El cerezo en invierno

Había empezado a llover la víspera de Año Nuevo, y el primer día del año continuó con lluvia.

Ese Año Nuevo se adoptó la manera occidental de contar la edad. Así que ahora Shingo tenía sesenta y uno, y Yasuko sesenta y dos.

Era un día para levantarse más tarde, pero Shingo se despertó temprano por culpa de Satoko. La niña correteaba de un lado para otro por la galería.

—Ven aquí, Satoko. —También parecía haber despertado a Kikuko—. Tengo un dulce de Año Nuevo para ti. Ayúdame a calentarlo.

Intentaba llevarse a la pequeña a la cocina, lejos de la habitación de Shingo, pero ella se mostró indiferente y siguió armando alboroto.

—Satoko. —Fusako la llamó desde la cama—. Ven aquí, Satoko.

Pero la niña tampoco dio señales de querer responder a su madre.

—Un Año Nuevo lluvioso —comentó Yasuko, también despierta.

Shingo gruñó.

—Con Satoko despierta, tu nuera se ha visto obligada a levantarse y atenderla. Y mientras tanto, Fusako no se mueve de la cama. —Yasuko vaciló en las últimas palabras. Shingo parecía divertido—. Hace mucho tiempo que un niño no me despertaba una mañana de Año Nuevo.

—Tendrás muchas otras mañanas como esta.

—No lo creo. En la casa de Aihara no había galerías. Una vez se acostumbre, dejará de corretear.

—No sé. ¿Acaso a los niños de su edad no les encanta corretear de un lado para otro por las galerías? Pero ¿por qué será que sus pies suenan como si se pegaran al suelo?

—Porque son muy blandos. —Yasuko se quedó escuchando—. ¿No te causa una extraña sensación? Va a cumplir cinco este año y de repente me parece de tres. Para mí ya no supone ninguna diferencia cumplir sesenta y dos o sesenta y cuatro.

—Pero te estás olvidando de algo. Mi cumpleaños es antes que el tuyo. Durante un tiempo tendremos la misma edad, entre mi cumpleaños y la fecha del tuyo.

Yasuko parecía percatarse de ello por primera vez.

—Menudo descubrimiento, ¿no? Por una vez en la vida.

—Tal vez —murmuró su mujer—. Pero no es bueno tener la misma edad a estas alturas de la vida.

—Satoko. —Fusako la llamaba otra vez—. Satoko.

Quizá cansada de tanto correr, Satoko fue con su madre.

—Mira lo fríos que están tus pies.

Shingo cerró los ojos.

—Esa niña corretea cuando nadie la mira —dijo Yasuko después de un rato—. Pero siempre que estamos presentes, se enfurruña y empieza a colgarse de su madre.

Tal vez ambos estaban tratando de detectar qué señales de afecto mostraba el otro hacia la pequeña.

En todo caso, a Shingo le parecía que Yasuko lo estaba poniendo a prueba. O tal vez él lo estaba haciendo consigo mismo.

El ruido de los pies pegados al suelo no le resultaba agradable, pues no había dormido lo suficiente; pero, aun así, no era motivo para tanta irritación de su parte. A decir verdad, no era capaz de sentir la ternura que los pasos de una nieta debían provocar. No había duda de que carecía de afecto.

No era consciente de la oscuridad de la galería, con los postigos todavía cerrados. Pero Yasuko sí había tomado conciencia de eso al instante, y en ocasiones como esa llegaba a sentir un poco de compasión por la pequeña.

2

El infeliz matrimonio de Fusako había dejado cicatrices en Satoko. Shingo se compadecía de ellas, aunque eran más las veces que se molestaba, pues no se podía hacer nada al respecto.

La dimensión de su impotencia ante la situación lo dejaba atónito.

Ningún padre puede hacer mucho por el matrimonio de sus hijos, eso es cierto; pero lo que resultaba realmente sorprendente —ahora que los hechos habían llegado a un punto en que el divorcio parecía la única solución— era la indefensión de su propia hija.

Para los padres, volver a recibirla a ella y a las niñas después del divorcio no era ninguna solución. No sería un remedio y no le daría a Fusako una vida propia.

¿Será que no hay una respuesta para las mujeres cuyo matrimonio fracasa?

En otoño, cuando Fusako había abandonado a su marido, no había ido a la casa de sus padres, sino a la casa familiar de Shinano. Desde allí, por telegrama, les había dado la noticia de que había abandonado su hogar.

Shuichi había ido a buscarla.

