La cicatriz

El domingo por la mañana, Shingo cortó el yatsude que crecía al pie del cerezo.

Sabía que para librarse definitivamente de él le convenía cavar hasta las raíces, pero le pareció que también podía cortar el arbusto a medida que volviera a crecer.

Ya lo había podado antes y resultó que se extendió. Pero cavar nuevamente en las raíces le parecía mucho trabajo y no se sentía con fuerzas.

Aunque ofrecían poca resistencia al serrucho, los tallos eran numerosos. La frente se le había cubierto de sudor.

—¿Te ayudo? —Shuichi apareció a su espalda.

—No, me las arreglo bien solo —respondió con cierta brusquedad.

Su hijo se plantó ante él.

—Kikuko me llamó. Me dijo que te ayudara a cortarlo.

—Ya casi estoy.

Sentado sobre las ramas que había eliminado, Shingo miró hacia la casa. Kikuko, con un cinturón de color rojo brillante, estaba recostada contra una vidriera de la galería. Shuichi cogió el serrucho que su padre sostenía sobre las rodillas.

—Supongo que quieres hacerlo desaparecer.

Observó sus ágiles movimientos para rematar las cuatro o cinco ramas que habían quedado.

—¿Elimino también estas? —Shuichi se volvió hacia él.

—Espera un minuto. —Shingo se puso de pie—. Voy a echar una mirada.

Había dos o tres cerezos jóvenes, o tal vez ramas y no árboles independientes, que parecían salir de las raíces del árbol mayor.

En la gruesa base del tronco, como añadidas, había unas pequeñas ramas con hojas. Shingo retrocedió unos pasos.

—Creo que tendría mejor aspecto si cortas las que nacen del suelo.

—¿Tú crees? —Pero Shuichi, que no parecía estar muy de acuerdo, no se apresuró.

Kikuko bajó al jardín.

Shuichi señaló los retoños con el serrucho.

—Padre duda entre cortarlos o no —dijo, sonriendo ligeramente.

—Hay que eliminarlos. —La respuesta de Kikuko no se hizo esperar.

—Dudo porque ignoro si son ramas u otra cosa —le dijo Shingo a su nuera.

—Las ramas no nacen del suelo.

—¿Y cómo llamas a una rama que nace de una raíz? —Shingo se echó a reír.

En silencio, Shuichi cortó los retoños.

—Quiero dejar todas las ramas y permitirles crecer y expandirse libremente. El yatsude lo impedía. Conservemos las pequeñas ramas de la base.

—Insignificantes como palillos. —Kikuko miró a Shingo—. Muy delicadas cuando estaban en flor.

—¿Echaron flores? No me di cuenta.

—Dos o tres. Creo que la rama que parece un palillo dio sólo una.

—Vaya.

—No sé si llegarán a desarrollarse. Para cuando sean como las ramas del níspero o de los cerezos silvestres del parque Shinjuku, yo seré una anciana.

—Mira que los cerezos crecen de prisa. —Y Shingo la miró a los ojos.

No les había hablado a su hijo ni a su esposa sobre el paseo por el parque Shinjuku.

¿Habría revelado Kikuko el secreto a su esposo nada más regresar a Kamakura? Tal vez, como en verdad no la tenía, se lo habría contado como algo sin importancia.

Shuichi diría: «Me he enterado de que te encontraste con Kikuko en el parque Shinjuku», y a él le resultaría difícil abordar el asunto, de modo que quizá era mejor que hablara él primero. Ambos permanecían en silencio, y había cierta tensión en el ambiente. Era probable que, informado del paseo por Kikuko, Shuichi estuviera fingiendo ignorancia.

Pero no percibía ninguna muestra de confusión en el rostro de su nuera.

Shingo estudió las diminutas ramas en la base. Se las imaginó, ahora endebles, simples brotes, en un lugar desconocido, expandiéndose como las ramas del parque Shinjuku.

Darían un gran espectáculo, inclinadas y cargadas de flores; aunque no había visto un ejemplar así ni tampoco un gran cerezo con ramas desplegándose desde la base.

—¿Qué hacemos con el yatsude? —preguntó su hijo.

—Tíralo por ahí.

