—El ginkgo está echando brotes nuevamente —comentó Kikuko.
—¿Y ahora te das cuenta? —le contestó Shingo—. Yo lo he estado observando desde hace un tiempo.
—Es que usted se sienta frente a él, padre.
Kikuko, que se había sentado junto a su suegro, observaba el árbol, que quedaba a su espalda.
Con el paso del tiempo, los lugares que ocupaban en la mesa se habían vuelto fijos.
Shingo se sentaba mirando al este. A su izquierda estaba Yasuko, mirando al sur; a su derecha, Shuichi, que miraba al norte. Kikuko se sentaba de cara al oeste, enfrente de su suegro.
Como el jardín se extendía por el sur y por el este, los mayores ocupaban los mejores lugares. Y las mujeres estaban ubicadas donde mejor les convenía para servir.
Fuera de las comidas, seguían ocupando los mismos lugares establecidos.
Por eso Kikuko tenía el ginkgo siempre a su espalda.
A Shingo no le gustó enterarse de que su nuera no se había percatado de los brotes fuera de estación, pues eso sugería cierta indiferencia.
—Pero debes de haberlos visto al abrir las puertas o al limpiar la galería —sugirió.
—Supongo que sí.
—Claro que sí. Además, lo ves cada vez que cruzas el portón de entrada. Debes verlo quieras o no. ¿O es que tienes tantas cosas en la cabeza que sólo miras al suelo?
—No. —Y Kikuko se encogió de hombros a su manera ligera y graciosa—. Desde ahora prestaré mucha atención a todo lo que usted haga y lo imitaré.
Para Shingo hubo un toque de tristeza en su afirmación de que «eso no volvería a suceder».
En toda su vida ninguna mujer lo había amado hasta el punto de querer ver lo mismo que vieran sus ojos.
Kikuko seguía observando el ginkgo.
—Algunos de los árboles de la montaña ya están echando hojas nuevas.
—Sí. Me pregunto si se habrán deshojado con el tifón.
La montaña, vista desde el jardín de Shingo, quedaba cortada por el predio del templo, que se extendía precisamente a esa altura. El ginkgo estaba en el límite, pero desde la habitación donde Shingo solía tomar su desayuno se veía aún más alto.
Había quedado sin hojas la noche de la tormenta.
El ginkgo y el cerezo habían sido los árboles más perjudicados por el viento. Como eran los de más envergadura entre los que rodeaban la casa, habían sido el blanco de la tormenta. ¿O sería por sus hojas especialmente vulnerables?
Al cerezo le habían quedado colgando unas pocas, pero ya las había perdido y estaba desnudo.
Las hojas de los bambúes en la montaña estaban marchitas, tal vez porque, con la cercanía del océano, el viento los había cubierto de salitre. Por el jardín se veían cañas de bambú desparramadas.
Nuevamente el gran ginkgo estaba echando brotes.
Shingo lo veía de frente al doblar por el sendero desde la calle principal, y todos los días lo observaba al regresar a casa. Además, lo estudiaba desde el comedor.
—El ginkgo tiene una fuerza de la que el cerezo carece —dijo—. He percibido que los que viven mucho son diferentes de los otros. Ha de exigirle mucha fuerza a un viejo árbol como este para que eche brotes en otoño.
—Pero hay algo que entristece en ellos.
—Tenía curiosidad por ver si las hojas serían tan grandes como las que crecen en primavera, pero se niegan a salir.
Las hojas, además de pequeñas y pobremente diseminadas, eran demasiado escasas para cubrir las ramas. Parecían débiles, de un color amarillento deslucido, que no llegaba a ser verde.
Era como si el sol otoñal le recordara al ginkgo que estaba irremediablemente desnudo.
Casi todos los árboles del recinto del templo tenían un verdor perenne. Ante el viento y la lluvia se mostraban fuertes y salían casi indemnes. Sobre ese lujurioso verdor, se recortaba el contraste del suave verde de las hojas nuevas que Kikuko acababa de descubrir.
