El enjambre de mosquitos

Shingo subía la calle principal de Hongo por la acera que bordeaba el campus de la Universidad de Tokio.

Había bajado del taxi del lado de las tiendas, y podía doblar desde allí hacia la callejuela donde vivía Kinu. Pero deliberadamente cruzó la calzada hacia la acera opuesta.

Se dirigía con disgusto a la casa de la amante de su hijo. La vería por primera vez cuando ella ya estaba embarazada. ¿Se atrevería a pedirle que no tuviera el bebé?

«Y habrá otra muerte —se decía a sí mismo—. ¿No podría resolverse todo sin tener que achacarle más crímenes a un anciano? Aunque supongo que todas las soluciones son crueles».

La solución en este caso debería haber estado en manos de su hijo. No le correspondía al padre intervenir. Shingo iba a ver a Kinu a escondidas de Shuichi, lo que demostraba que ya no confiaba en él.

Se preguntó, sorprendido, cuándo habrían comenzado a distanciarse. Tal vez esa visita a Kinu se debiera menos a su deseo de encontrar una solución que a la pena y la furia que le despertaba lo que le habían hecho a Kikuko.

Los rayos del sol de la tarde sólo alcanzaban la parte alta de las copas de los árboles. En la acera había sombra. En el parque de la universidad, los estudiantes en mangas de camisa charlaban con sus jóvenes amigas. La escena representaba un alto en las lluvias de verano.

Shingo se llevó una mano a la mejilla. Los efectos del sake ya habían pasado.

Como sabía a qué hora salía Kinu del trabajo, había invitado a un amigo de otra compañía a un restaurante occidental. Hacía mucho que no lo veía, y había olvidado cuánto bebía. Tomaron algo en la planta baja antes de subir a cenar y después volvieron a sentarse un rato en el bar.

—¿Ya te marchas? —le preguntó su amigo, sorprendido. Imaginando que, como era su primer encuentro en tanto tiempo, tendrían ganas de charlar, le explicó que había hecho una reserva en el distrito de las geishas de Tsukiji.

Shingo le contestó que iría más tarde; que antes debía hacer una visita ineludible. El amigo le anotó la dirección y el teléfono de Tsukiji en una tarjeta. Shingo no tenía intención de ir.

Caminó a lo largo del muro de la universidad, mirando la acera de enfrente hasta la entrada al callejón. Se había entregado a una serie de vagos recuerdos que no resultaron equivocados.

En la oscura entrada que daba al norte, había un simple cajón para el calzado. Encima de él, una maceta con una planta occidental y, por allí colgada, una sombrilla de mujer.

Una mujer salió de la cocina. Su cara se fue poniendo tensa a medida que se quitaba el delantal. Llevaba una falda de color azul marino, e iba descalza.

—La señora Ikeda, creo recordar. En cierta ocasión nos honró con una visita a la oficina.

—Sí, fue un atrevimiento de mi parte, pero Eiko me arrastró hasta allí.

Lo observaba inquisitivamente con el delantal estrujado en una mano. Tenía pecas incluso alrededor de los ojos, que resultaban muy llamativas, pues no se había puesto maquillaje. Tenía una nariz delicada, de línea graciosa; sus ojos rasgados y la piel cuidada denotaban elegancia.

Era evidente que su blusa había sido confeccionada por Kinu.

—Deseo hablar con la señora Kinu.

Shingo lo dijo como pidiendo un favor.

—Estará de vuelta dentro de unos instantes. Si no le importa esperarla…

El aroma de pescado asado llegaba desde la cocina.

A Shingo le pareció mejor volver más tarde, cuando ya hubieran terminado de cenar. Pero, ante la insistencia de la mujer, entró.

Montones de revistas de moda se apilaban en la sala de estar de discretas dimensiones, en medio de otras que parecían extranjeras. A su lado había dos muñecas francesas, con sus vestidos de lujo que desentonaban con lo gastado de las viejas paredes. De la máquina de coser colgaba un trozo de seda. El brillante diseño de flores hacía que la sucia estera del piso se viera todavía más deteriorada.