Shuichi juntó las ramas bajo el brazo y las arrastró. Kikuko lo seguía con otras tantas que habían quedado esparcidas.

—Deja eso —le pidió Shuichi—. Todavía tienes que cuidarte.

Kikuko asintió y se quedó parada donde había soltado las ramas.

Shingo entró en casa.

—¿Qué hace Kikuko en el jardín? —preguntó Yasuko, quitándose las gafas. Estaba arreglando un viejo mosquitero para aprovecharlo como pañales para el bebé—. Los dos allí fuera, juntos, en domingo; qué raro. Parecen llevarse mejor desde que ella ha regresado.

—Kikuko está triste —musitó Shingo.

—A mí no me lo parece. —Su esposa se expresó enfáticamente—. Se ríe con ganas, y hace mucho que no la oía hacerlo de ese modo. La veo más delgada, y cuando oigo su risa…

Shingo no le contestó.

—Él vuelve más temprano de la oficina y está en casa los domingos. Dicen que «las tormentas obligan a afianzar las raíces».

Shingo guardaba silencio.

Shuichi y Kikuko entraron juntos en la casa.

—Padre, Satoko ha arrancado las ramas que tanto apreciabas. —Shuichi las tenía entre los dedos—. Se divertía arrastrando el yatsude, y luego tiró de tus ramitas.

—Sí, son el tipo de ramas que a un niño le divierte arrancar.

Kikuko estaba medio oculta detrás de su marido.

2

Al volver de Tokio, Kikuko le había llevado a Shingo una máquina de afeitar eléctrica de fabricación nacional. Yasuko recibió un broche para sujetar los cinturones, y Fusako, vestiditos para las niñas.

—¿Le ha traído algo a Shuichi? —le preguntó Shingo a su mujer.

—Un paraguas plegable. Y también un peine americano con un espejo y un estuche. A mí siempre me decían que no hay que regalar peines, pues eso significa la ruptura de una relación o algo por el estilo. Imagino que Kikuko lo ignora.

—No creo que piensen lo mismo en Norteamérica.

—También se compró un peine para ella, más pequeño y de otro color. A Fusako le gustó y se lo quedó. Para Kikuko seguramente era importante volver con un peine igual que el de Shuichi; pero Fusako se lo apropió. Un pequeño y estúpido peine.

Yasuko parecía disgustada con el proceder de su hija.

—Los vestidos para las niñas son de seda buena, verdaderos vestidos de fiesta. Es cierto que no le trajo nada a Fusako, pero los vestidos son también regalos para ella. Kikuko debió de sentirse culpable por Fusako cuando le quitó el peine. Pero la verdad es que no había motivo para que ninguno de nosotros recibiera obsequios de su parte.

Shingo coincidía con ella, pero se sentía abatido por algo que a su esposa se le escapaba.

Era indudable que Kikuko había pedido dinero prestado a su familia. Si Shuichi había tenido que recurrir a Kinu para los gastos del hospital, era evidente que ni él ni Kikuko disponían de dinero para comprar regalos. Convencida de que su marido había corrido con los gastos médicos, seguramente Kikuko había importunado a sus padres.

Shingo sentía no haberle dado a su nuera algo así como una mensualidad. No había sido por hacerse el desentendido pero, como entre Shuichi y Kikuko las cosas se habían vuelto inestables y él sentía más inclinación por su nuera, le resultaba difícil darle dinero, sobre todo disimuladamente. Su poca delicadeza para ponerse en el lugar de su nuera, sin embargo, lo llevó a preguntarse si no habría actuado como Fusako cuando se apropió del peine.

Si la falta de dinero era por culpa de la aventura de Shuichi, difícilmente Kikuko habría ido a llorar ante Shingo para pedirle ayuda, pero si él hubiera mostrado un poco más de simpatía, ella no se habría visto sometida a la humillación de pagar el aborto con dinero que su marido había recibido de su amante.

—Me sentiría mejor si no hubiera recibido ningún obsequio —dijo Yasuko, pensativa—. ¿Cuánto te parece que habrá gastado? Una suma importante, imagino.

—Yo también me lo pregunto. —Shingo hizo un cálculo mental—. No tengo ni idea de cuánto cuesta una afeitadora. Nunca les he prestado atención.