Tras un mes en Kamakura se había marchado nuevamente, diciendo que iba a aclarar ciertas cosas y romper definitivamente con Aihara.

Le habían aconsejado que tal vez fuera mejor que su padre o su hermano tuvieran una conversación con él, pero Fusako no había escuchado. Tenía que ir ella sola.

—Pero ese es precisamente el tema: ¿qué pasará con las niñas? —le había respondido a Yasuko cuando esta le sugirió que las dejara. Luego, abalanzándose sobre su madre de un modo casi histérico, gritó—: ¡No sé si se quedarán conmigo o con Aihara!

Salió de la casa y no regresó.

Después de todo, era un problema entre marido y mujer. Shingo y su familia, que estaban preocupados, no sabían durante cuánto tiempo debían guardar silencio, y así fueron pasando días difíciles.

No llegaba ninguna noticia de Fusako. ¿Se habría instalado otra vez con Aihara?

—¿Será que simplemente todo este asunto quedará en nada? —se preguntaba Yasuko.

—Bueno, nosotros lo hemos permitido —le contestó Shingo. Ambos tenían el rostro ensombrecido.

Repentinamente, esa víspera de Año Nuevo, Fusako había vuelto.

—¿Qué ha pasado?

Yasuko parecía asustada al volver a encontrarse con su hija y sus nietas.

Con manos temblorosas, Fusako intentó cerrar su paraguas. Una o dos varillas estaban rotas.

—¿Llueve? —preguntó Yasuko.

Kikuko bajó hasta la entrada y cogió a Satoko en brazos. Había estado ayudando a su suegra con la comida de Año Nuevo.

Fusako había entrado en la casa por la cocina.

Shingo sospechaba que había venido a pedir dinero, pero no parecía ser ese el caso.

Yasuko se secó las manos y entró en la sala.

—Qué bonito. Echarte de casa la víspera de Año Nuevo.

Se quedó de pie mirando a su hija.

—Es mejor así —dijo Shingo—. Una ruptura limpia.

—Sí. Pero nunca me habría imaginado que se pudiera echar a alguien de su propia casa la víspera de Año Nuevo.

—He venido por voluntad propia.

Fusako era un mar de lágrimas.

—Bueno, supongo que entonces la cosa cambia. Has venido sólo a pasar el Año Nuevo con tu familia. No lo había entendido de ese modo, te pido disculpas. Pero no hablemos de eso ahora. Ya lo haremos con más calma durante la fiesta de mañana.

Y Yasuko volvió a la cocina.

Shingo estaba un poco desconcertado por el tono de su esposa, aunque había en él cierto eco del cariño maternal.

Obviamente, Yasuko estaba conmovida, tanto por la imagen de su hija entrando en la casa por la puerta de la cocina la víspera de Año Nuevo como por el ruido de los pasos infantiles en la galería en penumbra; aunque Shingo sintió que era un gesto de consideración hacia él.

Fusako durmió hasta tarde la mañana de Año Nuevo. Podían oír sus gárgaras cuando ya estaban sentados a la mesa. Sus abluciones parecían no tener fin.

—Vamos a tomar algo mientras la esperamos —dijo Shuichi sirviendo un poco de sake a su padre—. Últimamente te han salido muchas canas.

—Es normal que a mi edad aparezcan a diario. A veces ves que tu cabello encanece delante de tus propios ojos.

—Eso es ridículo.

—Observa, entonces.

Shingo se inclinó hacia adelante. Yasuko y Shuichi miraron su cabeza, y Kikuko —que tenía a la más pequeña sobre su regazo— también fijó la vista con atención.

3

Instalaron otro brasero para Fusako y las niñas. Kikuko se reunió con ellas en otra habitación.

Yasuko se sentó a un lado, mientras Shingo y Shuichi seguían el uno frente al otro con sus copitas de sake.

Shuichi rara vez bebía en casa; pero ese día, quizá incapaz ya de soportar esa jornada lluviosa de Año Nuevo, se servía una y otra vez, casi sin hacer caso de la presencia de su padre. Su expresión iba alterándose. Shingo ya sabía que, en la casa de su amante, su hijo podía ponerse violento a causa de la bebida, y hasta hacer llorar a la mujer cuando insistía en que su amiga cantara para él.

—Kikuko —llamó su suegra—, ¿te importaría traernos algunas naranjas?

Kikuko entreabrió la puerta.

—Y ven a sentarte con nosotros. Estoy en compañía de dos bebedores silenciosos.

Kikuko miró a Shuichi.

