Aunque el periódico había pronosticado que el día doscientos diez transcurriría en calma, hubo un tifón la noche anterior.
Shingo no recordaba cuántos días antes había leído el artículo, tantos que no podía considerárselo propiamente un pronóstico. Había habido numerosos avisos y advertencias a medida que la fecha se aproximaba.
—Supongo que volverás a casa temprano esta noche —le dijo Shingo a su hijo. Y era más una sugerencia que una pregunta.
Como ya había ayudado a Shingo a prepararse para partir, también la joven Eiko tenía prisa por volver a su casa. A través de su impermeable blanco transparente, sus pechos parecían aún más pequeños.
Shingo les prestaba atención desde la noche en que habían salido a bailar y había notado lo diminutos que eran.
Eiko bajó la escalera corriendo y se reunió con ellos en la entrada. A causa del aguacero, aparentemente el apuro no le había permitido retocarse el maquillaje.
—¿Dónde vives? —Pero Shingo no terminó la pregunta. Debía de haberle preguntado lo mismo unas veinte veces, y no recordaba la respuesta.
En la estación de Kamakura los pasajeros se quedaban parados bajo los aleros, evaluando la violencia del viento y la lluvia.
Al pasar frente a la entrada de la casa de los girasoles, Shingo y Shuichi oyeron la canción Sous les toits de Paris a través de la tormenta.
—No parece muy preocupada —dijo Shuichi.
Sabían que era Kikuko, que escuchaba el disco de Lys Gauty.
Cuando terminaba, volvía a ponerlo.
En el momento en que se disponían a entrar, oyeron cómo Kikuko cerraba las ventanas y seguía cantando con el disco.
Con el ruido de la tormenta y la música, no los oyó.
—Mis zapatos están llenos de agua —dijo Shuichi, y se quitó las medias.
Shingo entró tal como estaba, con las medias empapadas.
—Ya estáis de vuelta. —Kikuko fue hacia ellos con el rostro iluminado de placer.
Shuichi le tendió sus medias.
—Padre debe de tenerlas mojadas también —dijo Kikuko. Y tras volver a poner el disco, salió con la ropa húmeda de ambos.
—Todo el barrio puede oírte, Kikuko —dijo Shuichi mientras se ataba el cinto alrededor del vientre—. Deberías mostrar mayor preocupación.
—Precisamente he puesto música porque estaba preocupada. No estaba tranquila, pensando en vosotros.
Pero su aire juguetón sugería que la tormenta le resultaba vivificante. Siguió tarareando cuando salió en busca del té de Shingo.
Shuichi, aficionado a la chanson parisina, le había regalado esa colección. Él sabía francés y ella no, pero con algunas lecciones de pronunciación, Kikuko había adquirido bastante habilidad para imitar la grabación. Por supuesto que no podía, como Gauty, dar esa sensación de haber luchado y seguir viviendo por algo. De todos modos, su esmerada y vacilante interpretación resultaba de lo más placentera.
El regalo de bodas de sus compañeras de seminario había sido una colección de canciones de cuna del mundo entero. Durante los primeros meses de su matrimonio solía escucharlas y, cuando estaba a solas, se ponía a cantar quedamente junto con el disco, lo que a Shingo le daba una sensación de paz.
Un hábito tremendamente femenino, pensaba Shingo, que intuía que, al escuchar esas canciones de cuna, ella se entregaba a los recuerdos de su adolescencia.
—¿Puedo pedirte que las pongas en mi funeral? —le pidió una vez—. Así no necesitaré de plegarias.
No lo había dicho con gravedad, pero repentinamente se le humedecieron los ojos por la emoción.
Pero Kikuko seguía sin tener hijos, y parecía que se había cansado de esas canciones, pues ya no las escuchaba.
Cuando la chanson estaba a punto de terminar, se interrumpió de golpe.
—Se ha ido la luz —dijo Yasuko desde el comedor.
—No volverá esta noche —dijo Kikuko, desconectando el tocadiscos—. Cenemos temprano, madre.
Durante la cena, las velas se apagaron tres o cuatro veces cuando el viento se coló por las rendijas de las puertas.
El rugido del océano sobrepasaba el del viento. Era como si mar y viento compitieran por la creación de un clima de terror.
2
El olor de las velas que acababan de apagarse todavía impregnaba la nariz de Shingo.
Cada vez que la casa se sacudía, Yasuko buscaba la cajita de fósforos junto a la cama y la agitaba, como para tranquilizarse y hacérselo saber a Shingo. También buscaba su mano y se la tocaba suavemente.
—¿No nos pasará nada?