Yasuko había entrado por el portón del fondo. Shingo oyó ruido de agua que corría. Su esposa dijo algo pero, con el ruido, él no pudo entender qué.
—¿Qué has dicho? —le gritó.
Kikuko salió en su auxilio:
—Dice que la mata de tréboles ha florecido espléndidamente.
A continuación le transmitió otro mensaje.
—Y que las cortaderas ya tienen brotes.
Yasuko iba a añadir algo más.
—Espera. No te entiendo.
—Me divierte hacer de intermediaria en sus conversaciones.
Tentada de echarse a reír, Kikuko tenía la vista baja.
—¿Conversaciones? Es sólo una vieja que habla consigo misma.
—Dice que anoche soñó que la casa de Shinano se derrumbaba.
—¡Oh!
—¿Qué le respondo?
—Ese «oh» es todo lo que tengo que decir.
El sonido del agua se detuvo. Yasuko llamó a su nuera.
—Ponlas en agua, por favor, Kikuko. Son tan hermosas que he cortado algunas. Pero cuida de ellas, te lo ruego.
—Déjeme que antes se las muestre a padre.
Y ella volvió con un ramo de tréboles y cortaderas.
Yasuko se había lavado las manos y se acercaba con un florero de Shigaraki[7] lleno de agua.
—El amaranto de la casa vecina tiene un bello color —dijo al sentarse.
—También hay uno en la casa de los girasoles —acotó Shingo al recordar los girasoles que habían sido derribados por la tormenta.
Las flores cubrían la calle, deshechas y cubiertas por algunos centímetros de barro. Habían estado allí durante días, como cabezas degolladas.
Primero se marchitaron los pétalos, y luego los tallos se secaron y se volvieron grises e inmundos.
Shingo no podía evitar pisarlos al ir a trabajar y al volver a casa. Le repelían.
Los tallos sin hojas seguían plantados en la entrada.
Junto a ellos, cinco o seis tallos de amaranto iban tomando color.
—No hay ninguno en todo el vecindario que se iguale a los de la casa vecina —dijo Yasuko.
2
Era la casa familiar lo que había aparecido en el sueño de Yasuko.
Había estado deshabitada durante muchos años, desde la muerte de sus padres.
Con la aparente intención de que fuera Yasuko la que conservara el apellido de la familia, su padre había casado a su bella hija mayor. Probablemente un padre que sintiera debilidad por su hija habría actuado al revés, pero con tantos hombres que solicitaban la mano de su hermosa hija, era posible que hubiera sentido pena por Yasuko.
Tal vez desilusionado con ella —cuando, tras la muerte de su hermana, la vio ir a trabajar a la casa de su cuñado como si intentara ocupar su lugar—, o quizá sintiendo culpa por un sometimiento favorecido por ellos —sus padres, y el resto de la familia—, lo cierto es que el casamiento de Yasuko con Shingo lo complació.
Decidió vivir sus últimos años sin nombrar un heredero del apellido.
Shingo tenía ahora más años que su suegro cuando le entregó a Yasuko en matrimonio.
La madre había muerto antes, y todos los campos fueron vendidos cuando el padre falleció, de modo que sólo quedó la casa y una pequeña parcela de bosques. No era una herencia importante.
Las propiedades quedaron a nombre de Yasuko, pero la administración, a cargo de un pariente del campo. Probablemente los bosques habían sido talados para pagar impuestos. Ya habían pasado muchos años sin que Yasuko percibiera alguna entrada o se enterara de gastos relacionados con esa propiedad en el campo.
Durante la guerra, un comprador potencial había aparecido cuando el campo se llenó de refugiados, pero Yasuko estaba encariñada con la casa, y Shingo no quiso presionarla. Había sido allí donde se habían casado. A cambio de dar en matrimonio a la única hija que le quedaba, su padre había solicitado que la ceremonia tuviera lugar en la casa.