—No creo que padre esté bebiendo tanto.

—He estado pensando sobre la vida de nuestro padre —murmuró Shuichi.

—¿Sobre mi vida?

—Nada demasiado definido. Pero si tengo que resumir mis especulaciones, supongo que serían algo como… ¿nuestro padre ha triunfado o ha fracasado?

—¿Te crees capaz de juzgarme? —Shingo se quedó callado por un instante—. Bueno, la comida de este Año Nuevo tenía el sabor que solía tener antes de la guerra. En ese sentido podríamos decir que he tenido éxito.

—¿Estás hablando de la comida?

—Sí, ¿no era ese el tema? Como has dicho que te habías dedicado a pensar en tu padre…

—Sí, un poco.

—Una vida común, mediocre, que ha llegado hasta aquí y desemboca en una buena comida de Año Nuevo. Muchos han muerto, ya lo sabes.

—Es cierto.

—Pero que un padre haya triunfado o no tiene que ver con el hecho de que sus hijos hayan o no tenido matrimonios felices. Y, según eso, no me ha ido bien.

—¿Es eso lo que sientes?

—Ya basta —espetó Yasuko, levantando la vista—. Este no es un buen modo de comenzar el año. —Y bajando la voz, añadió—: No olvidéis que Fusako está aquí. Y, a propósito, ¿dónde está?

—Durmiendo —dijo Kikuko.

—¿Y Satoko?

—Satoko y el bebé también.

—Vaya, las tres siguen durmiendo.

Los ojos de Yasuko se habían abierto desmesuradamente. La expresión de su cara tenía algo de la inocencia que acompaña a la vejez.

Se oyó entonces el ruido del portón de entrada. Kikuko salió. Era Tanizaki Eiko, que venía a felicitarles el Año Nuevo.

—Vaya, y con esta lluvia. —Shingo estaba realmente sorprendido, y le salió el «vaya» característico de Yasuko.

—Dice que no va a entrar —informó Kikuko.

—¿No? —Y Shingo fue hacia la entrada.

Eiko estaba de pie con su abrigo colgando de un brazo. Llevaba puesto un vestido de terciopelo negro. Se había maquillado en exceso, y a pesar de ello era evidente que se había depilado el vello del labio superior. Haciendo una reverencia desde las caderas, parecía todavía más pequeña.

Su saludo resultó un tanto rígido.

—Qué amable de tu parte haber venido con este aguacero. No esperaba visitas, y tampoco pensaba salir. Entra a calentarte un poco junto al brasero.

—Gracias.

Se había presentado en medio del frío, del viento y de la lluvia. Shingo dudaba sobre si su visita era para formular alguna queja o para hablar de algo en especial.

En todo caso, había que tener ánimo para haber salido a la calle con ese tiempo.

Eiko se mostraba renuente a entrar en la casa.

—Bueno, entonces saldré a caminar contigo —decidió Shingo—. ¿Por qué no esperas dentro mientras me preparo? El día de Año Nuevo siempre voy a ver al señor Itakura, el antiguo presidente de la compañía.

Había estado pensando en Itakura durante toda la mañana y la llegada de Eiko lo había decidido. Se apresuró a cambiarse de ropa.

Shuichi se había quedado recostado, con los pies cerca del brasero. Cuando Shingo empezó a cambiarse, se incorporó.

—Ha venido Tanizaki —dijo Shingo.

—¿Sí? —Shuichi respondió como si el asunto no le interesara, y no se mostró dispuesto a salir a saludarla.

Al salir su padre, levantó la vista y lo siguió con la mirada.

—Vuelve antes de que anochezca.

—Regresaré temprano.

Teru estaba en la puerta. Un cachorrito negro salió corriendo e, imitando a su madre, se adelantó a Shingo en dirección a la entrada. Se tambaleó y cayó, y se empapó un costado del cuerpo.

—¡Pobrecito! —exclamó Eiko, casi a punto de arrodillarse a su lado.

—Teníamos cinco, pero regalamos cuatro, y este es el único que ha quedado. Ya está apalabrado.

El tren de la línea de Yokosuka iba vacío.

Al mirar la lluvia que, con el viento, adoptaba un plano horizontal, Shingo se alegró de que Eiko se hubiera atrevido a ir a su casa.

—Por lo general, hay multitudes que van al templo Hachiman. —Eiko inclinó la cabeza a un lado.

—Sí, es cierto, y tú siempre vienes a casa el día de Año Nuevo.

—Así es. —Ella bajó los ojos—. Y me encantaría seguir yendo incluso después de renunciar a mi trabajo.