—Claro que no. Y por más que algo vuele por encima de la cerca, no estamos en condiciones de salir a mirar.
—¿Cómo estarán en casa de Fusako?
No había pensado en ella.
—Imagino que bien. En una noche como esta deben de haberse acostado temprano como cualquier matrimonio, no importa lo que suelan hacer las otras noches.
—¿Podrán dormir? —dijo ella, retomando su comentario, y luego guardó silencio.
Entonces oyeron las voces de Shuichi y Kikuko. Había un tono de suave ruego en la de ella.
—Tienen dos niñas pequeñas —dijo Yasuko después de un rato—. Las cosas no son tan fáciles para ellos como lo son para nosotros.
—Su madre está enferma. Y además tiene artritis.
—Para colmo. Si tuvieran que salir corriendo, Aihara debería cargar con la anciana sobre sus espaldas.
—¿No puede caminar?
—Por casa creo que sí. Pero ¿en medio de la tempestad? Es triste, ¿no?
—¿Triste?
La palabra «triste» en boca de Yasuko, con sus sesenta y tres años, le sonó cómica a Shingo.
—Leí en el diario que una mujer cambia su estilo de peinado varias veces durante el curso de su vida. Me gustó eso.
—¿Dónde lo viste?
Según Yasuko, eran las palabras de apertura de un elogio de un pintor del viejo estilo, especialista en retratos de mujer, dedicado a una pintora recientemente fallecida, también especializada en bellezas tradicionales.
Pero del texto se desprendía que esa artista había sido exactamente el caso contrario. Durante unos largos cincuenta años, desde los veinte hasta su muerte, a los setenta y cinco, había llevado el cabello peinado hacia atrás y recogido con una peineta.
Aparentemente, a Yasuko le resultaba admirable que una mujer pudiera mantener durante toda su vida el cabello tirante; aunque también la idea de cambiar de peinado varias veces parecía resultarle atractiva.
Yasuko tenía la costumbre de guardar los diarios una vez leídos y de volver a hojearlos cuando, tras varios días, estos se acumulaban; nunca se sabía qué viejo artículo podía aparecer. Como además siempre escuchaba atentamente las noticias de las nueve, podía derivar por los asuntos más inesperados.
—¿Con eso quieres decir que Fusako va a peinarse de las maneras más inesperadas?
—Después de todo, es una mujer. Pero no sufrirá tantos cambios como los que vivimos nosotros, eso seguro. De todos modos, no le favorece no ser tan bonita como Kikuko.
—No estuviste muy cariñosa con ella cuando vino a casa. Estaba desesperada.
—¿No debió de ser por tu influencia? La única que te preocupa es Kikuko.
—Eso no es cierto. Es una invención vuestra.
—Es la verdad. Nunca has querido a Fusako; tu favorito siempre ha sido Shuichi. Así eres tú. Incluso ahora que tiene una amante eres incapaz de decirle nada. Y realmente le demuestras un enorme afecto a Kikuko. Casi hasta el grado de la crueldad, pues así no puede mostrarse celosa por temor a cómo puedas reaccionar. Es triste. Ojalá el tifón nos llevara a todos.
Shingo estaba sorprendido.
—Un tifón —se dijo, pensando en la creciente furia de las observaciones de su mujer.
—Sí, un tifón. Con Fusako intentando obtener un divorcio, a su edad, en estos tiempos. Una humillación.
—Yo no lo veo así. Pero ¿ya han hablado de divorcio?
—Lo grave es que veo lo que vendrá, tu rostro severo cuando regrese y tengas que cuidar de ella y de esas dos niñas.
—Desde luego, no tienes pelos en la lengua.
—Por Kikuko, a quien tanto quieres. Pero, dejando de lado a nuestra nuera, debo admitir que la situación me inquieta. A veces Kikuko hace o dice cosas que me dejan profundamente aliviada, y en cambio cuando Fusako abre la boca, me siento agobiada. Yo no era tan mala antes de que ella se casara. Sé perfectamente que estoy hablando de nuestra propia hija y de nuestras nietas, pero no puedo evitarlo. Terrible, así es. Y por influencia tuya.
—Eres todavía más injusta que Fusako.
—Bromeaba. No puedes soportar que suelte la lengua.
—Las viejas son buenas con la lengua.
—Pero al mismo tiempo siento pena por ella. ¿Tú no?
—Si quieres, podemos decirle que venga a vivir con nosotros. —Luego, como si recordara algo, añadió—: El pañuelo que trajo consigo…
—¿El pañuelo?
—Sí, sé que lo había visto antes, pero no recuerdo dónde. ¿Era de la casa?