—Ni yo. —Yasuko acentuó esta frase con un movimiento de la cabeza—. Si fuera el premio de algún sorteo, habrías obtenido el más importante. Y viniendo de Kikuko hay que considerarlo así. ¿Y ese ruido? ¿Funciona?

—Las hojas no se mueven.

—Deberían. Si no, ¿cómo van a cortar?

—Por más que la miro, yo no veo que se muevan.

—¿No? —Yasuko sonreía—. El premio mayor, sin duda, sólo por la manera en que la miras. Pareces un niño con un juguete nuevo. La limpias y la lustras todas las mañanas, totalmente embobado, y luego te acaricias la piel suave durante todo el desayuno. Kikuko se siente un poco avergonzada al verte; claro que eso no significa que no se sienta complacida.

—Te permitiré usarla a ti también. —Shingo sonrió, pero Yasuko sacudió enérgicamente la cabeza.

Shingo y Shuichi habían llegado a casa juntos la noche del regreso de Kikuko; y la máquina de afeitar eléctrica se había convertido en el centro de atención.

La afeitadora, todo hay que decirlo, ocupó el sitial de honor y desplazó los desmañados saludos que deberían haberse intercambiado entre Kikuko, ausente sin aviso, y la familia de Shuichi, por quien ella se había visto obligada a abortar.

Fusako también sonreía mientras les probaba a sus niñas los nuevos vestidos y elogiaba el buen gusto de los bordados y los cuellos.

Después de consultar el manual de instrucciones, Shingo sometió a prueba la máquina. Los ojos inquisitivos de toda la familia se posaron en él.

Movió el mentón apoyado sobre la afeitadora, sosteniendo el folleto con la otra mano.

—Dice que también puede quitar la pelusa de la nuca de una mujer. —Su mirada se encontró con la de Kikuko.

El nacimiento del cabello se dibujaba muy bellamente en su frente. Le pareció que esa era la primera vez que reparaba en eso; en la graciosa curva que trazaba y en el nítido y profundo contraste entre la piel delicada y el cabello abundante.

Por alguna razón, las mejillas de ese rostro antes descolorido estaban teñidas de rubor. Los ojos también brillaban de felicidad.

—Padre tiene un juguete nuevo —dijo Yasuko.

—No es un juguete —replicó Shingo—. Es un producto útil de la civilización moderna. Un instrumento de precisión. Ante cualquier inconveniente, está numerado por los técnicos en el ajuste e inspección final.

Shingo, de buen humor, intentó afeitarse a contrapelo y también respetando el sentido de la barba.

—Así no se cortará ni sufrirá de irritaciones. Es lo que me aseguraron —dijo Kikuko—. Tampoco necesitará jabón o agua.

—A los viejos nos cuesta afeitarnos por las arrugas. Será muy útil para ti también. —Y le tendió la máquina de afeitar a Yasuko.

Pero ella se echó hacia atrás, asustada.

—Si crees que tengo pelos, estás muy equivocado —replicó.

Shingo miró el filo y se puso las gafas para revisarlo de nuevo.

—No se mueve. Me pregunto cómo corta. El motor gira, pero las hojas no se mueven.

—Déjame ver. —Shuichi cogió la máquina, pero se la pasó en seguida a Yasuko.

—Es cierto. El filo no se mueve. Tal vez funcione como los aspiradores. Ya sabes cómo aspiran la suciedad.

—¿Puedes decirme adónde van a parar los pelos? —preguntó Shingo. Kikuko bajó la vista y sonrió.

—Podríamos cambiar la afeitadora por un aspirador o una lavadora —sugirió Yasuko—, lo que le vendría muy bien a Kikuko; sería una gran ayuda.

Shingo estuvo de acuerdo con su mujer.

—En esta casa no tenemos ninguno de los refinados productos de la civilización moderna. Todos los años dices que vas a comprar una nevera y este es el momento de tener una. Y una tostadora. Hay tostadoras que se apagan automáticamente y que lanzan el pan una vez está a punto.

—¿Es la opinión de una anciana sobre los electrodomésticos?

—Tú sientes un gran cariño por Kikuko, y muchos de esos artículos le vendrían bien.