—No lo podrás hacer una vez que te cases. ¿Tienes pensado algo al respecto?

—No.

—No te sientas intimidada. Estoy un poco torpe y confundido estos días.

—No se haga el desentendido. —Fue una observación muy extraña—. Me veo obligada a preguntarle si me permite renunciar a mi empleo.

Su anuncio no era completamente inesperado, pero a Shingo le costaba encontrar una respuesta.

—No he venido expresamente el día de Año Nuevo para decírselo. —Sus maneras eran propias de alguien mucho mayor—. Hablaremos de ello más tarde.

Shingo ya no se sentía tan feliz.

Eiko había estado trabajando en su oficina durante tres años, y ahora, repentinamente, parecía otra. No era la de siempre.

No es que le mereciera una atención especial; sólo era su secretaria. Por supuesto que le habría gustado conservarla, pero no era su prisionera.

—Supongo que es por mi culpa por lo que deseas retirarte. Te obligué a mostrarme esa casa. Fui desagradable contigo. E imagino que no es fácil tener que ver a Shuichi a diario.

—Me costó mucho. —Su respuesta era inequívoca—. Pero cuando lo pienso, veo que, después de todo, es algo natural para un padre. Y me doy cuenta de que me he portado mal yo también. Me hice ilusiones cuando él me invitó a bailar, y yo también fui a casa de Kinu. Me comporté de un modo perverso.

—Eso suena un poco excesivo.

—Hice cosas todavía peores. —Tenía los ojos entornados, con pena—. Si abandono el trabajo, le pediré a Kinu que deje de verlo. Para compensarlo a usted por todo lo que ha hecho.

Shingo estaba asombrado. Era como si algo se estuviera restregando sobre un punto delicado.

—¿La de la puerta era su esposa?

—¿Kikuko?

—Sí. Ha sido muy violento para mí. He decidido hablar con Kinu.

Shingo percibió cierto alivio en ella, y una sensación de liviandad en sus propias emociones.

Era increíble, se decía a sí mismo, que con unos toques tan leves el problema tuviera solución, y con una prontitud tan inesperada.

—No puedo pedirte que hagas eso.

—Lo hago porque quiero; es mi forma de agradecerle todo lo que ha hecho.

Eiko, con su pequeña boca, había dicho algo exagerado. Y eso le provocó un cosquilleo a Shingo.

Estuvo tentado de decirle que no se involucrara en asuntos que no le concernían. Pero ella parecía muy segura de su «determinación».

—No puedo entenderlo, teniendo una esposa tan buena. No me gusta verlo con Kinu, pero de su mujer no puedo sentir celos, por más unidos que parezcan. ¿Por qué los hombres no están conformes con mujeres que no provocan celos en otras?

Shingo sonrió con ironía.

—Siempre comenta lo infantil que es ella —dijo Eiko.

—¿A ti? —preguntó en tono inquisitivo.

—Sí, y a Kinu. Nos contó que usted la quiere mucho, ya que es como una niña.

—¡Qué tontería! —Shingo la miró.

—Pero ya no lo hace —repuso la joven, un tanto confundida—. Ya no nos habla de ella.

Shingo casi temblaba de enojo. Le pareció que su hijo se refería a su cuerpo. ¿Acaso buscaba una prostituta en su esposa? Eso revelaba una asombrosa ignorancia y una alarmante parálisis del alma.

La impudicia con que había hablado de su mujer a Kinu y hasta a Eiko, ¿nacía de esa misma parálisis?

Sintió la crueldad de Shuichi. Y también en Kinu y Eiko percibió crueldad hacia Kikuko. ¿Acaso su hijo no se daba cuenta de su pureza? La pálida, delicada, infantil cara de Kikuko, la pequeña de su familia, flotó ante él. No era del todo normal albergar un resentimiento tan visceral hacia su hijo a causa de su nuera, Shingo lo sabía; pero no podía evitarlo.

Había una corriente oculta que traspasaba su vida: ¿la anormalidad que había hecho que Shingo, que estaba enamorado de la hermana de Yasuko, se casara con esta, un año mayor que él, poco después de la muerte de su cuñada, se exacerbaba con Kikuko?

Cuando después de tan poco tiempo de haberse casado Shuichi encontró a otra mujer, Kikuko en principio pareció no saber cómo controlar sus celos; y, sin embargo, ante la crueldad y la parálisis moral de su esposo, o en realidad a causa de ellas, había despertado como mujer.