Una castaña había caído cuando intercambiaban las copas nupciales. Rebotó contra una gran piedra en el jardín y fue rodando hasta caer al arroyo. La trayectoria y el golpeteo fueron tan extraordinarios que Shingo estuvo a punto de gritar. Miró a su alrededor, pero nadie parecía haberse dado cuenta.
Al día siguiente, Shingo salió a buscarla. Encontró muchas castañas al borde del arroyo pero no podía determinar cuál era la que había caído durante la ceremonia; aun así, cogió una, con la intención de comentarle a Yasuko lo sucedido.
En seguida se le ocurrió que estaba actuando de un modo infantil. ¿Acaso su esposa y las demás personas a quienes les contara lo sucedido lo creerían?
Así que arrojó la castaña a unos matorrales cerca del agua.
No era tanto el temor de que Yasuko no lo creyera como la timidez ante su cuñado lo que le impedía hablar.
De no haber estado presente su cuñado, Shingo habría hablado de eso en el curso de la ceremonia el día anterior. Pero delante de él se sentía intimidado, casi avergonzado.
Lo invadía la culpa por la atracción que había sentido por la hermana incluso después que ella se hubo casado, y sabía que su muerte y el casamiento de Yasuko habían perturbado al cuñado.
En Yasuko el sentimiento de culpa debía de haber sido todavía más fuerte. Se diría que, fingiendo desconocer los verdaderos sentimientos que ella alimentaba, el viudo la usaba como la sustituta de una criada.
Era natural que, por ser pariente, lo hubieran invitado a la boda. Algo muy incómodo, de todos modos; a Shingo le costaba mirarlo a los ojos.
Su cuñado era un hombre muy apuesto y que prácticamente eclipsaba a la propia novia. Shingo veía cómo su presencia irradiaba una peculiar luminosidad en la estancia.
Para Yasuko, su hermana y su cuñado eran seres de un mundo de ensueño. Al casarse con ella, Shingo tácitamente había descendido al rango inferior al que ella creía pertenecer.
Durante la ceremonia sintió como si su cuñado los observara fríamente desde un sitial elevado.
Probablemente el vacío creado por su incapacidad de hablar sobre una tontería como la caída de aquella castaña había afectado a su matrimonio.
Al nacer Fusako, Shingo albergaba la secreta esperanza de que fuera una belleza como su tía; un deseo que no podía expresar ante su esposa. Pero la hija resultó de facciones todavía más ordinarias que Yasuko.
Como si Shingo hubiera cometido alguna infidelidad, la sangre de la hermana mayor falló al pasar a la menor. Se sintió decepcionado con su esposa.
Tres o cuatro días después de que Yasuko soñó con la casa de campo, llegó un telegrama de un pariente diciendo que Fusako había aparecido por allí con las dos niñas.
Fue Kikuko quien firmó el acuse de recibo, y Yasuko esperó a que Shingo regresara a casa desde la oficina para darle la noticia.
—¿Ese sueño habrá sido una advertencia? —Estaba notablemente tranquila mientras observaba a Shingo leer el telegrama.
—¿Fusako está en el campo?
—Ella no se suicidará —fue lo primero que le vino a la mente.
—Pero ¿por qué no vino aquí?
—Tal vez imaginó que Aihara saldría a buscarla.
—¿Hay alguna noticia de él?
—No.
—Supongo que el matrimonio tocó a su fin, con Fusako llevándose a las niñas, y sin una palabra por parte de él.
—Pero la otra vez vino a casa, y es probable que le haya dicho a Aihara que vendría nuevamente con nosotros por un tiempo. No ha de ser fácil para él dar la cara.
—Todo ha terminado, no importa lo que digas.
—Me sorprende que haya tenido el temple de volver al campo.
—Pero si ha ido allí, ¿no podría haber venido aquí con nosotros?