Shingo desenchufó la máquina de afeitar. Había dos cepillos en el estuche. Uno parecía un pequeño cepillo de dientes; el otro, uno para limpiar botellas. Los probó los dos. Al limpiar la hendidura entre las cuchillas con el cepillo que parecía para botellas, vio que unos pelos blancos y cortos caían sobre sus rodillas. Sólo veía pelos blancos.

Los sacudió con calma.

3

Sin tardanza, Shingo compró un aspirador.

Le resultaba divertido, antes del desayuno, oír cómo la afeitadora y el aspirador de Kikuko zumbaban al mismo tiempo.

Tal vez lo que oía era el sonido de la renovación en la casa.

Satoko iba detrás de Kikuko, fascinada con el aspirador.

Probablemente a causa de la afeitadora, Shingo había soñado con pelos en el mentón.

Él no era el protagonista, sino un espectador; aunque, en un sueño, esa distinción no es clara. Transcurría en Norteamérica, donde Shingo no había estado nunca. Suponía que había soñado con Norteamérica porque de allí eran los peines que había traído Kikuko.

En su sueño había estados donde eran más numerosos los ingleses, y otros en los que prevalecían los españoles. Por consiguiente, cada estado tenía su pelo característico. No podía recordar claramente el color ni la forma de las barbas, pero en el sueño distinguía con toda claridad las tonalidades, es decir, las diferencias raciales de cada estado. En un estado cuyo nombre no recordaba, aparecía un hombre que reunía en su persona las características típicas de todos los estados y los orígenes. Eso no significaba que en su mentón se mezclaran todas las variedades de pelos, sino que, por ejemplo, la variedad francesa se destacaba de la hindú, cada una en el lugar apropiado. Varios mechones de pelos, de diferentes estados y origen racial, colgaban en haces del mentón.

El gobierno norteamericano había designado la barba como monumento nacional y por eso su dueño no podía cortársela por su propia voluntad.

Ese era el contenido del sueño. Al ver la prodigiosa combinación de colores en una barba, Shingo sintió que era la suya. Y que el orgullo y la confusión del hombre también le pertenecían.

El sueño apenas tenía argumento. Lo único que había visto era un hombre barbudo.

Por supuesto, la barba era muy larga. Quizá, como él se afeitaba todas las mañanas, había soñado con esa barba descuidada. Le divertía la idea de ser reconocido como un monumento nacional.

Era un sueño ingenuo, sin complicaciones, que esperaba poder contar por la mañana.

Se despertó con el sonido de la lluvia y al poco de dormirse volvió a despertarse, esta vez de un sueño desagradable.

Sus manos estaban apoyadas sobre unos pechos que colgaban, puntiagudos. Eran blandos y no se ponían turgentes. La mujer no respondía. Todo era muy estúpido.

Tocaba sus senos pero ignoraba quién era la mujer. Y lo raro era que tampoco quería averiguarlo. Ella no tenía rostro ni cuerpo; era sólo dos senos que flotaban en el espacio. Al preguntar por primera vez por su identidad, supo que era la hermana menor de un amigo de Shuichi, revelación que no le produjo ni excitación ni sentimientos de culpa. La impresión de que era la hermana era difusa; era una figura empañada. Sus pechos eran los de una mujer que no había tenido hijos, pero Shingo presentía que no era una virgen. Se sorprendió al encontrar rastros de su pureza en sus propios dedos. Se sintió desconcertado, aunque no particularmente culpable.

—Que crean que es deportista —murmuró.

Sorprendido con esta observación, se despertó.

«Todo muy estúpido». Recordó las palabras de Mori Ogai[23] al expirar; le pareció que las había leído en algún periódico.

Probablemente fue una evasión que, al despertar de ese sueño desapacible, recordara primero las palabras de Ogai agonizante y las relacionara con el sueño.

Tal como aparecía en el sueño, no sentía ni placer ni amor, ni siquiera lascivia: todo muy estúpido. Y un despertar deprimente.

No tenía intenciones de atacar a la joven, aunque tal vez había estado a punto de hacerlo. Si la hubiera atacado, temblando de amor o de terror, el sueño habría resultado más vital al despertar.