Shingo recordó que Eiko estaba menos desarrollada físicamente que Kikuko.

Guardó silencio, procurando dominar su enojo por medio de su tristeza.

También Eiko calló. Se quitó los guantes y se arregló el cabello.

4

Shingo se encontraba en Atami. En el jardín de la posada había un cerezo en plena floración. Era el mes de enero.

Los cerezos de invierno, según le habían dicho, habían florecido antes de fin de año, pero a él le pareció toparse con la primavera en un mundo totalmente diferente.

Confundió los capullos de ciruelo rojo con melocotones, y se preguntó si los del blanco no serían albaricoques.

Atraído por el reflejo de las flores de cerezo en el estanque, caminó hacia allí y se detuvo en la orilla. Todavía no le habían mostrado su habitación.

Cruzó por el puente hacia la orilla opuesta para observar el ciruelo con forma de sombrilla y cubierto con flores rojas.

Algunos patos que estaban bajo el árbol aparecieron corriendo. En sus picos amarillos y en el amarillo intenso de sus patas volvió a sentir la primavera.

Al día siguiente la empresa debía recibir a unas visitas, y Shingo había acudido allí para hacer los arreglos necesarios. Su misión quedaría cumplida cuando hubiera hablado con el posadero.

Se sentó en la galería y contempló el jardín.

También había azaleas blancas. Sin embargo, como vio avanzar unas amenazadoras nubes de tormenta desde el paso de Jikkoku, decidió entrar.

Sobre la mesa estaban su reloj de bolsillo y el reloj de pulsera, dos minutos adelantado. Casi nunca coincidían, y eso lo irritaba.

—Si tanto te preocupa, ¿por qué no llevas uno solo? —le aconsejaba Yasuko.

Tenía razón, pero llevaba años con esa costumbre.

Ya antes de la cena hubo lluvia fuerte y viento. Las luces se apagaron. Se acostó temprano.

Los ladridos de un perro que estaba en el jardín, y el sonido del viento y de la lluvia, como el del mar embravecido, lo despertaron.

Tenía la frente perlada de sudor. La habitación estaba cercada por algo pesado, como el inicio de una tormenta de primavera a orillas del mar. El aire tibio ejercía presión sobre su pecho. Respiró profundamente, y lo invadió un desasosiego, como si estuviera a punto de escupir sangre.

—No es mi pecho —se dijo.

Era sólo un ataque de náusea.

Una desagradable presión en los oídos se trasladó a las sienes y luego a la frente. Se la frotó, y también el cuello.

El sonido como de mar furioso era un aguacero en la montaña al que se sumaba el chirrido agudo del viento aproximándose. En las profundidades de la tormenta había un rugido.

«Un tren que pasa por el túnel Tanna», pensó. Sin duda, ese era el caso. Al emerger el convoy, sonó una sirena.

De repente Shingo sintió miedo. Ahora estaba completamente despierto.

El rugido persistía. Si el túnel estaba a ocho kilómetros de distancia, el tren habría tardado tal vez unos siete u ocho minutos en atravesarlo. Tenía la impresión de que lo había oído entrar por la boca más lejana, más allá de Kannami. Pero ¿era posible que, a ochocientos metros de la salida por Atami, hubiese sido capaz de oírlo?

Había sentido la presencia del tren en el túnel como si estuviera dentro de su cabeza. Lo había sentido durante todo el trayecto hasta la boca más cercana, y soltó un suspiro de alivio cuando emergió.

Estaba perplejo. A la mañana siguiente interrogaría al personal de la posada y telefonearía a la estación.

Durante un rato no pudo conciliar el sueño.

—¡Shingo! ¡Shingo!

Medio despierto, medio dormido, oyó que alguien lo llamaba.

La única persona que lo llamaba con esa entonación particular era la hermana de Yasuko.

Para Shingo fue un despertar inmensamente dulce.

—¡Shingo, Shingo, Shingooo!

La voz había cruzado el jardín trasero y lo llamaba desde la ventana. Shingo estaba despierto. El sonido del arroyo que corría tras la posada se había transformado en un rugido. Se oían voces de niños. Se levantó y abrió los postigos.

El sol de la mañana brillaba. Tenía la cálida luminosidad del sol de invierno, velada por una lluvia primaveral.

En el sendero, más allá del arroyo, siete u ocho niños estaban agrupados, camino de la escuela.

¿Los habría oído llamarse unos a otros?

De todos modos, Shingo se recostó en la ventana y escrutó las matas de bambú de la orilla del arroyo.