A la izquierda de la máquina había un pequeño escritorio con varios libros de texto de la escuela primaria y la fotografía de un niño.

Entre la máquina y el escritorio había un tocador y, delante del armario del fondo, un espejo de cuerpo entero, la pieza más notable del mobiliario de la habitación. Seguramente Kinu lo empleaba para estudiar los vestidos que había confeccionado, o para las pruebas con las clientas a quienes les cosía ropa como un trabajo extra. A un lado había una tabla de planchar.

La señora Ikeda le llevó un zumo de naranja.

—Es mi hijo —aclaró de inmediato, al ver que Shingo observaba la foto.

—¿Está en la escuela?

—No vive conmigo. Lo he dejado con la familia de mi marido. Y los libros, como no tengo un trabajo estable como Kinu, los empleo para dar clases; atiendo unas seis o siete casas.

—Comprendo. Supongo que tendrá todo tipo de niños.

—De todas las edades y cursos. Las escuelas actualmente son muy distintas de como eran antes de la guerra, y temo que yo no me desenvuelvo del todo bien. Pero cuando enseño, siento como si mi hijo estuviera conmigo.

Shingo asentía. No sabía qué decirle a esa viuda de guerra.

La otra, Kinu, trabajaba.

—¿Cómo nos ha encontrado? ¿Shuichi le dijo dónde vivíamos?

—No; vine una vez hace tiempo, pero no me atreví a entrar. Debió de ser en el otoño pasado.

—¿De verdad? —Lo miró a los ojos y luego volvió a bajar la vista—. Últimamente Shuichi ya no viene por aquí —dijo abruptamente, después de hacer una pausa.

A Shingo le pareció que sería mejor contarle por qué había ido a su casa.

—Me he enterado de que Kinu está embarazada —dijo.

La mujer se encogió levemente de hombros y se volvió hacia la fotografía de su hijo.

—¿Va a tener ese bebé?

Ella seguía con la mirada fija en la fotografía.

—Mejor pregúnteselo usted mismo.

—Lo haré, pero ¿no le parece que sería una desgracia tanto para la madre como para el niño seguir con el embarazo?

—Creo que puede considerar desgraciada a Kinu tanto si tiene ese bebé como si no.

—Imagino que usted le habrá aconsejado que rompa con Shuichi.

—Es lo que creo que le conviene. Pero ella es mucho más fuerte que yo y no hace caso de los consejos. Somos muy distintas, pero nos llevamos bien. Desde que decidimos vivir juntas, ella ha sido un gran apoyo para mí. Nos conocimos en el club de viudas de guerra, como usted sabrá. Las dos habíamos dejado a las familias de nuestros maridos y no queríamos regresar con las nuestras: podríamos decir que decidimos ir a nuestro aire. Queríamos liberar nuestra mente, y por eso escondimos los retratos de nuestros maridos. Mi hijo no está conmigo, claro. Kinu estudió todo tipo de revistas americanas y aprendió francés con la ayuda de un diccionario. Después de todo, se trata de costura y no son tantas las palabras relacionadas con el tema. Su aspiración es tener su propia tienda algún día. Las dos pensábamos que cuando llegase la oportunidad nos volveríamos a casar. Por eso no entiendo por qué se ha enredado hasta tal punto con Shuichi.

La puerta de entrada se abrió. La mujer se puso en pie apresuradamente y se dirigió al vestíbulo.

—El padre de Shuichi está aquí. —Shingo oyó que decía.

—¿Acaso estoy obligada a verlo? —contestó una voz ronca.

2

Kinu fue a la cocina a servirse un vaso de agua.

—Ven tú también —dijo, volviéndose hacia la señora Ikeda, que entraba otra vez en la sala.