—No me parece una manera comprensiva de plantearlo. Debemos sentir pena por ella, que ha decidido no regresar a su hogar. Somos sus padres y ella nuestra hija, y a esto hemos llegado. Estoy muy apenada.
Con el ceño fruncido, Shingo levantó el mentón para desatarse la corbata.
—¿Dónde está mi quimono?
Kikuko se lo alcanzó y se llevó su traje en silencio.
Yasuko permaneció con la cabeza gacha mientras su esposo se cambiaba.
—Es muy probable que Kikuko también busque refugio alguna vez —musitó ella con los ojos fijos en la puerta que su nuera acababa de cerrar tras de sí.
—¿Deben los padres responsabilizarse para siempre de los matrimonios de sus hijos?
—Tú no entiendes a las mujeres. Es diferente cuando las mujeres están tristes.
—¿Y tú crees que una mujer puede entenderlo todo sobre las otras mujeres?
—Shuichi tampoco ha venido esta noche. ¿Por qué no podéis volver a casa juntos? Tú vuelves por tu cuenta y aquí tienes a Kikuko, que se ocupa de tus ropas. ¿Te parece bien?
Shingo no le contestó.
—¿No le contaremos lo de su hermana?
—¿Lo enviaremos al campo? Podríamos mandarlo a buscarla.
—A ella no le gustará. Él siempre la deja en ridículo.
—No vale la pena hablar de eso ahora. Lo mandaremos el sábado.
—Así quedaremos bien ante el resto de la familia. Y nos mantendremos aquí apartados como si no tuviéramos nada que ver con ellos. Fusako no tiene a nadie allí que la proteja, pero aun así ha ido.
—¿Quién la estará cuidando?
—Quizá ella desee quedarse en la vieja casa. Pero no puede seguir para siempre con mi tía.
La tía de Yasuko debía de andar por los ochenta años. Yasuko no se entendía mucho con ella, ni tampoco con su hijo, el actual cabeza de familia. Shingo no podía ni siquiera recordar cuántos hermanos y hermanas eran.
Era inquietante pensar que Fusako se había refugiado en la casa que aparecía en ruinas en un sueño.
3
El sábado por la mañana, Shingo y su hijo salieron juntos de casa con tiempo de sobra para coger el tren de Shuichi.
Este entró en la oficina de su padre.
—Dejo esto aquí —dijo entregando su paraguas a Eiko.
Ella levantó la cabeza inquisitivamente.
—¿Te vas de viaje por trabajo?
—Sí.
Shuichi depositó su maleta en el suelo y tomó asiento cerca del escritorio de su padre.
La mirada de Eiko lo siguió.
—Cuídate, probablemente haga frío.
—Claro que sí.
Shuichi le hablaba a Shingo, a pesar de que seguía mirando a Eiko.
—Se suponía que yo debía ir a bailar con esta jovencita esta noche.
—¿Sí?
—Que te lleve el señor mayor.
Eiko se sonrojó.
Shingo no tuvo ganas de agregar nada.
Eiko cogió la maleta como si fuera a acompañar a su hijo.
—Por favor, esa no es tarea para una dama.
Y Shuichi le arrebató la maleta y desapareció por la puerta.
Ella dio un paso hacia la puerta y luego regresó llorosa a su escritorio. Shingo no podía asegurar si el gesto había sido espontáneo o calculado, pero había tenido un toque femenino que le gustaba.
—Qué vergüenza, te lo había prometido.
—No confío mucho en sus promesas últimamente.
—¿Puedo sustituirlo?
—Si quiere…
—¿No habrá problemas?
—¿Cómo?
Ella lo miró sorprendida.
—¿Irá la amante de Shuichi a bailar?
—¡No!
Shingo se había enterado por Eiko de que la voz ronca de la mujer era erótica. No indagó más detalles.
Quizá no debería haberle resultado algo extraordinario que su secretaria conociera a la mujer, y que su propia familia ni siquiera supiera de ella; pero el hecho le pareció duro de aceptar. Sobre todo teniendo a Eiko allí, delante de él.