—¿El de algodón grande? Se llevó envuelto el espejo en él cuando se casó. Y era un espejo de gran tamaño.
—Así que era ese.
—Me chocó que trajera un atado. Perfectamente podría haber metido todas sus cosas en la maleta que usó durante su luna de miel.
—Seguramente le habría pesado mucho, y venía con las dos niñas. No creo que se detuviera a pensar en su aspecto mientras cargaba con el atado.
—Kikuko sí lo habría hecho. Yo traje algo envuelto en ese pañuelo cuando nos casamos.
—¿Sí?
—Es muy viejo. Era de mi hermana. Cuando ella murió, un bonsái volvió a nuestra casa envuelto en él. Era un arce muy hermoso.
—¿Sí? —dijo Shingo. Su cabeza estaba invadida por el brillo rojo de aquel arce extraordinario.
Instalado de nuevo en el campo, la extravagancia de su suegro había sido dedicarse al cultivo de los bonsáis. Sobre todo les prestaba atención a los arces. La hermana mayor de Yasuko era su ayudante.
Acostado, con la tormenta rugiendo a su alrededor, Shingo volvía a verla entre los estantes repletos de los pequeños árboles.
Seguramente su padre le había regalado uno cuando ella se casó. O quizá ella misma se lo había pedido. Y al morir, la familia de su marido lo habría devuelto, por ser tan importante para su padre, o por no tener a nadie que supiera cuidarlo. Tal vez el propio padre hubiera ido por él.
El arce que ocupaba la mente de Shingo había estado en el altar familiar.
¿La hermana de Yasuko había fallecido en otoño, entonces? El otoño llegaba pronto a Shinano.
¿Lo habían devuelto inmediatamente después de su muerte? Que estuviera allí, rojo, en el altar, hacía que todo se viera como algo dispuesto con excesiva precisión. ¿No sería la nostalgia, que trabajaba en su imaginación? No estaba seguro.
Shingo no podía recordar la fecha en que había fallecido su cuñada. Pero no se lo preguntó a Yasuko, en parte porque una vez ella había dicho: «Mi padre nunca me dejó ayudarlo con los bonsáis. Supongo que por algo que tenía que ver con mi modo de ser, y él sentía predilección por mi hermana. Yo era incapaz de medirme con ella. No eran celos, sino vergüenza. Todo lo hacía mejor que yo».
Era el tipo de comentario que ella podría hacer si alguna vez se tocaba el tema de la preferencia de Shingo por Shuichi, con el añadido: «Supongo que yo misma me parezco a Fusako».
A Shingo lo había dejado atónito saber que el pañuelo era un recuerdo de la hermana de Yasuko. Ahora que su cuñada había aparecido en la conversación, guardó silencio.
—Creo que es mejor que durmamos —dijo Yasuko—. Van a pensar que los viejos también tenemos problemas para dormir. Kikuko rio durante la tormenta y puso discos sin parar. Me da lástima.
—Hasta en esas pocas palabras hay una contradicción.
—Tú siempre estás igual.
—Es tal como digo. Me acuesto temprano y, para variar, mira lo que sucede.
El bonsái persistía en la mente de Shingo.
En otra parte de su mente se preguntaba si, incluso ahora que habían pasado más de treinta años de matrimonio con Yasuko, su juvenil deseo por la hermana no permanecía en él como una vieja herida.
Se durmió como una hora después que Yasuko. Un violento golpe lo despertó.
—¿Qué es eso?
Oyó a Kikuko, que andaba a tientas por la galería.
—¿Están despiertos? Han venido a avisarnos de que unas chapas de estaño del omikoshi[5] del templo volaron y cayeron sobre nuestro tejado.
3
El tejado de estaño del omikoshi había sido arrancado por el viento.
El conserje llegó bien temprano por la mañana para recoger las siete u ocho chapas que estaban dispersas por el tejado y el jardín.
La línea de Yokosuka funcionaba, así que Shingo se fue a trabajar.
—¿Qué tal te encuentras? ¿Has podido dormir? —le preguntó Shingo a Eiko cuando le llevó el té.
—No he pegado ojo.
Eiko le describió el nacimiento de la tormenta tal cual lo había visto desde la ventanilla del tren.
—Creo que hoy no iremos a bailar —dijo Shingo después de fumar uno o dos cigarrillos.
Eiko lo miró sonriente.
—A la mañana siguiente de nuestra salida me dolían las caderas. Es la edad.
Ella rio maliciosamente, arrugando los ojos y la nariz.
—¿No será por el modo en que arquea la espalda?
—¿La espalda? ¿Acaso me inclino?