Llevaba un vestido de colores brillantes; tal vez por ser tan holgado, a Shingo no le dio la impresión de que estuviera embarazada. Le costaba creer que esa voz tan ronca saliera de una boca tan pequeña y de labios tan carnosos.

Los espejos estaban en la sala, de modo que supuso que se habría retocado el maquillaje mirándose en el de su polvera.

La primera impresión de Shingo no fue desfavorable. Su rostro, redondo y plano, no transmitía en absoluto la fuerza y la determinación que la señora Ikeda había elogiado. Había algo gentilmente pleno en sus manos.

—Mi nombre es Ogata.

Kinu no respondió.

—Nos hiciste esperar —dijo la señora Ikeda, sentada ante el espejo; pero su amiga seguía callada.

Tal vez porque la sorpresa o la agresividad no se traslucían en su rostro, básicamente inanimado, se diría que estaba a punto de llorar. Shingo recordó entonces que en esa casa Shuichi se había emborrachado y las había hecho llorar a ambos al exigir que la señora Ikeda cantara para él.

Kinu se había apresurado a volver a casa a través de calles calurosas. Tenía la cara roja y sus pechos se agitaban con la respiración.

—Debe de parecerle extraño que haya venido a verla —dijo Shingo, sin atreverse a abordar el tema directamente—. Pero supongo que imagina a qué he venido.

Kinu tardó unos instantes en responder:

—Por su hijo, es obvio. Si se trata de Shuichi, no tengo nada que decir. —De improviso, le espetó con brusquedad—: ¿Me está pidiendo que me disculpe?

—No, en todo caso, creo que las disculpas se las debo yo a usted.

—Nos hemos separado y no quiero causarle más problemas. —Miró a la señora Ikeda—. ¿No queda así todo solucionado?

A Shingo le costaba encontrar qué responderle, pero finalmente le salieron las palabras:

—Queda todavía la cuestión del niño, como comprenderá.

—No sé de qué me está hablando. —Kinu palideció, pero imprimió toda su fuerza en esta frase y su voz se hizo más áspera aún.

—Disculpe mi intromisión, pero me han dicho que usted desea tener ese bebé.

—¿Acaso debo contestar ese tipo de preguntas? Si una mujer desea tener un niño, ¿por qué tiene que inmiscuirse la gente y advertirle? ¿Le parece que un hombre puede entender esta clase de cosas? —Hablaba atropelladamente y le temblaba la voz.

—Usted habla de la «gente», pero resulta que yo soy el padre de Shuichi. Supongo que su hijo también tendrá un padre, ¿no?

—No lo tendrá. Una viuda de guerra ha decidido tener un bastardo, eso es todo. No tengo nada que pedirle salvo que me deje tenerlo sola. Simplemente ignórelo, aunque sólo sea como un acto de caridad, si no le importa. El bebé está dentro de mí, y es mío.

—Es cierto. Y cuando se case tendrá otros. No veo la necesidad de dar a luz un hijo ilegítimo.

—¿Qué es ilegítimo para usted?

—No era mi intención ofenderla.

—No hay garantías de que me case otra vez, o de que vaya a tener más niños. ¿Acaso se cree usted Dios para hacer predicciones de ese tipo? No tuve hijos la vez anterior.

—La relación entre el niño y su padre es lo principal. El pequeño sufrirá, y usted también.

—Muchos niños quedaron huérfanos a causa de que sus padres murieron en la guerra, y muchas madres sufrieron. Imagine que él ha ido al sur y que ha dejado atrás un mestizo. Muchas mujeres crían niños que los hombres han olvidado.

—Sí, pero es que se trata del hijo de Shuichi.

—No veo en qué le afecta eso a usted, puesto que he decidido no molestarlos. No iré llorando a su casa, juro que no. Quiero que sepa que Shuichi y yo hemos terminado.

—El niño vivirá mucho tiempo. El lazo con su padre perdurará aunque usted crea que se ha cortado.

—El niño no es de Shuichi.

—Supongo que sabe que mi nuera decidió no tener un hijo suyo.