Se acordó de los sueños eróticos que había tenido en los últimos años. Generalmente eran con mujeres que uno habría calificado de ordinarias y vulgares. Lo mismo había sucedido esa noche. ¿Sería que hasta en sueños lo intimidaba el adulterio?

Recordó que la hermana de ese amigo tenía unos pechos abundantes. Antes de que Shuichi se casara, hubo algunas conversaciones no demasiado serias para concertar un matrimonio con ella, y hasta habían iniciado un cortejo.

Algo parecido a una flecha cruzó por su mente.

¿Acaso no era la muchacha del sueño una encarnación de Kikuko, una sustituta? ¿Las restricciones morales no habían encontrado su escape en ese sueño? ¿No había tomado prestada la imagen de la joven como un reemplazo de Kikuko? ¿Y no la había hecho aparecer como menos atractiva de lo que realmente era para tapar la incomodidad, para velar la culpa?

¿No sería que, de haber dado rienda suelta a sus deseos de rehacer su vida, Shingo habría querido amar a la virginal Kikuko antes de que se casara con su hijo?

Reprimido y doblegado, el deseo subconsciente había asumido una forma poco seductora en su sueño. ¿Hasta en sueños debía encubrirlo, engañarse a sí mismo?

El hecho de haber transferido a la joven que habían pensado para Shuichi, de haberle dado una forma incierta, ¿no se debería a que en el fondo temía que esa mujer fuera Kikuko?

Y el hecho de que, una vez despierto, tuviera dificultades en recordarlo, que su acompañante en el sueño —y también el argumento— se hubiera velado, así como el hecho de no sentir placer al tocar esos senos, ¿no era porque, en el momento de despertar, cierto ardid iniciaba la tarea de emborronar el sueño?

«Es un sueño, el monumento nacional a las barbas es un sueño. No creas en los sueños». Shingo se frotó la cara con la palma de la mano.

El sueño había tenido un efecto desalentador en él, y se despertó cuando se encontró bañado en un desagradable sudor.

La lluvia que le pareció oír después del sueño de las barbas había sido el anuncio de la que ahora, con viento, golpeaba contra la casa. La humedad parecía subir desde las esteras del suelo. Era ruido de lluvia, con su breve alboroto pasajero.

Se acordó de una pintura de Watanabe Kazan[24] que había visto en casa de un amigo unos días antes.

Representaba un cuervo solitario en lo alto de un árbol sin hojas, con una inscripción que decía: «Un cuervo impertinente en la oscuridad: las lluvias de junio. Kazan».

Shingo creyó entender los sentimientos de Kazan y el mensaje de la pintura. En lo alto de un árbol desnudo, soportando el vendaval y la lluvia, el cuervo esperaba el amanecer. La lluvia estaba representada con trazos de tinta muy suaves. No recordaba muy bien el árbol, pero le parecía que aparecía fragmentado, sólo con un grueso tronco. El cuervo se le hacía vívidamente presente. Tal vez porque dormía, o a causa del viento, sus plumas estaban encrespadas. Tenía un pico grande; el superior cargado de tinta, más grueso y pesado que el inferior. Los ojos adormecidos, como si no se hubiera despertado del todo. Pero tenían fuerza y revelaban enojo. La figura era desproporcionada para el tamaño de la pintura.

Shingo sólo sabía de su autor que había perdido su fortuna y que se había quitado la vida, pero sentía que su Cuervo en amanecer tormentoso expresaba los sentimientos de Kazan en un determinado momento de su vida.

Era obvio que su amigo había colgado la pintura para acompañar la estación.

Shingo arriesgó una opinión:

—Un pájaro muy resuelto, no demasiado amable.

—¿Tú crees? Solía observarlo durante la guerra. Maldito cuervo, pensaba. Maldito. Pero conserva la calma. Si Kazan se suicidó no importa por qué motivos, probablemente tú y yo deberíamos matarnos una vez tras otra. Supongo que es algo que tiene que ver con la época que nos ha tocado vivir.

—También nosotros aguardamos el amanecer.

«El cuervo debe de estar colgado en la sala de mi amigo esta noche de lluvia», pensó Shingo.

Y se preguntó dónde estarían su propio milano y su cuervo.