—Arquea la espalda para mantener las distancias. Como si fuera ilícito tocarme.
—No puede ser.
—Pero así es.
—¿No intentaría adoptar una buena postura? No me di cuenta.
—¿No?
—Vosotros los jóvenes os colgáis el uno del otro al bailar, algo que no me parece de buen gusto.
—Eso no suena muy amable de su parte.
A Shingo le había parecido que Eiko perdía el equilibrio, que se desplazaba un poco tambaleante; según su opinión, un tanto implacable. Pero, por lo visto, él había resultado ser el torpe y desmañado.
—Bueno, vayamos de nuevo, y esta vez me inclinaré y me agarraré bien a ti.
Ella bajó la vista y se rio.
—Encantada, pero no esta noche. No con esta ropa.
—No, esta noche no.
Eiko vestía una blusa blanca y llevaba el pelo recogido en un moño.
A menudo se ponía blusas blancas y, tal vez, el moño, bastante voluminoso, aumentaba el efecto luminoso. El cabello estaba recogido atrás. Se diría que iba apropiadamente vestida para enfrentarse a una tempestad.
La línea de nacimiento del pelo era límpida y trazaba una curva graciosa detrás de las orejas. El cabello enmarcaba con nitidez la piel que, por lo general, escondía.
Su falda era de lana, de color azul marino, con un aspecto bastante raído.
Vestida de ese modo, no se percibían sus senos diminutos.
—¿Ha vuelto a invitarte Shuichi?
—No.
—Qué pena. El hombre joven se distancia porque vas a bailar con su padre.
—Si soy yo la que debe pedírselo.
—¿De modo que puedo quedarme tranquilo?
—Si continúa con sus burlas, me negaré a bailar con usted.
—No me estoy burlando. Como Shuichi te tiene en su punto de mira, no hay remedio.
Ella guardó silencio.
—Imagino que sabes que Shuichi tiene una amante.
Ahora se la veía confundida.
—¿Es bailarina?
No hubo respuesta.
—¿Es mayor?
—Sí, mayor que su esposa.
—¿Y bonita?
—Sí, muy atractiva. —Eiko vaciló pero siguió—: Tiene la voz ronca, o más bien cascada, diría yo. Algo que él encuentra muy erótico.
—¡Vaya!
Parecía dispuesta a seguir. Pero él ya no quería oírla. Sentía vergüenza y repulsión ante la posible revelación de la verdadera naturaleza de la amante de Shuichi y de la propia Eiko.
Esa observación sobre la sensualidad de la voz de la mujer lo había pillado por sorpresa. Algo muy vulgar por parte de Shuichi, pero también de la propia Eiko.
Al ver el disgusto en su cara, ella guardó silencio.
Esa noche, Shuichi volvió a casa con su padre. Después de cerrar la casa, los cuatro salieron a ver una película sobre la obra de teatro Kanjincho[6].
Cuando su hijo se quitaba la camiseta para cambiarse, Shingo vio unas marcas rojizas en su pecho y en un hombro. ¿Se las habría hecho Kikuko durante la tormenta?
Los protagonistas de la película, Koshiro, Uzaemon y Kikugoro, ya habían muerto. Y las emociones que Shingo vivía diferían totalmente de las de su nuera y su hijo.
—¿Cuántas veces habremos visto a Koshiro haciendo de Benkei? —preguntó Yasuko.
—No me acuerdo.
—Claro, si siempre te olvidas de todo.
Las luces de la ciudad destellaban a la luz de la luna. Shingo levantó la vista al cielo.
La luna estaba en llamas. Por lo menos eso le pareció. Las nubes que la rodeaban le recordaron las hogueras de una pintura, o el espíritu de un zorro. Tenían forma de espiral, retorcidas. Y al mismo tiempo, al igual que la luna, eran frías y de un blanco desleído. Shingo sintió que el otoño se abalanzaba sobre él.
La luna, casi llena, en lo alto hacia el este, estaba posada sobre un manto de nubes incandescentes, y cubierta por ellas. No había otras cerca de esa plataforma en llamas sobre la que yacía la luna. Apenas una noche tras la tempestad y el cielo retomaba su insondable negrura.
Las tiendas estaban cerradas. En el transcurso de la noche, la ciudad también se había bañado de melancolía. La gente regresaba a sus casas terminada la función, atravesando calles silenciosas y desiertas.
—No dormí bien anoche. Hoy me acostaré temprano.
Shingo sintió un escalofrío y añoranza por algo de ternura. Como si un momento crucial hubiera venido para forzarlo a tomar una decisión sobre su vida.