—Ella puede tener tantos como quiera, y si no los tiene, lo siento por ella. ¿Cree usted que una consentida puede entender cómo me siento?

—También usted ignora cómo se siente Kikuko.

Sin querer, a Shingo se le escapó su nombre.

—¿Shuichi le ha pedido que viniera a verme? —inquirió ella—. Me dijo que no debía tener este niño, me pegó, me dio patadas y me arrastró por la escalera mientras intentaba llevarme al médico. Fue todo un espectáculo, y creo que nos comportamos así por consideración hacia su esposa.

Shingo sonrió amargamente.

—¿No fue un espectáculo tremendo? —preguntó ella, volviéndose hacia la señora Ikeda, que asentía.

—Kinu ya está recopilando retales para aprovecharlos como pañales.

—Obviamente fui al médico, pues pensé que las patadas podrían haber lastimado al bebé. Le dije a Shuichi que no era suyo. «Definitivamente no es tuyo», le espeté. Después de eso dejamos de vernos. Desde entonces no ha vuelto por aquí.

—Entonces, ¿hay otro hombre?

—Puede pensar lo que le plazca.

Kinu levantó la vista. No había podido evitar sollozar por unos instantes y tenía la cara bañada en lágrimas.

Incluso ahora, cuando ya había agotado sus argumentos, a él le parecía hermosa. Si examinaba sus rasgos, no eran perfectos; sin embargo, la primera impresión era de belleza.

A pesar de su aparente delicadeza, no se había dejado intimidar por Shingo.

3

Shingo abandonó la casa de Kinu con la cabeza gacha. La mujer había aceptado el cheque que él le había ofrecido.

—Si estás dispuesta a terminar con Shuichi, es mejor que lo cojas —le había aconsejado sin rodeos la señora Ikeda, y Kinu había asentido.

—Es como si compraran mi silencio. ¡Adónde he llegado, no lo puedo creer! ¿Tengo que extenderle un recibo?

Al subir al taxi, Shingo se preguntaba si no sería mejor que ella y Shuichi se reconciliaran; todavía estaba a tiempo de abortar. ¿O la separación sería definitiva?

Kinu había sido atacada por Shuichi y ahora por Shingo con su visita. Su anhelo por un hijo parecía inconmovible.

Era arriesgado arrojar a Shuichi otra vez en brazos de aquella mujer; pero si las cosas seguían así, el niño nacería.

Kinu aseguraba que el padre era otro hombre; ni siquiera Shuichi estaba seguro de ello. Si lo decía por orgullo y Shuichi estaba dispuesto a creerla, entonces todo podría considerarse en orden. Sin peligro de ulteriores complicaciones, el niño sería un hecho. Y muerto Shingo, tendría un nieto al que no habría conocido.

—¿Qué hacer? —se dijo.

Al enterarse del intento de suicidio de Aihara, se había apresurado a enviar la solicitud de divorcio. De hecho, Shingo se había hecho cargo de su hija y de sus dos nietas. Si Shuichi y su amante se separaban, otro niño quedaría huérfano de padre en algún lugar de este mundo. ¿No eran confusas y momentáneas esas dos soluciones que en realidad no lo eran?

Además, eso no contribuiría a aumentar la felicidad de nadie.

Por otra parte, Shingo se lamentaba de la ineptitud con que había manejado la situación con Kinu.

Pensó en tomar el tren a casa desde la Estación Central de Tokio pero, al dar con la tarjeta de su amigo, cambió de idea y se dirigió en taxi al distrito de las geishas de Tsukiji.

Se le ocurrió pedirle consejo a su amigo, pero cuando llegó ya estaba borracho, acompañado por dos geishas, y no era la ocasión.