Era una persona insignificante, y sin embargo, en tales ocasiones parecía pender pesadamente ante él, como el velo de la vida misma. Y él era incapaz de adivinar qué estaba pasando por la mente de la joven.
—¿La viste cuando él te llevó a bailar? —preguntó de pasada.
—Sí.
—¿Muchas veces?
—No.
—¿Te la presentó?
—No fue exactamente una presentación.
—No lo entiendo. Te llevó para que os encontrarais, ¿acaso quería ponerla celosa?
—Yo no soy alguien que pueda provocar celos. —Eiko se encogió ligeramente de hombros.
Shingo comprobó que estaba apegada a Shuichi, y que estaba celosa.
—Entonces sé alguien que sí puede provocarlos.
—Sí, claro. —Miró al suelo y rio—. Eran dos en realidad.
—¿Había un hombre con ella?
—No un hombre, sino una mujer.
—Me había inquietado.
—¿Por qué? —Lo miró—. Se trata de la mujer con quien vive.
—¿Comparten una habitación?
—Una casa. Es pequeña pero muy bonita.
—¿Eso significa que estuviste en la casa?
—Sí. —Eiko se comió la mitad de la palabra.
Shingo estaba de nuevo sorprendido.
—¿Dónde es? —preguntó casi con rudeza.
—No puedo decirlo —le respondió ella quedamente, con una sombra que empañaba su expresión.
Shingo guardó silencio.
—En Hongo, cerca de la universidad.
—¿Eh?
Ella continuó como si la presión se hubiera aliviado.
—Queda al final de una callejuela oscura, pero la casa en sí es bonita. Y la otra mujer es hermosa. Yo la aprecio mucho.
—¿Te refieres a la que no sale con Shuichi?
—Sí. Es una persona muy agradable.
—¿Y qué hacen? ¿Las dos son solteras?
—Sí, aunque realmente no lo sé.
—Dos mujeres viviendo juntas.
Eiko asintió.
—Nunca he conocido a nadie tan agradable. Me gustaría verla todos los días.
Había cierta afectación en su modo de decir esto. Hablaba como si la afabilidad de la mujer le permitiera aliviarse de algo.
«Todo es muy extraño», pensó Shingo.
Se le ocurrió que, al elogiar a la otra mujer, indirectamente criticaba a la amante; pero no se atrevió a definir sus verdaderas intenciones.
Eiko miró por la ventana.
—Está escampando.
—¿Y si abrimos un poco la ventana?
—Me preocupaba que Shuichi se hubiera dejado el paraguas. Qué suerte que el buen tiempo lo acompaña en su viaje.
Se quedó de pie durante un momento con la mano apoyada en la ventana abierta. Llevaba la falda algo torcida, levantada de un lado. Su actitud sugería confusión.
Volvió a su escritorio con la cabeza inclinada. Un muchacho le alcanzó tres o cuatro cartas y Eiko las puso sobre el escritorio de Shingo.
—Otro funeral —murmuró Shingo—. Demasiados. ¿Toriyama esta vez? A las dos de la tarde. Me pregunto qué será de su esposa.
Acostumbrada a ese modo que tenía Shingo de hablar consigo mismo, Eiko se limitó a observarlo.
—Esta noche no puedo ir a bailar. Tengo un funeral. —Con la boca ligeramente abierta, miraba como ausente hacia adelante—. Se sentía perseguido; cuando se hizo mayor, ella lo atormentaba. No le daba de comer; en serio. Él quería desayunar algo en casa, pero nunca había nada preparado. Había comida para los niños y él tomaba un poco cuando su mujer no lo veía. Tanto miedo le tenía que no podía volver a casa. Todas las noches se quedaba dando vueltas, o iba a ver una película, algún show de variedades o algo por el estilo, y regresaba cuando ya estaban todos acostados. Los niños estaban de parte de ella y la ayudaban a acosarlo.