4

Sin poder dormirse de nuevo después de despertarse del segundo sueño, Shingo se quedó acostado esperando el amanecer, aunque sin la obstinada resistencia del cuervo de Kazan.

Ya fuera que la mujer del sueño fuese Kikuko o la hermana de su amigo, le pareció demasiado terrible que en ningún caso le hubiera sobrevenido ni un asomo de lascivia.

El sueño había sido más desagradable que cualquier adulterio trasnochado. ¿La fealdad de la vejez, quizá?

Las mujeres habían salido de su vida durante la guerra, y desde entonces estaban ausentes. No era tan viejo, pero así eran las cosas. Lo que había muerto con la guerra no había vuelto a la vida. Era como si la guerra hubiera moldeado su modo de pensar, limitándolo a un estrecho sentido común.

Estaba tentado de preguntarles a sus amigos si los hombres de su edad se sentían como él, pero probablemente se reirían y lo tildarían de débil y fútil.

¿Qué tenía de malo amar a Kikuko en sueños? ¿Debía tener miedo o sentirse avergonzado de un sueño? Y, en verdad, ¿qué tenía de malo amarla secretamente en la vigilia? Shingo trató de enfocarlo de ese modo.

Pero un haiku de Buson[25] le vino a la mente: «Amor senil. Un helado chubasco otoñal». Su abatimiento se hizo más pesado.

El matrimonio de Shuichi y Kikuko había adquirido otra profundidad desde que él tenía una amante. Después de que Kikuko se sometió al aborto, su relación se hizo más suave y cálida. La noche de la tormenta, ella se mostró mucho más coqueta de lo habitual con su esposo. La noche en que había llegado borracho, lo había perdonado con más gentileza que de costumbre.

¿Estaba apenada o era estúpida?

¿Entendía lo que sucedía? Quizá, inconscientemente, se entregaba con inocencia a los milagros de la creación que comandan la corriente de la vida.

Se había rebelado negándose a tener el bebé y había vuelto a casa de sus padres. De ese modo había dado cauce a una soledad insoportable; cuando regresó, a los pocos días, se aproximó a Shuichi como disculpándose por algún delito o reparando alguna ofensa.

Si quería, Shingo podía pensar en ello como en algo demasiado trivial, pero también podía creer que eran muy afortunados. Hasta cabía la posibilidad de que la aventura con Kinu terminara por sí sola.

Shuichi era su hijo, pero ¿formaban la pareja ideal? ¿Estaban predestinados a estar juntos hasta el punto de que Kikuko tuviera que soportar ese trato? Una vez que sus dudas comenzaban, se volvían infinitas.

Para no despertar a Yasuko, no quería encender la luz y mirar el reloj, pero estaba amaneciendo, pronto tocaría la campana del templo.

Recordó la campana en el parque Shinjuku.

Tocaba porque iban a cerrar, pero le había dicho a Kikuko: «Suena como si fuera la de un templo».

Shingo se había sentido como alguien que paseara por un parque con árboles rumbo a una iglesia, y le pareció que la multitud que estaba en la entrada también iba hacia allí.

Se levantó con la sensación de haber dormido poco.

Salió temprano con Shuichi para la oficina; no quería encontrarse con Kikuko.

De pronto le preguntó a su hijo:

—¿Mataste a alguien durante la guerra?

—No lo sé. Si alguien se cruzó en el camino de mi ametralladora, probablemente murió, sí. Pero podría decirse que no lo estaba apuntando.

Shuichi miró a lo lejos con incomodidad.

La lluvia paró durante el día y comenzó a llover de nuevo por la noche. Tokio estaba envuelta en una niebla espesa.

Al salir del restaurante, una vez finalizada la cena de negocios, se vio obligado a acompañar a las geishas en el último automóvil.

Dos viejas geishas y Shingo se sentaron muy apretados, y las tres jóvenes sobre ellos.

—Por favor. —Shingo puso su mano en la parte delantera del cinturón de una de las muchachas.

—Si no es molestia, acepto. —Autorizada, ella se sentó sobre sus piernas. Era cuatro o cinco años menor que Kikuko.

Shingo se propuso anotar su nombre en la agenda cuando estuviera en el tren. Fue un pensamiento pasajero que probablemente no se cumpliría.