A Shingo le vino a la memoria la joven geisha que una vez se había sentado sobre sus rodillas. Había sido después de una fiesta, y estaban en un automóvil. Esa noche volvió a solicitar sus servicios. Cuando ella entró, su amigo empezó a hacer una serie de comentarios estúpidos: que Shingo no era un sujeto al que había que subestimar, que tenía buen ojo y otras cosas por el estilo. Podía considerar todo un logro de su parte que Shingo, que no era capaz de recordar el rostro de la muchacha, hubiera podido acordarse de su nombre. Ella demostró ser graciosa y elegante.

Shingo entró con ella en una pequeña habitación, pero no hizo nada fuera de lo habitual.

De repente se encontró con la cara de la muchacha apoyada con suavidad sobre su pecho. Pensó que estaba coqueteando, pero en realidad parecía haberse quedado dormida.

La estudió con curiosidad, pero estaba demasiado cerca para ver su rostro.

Sonrió pensando en el tibio agrado de tener entre los brazos a una joven plácidamente dormida; tenía menos de veinte años, unos cuatro o cinco menos que Kikuko.

Tal vez lo que sentía era piedad por ella por su condición de prostituta. En cualquier caso, Shingo se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir junto a una joven.

La felicidad, se dijo, podría relacionarse simplemente con un instante fugaz.

Se le ocurrió entonces que en el sexo también había ricos y pobres, con buena o mala suerte. Se escabulló y tomó el último tren a casa.

Yasuko y su nuera lo esperaban en el comedor. Era más de la una.

—¿Y Shuichi? —preguntó Shingo, esquivando la mirada de Kikuko.

—Ya está durmiendo.

—¿Y Fusako?

—También se acostó. —Kikuko se ocupaba de su traje—. Hoy ha hecho buen tiempo, pero parece que va a nublarse otra vez.

—Oh, no me había dado cuenta.

Cuando Kikuko se puso en pie, el traje se le deslizó de la mano y tuvo que agacharse a recoger los pantalones.

Shingo se percató de que llevaba el pelo más corto. Debía de haber ido a la peluquería.

Con los ronquidos de Yasuko a su lado, durmió a intervalos. De pronto tuvo un sueño.

Él era un soldado joven, e iba vestido de uniforme. Llevaba una espada al cinto, y tres pistolas. La espada parecía ser una herencia de la familia, la misma que Shuichi había llevado a la guerra.

Shingo caminaba por un sendero en la montaña. Un leñador lo acompañaba.

«Los caminos son peligrosos de noche; pocas veces me atrevo a salir —le decía el leñador—. Le aconsejo que camine por la derecha».

Shingo se puso algo nervioso al moverse hacia la derecha. Encendió una linterna. Unos diamantes brillaron en el borde, haciéndola más luminosa que otras linternas. En la oscuridad vislumbró una forma negra: dos o tres cedros, uno al lado del otro. Pero entonces miró con mayor atención y vio una nube de mosquitos que zumbaban componiendo una figura parecida a la de un tronco. Se preguntó qué hacer, si abrirse camino entre los insectos. Sacó su espada y cortó el aire entre los mosquitos.

Al volver la vista atrás, vio que el leñador huía despavorido. El uniforme de Shingo despedía llamas. Lo raro era que había dos Shingos. Otro Shingo observaba a aquel de cuyo uniforme surgían las llamas. Estas lamían las mangas y las costuras del hombro, y hasta el borde de la chaqueta, para luego desaparecer. Era impresionante ver cómo se desplazaban, como chispas en un brasero.

Finalmente, Shingo llegaba a su casa. Parecía la casa de su infancia, en Shinshu. La bella hermana de Yasuko estaba allí. Aunque estaba agotado, Shingo no sentía ningún picor por los mosquitos.

El leñador que había huido también había llegado a la vieja casa de Shingo. Y cayó desmayado nada más cruzar la puerta.

De su cuerpo sacaban un gran cubo lleno de mosquitos.

Shingo desconocía por qué proceso sucedía esto, pero al despertarse pudo ver la pila de mosquitos en el cubo.

—¿Habrán entrado dentro del mosquitero? —Escuchó con atención, pero la cabeza le pesaba.

Llovía.