—Me pregunto por qué.
—Así era. La vejez es algo terrible.
A Eiko le pareció que se burlaba de ella.
—¿Y no podía ser culpa suya?
—Tenía un cargo importante en el gobierno, y después entró en una empresa privada. Han alquilado un templo para el funeral, así que supongo que tenía una buena posición. Cuando trabajaba para el gobierno su conducta era intachable.
—Imagino que mantenía a su familia.
—Por supuesto.
—No es algo fácil de entender.
—No, creo que no. Pero hay muchos hombres de cincuenta o sesenta años que pasan las noches dando vueltas, pues les tienen miedo a sus esposas.
Shingo trató de recordar la cara de Toriyama, pero no lo logró. No se habían visto en los últimos diez años.
Se preguntó si habría muerto en su casa.
4
Shingo creyó que en el funeral se encontraría con compañeros de la universidad. Se quedó de pie en la entrada del templo después de hacer una ofrenda de incienso, pero no vio a ningún conocido. No había nadie de su edad. Tal vez había llegado demasiado tarde.
Miró en el interior. El grupo reunido en la puerta del vestíbulo central había empezado a dispersarse y ya todos se retiraban.
La familia estaba dentro. La viuda le había sobrevivido, tal como Shingo había supuesto que ocurriría. La delgada mujer delante del ataúd debía de ser ella.
Evidentemente llevaba el cabello teñido, pero no se lo había retocado últimamente y se veía blanco en las raíces.
Cuando se inclinó ante ella, pensó que no se lo había teñido a causa de que la larga enfermedad de Toriyama la había mantenido ocupada. Pero al encender su incienso ante el ataúd, se vio mascullando que una persona nunca podía estar segura de nada.
Al subir la escalinata y dar su pésame a la familia, casi se había olvidado de que el muerto era perseguido; y al rendir homenaje al difunto, volvió a recordarlo todo de nuevo. Se quedó atónito consigo mismo.
Al retirarse, lo hizo evitando tener que saludar a la viuda.
Se alarmó no por la viuda sino por su propia y extraña descortesía. Al bajar por la senda de piedras sintió una cierta aversión.
A medida que se alejaba, sentía como si la desatención y la pérdida estuvieran presionando su nuca.
Ya no había gente que supiera de Toriyama y su mujer. Y aun cuando unos pocos estuvieran vivos, ya se había perdido la relación. Cabía recordar a la viuda lo que quisiera. No había terceras personas que pudieran rememorar.
En una reunión anterior de seis o siete compañeros a la que Shingo había acudido, ni uno solo había hablado con sentimiento cuando se nombró a Toriyama. Se habían limitado a reír. El que lo había mencionado reforzó sus observaciones con risotadas y exageración.
Dos de los hombres que participaban en la reunión habían muerto antes que Toriyama.
Ahora a Shingo se le ocurría que ni siquiera Toriyama y su mujer sabían por qué ella lo atormentaba.
Toriyama se había ido a la tumba sin saberlo. Para su mujer, que le había sobrevivido, era algo que quedaba en el pasado. Sin Toriyama, era algo que se había adentrado en el pasado. Probablemente ella también moriría ignorándolo.
El hombre que en la reunión de compañeros había mencionado a Toriyama había heredado de su familia cuatro o cinco antiguas máscaras de Noh. Toriyama había ido de visita, contaba, y se había quedado ensimismado mirándolas cuando se las mostró. Como difícilmente podían despertar tanto interés en alguien que las viera por primera vez, seguía el hombre, seguramente él estaba haciendo tiempo hasta que su mujer estuviera tranquilamente acostada.
Pero ese día a Shingo le parecía que un hombre de cincuenta años, cabeza de familia, que deambulara por las calles todas las noches, debía de estar sumergido en pensamientos tan profundos que no podían ser compartidos.
