es aún más grave.
Aunque estaba acorralado, Shuichi contraatacó:
—Me enteré de que fuiste a verla para ofrecerle dinero. No era necesario.
—¿Quién te lo contó?
—Lo supe de modo indirecto. Como sabes, ya no nos vemos.
—¿El niño es tuyo?
—Kinu dice que no.
—Lo que importa es lo que te dicte tu conciencia. —La voz de Shingo temblaba—. ¿Qué me dices de eso?
—No creo que sea el tipo de asunto que le interese a la conciencia de uno.
—¿Qué quieres decir?
—Supongamos que yo estoy sufriendo, ¿te parece que ella se conmovería? Hay algo demencial en esa mujer y en su voluntad de tener el bebé.
—Sufre más que tú. Y también Kikuko.
—Ahora que estamos distanciados, veo que ella sigue su propio camino.
—¿Y con esa idea te conformas? ¿No te interesa saber si el niño es realmente tuyo o no? ¿O es eso algo de lo que te informa tu conciencia?
Shuichi no contestó. Sus grandes ojos, casi demasiado hermosos como para ser de hombre, parpadeaban.
Sobre el escritorio de Shingo había una tarjeta postal con los bordes negros. Su amigo, el que padecía cáncer, había muerto más rápidamente de lo que se esperaba.
¿Alguien le habría administrado finalmente el veneno? Tal vez no se lo hubiera pedido sólo a él. O quizá el hombre había encontrado otro modo de quitarse la vida.
También había una carta de Tanizaki Eiko. En ella le decía que había cambiado de trabajo y que Kinu había dejado la tienda poco después que ella y se había recluido en Numazu. Según le había confiado a Eiko, tenía la intención de abrir su propio negocio, algo pequeño. Tokio era un lugar demasiado complicado.
Aunque Eiko no lo mencionaba, era evidente que Kinu se retiraba a Numazu para tener al bebé.
Entonces, ¿era, como Shuichi le había dicho, que hacía lo que le venía en gana sin tener en cuenta a los demás?
Se sentó con la mirada perdida en un rayo de sol.
¿Qué sería ahora de la señora Ikeda, sola?
Shingo tenía ganas de volver a verla a ella o a Eiko, para averiguar más cosas sobre Kinu.
Por la tarde fue a dar el pésame a la familia de su amigo fallecido de cáncer. Entonces se enteró de que su esposa había muerto siete años antes. El hombre vivía con su hijo mayor y sus cinco nietos. En su opinión, ni el hijo ni los nietos se parecían al difunto.
Shingo sospechaba que había sido un suicidio, pero obviamente no podía hacer preguntas. Unos enormes crisantemos destacaban entre las flores que rodeaban el ataúd.
Mientras revisaba la correspondencia con su secretaria, recibió una llamada inesperada de Kikuko. Temió que algo inconveniente hubiera sucedido.
—¿Dónde te encuentras? ¿En Tokio?
—Sí, visitando a mi familia. —Había un tono risueño en su voz—. Mamá me dijo que quería contarme algo. Vine, y resultó que no era nada. Sólo me echaba de menos y quería ver mi cara.
Shingo sintió que algo se distendía con suavidad en su pecho y que la agradable voz juvenil de su nuera no era el único motivo.
—¿Volverá pronto a casa? —le preguntó Kikuko.
—Sí. ¿Están todos bien por ahí?
—Muy bien. Me encantaría que volviéramos juntos.
—Tómate tu tiempo, ya que estás aquí. Se lo diré a Shuichi.
—Ya estoy lista para volver.
—Bueno, pues entonces ven a la oficina.
—¿Usted cree? Tal vez sea mejor que lo espere en la estación.
—No, ven aquí. ¿Quieres hablar con Shuichi? Podríamos cenar los tres juntos.
—La operadora me ha dicho que no está en su despacho.
—¿No?
—Ahora mismo voy para allá.
Shingo sintió una tibia pesadez en los párpados. La ciudad, a través de la ventana, le pareció más luminosa y límpida.