La fotografía que habían utilizado en el funeral evidentemente había sido tomada el día de Año Nuevo o en algún otro día festivo, antes de que Toriyama dejara el gobierno. En ella llevaba un traje formal, con su cara redonda y tranquila. El fotógrafo había eliminado las sombras.
El distendido rostro de la fotografía se veía demasiado joven en relación con la viuda que estaba al lado del ataúd. Uno habría dicho que la perseguida era ella, envejecida antes de tiempo.
Era una mujer de baja estatura, y Shingo reparó en su cabello y en las raíces blancas. Tenía un hombro un poco inclinado, lo que daba una impresión de fatiga y enflaquecimiento.
Sus hijos y sus hijas, y las personas que parecían sus cónyuges, estaban en fila al lado de la viuda, pero Shingo ni siquiera los miró.
«¿Cómo va todo?», pensaba preguntar en caso de encontrarse con un viejo conocido. Se quedó esperando en la entrada del templo y pensó en lo que contestaría si le preguntaran lo mismo.
«Voy tirando, aunque hay problemas en la familia de mi hijo y en la de mi hija».
Le parecía que con eso demostraría que intentaba hablar de sus problemas.
Hacer esas revelaciones no sería consuelo para ninguno de ellos, ni habría ninguna oportunidad de intervención. Se limitarían a caminar hasta la parada del tranvía y allí se despedirían.
Eso era todo cuanto Shingo quería hacer.
Ahora que Toriyama había muerto, su tormento había terminado.
¿Podría considerarse que Toriyama y su mujer habían tenido éxito en la vida, en vistas de que las familias de sus hijos eran felices?
¿Qué grado de responsabilidad tenían los padres en esos días por los matrimonios de sus hijos?
Estos pensamientos se sucedían en la mente de Shingo como el tipo de cosas que le habría gustado preguntar a un viejo amigo.
Los gorriones gorjeaban en el tejado de la entrada al templo. Pasaban entre los arcos de los aleros, una y otra vez.
5
Dos visitas lo estaban esperando cuando regresó a la oficina. Tenía whisky en el armario a sus espaldas, y vertió unas gotas en el té. Una pequeña ayuda para su memoria.
Al atender a las visitas, recordó a los gorriones que había visto en el jardín esa mañana.
Al pie de la montaña, picoteaban los brotes de las cortaderas. ¿Buscaban semillas o insectos? Vio entonces que entre lo que había tomado por una bandada de gorriones había también pinzones. Observó con mayor atención.
Seis o siete pájaros saltaban de brote en brote. Y estos se agitaban violentamente.
Había tres pinzones, menos movidos que los gorriones, sin su energía nerviosa y menos dados a saltar.
El brillo de sus alas y el fresco color de sus pechos los hacían verse como pájaros de ese año. Los gorriones, en cambio, parecían cubiertos de polvo.
Evidentemente, Shingo prefería a los pinzones. Su canto no se parecía al de los gorriones, y también sus movimientos eran distintos.
Permaneció mirándolos durante un tiempo, preguntándose si los gorriones y los pinzones solían pelearse. Pero los gorriones se llamaban y volaban juntos, y los pinzones se agrupaban entre sí. Si ocasionalmente se entremezclaban, no había signos de pelea.
Mientras hacía sus abluciones matinales, Shingo los observaba, admirado.
Fue probablemente por los gorriones en la entrada al templo por lo que la escena se le hizo presente.
Una vez que las visitas se marcharon, se volvió y le dijo a Eiko:
—Muéstrame dónde vive la amante de Shuichi.
Había estado pensando en la posibilidad mientras charlaba con las visitas. A Eiko la petición la pilló por sorpresa.
Con un gesto de resistencia, arrugó por un segundo la frente y luego pareció marchitarse. Sin embargo, consiguió contestarle fríamente, con la voz contenida y distante:
—¿Qué hará si lo llevo hasta allí?
—Nada que te haga sentir incómoda.
—¿Intentará verla?
Shingo no había pensado en la posibilidad de verla ese día.
—¿No puede esperar a que sea Shuichi quien lo lleve?
También esta vez habló con calma. Shingo percibió cierto desdén en su voz.
Ella guardó silencio incluso después de que subieron al taxi.
El anciano se sintió algo desgraciado por haber forzado su voluntad, y le pareció que se estaba humillando a sí mismo y también a su hijo.
Se había imaginado poniendo orden en los asuntos de Shuichi durante su ausencia, pero ahora recelaba de su capacidad especulativa.
—Supongo que, de hablar con alguien, usted lo haría con la otra señora.
—¿La que dices que es tan agradable?
—Sí, puedo hacerla venir a la oficina.
—Me gustaría.
—Él bebe mucho en casa, se pone violento y le ordena a la otra mujer, que tiene muy buena voz, que cante. Entonces Kinu[8] se echa a llorar. Si eso la afecta tanto, no quiero ni imaginar cómo se pone cuando oye lo que le cuenta la otra.
Había algo confuso en cómo se expresaba. Kinu debía de ser la amante de Shuichi.
Shingo ignoraba que Shuichi bebía.
Ya cerca de la universidad, doblaron por una calle estrecha.
—Si su hijo se enterara, yo tendría que dejar la oficina —dijo Eiko en voz baja—. Tendría que marcharme.
Un escalofrío recorrió a Shingo.
Eiko se detuvo.
—Vaya hacia la cerca de piedra, es la cuarta casa. Leerá el apellido Ikeda en la puerta. Podrían verme, por lo que es mejor que yo no vaya más allá.
—Si esto te incomoda, será mejor que lo dejemos.
—¿Por qué, si ya hemos llegado hasta aquí? Usted tiene que seguir adelante. Esto llevará paz a su familia.
Shingo percibió cierta malicia en su desafío.
Eiko la había llamado «cerca de piedra», pero en realidad era de hormigón. Pasó junto a un enorme arce. La casa no tenía nada especial. Era pequeña y vieja, y efectivamente en su puerta se podía leer el apellido Ikeda. La entrada daba al norte y era oscura. Las puertas de vidrio del piso superior estaban cerradas. Reinaba el silencio.
No había nada que llamara la atención.
Sin ánimo, Shingo siguió avanzando.
¿Qué tipo de vida llevaría su hijo detrás de esa puerta? No estaba preparado para hacer una aparición inesperada.
Dobló en otra calle.
Eiko no estaba donde la había dejado. Ni se la veía en la calle principal, desde donde había doblado hacia el callejón.
Una vez de vuelta en su casa, evitó la mirada de Kikuko.
—Shuichi pasó por la oficina unos minutos y se fue —dijo—. Me alegro de que tenga buen tiempo.
Agotado, se acostó temprano.
—¿Cuántos días estará de viaje? —Yasuko estaba en el comedor.
—No se lo he preguntado —le contestó desde la cama—. Pero lo único que tiene que hacer es traer a Fusako de vuelta. Imagino que se tomará dos o tres días.
—Hoy he ayudado a Kikuko a cambiar el relleno de los edredones.
Fusako vendría con sus dos niñas.
Shingo pensó en lo difícil que se pondrían las cosas para su nuera.
«Shuichi se alojará en otra casa», se decía. Pensó en la casa de Hongo.
Y luego recordó a la desafiante Eiko. La veía a diario, y hasta ese día no había presenciado un arrebato como ese.
Nunca había visto a Kikuko descargar sus emociones. Yasuko le había dicho que su nuera controlaba sus celos por consideración hacia él.
Se durmió pronto. Al cabo de un rato los ronquidos de Yasuko lo despertaron y le apretó la nariz con los dedos.
—Cuando Fusako vuelva, ¿traerá otra vez ese pañuelo? —preguntó Yasuko, como si hubiera estado despierta todo el tiempo.
—Es probable.
No tenían nada más que decirse.